La importancia del factor humano A contrapelo de gran parte de la industria cinematográfica del norte, Clint Eastwood continúa fiel a su estilo y hoy por hoy analiza maravillosamente un acontecimiento insólito desde la mundanidad del protagonista, esquivando por completo lo que podría haber sido un caso de grandilocuencia vacua…
El terrorismo como fachada En nuestros días ya casi no existe la calidad en el marco de la adrenalina cinematográfica y sus derivados, no obstante siempre podemos hallar alguna que otra excepción como el presente film, un cóctel eficaz de muerte, intriga y agitación colectiva. Dentro del modelo de producción estadounidense, desde hace mucho tiempo los thrillers de acción fueron reemplazados por épicas de fantasía atiborradas de CGI que recurren una y otra vez a la misma fórmula gastada del camino del héroe y demás latiguillos destinados al segmento adolescente y los adultos infantilizados/ castrados de hoy en día. Así las cosas, los europeos -con el inefable Luc Besson a la cabeza, en su rol de productor- tomaron la posta y construyeron un combo de referencias retro pero adaptadas al contexto internacional actual, las tensiones sociales a gran escala y todos esos escenarios que brinda el viejo continente. Atentado en Paris (Bastille Day, 2016) es algo así como la “versión británica” de un esquema que viene a llenar el espacio vacío en un mercado ninguneado por el mainstream hollywoodense y su poco apego para con la diversidad y la riqueza retórica. En esencia estamos ante una buddy movie de tono policial que analiza -desde la sordidez e ironías del género- el proceder del terrorismo y las fuerzas de inteligencia, dos estratos cuyos límites se difuminan en función de la manipulación cruzada y esa tendencia a encontrar chivos expiatorios que se amolden a la agenda política de las administraciones del Primer Mundo. Poniendo siempre el acento en la hipocresía y la corrupción de los representantes de la ley y sus socios en el poder, el film propone una dupla compuesta por Sean Briar, un agente de la CIA interpretado de manera extraordinaria por un Idris Elba intimidante (a mitad de camino entre la parquedad de 24 y el carisma de los adalides del blaxploitation de la década del 70), y Michael Mason, un “artista de la estafa” con el rostro de Richard Madden (típico eslabón débil de aquellos productos de súper acción de los 80). La premisa de base gira en torno al engranaje del “falso culpable”, ahora apuntalado en un robo al azar por parte de Mason que lo termina comprometiendo en un atentado vía una bomba escondida en una bolsa, la cual el susodicho había sustraído a una joven momentos antes de estallar. Briar lo localiza, lo interroga y finalmente el carterista pasa de sospechoso a convertirse en un aliado en la investigación, esa misma que pronto destapa un complot que involucra a los esbirros del sistema y a las altas esferas del estado francés. El gran responsable de la química del dúo y la eficacia de las secuencias de acción es James Watkins, un director inglés que ya había demostrado su pericia en las previas Eden Lake (Eden Lake, 2008) y La dama de negro (The Woman in Black, 2012), la primera una excelente epopeya de trazos gore y la segunda una propuesta correcta vinculada a los relatos góticos. Sin duda la diferencia más importante entre los paradigmas del rubro la hallamos a nivel del humor: mientras que la industria norteamericana contemporánea gusta de cancherear a través de chistecitos vulgares (la pobreza suele quedar al descubierto en los mamotretos de superhéroes, por ejemplo) y el “arquetipo Besson” ofrece un díptico conformado por películas trágicas que evitan la comicidad y, en la otra orilla, proyectos con un puñado de one-liners al paso (la división puede ser muy tajante), el enfoque de Atentado en Paris es más solapado porque el sarcasmo está implícito en el comportamiento de los personajes y puesto al servicio de la trama. Aquí Watkins esquiva toda pomposidad en las coreografías de las escenas de acción y construye un verosímil sensato alrededor de las fachadas del dominio y de esa desprotección a la que nos someten aquellos que deberían ampararnos.
