En bandos siempre opuestos Luego de inspirar con novelas y/ o escribir los guiones de diversas películas para terceros, como por ejemplo Nunca me Abandones (Never Let Me Go, 2010), de Mark Romanek, Dredd (2012), de Pete Travis, y sus tres colaboraciones con Danny Boyle, léase La Playa (The Beach, 2000), Exterminio (28 Days Later, 2002) y Sunshine: Alerta Solar (Sunshine, 2007), Alex Garland comenzó su carrera como director con dos realizaciones magistrales, Ex Machina (2014), reformulación de Frankenstein o el Moderno Prometeo (Frankenstein or the Modern Prometheus, 1818), la genial novela gótica de Mary Shelley, en clave de inteligencia artificial modelo ginoide y de thriller de ciencia ficción de entorno cerrado, y Aniquilación (Annihilation, 2018), propuesta mainstream ya bastante más ambiciosa que retomaba la fantasía existencialista de Picnic Extraterrestre (Piknik na Obochine, 1977), de los hermanos Arkadi y Borís Strugatski, y su adaptación cinematográfica Stalker (1979), del tan amado como odiado Andréi Tarkovski, y el horror cósmico y freak de El Color que Cayó del Cielo (The Colour Out of Space, 1927), un clásico dentro del rubro de los relatos cortos de H.P. Lovecraft, y con una asimismo interesante serie televisiva para FX on Hulu, Devs (2020), otro thriller misterioso sobre inteligencia artificial y creadores psicopáticos aunque en este caso explorando también las prácticas mafiosas del capitalismo, los delirios ególatras de los popes de Silicon Valley y en general los conceptos antagónicos de libre albedrío y determinismo completamente predecible, tanto en términos del pasado como de un futuro cercano. El tercer largometraje del escritor y realizador londinense, Hombres (Men, 2022), es quizás el menos satisfactorio a nivel cualitativo aunque ello no quita que resulte en paralelo una experiencia en verdad fascinante por su insólito sustrato polémico, dando mucha tela para cortar en materia de posibles planteos discursivos asociados, y por el dejo ambiguo marca registrada de Garland, sin duda alguna uno de sus recursos favoritos. Apelando a un minimalismo absoluto de impronta bien campestre que en un principio nos engaña acercándonos a lo que parece ser la coyuntura habitual del terror folklórico, lo que se desdibuja de a poco porque Hombres no funciona como una exégesis posmoderna de joyas de antaño como El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan’s Claw, 1971), opus de Piers Haggard, y Cuando Arden las Brujas (Witchfinder General, 1968), de Michael Reeves, ni tampoco como una reinterpretación de lo ofrecido recientemente por La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), de Robert Eggers, y Apóstol (Apostle, 2018), de Gareth Evans, el británico en esta ocasión nos presenta la historia de Harper Marlowe (Jessie Buckley), una mujer que tuvo una fuerte discusión con su marido, James (Paapa Essiedu), en función del divorcio de ambos y de una angustia compartida que venía siendo arrastrada desde lejos, con el hombre pretendiendo reconstruir la relación y acusándola de ser una egoísta que se autovictimiza y con la mujer rechazándolo por abuso psicológico e inestabilidad emocional, panorama que deriva en un golpe en el rostro de Harper, la expulsión del varón del hogar y una caída del susodicho desde las alturas del edificio en cuestión que pudo ser accidental, producto de la intención de volver a entrar desde el balcón, o quizás no, lo que implicaría un suicidio que James ya le había anticipado si seguía con la idea del divorcio. Después de alquilarle una casona bucólica a un tal Geoffrey (Rory Kinnear), en plan vacacional que ayude a sobrellevar tamaña tragedia, la viuda comienza a ser acechada y/ o maltratada por una serie de hombres que tienen el rostro del propietario de la mansión, como un sujeto desnudo bastante bizarro, un muchacho agresivo con una máscara de una “rubia fatal” que quiere jugar a las escondidas, un clérigo que insinúa que ella tiene la culpa de la muerte de su esposo y hasta un policía que detuvo al supuesto acosador sin ropa y después lo dejó ir. Se podría afirmar que la propuesta posee a lo lejos algo de la manipulación fetichizada de Alex Ross Perry y Charlie McDowell, otro tanto de inclinaciones experimentales símil Ben Wheatley y Jonathan Glazer y hasta una buena dosis de vanguardia de vieja cepa del cuerpo y la dimensión retórica/ formal a lo David Cronenberg, Peter Greenaway y Nicolas Roeg, sin embargo el film descubre su propio camino para bombardearnos con iconografía bíblica (sobre todo el árbol de las manzanas y la aparente ingenuidad inicial del acosador), etérea (son excelentes la fotografía de Rob Hardy y la banda sonora de Ben Salisbury y Geoff Barrow de Portishead, socios de siempre de Garland), macabra (el cadáver del ciervo como un arcano indescifrable), natural tenebrosa (el loquito desnudo y su look muy trabajado a lo criatura o elfo del bosque), erótica malsana (la escena de las flores en el aire semejante al diente de león que ingresan en el cuerpo de Harper por su boca como espermatozoides para hipnotizarla, situación sensual que se desvanece cuando el sujeto sin ropa pretende sujetarle la mano con fuerza a través del orificio de las cartas de la puerta y ella le clava un cuchillo para defenderse), lovecraftiana (cuerpos conectados a otros cuerpos y yendo mucho más allá de un simple embarazo, detalles que por cierto nada tienen que envidiar a las lecturas de la obra del mítico escritor encaradas por gente como Stuart Gordon o Dan O’Bannon), cinematográfica clasicista (el intento de violación por parte del religioso o la presencia por celular de una amiga que exagera su apoyo, esa farsesca Riley en la piel de Gayle Rankin) y psicológica tremebunda o directamente alucinatoria/ psicodélica (el “semblante universal” con la apariencia de Geoffrey, la reproducción del tobillo fracturado y la mano izquierda dividida de James -a raíz de la caída hacia el vacío- en cada varón y desde ya la constante metamorfosis/ eclosión del desenlace de todos los personajes masculinos en el mismo ser como si se tratase de diferentes personalidades de una única psiquis enferma o atribulada). Por supuesto que Hombres no es perfecta porque padece de desniveles narrativos y varios baches propios de toda odisea experimental de índole bastante caótica, no obstante el gran desempeño de Buckley, Kinnear y Essiedu sostiene de manera muy precisa la ambición temática de fondo, pensemos en este sentido que la película analiza el acoso, la violencia doméstica, el ninguneo institucional, el aislamiento, la solidaridad por género sexual, la toxicidad misándrica y misógina, el divorcio, la demencia, el cariño desorbitado, el dolor luego de una debacle íntima y sobre todo las diferentes idiosincrasias de hombres y mujeres a nivel cotidiano o patético mundano, los primeros ponderando su libertad y a posteriori arrepintiéndose de conductas individualistas y las segundas buscando el compromiso idílico de la contraparte para terminar frustrándose ante la imposibilidad de mantener en el tiempo un proyecto en común de la tesitura que sea, desde tener sexo o criar un niño hasta pagar un préstamo, charlar de intereses compartidos o apenas pasear un fin de semana. Lo mejor de la perspectiva ambivalente de Garland es que deja la pelota a disposición del espectador para que haga lo que quiera con ella, por ello mismo una lectura feminista de esta faena se concentrará en la violencia sexista, una machista en la paranoia oportunista de esas mujeres que lastiman, una mística en la alegoría bíblica de Adán y Eva, una belicista en la batalla de los sexos símil atracción que muta en lucha por un rol dominante en la pareja y finalmente una árida nihilista de pretensiones objetivas en el retrato de los hombres como agresivos y caprichosos y de las féminas como desvalidas y asimismo antojadizas, enfatizando que más allá de la cultura de cada sociedad existe un mandato biológico denigrante representado por el cuerpo de cada uno, uno más grande y fuerte y el otro más pequeño y débil. El film del amigo Alex pincha donde tiene que pinchar porque sabe que estos bandos siempre opuestos pueden entablar acuerdos transitorios aunque nunca serán del todo equiparables entre sí…
