El ciclo infinito de la responsabilidad La pérdida de la vivienda como potencialidad, ese gran fantasma de la burguesía, es uno de los ingredientes de este estudio minimalista sobre los abusos consentidos por las autoridades y las decisiones de una profesora, quien ve tambalear su balanza moral. ¿Por qué ante el más mínimo delito el conjunto de los mortales se obsesiona únicamente -y casi de inmediato- con encontrar culpables y deja de lado la tarea de examinar el contexto que canaliza conductas de ese tipo, uno que en la enorme mayoría de los casos pesa mucho más que la simple voluntad individual del infractor? Esa es la premisa por detrás de La Lección (Urok, 2014), una pequeña y bienvenida sorpresa que nos llega desde Bulgaria: este film, de ritmo apesadumbrado y estética vinculada al marco de referencias de los documentales, trabaja distintas capas de la crisis social/ ideológica de nuestros días y sus subproductos, en especial los callejones sin salida en los que terminan inmersas las clases populares frente a la negligencia del Estado y su complicidad para con el capital financiero y esos grandes monopolios que hegemonizan la economía de prácticamente todo el planeta. El eje del relato es -precisamente- una ejecución hipotecaria en función del atraso en los pagos por parte de una familia burguesa, que se encuentra al borde de perder su hogar. La protagonista de la faena es la madre del clan, Nadezhda (Margita Gosheva), docente de inglés en una escuela de pueblo y adalid fundamentalista de la rigidez deontológica, como lo demuestra el episodio que abre la película: ante el robo de una billetera en el aula, la susodicha obliga a todos sus alumnos a someterse a una revisación fuera de lugar, con la joven damnificada escudriñando en las mochilas de sus compañeros. Cuando un buen día Nadezhda descubra que su marido Mladen (Ivan Barnev) no abonó al banco y utilizó ese dinero para comprar una caja de cambios destinada a una casa rodante que tienen a la venta, la mujer no tendrá mejor idea que pedir un préstamo a “otros” usureros, ahora de la mafia. Aquí los realizadores Petar Valchanov y Kristina Grozeva juegan con las inconsistencias y paradojas detrás del ciclo infinito del juzgar al otro y no asumir la responsabilidad propia dentro de la coyuntura general de los acontecimientos, lo que rápidamente nos retrotrae a la trayectoria histórica pasada (la salida del comunismo y la precariedad de la sociedad búlgara, que no tiene nada que envidiarle al Tercer Mundo) y al mismo tiempo nos acerca a algún tipo de perspectiva a futuro (el acto de colocar al dinero en la “base” de la pirámide de la ética colectiva hace que se descuiden dimensiones mucho más importantes como el desarrollo progresivo de la comunidad y el respeto por los semejantes). De hecho, más allá de la eficaz y pertinente denuncia contra los clásicos mecanismos usurpadores del capital, la propuesta también pone de manifiesto la soberbia de la pedagogía obcecada e impiadosa. Si bien el planteo formal y doctrinario nos puede remitir en primera instancia al cine de Robert Bresson o al de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne, en realidad el esquema de injusticias que padece y reproduce Nadezhda es tan antiguo como Ladrones de bicicletas (Ladri di Biciclette, 1948), de Vittorio De Sica, aquel extraordinario análisis de cómo se origina el entramado de las desgracias sociales y su lógica en cadena. Los directores consiguen una obra apasionante que por un lado se siente un poco extensa y por el otro combina con inteligencia el drama de reformulación identitaria y una especie de policial en sintonía con la desesperación económica de la protagonista y las “soluciones” que le brinda un sistema parasitario. Es en esa confluencia entre la marginalidad y la corrupción -ambas abaladas por el Estado- donde debemos ubicar a La Lección, un ejemplo muy interesante de un cine moral bien diagramado y con el ímpetu necesario para escapar a los atajos de la empatía automática, pensemos para el caso en la gran Margita Gosheva y el modo en que marca distancia en el inicio para luego alzar a la soledad de su personaje como fuerza de choque.