La metafísica de la sanación En el universo cinematográfico agotado de los superhéroes, definitivamente Doctor Strange (2016) supera a los últimos bodrios de DC, léase Batman v Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016) y Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016), pero al mismo tiempo sigue recorriendo la senda monótona y deslucida de los productos previos de Marvel, en los que no existen rasgos autorales de ningún tipo y sólo prima una lógica serial que responde a una supuesta necesidad -craneada por los timoratos y tecnócratas del marketing, los que en buena medida están a cargo hoy por hoy de los estudios hollywoodenses- de cortar a todos los eslabones con la misma tijera. Con el séptimo arte reducido a un formato televisivo de explotación perezosa que renuncia a las novedades o a decir “algo”, los blockbusters actuales caen una y otra vez en la indiferencia. Dicho de otro modo, lo realmente patético del asunto es que esta clase de films respeta a rajatabla -y desde un fundamentalismo de ribetes delirantes- un esquema cansador que lo único que hace es ofrecer un eterno bucle de la misma estructura narrativa, los mismos personajes y la misma desconexión total con cualquier elemento mínimamente vinculado con la praxis mundana (nadie reclama un retrato de la cotidianeidad, pero tanto escapismo hueco y arrogante habla tanto de la falta de ideas del mainstream norteamericano como de la actitud que se pretende vender al público bobalicón que consume y convalida sus productos). Así como los CGI suplantaron a los actores y las transgresiones políticas brillan por su ausencia, no es de extrañar que Scott Derrickson en Doctor Strange se haya tenido que amoldar a las exigencias del caso y termine entregando un trabajo anodino y derivativo. El realizador y guionista, aquí totalmente desperdiciado/ pasteurizado, es un especialista en terror y su carrera hasta la fecha se dividía en dos opus dignos, El Exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005) y El Día que la Tierra se Detuvo (The Day the Earth Stood Still, 2008), y dos mucho más interesantes, Sinister (2012) y Líbranos del Mal (Deliver Us from Evil, 2014). Más que centrarnos en el eje del relato, en esencia un médico egocéntrico que se inicia en la hechicería como un mecanismo para recuperar la movilidad de sus manos, las cuales fueron “destruidas” en un accidente automovilístico, en esta ocasión conviene explicitar los componentes de la fórmula: el trasfondo es una mezcla del de Harry Potter (magia, pedagogía, secretos oscuros, villanos ancestrales, etc.) y el de la saga Iron Man (poder, soberbia, individualismo, apertura escalonada hacia el prójimo, etc.). A decir verdad, la propuesta podría haber sido peor considerando los chistecitos bobos que Marvel gusta introducir de manera compulsiva en sus películas, no obstante Derrickson mantiene en todo momento un tono amable que no abusa de las tragedias ni tampoco cae en esa autoparodia tan común en el Hollywood de nuestros días. El desempeño del elenco es un gran punto a favor, con Benedict Cumberbatch a la cabeza como el personaje del título y un séquito de secundarios de calidad que levantan la vara (Mads Mikkelsen, Chiwetel Ejiofor, Tilda Swinton, Rachel McAdams y Michael Stuhlbarg). Aun así, la metafísica de la sanación y todos esos clichés dramáticos siguen aburriendo desde su inocuidad y aportan al déjà vu general que produce el film, a lo que se suman las recurrencias del apartado visual y el hecho de que las secuencias de acción le deben mucho a El Origen (Inception, 2010)…
Una despedida a la danesa El sexagenario Bille August sorprende con un drama familiar minimalista que quiebra la grandilocuencia de sus trabajos previos y además analiza las implicancias de la eutanasia, la cual -de la misma manera que el aborto- aún cae vergonzosamente en el campo de la ilegalidad en gran parte del globo y en pleno siglo XXI… Resulta de lo más curioso que Bille August, un director que se hizo conocido en el ámbito internacional -allá lejos y hace tiempo- con aquel díptico compuesto por Pelle, el Conquistador (Pelle Erobreren, 1987) y Con las Mejores Intenciones (Den Goda Viljan, 1992), sea el responsable de Corazón Silencioso (Stille Hjerte, 2014), una propuesta mucho menos aparatosa en cuanto a su metraje y despliegue melodramático, si la comparamos con las anteriores, y a su vez superadora con respecto a su tenaz coqueteo con el mainstream anglosajón; hablamos de opus como La Casa de los Espíritus (The House of the Spirits, 1993), Los Miserables (Les Misérables, 1998) y El Precio de la Libertad (Goodbye Bafana, 2007). De hecho, la película hace maravillas en “apenas” 97 minutos, una duración inusual para August, algo así como un especialista en epopeyas erráticas y excesivamente extensas. Evitando en buena medida los puntos muertos esporádicos bergmanianos y los golpes bajos “maquillados” del pasado, hoy el realizador se luce en la puesta en escena, la dirección de actores y en lo que podríamos definir como el aprovechamiento de una premisa de base que puede parecer sencilla, no obstante