Sobre subproductos frankensteineanos El islandés Baltasar Kormákur es uno de los tantos realizadores anodinos de nuestros días trabajando tanto en Hollywood como en el resto del planeta pero a diferencia del resto de sus colegas, quienes a rasgos generales se la pasan filmando una y otra vez exactamente la misma película, el señor por lo menos ha diversificado su mediocridad en múltiples géneros y/ o registros narrativos siguiendo el camino de los artesanos de antaño y su capacidad de adaptación, pensemos en la comedia romántica de 101 Reikiavik (101 Reykjavík, 2000) y Boda de Noche Blanca (Brúðguminn, 2008), el drama familiar de El Mar (Hafið, 2002), el film noir de Un Viaje al Cielo (A Little Trip to Heaven, 2005) y Las Marismas (Mýrin, 2006), el thriller hecho y derecho de Tráfico de Órganos (Inhale, 2010) y El Juramento (Eiðurinn, 2016) y aquel cine de acción de Contrabando (Contraband, 2012) y Dos Armas Letales (2 Guns, 2013), amén de rubros adicionales en lo que respecta a sus trabajos para televisión, hablamos del misterio de Atrapados (Ófærð, 2015-2021) y la ciencia ficción de Katla (2021). En la producción artística de Kormákur todas las propuestas de un mismo género se conectan de alguna forma, casi siempre por líneas argumentales casi idénticas, el nivel cualitativo de hecho nunca supera la medianía, lo que implica que tampoco cae en los abismos del desastre de buena parte del acervo cultural contemporáneo, e incluso podemos llegar a toparnos con el propio Baltasar delante de cámaras porque de vez en cuando el susodicho regresa a su primer amor, la actuación, como en los casos de 101 Reikiavik y El Juramento, esta última como protagonista al igual que en La Isla del Diablo (Djöflaeyjan, 1996) y Ángeles del Universo (Englar Alheimsins, 2000), ambas de su amigo Friðrik Þór Friðriksson, y Reikiavik-Róterdam (Reykjavík-Rotterdam, 2008), opus de Óskar Jónasson. En su faceta como realizador de raigambre internacional, casi siempre rodando en Islandia o en los Estados Unidos en calidad de director por encargo, Kormákur insólitamente se fue especializando de a poco en el gremio de los thrillers de supervivencia mediante una seguidilla de tres películas relativamente interesantes basadas en sucesos verídicos, léase Lo Profundo (Djúpið, 2012), retrato de un pescador islandés, Guðlaugur Friðþórsson, que en 1984 sobrevivió a seis horas en agua helada luego de que su barco volcara y a una caminata de otras tres a través de campos de lava, Everest (2015), acerca del Desastre del Everest de mayo de 1996 que le costó la vida a ocho escaladores, debacle causada en parte por una tormenta de nieve y en gran medida por las clásicas estupidez y negligencia humanas, y A la Deriva (Adrift, 2018), propuesta inspirada en el periplo de la navegante norteamericana Tami Oldham Ashcraft, quien en el año 1983 quedó atrapada en la trayectoria del furioso Huracán Raymond -en rumbo desde Tahití hacia San Diego- y logró improvisar un viaje de 41 días hacia Hawái con el yate de turno semi destruido y apenas un sextante y un reloj a posteriori de la desaparición de su prometido y único colega de travesía, Richard Sharp. En esta oportunidad, concretamente en ocasión de Bestia (Beast, 2022), el islandés une fuerzas con el equipo de la olvidable Asalto en la Noche (Breaking In, 2018), de James McTeigue, el guionista Ryan Engle y la encargada de la historia de base Jaime Primak Sullivan, para retomar la estela de los films citados y hacer exactamente lo que se espera de él, aquello de entregar un producto ameno de esos que escasean en el paupérrimo mainstream de hoy en día, aunque ya dejando de lado las conexiones con los cataclismos del pasado reciente y consagrándose a una trama hollywoodense hasta la médula de “encierro a la intemperie”. Bestia gira alrededor del Doctor Nate Samuels (Idris Elba), un médico neoyorquino que viaja de vacaciones a Sudáfrica junto a sus dos hijas adolescentes, Meredith (Iyana Halley) y Norah (Leah Jeffries), después de la reciente muerte de su ex esposa, precisamente una sudafricana que falleció de cáncer y de la que estaba separado al momento del óbito, lo que genera diversos roces con el vástago más intolerante, Meredith, señorita que le reprocha al padre un supuesto abandono durante la enfermedad. El trío se hospeda en casa de un amigo de la fallecida y Nate, Martin Battles (Sharlto Copley), el equivalente a un guardabosques en una reserva natural de la sabana africana, no obstante la tranquilidad dura poco porque los cazadores furtivos matan a casi toda una manada de leones que se alimentaban de noche y así despiertan la ira irrefrenable del único sobreviviente, un macho adulto enorme que se carga a varios de los asesinos y extiende su furia a todo un poblado de una tribu local, por ello eventualmente el animal se abalanza contra Battles y obliga al matasanos y sus dos hijas a encerrarse en un vehículo colisionado a la espera de algún tipo de ayuda exterior. El guión de Engle, por cierto aquel de la desquiciada Devastación (Rampage, 2018), de Brad Peyton, y las muy disfrutables Non-Stop: Sin Escalas (Non-Stop, 2014) y El Pasajero (The Commuter, 2018), ambas del catalán Jaume Collet-Serra, no se queda sólo con la fórmula del entorno cerrado y las diferentes opiniones sobre cómo encarar la situación sino que la combina con latiguillos varios de los thrillers de supervivencia más frenéticos, como por ejemplo la exploración, el melodrama, las arremetidas impetuosas, el suspenso de acecho, la histeria y la desesperación, el sacrificio suicida, el secundario malherido y la amenaza accesoria, aquí unos cazadores que descubren que Martin se cargó a varios de los suyos. Kormákur, como decíamos con anterioridad, recupera ingredientes de Lo Profundo, Everest y A la Deriva, como el realismo neurótico de torpezas en espiral y esas tomas secuencia para generar tensión sin el exceso de cortes del montaje industrial actual, y los adapta a un relato modelo estadounidense en una coyuntura exótica y siempre peligrosa, de allí que Bestia a veces pueda ser leída contradictoriamente como un exponente de demonización de los depredadores símil Tiburón (Jaws, 1975), joya de Steven Spielberg, una metáfora de la indocilidad de la naturaleza a lo Moby Dick (1956), de John Huston, y un análisis tácito de los desastres causados por el ser humano y de cómo la flora y la fauna se vengan desde una conciencia colectiva, en la tradición del ozploitation cuasi metafórico de Largo Fin de Semana (Long Weekend, 1978), de Colin Eggleston, relectura a su vez de Los Pájaros (The Birds, 1963), de Alfred Hitchcock. El film de Baltasar se beneficia mucho de la excelente intervención de Elba, perfecto como un burgués atolondrado que hace lo que puede y no se convierte de un momento a otro en un héroe automático del delirio homicida, y de Copley, un sudafricano que se lució en películas de Neill Blomkamp, Gonzalo López-Gallego, Ilya Naishuller, Ben Wheatley y Tony Stone y hoy entrega el infaltable “saber experto” que potencia la cruzada por la supervivencia del clan de turistas en duelo, aquí en pos de una reconciliación que se oculta con máscaras de agresividad o automortificación. Por suerte el islandés logra un diseño de CGIs bastante digno, incluso tapando lo digital con oscuridad y objetos al paso que maquillan la artificialidad, y en última instancia conduce al asunto hacia una fábula ecológica que piensa a la entidad asesina como un subproducto frankensteineano de nuestra eterna locura explotadora, abusiva e irrespetuosa para con lo natural y la vida…
El rock de la cárcel de oro Y finalmente Baz Luhrmann estrenó su biopic sobre Elvis Presley (1935-1977) luego de ocho años de planificación, Elvis (2022), y el resultado sigue esa estela de mediocridad tonta e hiper lustrosa que sintetiza su carrera, no obstante vale aclarar que el film supera a los dos bodrios inmediatamente previos del director y guionista, Australia (2008) y El Gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013), y a aquella horrenda serie que craneó para Netflix, The Get Down (2016-2017), lo que nos deja con un nivel de calidad similar al de la Trilogía de la Cortina Roja, léase las huecas Estrictamente de Salón (Strictly Ballroom, 1992), Romeo + Juliet (1996) y ¡Moulin Rouge! (2001), obras empapadas en el lenguaje de la publicidad y los videoclips que utilizaban de herramientas retóricas a los tres pilares fundamentales del cine del australiano, el baile, las palabras/ la poesía y la música anacrónica. Es con respecto a El Gran Gatsby donde se nota más la diferencia y/ o la superación estilística, basta con pensar que aquella mamarrachesca reinterpretación de la célebre novela homónima de 1925 de F. Scott Fitzgerald caía muy por debajo de la elegante lectura cinematográfica de 1974 de Jack Clayton, con Robert Redford en la piel del personaje titular, y licuaba de manera burda el encanto melancólico del libro, por ello mismo no soporta comparación alguna con los pasajes más inspirados, amenos o quizás apenas potables de Elvis, propuesta que de todos modos arrastra las compulsiones de un Luhrmann que recupera la algarabía de sus tres primeras películas durante la primera parte del film, esa que cubre los años mozos de Presley, para