Dinero de sangre. Las últimas dos adaptaciones cinematográficas de novelas de John le Carré habían elevado mucho la vara y a priori resultaba muy difícil que Un Traidor entre Nosotros (Our Kind of Traitor, 2016) pudiese superar lo hecho o por lo menos empardarlo: lejos del nivel de El Hombre más Buscado (A Most Wanted Man, 2014) de Anton Corbijn y El Topo (Tinker Tailor Soldier Spy, 2011) de Tomas Alfredson, la película en cuestión se ubica en un terreno intermedio entre la interesante El Jardinero Fiel (The Constant Gardener, 2005) y las más desparejas El Sastre de Panamá (The Tailor of Panama, 2001) y La Casa Rusia (The Russia House, 1990). Aún así, por suerte hablamos de una traslación digna que respeta la estructura del libro y vuelve a poner en el tapete la principal marca registrada del autor británico, léase la ambigüedad moral y política de los llamados “servicios de inteligencia”. A diferencia de los thrillers de espionaje tradicionales, con su patética bipolaridad “buenos/ malos” y todas esas secuencias de acción cronometradas, los opus de le Carré trabajan la dimensión psicológica de los conflictos internacionales, ponen el acento en burócratas grises que actúan como lobbistas, y finalmente se hacen un verdadero festín a partir de la corrupción y el latrocinio que caracterizan al entramado capitalista y sus “multinacionales espejo”. En esta ocasión el eje es Peregrine Makepiece (Ewan McGregor), un profesor universitario que termina desempeñándose como intermediario entre el MI6 y la mafia rusa cuando Dima (Stellan Skarsgård), un oligarca que amasó su fortuna gracias a la disolución de la URSS, le solicita que negocie ante los británicos protección para él y su familia a cambio de información sobre los funcionarios y empresarios ingleses vinculados a la mafia. El guión de Hossein Amini maneja con perspicacia ese viejo motivo del género centrado en un hombre común que es arrastrado por el azar hacia un submundo de secretos y asesinatos, ahora con el agregado de que las palabras son tan fulminantes como las balas… y a veces incluso más (otro de los rasgos de estilo de la obra de le Carré). Como era de esperar, las actuaciones de McGregor y Skarsgård son precisas como así también la de Damian Lewis, el encargado de dar vida al tercer vértice del triángulo, Héctor, el traficante estatal de influencias de turno, quien hoy se despega de los mandos altos y toma como cruzada personal la investigación y/ o posibilidad de conseguir los nombres y números de cuenta de los involucrados. Aquí nuevamente no tenemos a un villano específico porque el esquema ético general es complejo y el agente de destrucción es el entretejido político y económico. A pesar de que la película está bien llevada por una correcta Susanna White, por momentos se nota que la realizadora está fuera de su zona de confort y que además no cuenta con el talento de Corbijn o Alfredson. Al igual que otros subgéneros, el espionaje necesita de una tensión más o menos constante y es allí donde falla Un Traidor entre Nosotros, ya que el desarrollo se divide -casi en partes idénticas- entre escenas prodigiosas que analizan determinados aspectos de los personajes y algunas secuencias que desaprovechan lo que podría haber sido un “tire y afloje” a nivel de la progresión dramática. Sin duda los dos factores que terminan redimiendo a la propuesta son la espada de Damocles que cuelga sobre la cabeza de Dima (el film comienza con el trágico destino de un colega y su clan, lo que a su vez despierta sus temores) y todo el derrotero de los protagonistas con el objetivo de exponer ese “dinero de sangre” que los oligarcas y sus socios desean mover hacia el enclave londinense (las escenas en París y Berna cumplen y dignifican a la película). Como en las otras adaptaciones de le Carré, las mentiras, la corrupción y la impunidad son las enfermedades de sociedades que poseen muchos elementos en común y pocas diferencias…
Un desastre tutelado por la codicia En su “modalidad catástrofe”, Hollywood suele balancear el tono pomposo chauvinista y el espectáculo pirotécnico, algo así como los dos extremos de un mismo concepto que gira alrededor de la lucha por la supervivencia: mientras que el discurso y los emblemas patrioteros obedecen a la celebración del mercado local y al fetiche del país del norte con eso de interpretar a toda gesta como una epopeya que reivindica a los estadounidenses, el cúmulo de secuencias de acción -en cambio- se corresponde a la dosis de adrenalina que reclama el género y a los intereses más “neutrales” del resto del globo. Ahora bien, casi siempre los esfuerzos por equilibrar los tantos duran poco ya que el asunto en su conjunto tiende por regla general hacia el sermón pronorteamericano y así la experiencia termina socavando lo que podría haber sido un retrato sincero de la debacle de turno y sus efectos.