el danés la exprime con inteligencia: sabiendo que se encuentra en las primeras fases de la esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad degenerativa neuromuscular para la que no existe cura y que conduce irremediablemente a la muerte, Esther (Ghita Nørby), la matriarca del clan de turno, decide suicidarse con la asistencia de su marido médico Poul (Morten Grunwald); y para despedirse de su familia lleva a cabo una reunión a la que acuden sus hijas Heidi (Paprika Steen) y Sanne (Danica Curcic), lo que por supuesto deja abierta la puerta para las desavenencias y los problemas. Mientras que Heidi con los años se transformó en una burguesa tradicional y se casó con Michael (Jens Albinus), con quien tuvo un hijo, Jonathan (Oskar Sælan Halskov), Sanne en cambio atravesó trastornos psicológicos y cayó en un ciclo de autovictimización, con un único cable a tierra a la vista, su novio drogón Dennis (Pilou Asbæk). El último invitado al encuentro -que durará un fin de semana- es Lisbeth (Vigga Bro), la amiga de toda la vida de Esther y Poul. El guión de Christian Torpe juega con varias puntas al mismo tiempo y sin recurrir a “carteles luminosos” dramáticos, superponiendo las distintas perspectivas en torno a la eutanasia y enfatizando el delirio de que en pleno siglo XXI la práctica aún sea ilegal en muchos países, al igual que el aborto. La necesidad del diálogo y de comprender al prójimo, sin forzarlo a adaptarse a nuestros preconceptos, aparece como el designio central. La realización analiza de lleno el choque entre la rigidez conservadora de Esther (una suerte de derecha vetusta y dogmática que niega la misma existencia de la otredad) y la apertura autoindulgente y ciclotímica de Sanne (una izquierda débil que se la pasa mirándose al espejo y haciendo poco a partir de lo que pregona). Todo el elenco en su conjunto ofrece un desempeño extraordinario que viene a confirmar que todavía es posible construir una tragedia hogareña dejando de lado -por ejemplo- los desniveles en el desarrollo de Agosto (August: Osage County, 2013) y la doctrina del shock y la somnolencia de Amour (2012). Corazón Silencioso hace de un verosímil sensato su mayor fortaleza, enarbolando una melancolía que no cae en una marcha fúnebre y permitiéndose algún que otro destello de humor en medio del dolor y las típicas “pasadas de factura” entre los miembros del clan…
La manipulación machista A lo largo de la historia del cine podemos encontrar numerosos opus que juegan con la amnesia para generar suspenso y colocar en primer plano la vulnerabilidad psicológica de los protagonistas en boga, todo un rubro que nació con la recordada Cuéntame tu Vida (Spellbound, 1945), de Alfred Hitchcock, y continuó con mojones en la línea de Alguien Detrás de la Puerta (Quelqu'un Derrière la Porte, 1971) y Memento (2000), extendiendo su influencia hasta nuestros días gracias a films como Antes de Despertar (Before I Go to Sleep, 2014) y Perdida (Gone Girl, 2014), sin duda la gran obra maestra del enclave de los últimos años. La película que nos ocupa, La Chica del Tren (The Girl on the Train, 2016), vuelca el asunto hacia el melodrama lacrimógeno y lamentablemente el resultado en ningún momento sobrepasa una medianía que se debate entre la corrección, los clichés y el hastío. La trama reproduce casi al pie de la letra el eje de la novela homónima de Paula Hawkins, una suerte de thriller sobre la manipulación machista con base en los abusos domésticos y las adicciones. Todo gira en torno a tres mujeres y dos hombres: Rachel (Emily Blunt), una fémina consumida por el alcoholismo, toma diariamente el tren hacia New York para ver por la ventana su antigua casa, la que compartía con Tom (Justin Theroux) hasta que el affaire de éste con Anna (Rebecca Ferguson) -con quien ahora vive allí y tiene un hijo- destruyera la relación; al mismo tiempo Rachel está obsesionada con una pareja vecina y aparentemente perfecta, la de Megan (Haley Bennett) y Scott (Luke Evans), algo que por supuesto dista mucho de ser real. Cuando Rachel descubre que Megan le está siendo infiel a Scott, decide vociferarlo pero todo deriva en heridas en su cabeza y un proceso de amnesia. A partir de la desaparición y el eventual hallazgo del cadáver de Megan, a lo que se suma el accionar de la policía con la Detective Riley (Allison Janney) como la encargada primordial de la investigación, el guión de Erin Cressida Wilson -una norteamericana conocida en esencia por sus colaboraciones con Steven Shainberg- trata infructuosamente de hilvanar un croquis de los afectos y desengaños entre los personajes, pero lo único que consigue es caer en redundancias narrativas, lugares comunes del suspenso y una resolución del misterio que se ve venir kilómetros a la distancia. El problema principal son los arquetipos dramáticos, los cuales no agregan ni un gramo de originalidad a lo ya trabajado en el pasado: Rachel vive en una espiral de autoindulgencia, Anna es la típica mujer segura de sí misma, Megan es un clon de Rachel en “formato promiscuidad” y los hombres son parásitos emocionales. El realizador de