después bajar las revoluciones narrativas en la segunda mitad de la faena, la correspondiente a una madurez que también trae a colación la crisis terminal del legendario cantante y su fallecimiento a la temprana edad de 42 años en paralelo al estallido del punk de la mano del querido Never Mind the Bollocks, Here’s the Sex Pistols (1977), el único disco de Sex Pistols, movimiento vanguardista de idiosincrasia iconoclasta y bases rockeras conservadoras que precisamente le debía mucho a estos pioneros del rubro de los años 50. El primer problema de la película, uno bastante paradójico por cierto, es anunciar desde el título que el núcleo principal será el inefable Rey del Rock and Roll cuando la perspectiva omnipresente es la de su manager, el Coronel Tom Parker, interpretado por un Tom Hanks demasiado caricaturesco, banal y con kilos de maquillaje y prótesis en su cuerpo para tratar de duplicar la contextura física fornida del susodicho, en esencia un estafador holandés hiper oportunista que se quedaba con la mitad de los ingresos del músico y lo convenció de aceptar el servicio militar entre 1958 y 1960, filmar una catarata de películas lamentables en Hollywood durante la década siguiente y renunciar a jugosas giras mundiales en pos de una interminable serie de tours norteamericanos y actuaciones en hoteles y casinos de Las Vegas, manipulación que se explica no sólo por el típico parasitismo de los representantes sino por la ludopatía de Parker, las deudas millonarias contraídas y el miedo a no poder reingresar a los Estados Unidos si dejaba el país porque su nombre verdadero era Andreas Cornelis van Kuijk, no tenía pasaporte y nunca pudo “solidificar” del todo su condición autoinventada de ciudadano norteamericano. Luhrmann, por el otro lado, sí hace un buen trabajo fichando al poco conocido aunque ya veterano Austin Butler como Elvis, un actor televisivo de largo devenir que participó en Los Muertos no Mueren (The Dead Don’t Die, 2019), de Jim Jarmusch, y Había una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), de Quentin Tarantino, y que se destaca cantando aquellas canciones de juventud y haciendo la mímica para los temas de la adultez, en los que se conserva la voz de Presley, logrando en suma un buen desempeño dentro del margen de lucimiento siempre acotado que deja el realizador por una pirotecnia visual que en algunas ocasiones transforma a los intérpretes en simples maniquíes sin alma, hoy por hoy haciendo un paneo por el “Elvis rebelde” de la radicalidad adolescente de los 50, el “Elvis estrella de cine” de los 60, el “Elvis comprometido con los derechos civiles” de 1968 y el “Elvis crooner” de los 70. Luhrmann, todavía creyéndose una especie de mixtura de Bob Fosse y Ken Russell, de Vincente Minnelli y Federico Fellini, de Alan Parker y Tony Scott, tranquilamente podría haberse centrado sólo en Elvis -sin intermediarios ni filtros narrativos- para ahorrarnos las redundantes locuciones en off de Parker y retenerlo como el villano del periplo profesional del nacido en Tupelo, Mississippi, acontecimiento que inspiró Tupelo, estupenda canción de 1985 de Nick Cave and the Bad Seeds, y fallecido en Memphis, Tennessee, suceso que llevó a John Lennon a considerar al Presley sobreexplotado de Las Vegas como “ejemplo negativo” por antonomasia dentro del show business de la música. Como decíamos con anterioridad, la primera mitad de las más de dos horas y media de duración total es quizás la menos interesante porque allí Baz entrega un resumen prolijo pero hiperquinético, naif y algo previsible para aquellos que conocemos de sobra la carrera del Elvis, una y otra vez interrumpiendo las canciones mediante un montaje que recupera latiguillos de antaño como la pantalla dividida, los textos sobreimpresos, los movimientos permanentes de cámara, el exceso de planos, la poca paciencia expositiva/ descriptiva, las superposiciones y demás trucos que lo llevaron a ganar el hilarante rótulo de ser el “Michael Bay de los musicales”, algo así como un hipotético Uwe Boll australiano especializado en cine posmoderno berreta que resulta exitoso en taquilla aunque con realizaciones igual de malas que las del alemán. La segunda parte del relato, ya en el Estado de Nevada, levanta mucho la puntería porque allí el guión del director, Sam Bromell, Craig Pearce y Jeremy Doner logra justificar en parte el enfoque desde los ojos y el sentir maquiavélico de Parker debido a la intención del Coronel de saldar sus deudas de juego y prolongar las giras domésticas todo lo que pueda para evitar el mentado tour internacional, panorama que desencadena interesantes escenas de disputas entre ambos que nos hacen olvidar que el Elvis de carne y hueso era un genio a escala musical y un ignorante absoluto en materia política, humana, comunal e ideológica. Honestamente resulta un poco patético que esta biopic, a la vez artificial, entretenida y algo mucho decepcionante, termine siendo superada por la película para televisión del mismo título de 1979, obra dirigida por John Carpenter y protagonizada por Kurt Russell como Presley que tampoco era gran cosa pero por lo menos no tenía los problemas dramáticos de toda odisea de Luhrmann, amigo de las montañas rusas sensoriales que caen en la grasitud formal, el costado superficial de los videoclips, la belleza de cartón pintado de la publicidad y el marketing y ese fetiche involuntariamente gracioso con la incorporación de chispazos de hip hop que se sienten muy fuera de lugar, casi siempre a través de esas insoportables e innecesarias “canciones puente” entre secuencia y secuencia de parte de gente que tampoco calza con el proyecto en general como Doja Cat, Eminem, CeeLo Green, Swae Lee, Diplo, Måneskin y tantos más. Elvis por suerte corrige la manía anacrónica de su realizador -y su propensión a trabajar con fragmentos de canciones, casi nunca con temas completos por más que la duración promedio de los exponentes del rockabilly inicial era de dos minutos- en las escenas correspondientes al Comeback Special de 1968, donde sí aprovecha como es debido If I Can Dream, el primer show en Las Vegas de 1969 en el International Hotel, con Suspicious Minds como caballito de batalla, y el último recital de 1977 en el Market Square Arena de Indianapolis, evento del que se retoma directamente un registro documental para la mítica versión de Unchained Melody, sin duda el pináculo emocional del film. Así como se agradece la presencia de B.B. King (Kelvin Harrison Jr.) y Little Richard (Alton Mason), molesta un poco el rol algo inflado en pantalla de Priscilla (Olivia DeJonge), esposa púber a la que conoció durante su conscripción en Alemania cuando ella tenía 14 años, y el relativo poco peso dado a la madre, Gladys (Helen Thomson), más sabiendo del Complejo de Edipo del cantante y el rol desdibujado de su padre, Vernon (Richard Roxburgh), también siempre controlado por Parker, su “cárcel de oro” y su estrategia de presión afectiva y económica…
Con una ayudita de ultratumba Scott Derrickson no es precisamente una luminaria del cine pero resulta indudable que en el contexto del paupérrimo panorama cultural actual el señor funciona como uno de los pocos artesanos trabajando en el mainstream de nuestros días, categoría que también abarca a los variopintos M. Night Shyamalan, James Wan, Mike Flanagan, John Erick Dowdle y Jaume Collet-Serra, directores que en líneas generales le dedican cariño verdadero a lo que hacen, entienden en serio el cine de género y suelen preferir cierto margen de independencia por sobre los automatismos, la incesante repetición y los cheques abultados de las franquicias y demás productos estandarizados que promedian hacia abajo el horizonte de calidad de los productos que inundan el mercado internacional. A tal punto el estadounidense sigue estos lineamientos -nada revolucionarios pero indicadores de una personalidad propia- que justo viene de ser echado de la producción de Doctor Strange en el Multiverso de la Locura (Doctor Strange in the Multiverse of Madness, 2022), un proyecto que por cierto cayó en manos del hoy lastimoso Sam Raimi, a raíz de su pretensión de redondear una película de terror hecha y derecha en detrimento de las pavadas de siempre del “emporio Marvel” y su principal responsable, el productor Kevin Feige, personaje patético que oficia de agente uniformizador compulsivo de film en film para lo que de otra forma podría ser una riqueza que amplíe la oferta formal y simbólica de la saga de superhéroes en vez de empobrecerla. En este sentido vale aclarar que Derrickson es un realizador y guionista desparejo, como casi siempre lo son los creadores que trabajan mayormente por encargo, con la capacidad de entregar basura como Doctor Strange (2016), la realización que originó la secuela de la discordia, Hellraiser: Inferno (2000), quinto y bizarro eslabón para video de la franquicia iniciada por la gloriosa faena original de Clive Barker de 1987, y El Día que la Tierra se Detuvo (The Day the Earth Stood Still, 2008), remake muy poco interesante del clásico de ciencia ficción de Robert Wise de 1951, propuestas mediocres aunque con alguna que otra escena eficaz que dejaba en evidencia la destreza de Derrickson para el aprovechamiento de las fórmulas retóricas más antiguas, pensemos por ejemplo en El Exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005) y Líbranos del Mal (Deliver Us from Evil, 2014), y finalmente obras en verdad loables que recurren en gran medida a múltiples clichés de los géneros en cuestión aunque también logrando destacarse por su fuerza y una algarabía cuasi exploitation, en este caso nos referimos a Sinister (2012), pequeña epopeya sobrenatural protagonizada por el imponderable Ethan Hawke, y la presente El Teléfono Negro (The Black Phone, 2021), dos trabajos más que dignos que permiten recuperar las esperanzas de ver productos potables y con mucha garra discursiva -o por lo menos un poco de astucia- en épocas de “vacas flacas”, redundancias, poca imaginación y demasiada corrección política. Basada en el relato corto homónimo del 2004 de Joseph Hillström King alias Joe Hill, hijo del afamado Stephen King y escritor que ya ha sido adaptado en formato largometraje de la mano de Cuernos (Horns, 2013), de Alexandre Aja, y En la Hierba Alta (In the Tall Grass, 2019), de Vincenzo Natali, y bajo el halo se las series mediante NOS4A2 (2019-2020), de Jami O’Brien, y Locke & Key (2020-2022), de Meredith Averill, Aron Eli Coleite y Carlton Cuse, la historia gira alrededor de Finney Shaw (Mason Thames), un niño de 13 años que vive en 1978 en los suburbios de Denver, en el Estado de Colorado, junto con su hermana Gwen (Madeleine McGraw) y el padre de ambos Terrence (Jeremy Davies), un alcohólico muy inestable a nivel emocional que despierta temor en sus vástagos desde que la madre se suicidó por lo que parece haber sido un delirio vinculado a una capacidad psíquica que en sus sueños le permitía conocer hechos y personas con los que de otro modo jamás habría entrado en contacto. Su vida, resumida en los abusones de siempre, sus pocos amigos y un interés romántico del colegio, se viene abajo cuando es secuestrado por un asesino en serie especializado en purretes que anda rondando la región, El Captor/ The Grabber (Hawke), psicópata que confina a Finney a una celda insonorizada en un sótano mugroso con la única compañía de un colchón, un inodoro y ese teléfono negro desconectado, un aparato que el muchacho utiliza para comunicarse con las víctimas previas -y ya fallecidas- del chiflado. Amén de la insólita ayudita de ultratumba que recibe el protagonista, el film logra abrirse camino entre tanto thriller similar de entorno cerrado, raptos o tortura psicológica más o menos sutil gracias a la propensión del director y guionista -en este último rubro trabajando junto a C. Robert Cargill, colaborador de Derrickson en Sinister y Doctor Strange– a no menospreciar el intelecto del espectador, por ello mismo Finney es mucho más perspicaz que el mocoso promedio del suspenso de destino masivo y la faena que nos ocupa no tiene en general problema alguno en mostrar la violencia entre niños y aquella otra entre éstos y los adultos, tanto machos como hembras, lo que le agrega una pátina de realismo sucio y bastante doloroso a una película que juega continuamente con la fantasía lúgubre de las conversaciones del niño con el Más Allá y de la herencia de Gwen en materia de la destreza psíquica/ onírica de su progenitora, esquema que enriquece la trama porque en paralelo a los intentos de escape del joven se mueven las hilarantes charlas de la chiquilla con Jesús para que la asista en eso de soñar con la casa que oficia de prisión prosaica del abducido. Desde ya que El Teléfono Negro no es para nada novedosa o “de quiebre”, sin embargo su arribo es motivo de celebración porque se extrañaba muchísimo una odisea atrapante y osada alrededor del latiguillo a priori quemado del homicida en serie en busca de una presa siempre dócil, planteo que hoy por suerte se complejiza y se expande a través del genial trabajo actoral de Thames y un Hawke que despunta como un villano antológico con una galera y una máscara diabólicas semejantes al Lon Chaney de La Casa del Horror (London After Midnight, 1927), legendaria epopeya muda y perdida de Tod Browning, y al Doctor Caligari de Werner Krauss de El Gabinete del Dr. Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, 1920), obra maestra de Robert Wiene. Planteada como un juego del gato y el ratón bien claustrofóbico y directo con un desenlace memorable, El Teléfono Negro es un ejemplo maravilloso de lo mucho que puede hacerse con escasos recursos y sin la manía mainstream de ensalzar la levedad discursiva y esas épicas inofensivas que pronto caen en el olvido…
Cualquier alternativa posible Debido a la obsesión del mainstream más pomposo contemporáneo con el motivo de los universos paralelos, algo más que evidente en la seguidilla de Spider-Man: Into the Spider-Verse (2018), de Bob Persichetti, Peter Ramsey y Rodney Rothman, Spider-Man: No Way Home (2021), de Jon Watts, y Doctor Strange in the Multiverse of Madness (2022), de Sam Raimi, trilogía de la que por cierto sólo resulta interesante la primera película, la animada, no es de extrañar que la comarca semi independiente de Hollywood ahora se aparezca con su propia interpretación del latiguillo ya ampliamente quemado de los multiversos, Todo en Todas Partes al Mismo Tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022), producida, escrita y dirigida por Dan Kwan y Daniel Scheinert, dúo conocido como los Daniels que en esencia empezó realizando videoclips para gente de lo más mediocre del circuito rockero y popero indie, en sintonía con The Shins, Foster the People, Tenacious D, Passion Pit y The Hundred in the Hands, hasta saltar al largometraje de la mano de la también bizarra aunque superior y más disfrutable Swiss Army Man (2016), ese retrato de la amistad de un hombre varado en una isla desierta, Hank (Paul Dano), con un cadáver reconvertido en herramienta multisuo, Manny (Daniel Radcliffe), opus que a su vez sirvió de preámbulo para la incluso mejor The Death of Dick Long (2019), en esta ocasión de Scheinert en soledad, acerca del óbito del personaje del título -encarnado por el mismísimo cineasta, a pura ironía- como consecuencia explícita de una hemorragia anal por un encuentro zoofílico con un caballo. La premisa central es tan vieja como el cine y forma parte del rubro centrado en los viajes en el tiempo, los castigos sarcásticos, las mundos contingentes y las maldiciones en cadena de nunca acabar, ahora una serie de universos que tienen por núcleo las decisiones de cada ser humano en tanto alternativas que se dan en la rauda conjunción entre voluntad particular y líneas causales/ azarosas/ contrastantes/ grotescas del entorno inmediato. Evelyn Quan Wang (Michelle Yeoh) es una inmigrante china demasiado quejosa e insoportable que vive en Estados Unidos junto a su parentela y administra una lavandería a la par de su esposo, un tarado importante llamado Waymond (Ke Huy Quan) que se quiere divorciar, clan que se completa con la única hija de ambos, la gorda, lesbiana y amargada de Joy (Stephanie Hsu), en pareja con la ultra bobalicona Becky Sregor (Tallie Medel), y el padre conservador y demandante de Evelyn, Gong Gong (James Hong). El negocio está siendo auditado por la inspectora fiscal Deirdre Beaubeirdre (una genial Jamie Lee Curtis, sin lugar a dudas lo único bueno del bodrio insufrible en cuestión) y es precisamente en una visita a una sede del Servicio de Impuestos Internos de Estados Unidos cuando una acepción de su marido de un enclave algo distante la elige como una especie de salvadora de todos los universos por ser un fracaso viviente en todo sentido símil condición sine qua non para retomar lo mejor de las muchas Evelyns alternativas y sus habilidades guerreras contra una Joy que mutó en la supervillana Jobu Tupaki y creó una rosquilla que puede destruir el acervo existencial. Sinceramente Todo en Todas Partes al Mismo Tiempo rankea en punta como uno de los films más decepcionantes del año, un trabajo que podría haber sido maravilloso pero que aburre a más no poder en sus muy excesivos 140 minutos de metraje repletos de escenas tontas videocliperas o cuasi publicitarias, instantes melodramáticos maniqueos, pasos de hilaridad delirante que generan indiferencia y en especial momentos cargados de CGIs invasivos que