Detalles de derecha. Como todos los actores que se hicieron un nombre en el cine de acción, mitad por decisión propia y mitad porque la misma industria los encaminó hacia dicho rumbo (el mainstream vive enamorado perdidamente de croquis y fórmulas ya testeadas), Jason Statham está en una especie de segundo plano dentro de la estratificación del Hollywood contemporáneo, ese que destina gran parte de sus millones de dólares a un puñado de tanques anuales basados en una catarata de CGI, protagonistas adolescentes y gestas fastuosas, cada día más y más esquemáticas. Si nos concentramos en el caso concreto de la acción “old school” tracción a stunts y violencia explícita, tampoco podemos afirmar que nos perdemos de mucho porque el promedio del género -cuando estaba en la cúspide, allá en las derechosas décadas de los 80 y 90- era de una película potable cada tres o cuatro fiascos y/ o desastres. Lamentablemente el film que nos ocupa se ubica en la franja negativa del rubro, algo por demás trágico si recordamos que esta nueva franquicia se inspiró en The Mechanic (1972), del gran Michael Winner, sin duda uno de los mejores trabajos de Charles Bronson. Así las cosas, primero nos encontramos con la bastante floja El Mecánico (The Mechanic, 2011), la que por cierto poco y nada tenía que ver con el minimalismo y la paciencia de la original, y hoy nos topamos con su primera secuela, El Especialista: Resurrección (Mechanic: Resurrection, 2016), cuyo título en castellano nos reenvía -irónicamente- hacia la también lastimosa e ingenua El Especialista (The Specialist, 1994), protagonizada por un Sylvester Stallone abandonando de a poco el mainstream. La propuesta resulta perezosa debido a la presencia de clichés dramáticos innecesarios y muchas escenas de acción muy derivativas. Sin ir más lejos, toda la primera media hora de los 99 minutos totales, luego de la apertura reglamentaria a pura adrenalina, está dedicada a apuntalar una aburridísima relación entre Statham y Jessica Alba, hoy interpretando a una suerte de damisela en peligro a la que secuestra un viejo enemigo del señor para obligarlo a volver al ruedo, calzarse el traje de sicario, recorrer el globo y ejecutar a tres caudillos del crimen organizado, por supuesto mediante asesinatos camuflados de accidentes. Más allá de esta jugada vetusta y fallida con vistas a ganarse al público femenino adepto a las historias baratas de amor, lo que sigue a continuación tampoco es una maravilla ni llega a compensar el estoicismo empleado para soportar lo anterior: a partir de ese momento la película le hace justicia a su título original porque se dedica a un desarrollo “mecánico” vinculado a las misiones de los videojuegos. En lo que respecta a Statham, en El Especialista: Resurrección se puede decir que está un poco más cuadrado a nivel actoral que de costumbre, no obstante él no es el mayor problema del opus ni mucho menos. Lo que debería ser el corazón de un producto como el presente, léase el manojo de secuencias de acción, aquí derrapa feo ya que no ofrece ni un gramo de originalidad o verdadero desparpajo (sólo se destacan en parte el segundo asesinato -el de la piscina- y ese desenlace a todo trapo). Otra característica desagradable es la cantidad de golpes que recibe Alba a lo largo del metraje, en especial tratándose de un personaje que no está a la par del protagonista o los villanos, “detalle” que no califica como incorrección política sino más bien como estupidez de derecha. Ni siquiera la aparición de un bizarro Tommy Lee Jones alcanza para salvar del fracaso a un bodrio de esta magnitud…
El oficio solitario de los márgenes. Las paradojas de la creación artística, y las herramientas de construcción/ supresión que llevan implícitas, constituyen el eje de la excelente Pasión por las Letras (Genius, 2016), ópera prima de Michael Grandage y sin duda una de las experiencias más gratificantes que nos haya regalado la confluencia entre cine y literatura hasta este momento. Utilizando como excusa la amistad entre Maxwell Perkins (Colin Firth), cabecilla de la Editorial Scribner, y el novelista semi olvidado Thomas Wolfe (Jude Law), la película examina con inusitado detallismo ambas actividades, abarcando tanto la dificultad del autor para encontrar una voz propia como el sustrato imaginativo que se esconde detrás de la labor del editor, una sociedad por lo general tácita que en esta ocasión adquiere ribetes un tanto pasionales. Lo que comienza como un vínculo profesional con el tiempo se transforma en un cariño símil padre e hijo. El opus de Grandage, un afamado director teatral que está dando sus primeros pasos en el cine, ofrece por un lado un retrato de época maravilloso (las décadas del 20 y el 30 del siglo XX, con F. Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway -ambos apoyados en su momento por Perkins- ampliamente establecidos en el mercado norteamericano) y por el otro yuxtapone con sensatez las perspectivas involucradas en la maquinaría editorial (hoy ejemplificadas en la efervescencia creativa de Wolfe y la necesidad de Perkins de controlarla para hacerla digerible a los lectores, otorgándole una estructura coherente). A medida que el éxito en el submundo literario deja lugar a un reconocimiento inesperado y la presión laboral aumenta, las relaciones familiares comienzan a deteriorarse y así aparece con mayor fuerza ese típico concepto de “legado a futuro” que sobrevuela en torno a la producción de cualquier artista. Aquí en verdad sorprende el trabajo de Grandage en lo que atañe a la dirección de actores, con un desempeño exquisito del dúo protagónico a la cabeza. Mientras que Firth sigue siendo la personificación misma de la destreza natural en su oficio, Law entrega una de las mejores composiciones de su carrera, transmitiendo la intensidad que requería tanto Wolfe como la propuesta en su conjunto. También merece ser destacada la intervención de un inspirado Guy Pearce como Fitzgerald, metáfora del costado menos luminoso del candelero público y la otra figura de autoridad/ sabiduría para Wolfe: más allá del aura de una vida tormentosa, el señor en Pasión por las Letras adquiere la forma del fantasma del bloqueo creativo por años de ostracismo y una adulación que se fue licuando con el transcurso del tiempo. La dinámica emotiva está permanentemente en primer plano y evita todo maniqueísmo vacuo. Otro de los pilares que apuntalan la complejidad conceptual es el guión del errático John Logan, responsable de Gladiador (Gladiator, 2000) y El Aviador (The Aviator, 2004), entre otras: la historia en esta oportunidad combina una buena tanda de prosa recitada, el espíritu conciliador de las colaboraciones, el derrotero de los workaholics sin remedio y una serie de detalles cercanos al triángulo vincular, en especial si tenemos en cuenta el personaje de Aline Bernstein (gran performance de Nicole Kidman), la pareja del escritor, una mujer fascinante que se aferra demasiado al ciclotímico Wolfe. La propia esencia de Pasión por las Letras, la de una gloriosa carta de amor a la literatura, la coloca en una posición privilegiada en un mainstream adepto a las lágrimas o las risas fáciles, que suele desconocer el arte solitario de los márgenes y la integridad del porfiar por lo que uno cree hasta el final de nuestros días…
El reciclado es un negocio rentable Lo que ocurre con Los Siete Magníficos (The Magnificent Seven, 2016) es exactamente lo mismo que sucede con casi todo el mainstream hollywoodense de nuestros días, ese que se la pasa aplicando compulsivamente dos estrategias retóricas sobre la enorme mayoría de sus productos, a saber: en primera instancia tenemos una corrección política que resulta castradora y contraproducente para toda obra artística, en donde deberían primar un criterio de libertad y -en lo posible- la búsqueda de una voz propia o la innovación; y en segundo lugar viene un discurso que pretende garantizar una conformidad ad infinitum para con el sistema comercial cultural contemporáneo, para colmo presentándose bajo el falso ropaje de un alegato “jugado” cuando en realidad lo único que hace es caer en la redundancia, adoctrinándonos sobre terreno político ya ganado o conquistas sociales y civiles de antaño. Por supuesto que lo que se esconde detrás de este esquema es una suerte de repetidora anodina que por un lado desideologiza al arte y por el otro neutraliza cualquier atisbo de un arrebato en verdad inconformista que moleste al espectador, complejice el rango moral/ ético de los personajes o por lo menos ensucie la entonación narrativa, acercándola a la praxis cotidiana. Esta “nueva era” de la cultura chatarra y escapista tiene en el refrito y las sagas eternas dos aliados fenomenales, gracias a que los popes de marketing de los estudios del norte viven apostando a lo que ellos creen que es seguro, el producto ya testeado. Aquí la táctica está llevada al extremo porque hablamos de una remake de una remake, cuya premisa -como si lo anterior fuese poco- ha sido reproducida hasta el hartazgo por una infinidad de westerns y películas de acción a lo largo de los muchos años desde su eclosión. En el generoso catálogo de las obras maestras de Akira Kurosawa, Los Siete Samuráis (Shichinin no Samurai, 1954) es una de las más queridas y recordadas, un trabajo