turno, Tate Taylor, el de las interesantes Historias Cruzadas (The Help, 2011) y Get on Up (2014), en ocasiones pareciera que quiere copiar la estructura de Perdida, no obstante lo cierto es que no dispone de cimientos que estén a la altura de las circunstancias y hasta se podría decir que aquí está fuera de su zona de confort, lo que se traduce en muy pocas escenas en las que domine verdaderamente un verosímil sustentado en la angustia y el nerviosismo. Desde ya que resulta de lo más loable la intención de retratar el círculo vicioso de la violencia y la corrupción sexistas, el dilema radica en que los personajes son demasiado unidimensionales y -de esta manera- el elenco no cuenta con el margen suficiente para terminar de rescatar a la propuesta de una serenidad deslucida que conspira al momento de generar empatía hacia un desarrollo seco y un tanto “de manual”…
La sed verdadera Dentro de la colección de anomalías que caracterizan al horror como género, quizás la más distintiva de los días que corren se ubica a nivel cualitativo, ya que o nos topamos con películas muy malas o propuestas que levantan la vara -una vez más- de manera más que considerable. Si bien en muchas ocasiones solemos remarcar que el terror no necesita de presupuestos gigantescos o estrellas de renombre porque la ejecución en manos del realizador de turno lo es todo, Noche Diabólica (From the Dark, 2014) trae a colación una suerte de mediocridad que constituyó el paradigma de base de otras épocas: durante nuestra contemporaneidad sólo el horror suele pasearse errático entre los dos extremos señalados anteriormente, mientras que el resto del espectro cinematográfico sigue respetando esa medianía desesperante propia del séptimo arte en general y del mismo género en el pasado. Paradojas mediante, la obra que nos ocupa funciona como una excepción debido a que se debate continuamente entre las bondades de su estructura y los problemas actorales, sumando por un lado tantos puntos a favor como en contra y por el otro quebrando la lógica pendular del presente. El opus del director y guionista Conor McMahon nos regala una cronología que comienza con el viaje en auto de Mark (Stephen Cromwell) y Sarah (Niamh Algar) por el interior de Irlanda, continúa con el típico desperfecto vehicular de siempre y desemboca rápidamente en la aparición de una criatura (interpretada por Ged Murray) que los acecha con perseverancia y una buena dosis de angustia. Ya en el prólogo se nos aclara que estamos ante un “adversario” a mitad de camino entre Nosferatu (1922) y El Descenso (The Descent, 2005), cuando el susodicho le hinca las dientes a un lugareño desprevenido. Adoptando los engranajes principales de los relatos de entorno cerrado y sus subproductos, McMahon de hecho centra el desarrollo narrativo en la casa de la víctima del inicio, dentro de la cual la pareja decide esconderse y confrontar con el vampiro y su flamante discípulo. El cineasta se ampara en un minimalismo sutil y utiliza relativamente bien las tomas subjetivas, la cámara en mano, el fuera de foco y las sorpresas que depara la oscuridad, sin volcarse del todo a lo que sería un falso documental y siempre manteniendo la tercera persona durante la faena. La construcción animalizada y seca del chupasangre también es un elemento interesante, ya que le otorga al acoso que sufren los protagonistas un tamiz de urgencia y exasperación a través de la artimaña de poner en primer plano las debilidades del ser nocturno, como por ejemplo su lentitud y esa clásica fobia/ aversión hacia las luces. Sin duda el mayor inconveniente del film lo hallamos a nivel del desempeño de Cromwell y Algar, dos intérpretes un tanto rústicos que no consiguen transmitir en un cien por ciento la premura que reclamaba el contexto. Asimismo, la responsabilidad de ello también cae en el guión de McMahon porque abusa de la estupidez y torpeza de los protagonistas: así las cosas, a lo largo de la historia ambos se la pasan cayéndose, resbalándose, tropezando, gritando cuando deberían callar, caminando cuando deberían correr, etc. A pesar de que por momentos todo el asunto le da una pátina de realismo decadente a la película, a decir verdad el ardid cansa un poco y le juega en contra a la experiencia en general porque los personajes terminan resultando algo molestos y triviales. Lo mejor de Noche Diabólica es la sed del cazador y su porfiar en pos de alimentarse de un par de burgueses aburridos…
Familia de fugitivos Si bien no llega al nivel cualitativo de su predecesora, Jack Reacher: Sin Regreso es una obra digna que funciona a la perfección como un vehículo para el lucimiento de Tom Cruise, circunstancia que al mismo tiempo confirma la vigencia del susodicho en el campo de la testosterona cinematográfica…
Cuando la pugna es estilística… Más allá de la existencia de una saturación en el ámbito de las propuestas centradas en paladines marginales que se abren camino hacia el estrellato mediante los puños, este intento de biopic sobre el mítico Roberto Durán no está a la altura del desafío y se pierde en un recorrido superficial y poco interesante.