pretenden pasar por loas nihilistas al absurdo pero terminan cansando por las múltiples redundancias retóricas sobreexplicativas, el ensalzamiento insistente de la familia fragmentada de hoy en día y la típica falta de paciencia del cine actual, sin siquiera ofrecer una mínima secuencia de transición entre un mundo/ ecosistema y otro en lo que parece ser una retahíla inconexa de sketchs desabridos y para colmo inspirados en colectivos y shows de comedia más atractivos, como los Monty Python. El film no sólo es moralista, caótico, meloso, torpe y grandilocuente por el simple apego a la exageración sin riqueza conceptual de fondo y muy cercana a las montañas rusas más huecas, sino que recae una y otra vez en la ridiculez autoparódica involuntaria de pretender alejarse del mainstream de aventuras infantilizado de superhéroes recuperando sus recursos y compulsiones como si de un espejo se tratase, planteo que nos deja con un par de realizadores que no saben pisar el freno para que pueda generarse empatía con personajes de por sí caricaturescos y pobretones y para que pueda “disfrutarse” en serio este cúmulo de referencias a las otras versiones de Evelyn. La película retoma constantemente el metalenguaje de The Purple Rose of Cairo (1985), del querido Woody Allen, Angustia (1987), de Bigas Luna, y Last Action Hero (1993), de John McTiernan, aquel bullet time de The Matrix (1999), de Larry y Andy Wachowski, y las coreografías de Yuen Woo-ping, el mix de Jackie Chan entre slapstick y wuxia farsesco, la parodia antiburocrática de Brazil (1985), de Terry Gilliam, la imaginación iconoclasta de René Laloux, Alejandro Jodorowsky o Jonathan Glazer, el diseño de producción de The Cell (2000), de Tarsem Singh, las reflexiones sobre la memoria de Total Recall (1990), de Paul Verhoeven, el surrealismo hiper onírico y melancólico del trío compuesto por Spike Jonze, Charlie Kaufman y Michel Gondry, el jolgorio de las osadas batallas del anime y el manga, cierto sustrato anárquico de los collage films a lo What’s Up, Tiger Lily? (1966), de Allen, Dead Men Don’t Wear Plaid (1982), de Carl Reiner, y Kung Pow! Enter the Fist (2002), de Steve Oedekerk, y por supuesto clichés vinculados con los viajes en el tiempo y/ o las dimensiones paralelas de convites como Groundhog Day (1993), de Harold Ramis, Donnie Darko (2001), de Richard Kelly, Los Cronocrímenes (2007), de Nacho Vigalondo, Looper (2012), de Rian Johnson, y Predestination (2014), de los hermanos Michael y Peter Spierig, entre muchas otras. Tal es el volumen de sonseras varias lacrimógenas, secuencias interminables de acción, clímax que no son clímax y refritos satíricos de otros films, que el trabajo de Kwan y Scheinert conduce siempre al tedio bajo cualquier alternativa posible…
El eterno íncubo circular Gemelo Siniestro (The Twin, 2022), escrita y dirigida por el finlandés Taneli Mustonen, es un buen ejemplo no sólo de la mediocridad absoluta del cine mainstream contemporáneo de género a escala planetaria, gran parte condenado a repetir estereotipos harto quemados del acervo hollywoodense sin ningún rasgo local verdadero a nivel de la idiosincrasia nacional del equipo creativo o su sensibilidad e intereses, sino también de las cagadas que se suelen mandar los productores en materia de la distribución mundial inmediata porque en su afán ciego de monetarizar lo más rápido posible al film en cuestión terminan destruyendo sus posibilidades en taquilla -muchas o pocas, en realidad no importa- al vender la película a cualquiera que se presenta sin fijar un mínimo calendario de estrenos internacionales para que aquellos distribuidores que pretendan estrenar en salas no tengan que competir con la piratería que inmediatamente surge una vez que el producto en cuestión aparece en algún servicio de streaming de algún mercado regional, en este sentido basta con tener presente que Gemelo Siniestro llegará a los cines tradicionales en Latinoamérica aunque luego de su aparición en Shudder, un over-the-top especializado en terror y thrillers que cubre Estados Unidos, Canadá, el Reino Unido e Irlanda y que por supuesto -gracias a la miseria que nos regala nuestro capitalismo global- alimenta el querido mundo de las descargas clandestinas. Más allá del “detalle” aludido, el producto en sí de Mustonen es bastante lamentable porque hasta su premisa de base resulta de lo más genérica e intercambiable dentro del género, hablamos del fallecimiento de un nene llamado Nathan (Tristan Ruggeri) en un accidente automovilístico y la mudanza de su familia desde Nueva York a Finlandia para que pronto su hermano gemelo, Elliot, se crea una reencarnación del finado y la madre, Rachel (Teresa Palmer), piense que algo macabro está sucediendo en el pueblito de turno porque su esposo escritor, Anthony (Steven Cree), parece formar parte de una conspiración de la que Rachel es prevenida por una anciana británica, la “oveja negra” del lugar Helen (Barbara Marten). Gemelo Siniestro por momentos parece una historia de fantasmas, en otras ocasiones gira hacia una faena de doppelgängers, después se convierte en una película sobre satanistas, tampoco deja sin tocar el horror folklórico, en algunos instantes parece querer ser un retrato de la locura, en otros juega con la posibilidad de ponerse a reflexionar acerca del luto o la pérdida en general del pivote afectivo y para colmo asimismo sigue el derrotero típico de ese suspenso de manipulación psicológica. Esta esquizofrenia lejos está de ser sinónimo de riqueza o una coctelera valiosa porque todos los ingredientes caen en saco roto ya que no existe sutileza alguna desde el tono para las etapas de transición entre los distintos núcleos. El trabajo de Palmer es verdaderamente muy bueno, aquella intérprete de Mi Novio es un Zombie (Warm Bodies, 2013), de Jonathan Levine, Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016), de David F. Sandberg, y El Síndrome de Berlín (Berlin Syndrome, 2017), de Cate Shortland, sin embargo Mustonen es un ladrón grosero que no sabe bien qué hacer con el tema del doble malvado de El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, la literatura y la demencia escalonada símil El Resplandor (The Shining, 1980), joya de Stanley Kubrick, el purrete del averno a lo La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, la secta en las sombras y el pacto con Mefistófeles a cambio del crío de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y ese terror bucólico, costumbrista y delirante que va desde El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, hasta Midsommar (2019), de Ari Aster, amén de la tradición de los mocosos peligrosos de La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, y El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, 1960), de Wolf Rilla, y un remate que pareciera refritar la memoria traumática selectiva de Servant (2019), la serie de Tony Basgallop y M. Night Shyamalan para Apple TV+, y aquello de andar viendo gente muerta y/ o imaginarse cosas de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), también del cineasta hindú retomando Un Suceso en el Puente de Owl Creek (An Occurrence at Owl Creek Bridge, 1890), célebre cuento de Ambrose Bierce. En esencia Mustonen reincide en el terror porque su ultra rutinario slasher Lago Bodom (Bodom, 2016), inspirada lejanamente en los asesinatos homónimos de 1960, uno de los crímenes más enigmáticos de Finlandia, tuvo una importante repercusión internacional en términos comerciales, pero lo suyo son las comedias grasientas que reversionan lo hecho por otros realizadores, recordemos que su hit Luokkakokous (2015) fue una remake de la danesa Klassefesten (2011), de Niels Nørløv Hansen, la secuela Luokkakokous 2 (2016) reinterpretó Klassefesten 2: Begravelsen (2014), de Mikkel Serup, y La Renovación (Se Mieletön Remppa, 2020), clásica comedia de hogar refaccionado y sus muchas vicisitudes, era una remake de la noruega Norske Byggeklosser (2018), de Arild Fröhlich, a su vez una reformulación del film homónimo de 1972 de Pål Bang-Hansen aunque con pinceladas de la sueca Drömkåken (1993), de Peter Dalle, y Hogar, Dulce Hogar (The Money Pit, 1986), de Richard Benjamin, la cual estaba basada en George Washington Durmió Aquí (George Washington Slept Here, 1942), de William Keighley, y Los Blandings ya Tienen Casa (Mr. Blandings Builds His Dream House, 1948), de H.C. Potter. Gemelo Siniestro cuenta con alguna que otra escena bastante potable, especialmente aquella polanskiana del embarazo onírico de Rachel, instante en verdad tenebroso que hasta parece insinuar influencias de H.P. Lovecraft, no obstante el “eterno íncubo” circular pronto se licúa en la nada misma…