extraordinario que nos presentaba la historia de un pueblito atacado por bandidos y la decisión de contratar a unos samuráis errantes como “protectores”, ahora reconvertidos en sicarios de las clases populares. La versión hollywoodense de 1960 de John Sturges estaba bastante bien pero caía unos cuantos escalones debajo de la propuesta original, no obstante si la comparamos con lo que hoy tenemos delante de nuestros ojos, pronto la susodicha se transforma en una maravilla del séptimo arte. Poco y nada importa que el encargado del aggiornamiento sea Antoine Fuqua, un realizador desparejo y especializado en policiales, ya que el nombre del asalariado de turno es irrelevante en opus genéricos de esta índole. Como no podía ser de otra forma, una vez más nos topamos con un film profundamente estéril (todos los comentarios sociales quedaron anulados), repleto de carilindos en los roles centrales (Denzel Washington, Chris Pratt, Ethan Hawke, etc.), con líneas de diálogo que la van de “cancheras” (se escuchan ecos de las pavadas biempensantes que disparan los superhéroes del acervo industrial actual), una progresión muy esquemática (no hallamos paciencia para el desarrollo de personajes y la construcción de un vínculo lógico entre ellos, aquí sólo prevalecen el estereotipo y la pose malhumorada de cotillón) y hasta citas banales que pueden leerse como una verdadera falta de respeto hacia los pobres homenajeados (hay tomas y detalles varios que remiten a Sergio Leone y Sam Peckinpah, entre otros paladines de la izquierda que se reirían de “ofrendas” en un western así, tan conservador e insípido). Afortunadamente en este tipo de relatos corales siempre se puede encontrar una mínima calidad solapada dentro de la pluralidad, de este modo nos vemos en la obligación de rescatar la belleza aguerrida de Haley Bennett, el desempeño de Vincent D'Onofrio y Peter Sarsgaard y el enfrentamiento “a todo lo que da” del desenlace, cuando los siete renegados unen fuerzas junto al pueblo para luchar contra la andanada del villano usurpador y su séquito. La ausencia total de novedades y la sensación constante de que la trama avanza vía un triste piloto automático llevan a Los Siete Magníficos al tedio de la incomodidad y la somnolencia, en especial porque a la faena le quedan grandes los zapatos del pasado y el núcleo emocional es inerte: Fuqua no logra hacerse de la convicción necesaria para que este colectivo sea algo más que otra prueba de que el reciclado todavía es un negocio rentable…
El amor rústico Las sucesivas crisis y cambios forzados en una familia dedicada a la apicultura es el eje principal de Las maravillas (Le Meraviglie, 2014), una película hermosa que combina el clasicismo narrativo con instantes de poesía casi imperceptible, enmarcada en el propio relato. A la hermosa Las maravillas le podemos regalar uno de los mejores piropos del cine contemporáneo, uno que vale oro porque la eleva por sobre la uniformidad generalizada: el opus escrito y dirigido por Alice Rohrwacher es un film misterioso, extraño, que responde a varias categorizaciones y al mismo tiempo escapa a las apariencias, proponiendo constantes lecturas alternativas y enriquecedoras. La segunda película de la realizadora, luego de la también interesante Corpo Celeste (2011), posee una idiosincrasia autobiográfica muy marcada que recorre cada minuto del metraje, como si nos estuviese ofreciendo una visión ensoñada de lo que fue su infancia en la región de Toscana, en Italia, en tanto integrante de una familia rural dedicada a la apicultura. Con padre alemán y madre italiana, Rohrwacher reconstruye la belleza campestre sin echar mano de tomas contemplativas interminables o cualquier otro ardid del cine arty, decidiéndose en cambio por un naturalismo casi mágico. El personaje que representa a la directora es Gelsomina (Maria Alexandra Lungu), la hija mayor de 4 hermanas pequeñas producto de la relación entre Angelica (Alba Rohrwacher) y Wolfgang (Sam Louwyck), quienes a su vez viven con Cocò (Sabine Timoteo), la cuñada del teutón. La tranquilidad del clan, sobre el que Wolfgang ejerce un control inflexible, comienza a caerse a pedazos en tres frentes: por un lado tenemos el interés de Gelsomina en participar en un programa televisivo llamado El País de las Maravillas, que premia con dinero al ganador de una “competencia” entre distintos negocios familiares de productos típicos; luego viene la necesidad de Wolfgang de una ayuda masculina en los quehaceres de la cría de abejas para la extracción de miel, lo que desencadena que traiga al hogar a Martin (Luis Huilca), un niño con antecedentes penales; y finalmente tenemos una