Magnicidio y después Estamos ante un thriller bélico sumamente desparejo que combina baches en la narración con un tema fascinante que daba para mucho más, sobre todo considerando que hablamos del único asesinato exitoso de un jerarca nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Y Sean Ellis continúa en una racha intermitente que siempre respeta la misma lógica: a un opus potable le sigue uno fallido y así sucesivamente. Para aquellos que no lo conozcan, vale aclarar que el director británico debutó con la interesante Despertando al deseo (Cashback, 2006), una comedia indie de impronta surrealista que le ganó muchos elogios en su momento, para luego patinar feo en El espejo roto (The Broken, 2008), un intento en el campo del horror psicológico que hacía agua por todos lados y a fin de cuentas resultaba muy soporífero. El asunto repuntó a posteriori gracias a Metro Manila (2013), otros de esos exploitations del catálogo de miserias tercermundistas -en línea con Slumdog Millionaire: ¿Quién quiere ser Millonario? (Slumdog Millionaire, 2008)- por parte de un mainstream anglosajón ávido de señalar las problemáticas que no quiere ver en sus propias sociedades. Ahora bien, Anthropoid (2016), el trabajo más reciente de Sean Ellis, no llega precisamente para anular los rasgos erráticos de dicha cadena sino, en todo caso, para ratificarlos. La obra se propone recrear la operación del título, centrada en el asesinato en 1942 de Reinhard Heydrich, algo así como el “tercer hombre” con más poder durante el nazismo después de Adolf Hitler y Heinrich Himmler. Producto del Pacto de Múnich de 1938, en el que el Reino Unido, Francia e Italia acordaron cederle a Alemania los Sudetes, una formación montañosa que pertenecía a Checoslovaquia, las fuerzas armadas nazis ocuparon la región y terminaron de invadir la nación al año siguiente. La trama se focaliza en dos agentes del gobierno checo en el exilio, Josef Gabcík (Cillian Murphy) y Jan Kubis (Jamie Dornan), quienes llegan al país para matar a Heydrich, en esa época apostado en una Praga pavorosa. Lamentablemente una vez más el realizador vuelve a explotar una de sus marcas registradas más insufribles, la de estirar las escenas sin necesidad y abusar de los instantes dramáticos a través de clichés que no agregan demasiado al desarrollo de personajes ni al suspenso en general. Si bien anteriormente fue entendible la introducción esporádica de momentos de dilación, en especial en Despertando al deseo y Metro Manila, aquí el relato reclamaba una narración más cercana a la angustia controlada de los thrillers y menos redundante en materia de la “vida cotidiana” en un período de ocupación bélica, un tópico que ya ha sido trabajado hasta el hartazgo -y con mejores resultados- en el pasado (también podíamos hallar esta suerte de ineficiencia retórica en su otra propuesta de género, El espejo roto, en la que los tics del indie y esa impericia para la tensión embarraban las buenas intenciones). Lejos de la superior y formalmente similar Operación Valquiria (Valkyrie, 2008), de Bryan Singer, Anthropoid nos ofrece una primera mitad que sólo se sostiene por la actuación de Cillian Murphy y que para colmo divaga con detalles románticos en torno a la relación que el par de protagonistas entabla con dos mujeres que integran las filas de una resistencia checa malograda por los embates alemanes. Otro problema importante de fondo es que el ataque a Heydrich ya fue ficcionalizado antes en películas de -por ejemplo- Fritz Lang y Douglas Sirk, siendo todavía el mejor intento el encarado por Operation: Daybreak (1975). Hasta cierto punto los inconvenientes del guión de Sean Ellis y Anthony Frewin, un asistente histórico de Stanley Kubrick, terminan compensados por el gran desenlace en la iglesia, el “después” del magnicidio, aunque tampoco alcanza para rescatar al film de una medianía agridulce.
Las recurrencias del tiempo A pesar de que sólo necesitamos dos palabras -casa embrujada- para construir un mínimo marco descriptivo en relación a El canal del demonio (2016), lo verdaderamente interesante de la propuesta pasa por la perspectiva elegida para explotar el tópico, sin duda uno de los más antiguos del cine y del arte en general.