Aires de nostalgia Top Gun (1986) no era precisamente una joya del séptimo arte pero acumulaba ese encanto trash, nauseabundo e hiper ochentoso típico de aquella época que puede ser resumido en la fórmula “militarismo + estudiantina + instantes videocliperos + escenas de acción reales/ sin artificios digitales + melodrama barato + fantasía de intimar con la bella profesora”. La película, uno de los tanques más grandes de los 80 y uno de los soundtracks más vendidos de la historia del cine, atravesó un camino larguísimo hacia la continuación por diversos factores, primero porque su protagonista, Tom Cruise, se dedicó en el corto y en el mediano plazo a legitimarse como actor con papeles más demandantes, segundo por el suicidio en 2012 -a raíz de una dura batalla contra un tumor- del director del film original, Tony Scott, tercero por la obsesión de Cruise con permitirle un cameo a Val Kilmer, coprotagonista de antaño, a pesar de padecer desde 2015 un cáncer de laringe, cuarto debido a la pandemia del coronavirus, esa que retrasó los estrenos de todos los blockbusters del globo a la espera de que más y más salas pudiesen reabrir sus puertas, y quinto por la misma naturaleza de la propuesta, un relato con secuencias de aviones de combate en vuelo que los productores principales, el propio Cruise y el tremendo Jerry Bruckheimer, garantizaron que volverían a ser verídicas, sin el insoportable CGI de nuestros días, lo que implicó años de preparación porque el mainstream contemporáneo ha perdido el contacto con la realidad y le cuesta mucho encontrar a los profesionales idóneos del pasado para rodar en el aire o simplemente bajo cualquier circunstancia difícil que le escape a los efectos especiales digitales y nos devuelva a la preciada materialidad, esa que tanto necesitamos los que vivimos en cuerpos y no en entidades virtuales que colaboran en esa triste despersonalización del Siglo XXI. Cruise, como en otras oportunidades, le encargó a dos hombres de su confianza la faceta artística del convite, Joseph Kosinski, quien lo dirigió en la estupenda Oblivion (2013), y el aquí guionista y productor Christopher McQuarrie, con quien viene desarrollando desde 2015 la saga de Misión Imposible (Mission Impossible), y en este sentido se nota mucho que el actor se siente muy cómodo en la secuela porque Top Gun: Maverick (2022) apuesta en un solo movimiento a recuperar el espíritu algo tontuelo y de cuasi cine publicitario del opus primigenio pero adaptándolo a los tiempos que corren, sobre todo en materia del reemplazo de los pilotos por drones comandados a distancia, y llevando el asunto hacia una melancolía bastante bien trabajada que le da una pátina de insólita madurez y paciencia a un mazacote hollywoodense de esta índole, conservando el desarrollo de personajes -bobo aunque ultra sincero- de los 80 sin descuidar el detalle de que ya no es posible mantener la inocencia de antaño. Pete “Maverick” Mitchell (Cruise) nunca ascendió más allá del rango de capitán para continuar volando aviones en la marina y no transformarse en otro patético burócrata de la guerra, así es llamado por un antiguo rival y hoy amigo, Tom “Iceman” Kazansky (Kilmer), para que oficie de instructor en una especie de misión suicida en una “nación no alineada” y elija a los pilotos de turno entre un grupito de la academia de elite TOP GUN, entre los que está el vástago de su fallecido colega Nick “Goose” Bradshaw (Anthony Edwards), Bradley “Rooster” Bradshaw (Miles Teller), quien lo odia por haber estado presente en el accidente en el que murió su progenitor y porque retuvo sus papeles en el centro de adiestramiento de la marina y ese gesto sobreprotector y condescendiente le costó cuatro años de retraso con respecto a la carrera militar de sus compañeros de armas. Desde ya que Top Gun: Maverick no le va a cambiar la vida a nadie no obstante debemos reconocer que las secuencias dramáticas y de acción no molestan y en general resulta un corolario digno que por un lado recupera aquella premisa del opus de Scott, especialmente la competencia entre pilotos, los sinsabores del aprendizaje y una historia de amor, ahora entre Mitchell y una hermosa veterana, su ex pareja y hoy dueña de un bar Penny Benjamin (Lucifer bendiga a Jennifer Connelly), porque Charlotte Blackwood (Kelly McGillis) brilla por su ausencia, y por el otro lado incorpora como gran novedad a una misión hiper ridícula hollywoodense para complementar con batallas reales, léase con un enemigo delante, a las clásicas secuencias de acción correspondientes al entrenamiento estándar, en esta ocasión la voladura de una planta dedicada a la fabricación de uranio enriquecido ubicada en una zona montañosa de lo que parece ser un país ex miembro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en esencia una excusa narrativa para un instante de nerviosismo y peligro que se asemeja mucho a la destrucción de esa Estrella de la Muerte de La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), de George Lucas, debido a eso de volar bajo evitando chocar contra un perímetro acotado símil trinchera o túnel enorme para arrojar una bomba contra un blanco concreto custodiado por un arsenal de misiles fijos y diversos aviones de defensa. Maverick asimismo cambió con las décadas y se volvió una figura anacrónica dentro de la marina, la cual desea expulsarlo por su rebeldía mezclada con coraje en tiempos del automatismo de los drones símil videojuego para burguesitos cobardones, amén de ocupar el lugar de padre postizo del adusto Rooster, algo así como el rol de Cruise en el film original porque incluso mantiene una rivalidad con Jake “Hangman” Seresin (Glen Powell), equivalente de Iceman. Mientras que el mainstream yanqui continúa empujando el negocio hacia las franquicias eternas, Cruise, una de las figuras con mayor poder intra Hollywood, pretende mantenerlo apegado a los preceptos que le interesan y le convienen a él, los de las estrellas inmaculadas del pasado, de allí surge el tono narrativo nostálgico de Top Gun: Maverick y el buen nivel de los trabajos de Cruise en formato productor/ curador artístico, pensemos en Barry Seal: Sólo en América (American Made, 2017), de Doug Liman, Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), otra de Liman, la citada Oblivion, Jack Reacher (2012), de su compinche McQuarrie, y Operación Valquiria (Valkyrie, 2008), del malogrado Bryan Singer, esquema que nos lleva a señalar que no todas son rosas porque el señor a veces entrega obras fallidas como La Momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman, La Era del Rock (Rock of Ages, 2012), de Adam Shankman, y Encuentro Explosivo (Knight and Day, 2010), opus de James Mangold. Kosinski, responsable de la excelente Tron: El Legado (Tron: Legacy, 2010) y la pomposa y redundante a escala emocional Solo los Valientes (Only the Brave, 2017), sigue a rajatabla los lineamientos del actor en lo que atañe al guión de McQuarrie, Eric Warren Singer y Ehren Kruger y a la idea de sumar un poco de todo aunque sin nunca abusar, por ello tenemos banderitas norteamericanas para la derecha, un antihéroe central ajado para la izquierda, una mujer piloto para no recibir acusaciones de no ser inclusivos, Natasha Trace (Mónica Bárbaro), el romance con Penny para el público más veterano, la presencia del treintañero Teller para captar al segmento de espectadores específico del film, el homenaje al colega Kilmer mediante una mínima aunque sentida participación y por supuesto la cara sonriente perpetua de un Cruise que unifica el combo y le estampa su sello de aprobado…