intimación estatal para que la empresa familiar se adapte a las costosas normas sanitarias en vigencia. La riqueza de la película reside precisamente en un desarrollo ramificado e impredecible, en el que -para colmo- prima un juego continuo entre extremos opuestos que no llegan del todo a chocar pero sin duda se ven obligados a convivir a nivel cotidiano/ laboral/ afectivo/ social. El guión trabaja de manera muy sutil los roces entre la feminidad y la masculinidad (el carácter taciturno de Wolfgang, cercano a un jefe con todas las letras, se enfrenta a la sensibilidad de las mujeres de la casa), entre la adultez y la infancia (los imponderables económicos terminan en parte subsumidos -por pura desesperación y pavor de los adultos- al anhelo inocente de Gelsomina de triunfar en televisión) y entre el devenir bucólico y el propio de las grandes metrópolis (el apego a la naturaleza de la familia encabezada por Angelica y Wolfgang es amenazado por un grupito de cazadores que circundan la finca y por la misma presencia de las sanguijuelas mediáticas, siempre prestas a explotar la ignorancia popular). Pero más allá de este ciclo de descubrimientos cruzados de los sinsabores de la vida, el film también propone instantes de una poesía cristalina, esplendorosa, capaz de entregarnos a un padre que duerme en un catre en el medio de la nada, una niña “bebiendo” un rayo de luz, otra recibiendo un camello de regalo, o toda esa serie de exquisitas alegorías oníricas en torno al desenlace y sus consecuencias. El concepto principal que sobrevuela la obra de Rohrwacher es el del amor rústico, ese cariño que -a pesar de su tosquedad y su fundamentalismo porfiado, a la vieja usanza- guarda un cierto grado de inteligencia y definitivamente ayuda a defender a los seres queridos de los ataques de una coyuntura ventajista e intolerante para con las necesidades y recursos de la pluralidad de sectores que componen la sociedad. Aquí reaparece un tópico clásico de los relatos marginales, el de un Estado y unos mass media ciegos que no aceptan la diversidad y sólo buscan una triste monotonía a cualquier precio…
Destino circular. Si estuviésemos en temporada de premios del ambiente cinematográfico -los primeros meses de cada año- podríamos decir que El Hombre que Conocía el Infinito (The Man Who Knew Infinity, 2015) toma la forma de otra de esas típicas propuestas oscarizables, lo que por cierto a primera vista no nos adelanta demasiado sobre la amplitud cualitativa del film porque el rubro de por sí es bastante heterogéneo (algunas películas son muy interesantes y otras muy olvidables, por lo general no hay casi nada en el medio). De hecho, el opus escrito y dirigido por Matt Brown engloba un conjunto de características que responden a tres de las subdivisiones favoritas de Hollywood a la hora de repartir estatuillas: en un mismo combo tenemos una biopic acerca de un genio ignoto, una propuesta británica hasta la médula y un análisis de una persona con facultades físicas y/ o psicológicas trastocadas. Y como si todo lo anterior fuera poco, nos encontramos con un detalle que sinceramente nadie esperaba: la mejor actuación de Jeremy Irons en muchísimo tiempo, quien interpreta a G. H. Hardy, un profesor de matemáticas de la Universidad de Cambridge que en la década de 1910 se transforma en mentor de Srinivasa Ramanujan (Dev Patel), un joven hindú con un talento enorme para los números y la infinidad de cálculos que desencadenan. La película ofrece una suerte de sumario de la colaboración entre ambos en pos de poder publicar sus descubrimientos en el campo de las fórmulas matemáticas y la teoría de las fracciones. Lejos de El Código Enigma (The Imitation Game, 2014), un film temáticamente similar que además reinventó las biopics al combinarlas con los engranajes del thriller bélico, hoy la obra en cuestión cae en todos los convencionalismos y artimañas del género. Desde la primera escena quedan de manifiesto las buenas intenciones del realizador y su pretensión de no descuidar las diferencias culturales del caso (las perspectivas de Hardy y Ramanujan son casi opuestas), el clásico componente melodramático (el hindú sufre muchísimo el desarraigo y el haber tenido que abandonar a su esposa para viajar al Reino Unido) y hasta lo que podríamos definir como un retrato de la influencia de la Primera Guerra Mundial en el trabajo conjunto de los susodichos y la vida académica en general (por ejemplo, Littlewood, un docente de Cambridge interpretado con inteligencia por Toby Jones, es enviado por el gobierno al frente de batalla para resolver cálculos relacionados con la balística). El problema de El Hombre