La estrella frente al espejo En materia de Nicolas Cage, especie de “actor que es un género en sí mismo” en nuestra triste y redundante contemporaneidad en términos culturales, nadie se pone de acuerdo en torno a cuáles serían sus mejores películas desde el comienzo del nuevo milenio -aquellas iniciales del Siglo XX, en comparación, están mucho más estigmatizadas- aunque sí existe un consenso acerca del hecho de que cada cuatro o cinco obras filmadas entrega una en verdad loable que nos recuerda el enorme oficio del camaleónico y casi siempre exaltado intérprete, sin duda alguna uno de los más delirantes, originales e imprevisibles que haya dado el Hollywood posmoderno. Quizás sin llegar al nivel de las también recientes Cerdo (Pig, 2021), de Michael Sarnoski, El Color que Cayó del Cielo (Color Out of Space, 2019), de Richard Stanley, Mandy (2018), de Panos Cosmatos, Mamá y Papá (Mom and Dad, 2017), de Brian Taylor, o Ejército de un Solo Hombre (Army of One, 2016), opus de Larry Charles, El Peso del Talento (The Unbearable Weight of Massive Talent, 2022), dirigida y escrita por Tom Gormican, es otra odisea freak muy disfrutable que permite el lucimiento del artista y además agrega una cuota de autoreferencialidad que reflexiona tanto sobre su prolífica carrera, su inestabilidad familiar y esa evidente ciclotimia emocional como acerca de características ya más macro de la industria audiovisual, en sintonía con el ombliguismo de impronta narcisista, el carácter sumamente ridículo de los ejercicios actorales y creativos en general, la tendencia de muchísimos artistas a encerrarse en burbujas de artificialidad o autocondescendencia, las intromisiones disruptivas del mundo exterior y la arquitectura retórica cuasi lunática de géneros tan trabajados como la comedia y el cine de superacción. La epopeya que nos ocupa, precisamente una parodia muy light del show business con elementos de thriller de espionaje post Guerra Fría, puede que no se preste para nada a ser calificada como un exponente del “meta séptimo arte”, como las famosas 8½ (1963), de Federico Fellini, El Desprecio (Le Mépris, 1963), de Jean-Luc Godard, Cuidado con esa Puta Sagrada (Warnung vor einer Heiligen Nutte, 1971), de Rainer Werner Fassbinder, La Noche Americana (La Nuit Américaine, 1973), de François Truffaut, y El Estado de las Cosas (Der Stand der Dinge, 1982), de Wim Wenders, o que tampoco soporte un rótulo cercano a la sátira sobre la frontera entre la realidad y la ficción símil Demonios (Dèmoni, 1985), de Lamberto Bava, La Rosa Púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985), de Woody Allen, Angustia (1987), de Bigas Luna, El Último Gran Héroe (Last Action Hero, 1993), de John McTiernan, y El Ladrón de Orquídeas (Adaptation, 2002), de Spike Jonze, no obstante El Peso del Talento explora con inusual comodidad -para las torpezas expositivas del mainstream y el indie de nuestros días, desde ya- por un lado el ego inflado de los actores, aquí a través de un Cage que hace de sí mismo y encima se desdobla en dos personajes, el intérprete que todos conocemos y un hilarante doppelgänger imaginario y más joven, Nicky, que sigue a ese Nicolas drogado que visitó el talk show británico Wogan (1982-1992) para promocionar Corazón Salvaje (Wild at Heart, 1990), de David Lynch, y por el otro lado la desidia afectiva en materia de su entorno inmediato, hoy su ex esposa e hija ficcionales, Olivia (Sharon Horgan) y Addy (Lily Mo Sheen), quienes padecieron su propensión a privilegiar la carrera por sobre la parentela o los pocos momentos en conjunto. Sin embargo El Peso del Talento, segunda obra de Gormican después de la mediocre Las Novias de mis Amigos (That Awkward Moment, 2014), esa olvidable comedia romántica con los por entonces ascendentes Zac Efron, Miles Teller y Michael B. Jordan, deja un poco en segundo plano el foco cómico esperable, léase las desdichas de la parentela de una celebrity mundial como el señor, para concentrarse en cambio en la amistad que el Cage en pantalla, uno muy deprimido que pretende retirarse de la actuación porque está nadando en deudas, perdió un trabajo que deseaba con fervor y es atacado/ ridiculizado por su familia, entabla con un millonario español que posee olivares y lo contrata por un millón de dólares para que asista a su cumpleaños, Javi Gutiérrez (el perfecto Pedro Pascal), sujeto que según un dúo farsesco de agentes de la CIA, Vivian (Tiffany Haddish) y Martin (Ike Barinholtz), en realidad es un traficante de armas muy importante que supuestamente secuestró a una tal María Delgado (Katrin Vankova), hija de un político de Cataluña que podría boicotear la actividad del mafioso, por ello mismo este último se llevó a la muchacha para impedir que el padre continúe en la carrera electoral y acceda al poder. La excusa del guión del director y Kevin Etten, éste un libretista televisivo de larga data, es a la par humilde y eficaz y se centra en Nicolas espiando para la CIA con el objetivo de descubrir el paradero de Delgado mientras desarrolla el vínculo con Gutiérrez, a quien le hace creer que ambos están creando un film a partir de situaciones improvisadas a lo Una Guerra de Película (Tropic Thunder, 2008), de Ben Stiller, desvaríos que derivan en sketchs de un humor absurdo bastante bien resuelto, quizás nada original aunque desparramando una gran química entre Cage y Pascal. Como si se tratase de una de esas faenas sarcásticas y autoreflexivas de Blake Edwards o un ejemplo de aquella comedia de pareja dispareja o hasta una buddy movie en una coyuntura exótica/ paradisíaca/ estrafalaria, en esta oportunidad Mallorca, el opus de Gormican en primera instancia obliga a la estrella hollywoodense a mirarse al espejo, en este sentido resulta muy llamativo que haya accedido a escenas en las que reconoce su alcoholismo, su dejo workaholic y hasta la esquizofrenia de ver y mantener conversaciones con el chiflado de Nicky, y en segundo lugar se burla por lo bajo -y a veces de manera tácita o colateral- de la fauna de desquiciados, quejosos y chupasangres que atrae el star system del mainstream, no sólo su representante Richard Fink (Neil Patrick Harris), parásito que cambia de parecer según los caprichos del cliente, o el propio Javi, un fanático acérrimo del actor que viene coleccionando memorabilia de sus películas desde hace décadas, sino también los agentes de la CIA, quienes como buenos esbirros institucionales ponen en peligro la existencia de los demás para cumplir la misión burocrática de turno, y la misma familia, esas dos mujeres que fetichizan el costado negativo de la vida bajo los reflectores, en línea con la egolatría patética del intérprete, pero al mismo tiempo disfrutan del cuantioso dinero que llega en paralelo, ese que -en la vida real y en pantalla- va a parar a “hábitos de consumo” un tanto desorbitados. El Peso del Talento, en síntesis, toma la forma de un autohomenaje más que merecido e incluso construye a un villano interesante, Lucas Gutiérrez (Paco León), primo de Javi y verdadero y tenebroso traficante de armas, planteo que permite una alianza entre los dos amigos en pos de salir con vida y rescatar cuanto antes a todos sus seres queridos…
Blanco negrero Un problema del nuevo capitalismo a la hora de vender su discurso repetido de explotación disfrazado de rosas es que ya nadie le cree lo de las buenas intenciones de antaño en un contexto de precarización laboral incesante, miseria a montones, salarios casi siempre muy bajos, crisis cíclicas de nunca acabar, contaminación ambiental, deuda pública en aumento, ese desempleo que tampoco deja de crecer, un marketing y una publicidad cada día más banales, la competitividad sin frenos entre pares, una cultura empresaria siempre tiránica y esclavista y por supuesto la infaltable sustitución del trabajo por la especulación financiera, inmobiliaria, política y mediática, verdadero fetiche de las elites o capas sociales dirigentes mundiales desde la década del 70 del Siglo XX en adelante. A la mediocridad y alienación de la enorme mayoría de los pocos empleos que aún subsisten y no han sido automatizados mediante algoritmos o algún proceso en loop se suma, como decíamos, un cansancio ya casi terminal de los marcos simbólicos autojustificantes de las compañías, en esencia un esquema vincular paternalista y autocrático que antes era autoritario de manera abierta y sincera y hoy pasa a ser endulzado -de manera superficial y bien burda, desde ya- mediante todo ese discurso de autoayuda de la repugnante filosofía new age de la burguesía actual, por ello en vez de un déspota liso y llano encabezando la firma en cuestión nos topamos con un líder supuestamente sabio, con un amigo que sabe siempre qué hacer o simplemente con una figura paterna que se ufana de equilibrar las necesidades del todo para garantizar su supervivencia y prosperidad, lo que sistemáticamente oculta el hecho de que ese “todo” es él mismo y que lo que se pretende es cosificar a los subalternos para que tomen consciencia de su intercambiabilidad, se vuelquen de lleno al egoísmo y en especial desistan de sus viejas luchas colectivas de índole sindical para que el único núcleo de poder valioso vuelva a ser la patronal en confabulación con el Estado y su aparato legal, burocrático y represivo. El Buen Patrón (2021), regreso del cineasta español Fernando León de Aranoa al castellano luego de rodar en inglés en ocasión de las también desparejas Un Día Perfecto (A Perfect Day, 2015) y Loving Pablo (2017), es un intento loable aunque algo frustrante y baladí de retratar este estado de cosas desde el armazón retórico paradigmático de una sátira un poco mucho moderada que se engloba, a nivel macro, en la falta de cojones del séptimo arte de hoy en día y una tibieza que tiene un pie en la cobardía y el otro en la ausencia evidente de ideas en verdad novedosas o revitalizantes, que no hayan sido tan trabajadas en el pasado. Julio Blanco (Javier Bardem) es un