que Conocía el Infinito está condensado en el hecho de que resulta muy poco original y depende en un 100% del desempeño del elenco. El inglés Dev Patel, a quien ya habíamos visto en Chappie (2015) y Slumdog Millionaire (2008), se luce nuevamente al otorgarle a Ramanujan la complejidad necesaria para que el personaje pase de un estado inicial de vulnerabilidad al envalentonamiento de la segunda mitad del metraje, cuando se cansa del ninguneo y la discriminación de los británicos del período. Si bien el guión hace énfasis en el choque entre la formación científica tradicional de Hardy (ateísmo y apego a las demostraciones/ pasos intermedios de las fórmulas) y el autodidactismo intuitivo de Ramanujan (trasfondo religioso e improvisación que derivan en constantes ecuaciones), el enfoque edulcorado y perezoso de Brown termina encauzando el desarrollo hacia otro de esos destinos circulares del séptimo arte, en los que una grandeza innata se unifica con el “reconocimiento social” del desenlace, de manera semi-póstuma…
Abanico de frustraciones. Dos grandes interrogantes planteaba a priori Gilda, no me arrepiento de este amor (2016), a saber: ¿qué entiende el cine industrial argentino contemporáneo por biopic, un subgénero del drama que Hollywood viene explotando hasta el cansancio desde hace mucho tiempo? Y en relación a lo anterior, ¿qué podría surgir del triple encuentro entre la figura retratada, una cantante de cumbia muy querida por las clases populares, Natalia Oreiro, algo así como un “peso pesado” del mainstream local, y Lorena Muñoz, una argentina que debuta en esta oportunidad en la ficción y que acumula una interesante experiencia en el campo documental, tanto en el rol de realizadora como en el de productora? La película resultante es digna y en ningún momento pasa vergüenza porque se decide por una entonación melodramática pendular que no hace concesiones ante el material de base y su complejidad. Precisamente, son cuatro las dimensiones en las que el film se explaya largo y tendido, por suerte sin caer en los golpes bajos gratuitos del cine nacional de la década del 80 hacia atrás: en primera instancia tenemos el machismo del ambiente familiar de la protagonista (su marido y su madre, dos ejemplos del ideal católico de la “santa maternidad”), en segundo lugar vienen los estereotipos del círculo cultural marginal de nuestro país (eso de apostar a seguro reforzando los formatos ya probados, especialmente teniendo en cuenta el volumen demasiado acotado del mercado nativo), luego se ubica una denuncia del costado mafioso de las bailantas y/ o “movida tropical” (este detalle resulta imprevisto y eleva lo que podría haber sido una propuesta mucho más timorata), y en cuarto y último lugar llega una cierta idea de calidad artística (en abierta oposición a la cosificación vacía de la mujer). El opus de Muñoz se inicia con una toma secuencia desde el punto de vista del féretro de Gilda y desde allí emprendemos un racconto que abarca los últimos seis años de su vida, el período previo, un trayecto que comienza en un jardín de infantes y finaliza en una de las muchas rutas peligrosas del interior. Oreiro le pone el cuerpo y el alma al personaje y sinceramente está impecable, tanto en lo que respecta a la imitación del tono de voz como en lo referente a una transformación anímica que incluye cambios muy pronunciados según el triste derrotero de la cantante. De hecho, es este rasgo el que termina primando en el relato por sobre cualquier otro elemento del film: Gilda, no me arrepiento de este amor es un dramón con todas las letras, de esos que brindan un momento de mínima alegría seguido de una generosa serie de frustraciones, dolores de cabeza y tragedias sin ningún consuelo. Más allá de que esta “disposición narrativa” se ajuste o no a la realidad, lo indudable es que la película en parte sufre por lo que podríamos denominar un desfasaje entre la idiosincrasia -conciliadora, taciturna y tradicionalista al mismo tiempo- de Gilda y esta andanada de problemas que la aquejaron desde el principio de su aventura artística. Mientras que por un lado la mujer nunca baja del todo los brazos y continúa en la lucha a pesar de los vientos en contra en los cuatro planos ya mencionados anteriormente, a decir verdad tampoco termina de resolver ninguno de sus inconvenientes y ello nos condena a presenciar un ciclo bastante repetitivo de “esperanza, adversidad, impasse/ esperanza, adversidad, impasse/ etc.”. El fantasma del marido parásito y el affaire con un tercero se hace presente pero no llega a explotar, dejándonos con la sensación de una biopic correcta y respetuosa… y nada más.
El fracaso de la sociedad argentina. La última película de Gastón Duprat y Mariano Cohn, la brillante El Ciudadano Ilustre (2016), hace con la idiosincrasia y vicios de la Argentina lo que un cuchillo caliente en dirección al cuello haría con la yugular de un necio que piensa que la muerte está lejana. La premisa de base es tan sencilla como demoledora: Salas, un paraje del interior de Buenos Aires plagado de personajes ingenuos, anodinos y violentos, organiza una suerte de regreso celebratorio de su único “hijo pródigo”, el Nobel de Literatura Daniel Mantovani (Oscar Martínez), alguien que pasó sólo su infancia en el lugar, lleva 40 años viviendo en Europa y en el fondo odia a este típico ejemplo del proverbio “pueblo chico, infierno grande”. Existe algo misterioso que se esconde detrás de un reencuentro sadomasoquista de este calibre, por un lado patético y por el otro hilarante, y es ese pequeño tesoro del ciclo de la tragedia nacional el que capturan los realizadores en el film, prácticamente los únicos intelectuales del cine argentino reciente, como lo demuestran también sus excelentes trabajos anteriores. Por supuesto que hablar de Cohn y Duprat implica asimismo referirse al hermano de este último, Andrés, responsable principal de los guiones y artífice de lo que fue aquella trilogía acerca de la burguesía vernácula compuesta por El Artista (2008), El Hombre de al Lado (2009) y Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011): la primera le pegó sin piedad al linaje cultural snob, la segunda cargó contra el académico y la tercera despedazó a la clase media hipócrita y pusilánime de la Capital Federal y el conurbano. Si bien a primera vista pareciera que ahora les toca sólo a los “pajueranos” del interior y que El Ciudadano Ilustre se especializa en un pasado rústico que repele y atrae al mismo tiempo, a decir verdad la propuesta se hace un festín con una fauna que podemos hallar en casi cualquier esquina de este inefable país. Así tenemos a un clásico intendente populista y manipulador, algunos lúmpenes que dan vergüenza ajena y otra buena tanda de burgueses abyectos y fascistoides que controlan el destino del enclave a pura intimidación y opulencia gratuita. Los cineastas profesan simpatía por Mantovani, algo así como una versión muy sensata del intelectual argentino soberbio, autoreferencial y eurocentrista, un personaje interpretado con maestría por Martínez. Continuando con el elenco, y en un juego de espejos en verdad fascinante entre la realidad y la ficción, aquí encontramos a Dady Brieva como Antonio, un amigo de la infancia de Daniel que terminó casado con la que fuera la novia del susodicho, en el período previo a su partida al viejo continente (sus exabruptos y su doble discurso no son rasgos fortuitos…). Mediante una serie de capítulos que nos presentan el derrotero del paradójico protagonista en Salas, antes y después de su coronación como “ciudadano ilustre” del municipio, la trama desmenuza la sensibilidad e ideologías del ser argentino por antonomasia; esa mixtura de riqueza, mezquindad, resentimiento, delirio, súplicas, dolor y pobreza, todo en una misma bolsa en la que sólo resultan invariantes los dos extremos, los correspondientes a una pirámide social basada en la desproporción y el saqueo ad infinitum. Entre el ocaso profesional y la tentación de un sincericidio en pos de contarles a los locales lo que piensa de ellos, Mantovani funciona durante gran parte del relato como los ojos de Duprat y Cohn, con el objetivo de registrar un choque de “buenas intenciones” destinadas a un nuevo conflicto (o mejor dicho, a una nueva fase de una vieja pugna) y finalmente al colapso: mientras que el Nobel de Literatura pretende dar sentido al vínculo que lo sigue atando a Salas, ya que toda su obra transcurre allí y lleva 5 años de bloqueo creativo, los pueblerinos pretenden fagocitar como parásitos -y desde el cholulismo más masturbatorio y desagradable- algo de la fama del escritor, desconociendo por completo su producción literaria y su actitud inconformista. A través del entrecruzamiento de arquetipos laxos de la argentinidad, la historia va superponiendo capas significantes a medida que los encuentros de Daniel con los salenses se extienden hacia lo peligroso y las tensiones comienzan a aflorar, esas de la disputa “conservadurismo/ chauvinismo versus progresismo/ tolerancia”. Hasta los horizontes cinematográficos de El Ciudadano Ilustre son por demás particulares, porque abarcan películas tan disímiles -aunque temáticamente semejantes- como Cuando Huye el Día (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman, Los Secretos de Harry (Deconstructing Harry, 1997) de Woody Allen y Cuéntame tu Historia (State and Main, 2000) de David Mamet; todos opus que pusieron de relieve con perspicacia la distancia entre los mecanismos de canonización del statu quo, los caprichos del mainstream cultural y los pormenores del mundo real y cotidiano, ese que manifiesta indiferencia ante los aires de superioridad y nunca conocerá el atajo al éxito que desde tiempos lejanos a veces brinda la industria cultural. Como si se tratase de una parodia avejentada de la estructura de los “coming of age”, aquello que marcó la juventud del protagonista es analizado no desde una romantización que se viene abajo (como ya dijimos, el señor detesta al pueblito y el viaje es fruto de su curiosidad), sino vía una suerte de confirmación de sus peores temores, los que ratifican la inmutabilidad del panteón de las miserias criollas (el amor, la amistad, el barrio, la política y el poder económico son todos sinónimos del fracaso de la sociedad argentina).