típico jerarca del capitalismo contemporáneo, dueño por herencia de su padre de una empresa llamada Básculas Blanco que está asentada en un pueblo ignoto del interior de España y que se dedica a la fabricación de diferentes tipos de balanzas, un señor ambicioso y caníbal que se vende a sí mismo como un padre para sus empleados y mucho más en la semana que analiza el film, esa que implica la preparación en la planta de turno, que debería estar perfecta y brillante según la perspectiva del caudillo, para recibir a una comisión del gobierno regional que evaluará al lugar y a los asalariados para decidir si le otorga a la compañía, finalista en una terna concreta de tres, un premio a la excelencia empresarial que significará subvenciones futuras y sobre todo completar la colección de galardones -intra gremio de los parásitos capitalistas- que Blanco tiene en su lujoso hogar. El patrón, casado con Adela (Sonia Almarcha), dueña de un negocio de venta de ropa, gusta de encamarse con becarias y así termina enredado con una chica trepadora de marketing, Liliana (Almudena Amor), sin saber que es hija de unos amigos oligarcas, para colmo el jefe de producción, Miralles (Manolo Solo), quien tiene sexo con la secretaria de Blanco, está en crisis porque su mujer, Aurora (Mara Guil), está a punto de abandonarlo de manera definitiva por Khaled (Tarik Rmili), otro empleado de la firma a lo puterío interno. Resulta más que elogiable la idea de -en esencia- elegir como central al conflicto que surge entre el protagonista y un empleado contable al que echó en medio de recortes laborales eternos dentro del paraguas de los despidos amparados por el Estado o EREs (Expedientes de Regulación de Empleo), José (Óscar de la Fuente), un hombre lastimoso con dos hijos pequeños que acampa con su automóvil en la más absoluta soledad en la puerta de la planta en repudio a la cruel decisión y para denunciar a Blanco como otro negrero excrementicio que entroniza a las ganancias en detrimento de todo lo demás, no obstante la realización se hace muy larga en sus dos horas porque le sobran mínimo unos 30 minutos, hay escenas redundantes a nivel conceptual y el ritmo narrativo lánguido atenta contra las pretensiones paródicas de la película en su conjunto y del director y guionista en particular, quien por cierto jamás fue demasiado bueno en el campo de las metáforas, las ironías o las sutilezas y aquí se nota a kilómetros de distancia que desea construir su versión del cine gloriosamente farsesco de Luis García Berlanga y Rafael Azcona, el acervo sarcástico de Billy Wilder, el realismo social británico en línea con Ken Loach y Stephen Frears, el cine francés laboral a lo Laurent Cantet o el último y satírico Costa-Gavras y sobre todo la commedia all’italiana modelo corrosión símil Mario Monicelli, Dino Risi, Pietro Germi, Lina Wertmüller, Ettore Scola y aquel Elio Petri de la Trilogía del Poder, léase Investigación sobre un Ciudadano Libre de Toda Sospecha (Indagine su un Cittadino al di Sopra di Ogni Sospetto, 1970), La Clase Obrera va al Paraíso (La Classe Operaia va in Paradiso, 1971) y La Propiedad ya no es un Hurto (La Proprietà non è più un Furto, 1973), trabajos magistrales que como El Buen Patrón hacían énfasis en la inoperancia, hipocresía y corrupción entrecruzada de las sociedades actuales y sus instituciones, enclaves que debajo de una máscara de solidaridad o respeto por el otro esconden una voracidad pueril que perpetúa las injusticias de siempre. En pos de invertir la perspectiva de su estupenda Los Lunes al Sol (2002), ahora indagando sin caricaturas en el devenir empresarial en lugar de pensar la penuria de los desempleados o los expulsados del mercado laboral, Aranoa retoma algo de la brutalidad y la intimidad de entrecasa de las primigenias Familia (1996) y Barrio (1998), y de las posteriores Princesas (2005) y Amador (2010), en materia del individualismo bobo de los empleados, la manía patológica de Blanco con ganar el premio, la cultura maquiavélica compartida de escalar posiciones, un sustrato sexual que se utiliza como moneda de cambio o como sinónimo de traición sádica, un ecosistema de parentesco incestuoso y finalmente ese suplicio del pobre José, personaje solitario olvidado por sus colegas y ninguneado por un sindicato tácito cómplice de la patronal, quien cae en el último acto bajo la furia de los esbirros racistas del mandamás en una secuencia con ecos de El Padrino: Parte III (The Godfather: Part III, 1990) vía un dejo operístico que se mezcla con lo mafioso y el desplome de estas caretas de falsa cordialidad del mundo de los negocios. Lo mejor del film de Aranoa, artista que no llega a la altura de sus admirados Berlanga y Azcona aunque tampoco pasa vergüenza, es la riqueza discursiva/ expresiva de la actuación de un enorme Bardem sin nada que envidiarle a próceres y colegas como José Luis López Vázquez y José Isbert, tercera colaboración con el realizador luego de Los Lunes al Sol y Loving Pablo y aquí consiguiendo humanizar a un patrón despiadado y mitómano, amén de la agraciada presencia del guardia de seguridad de la puerta de Básculas Blanco, Román (Fernando Albizu), simpático bufón que es basureado continuamente por su jefe, y esa derrota de fondo del proletariado, ya no más cohesivo o fraternal y lamentablemente atomizado en muchos focos sin conexión, a instancias de unos oligarcas obsesionados con salirse con la suya a pura impunidad -y a pura acumulación de poder- sin que les importe en lo más mínimo a quienes pisan en el camino a nivel diario…
El club de los pasmados El subgénero del terror cinematográfico correspondiente a los muertos vivientes, nacido por cierto con Zombie Blanco (White Zombie, 1932), de Victor Halperin, y Yo Caminé con un Zombie (I Walked with a Zombie, 1943), de Jacques Tourneur, viene de capa caída desde hace por lo menos un lustro si lo pensamos en términos comerciales porque a nivel creativo la decadencia es más dolorosa e indudablemente se extiende a bastante más de una década atrás por un cansancio y un deterioro discursivo que siguen acumulándose desde aquella lejana eclosión moderna de la mano de La Noche de los Muertos Vivos (Night of the Living Dead, 1968) y El Amanecer de los Muertos (Dawn of the Dead, 1978), ambas de George A. Romero, y esa homóloga posmoderna escalonada que va desde El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), de Dan O’Bannon, hasta llegar a la también decisiva Exterminio (28 Days Later, 2002), dirigida por Danny Boyle a partir de un guión del querido Alex Garland. A pesar de que ya no genera en taquilla los dividendos de antaño y del hecho innegable de que la mediocridad no da tregua en lo referido a la catarata de bodrios y clones varios que el mainstream y el indie continúan produciendo en todos los rincones del planeta como cadena de montaje ya terminal, el rubro de los finados se resiste a desaparecer incluso con el calamitoso declive cualitativo experimentado por The Walking Dead (2010-2022), otro de los productos responsables de esta insistente moda comercial. Ahora bien, la escena rioplatense del horror jamás fue adepta a tales menesteres y lo que subsiste hasta el día de hoy son apenas parodias como Plaga Zombie (1997), de Pablo Parés y Hernán Sáez, y algún que otro exponente sólo del marco contextual apocalíptico símil Fase 7 (2011), de Nicolás Goldbart, amén de una escena de terror en general muy despareja en la que conviven artesanos valiosos como Adrián García Bogliano y Demián Rugna, otros más olvidables en línea con Gonzalo Calzada, Gabriel Grieco y Daniel de la Vega y esos clásicos mamarrachos de toda cinematografía nacional o regional, pensemos en el dúo de Luciano y Nicolás Onetti, ejemplos de la costumbre mimética y nostálgica hiper baladí de cierto cine de género industrial que por suerte va quedando cada vez más en el pasado. Dentro de todo este panorama viene destacándose el director y guionista uruguayo Gustavo Hernández, quien comenzó su trayectoria en el indie con dos realizaciones muy dignas, La Casa Muda (2010) y Dios Local (2014), que le permitieron saltar al mainstream de No Dormirás (2018), aquella asimismo interesante coproducción con España y Argentina que ahora le posibilita replegarse hacia una suerte de propuesta de “idiosincrasia mixta” que conserva un presupuesto generoso, aquí gracias a productoras y/ o entidades de Uruguay y Argentina, pero volcándolo a ese encierro pesadillesco de La Casa Muda y No Dormirás, hablamos de Virus-32 (2022), distribuida en el mercado anglosajón vía el inefable Shudder. El raquítico guión de Hernández y su colaborador habitual Juma Fodde Roma deja bastante que desear en materia de originalidad, como prácticamente todo el acervo cinematográfico mundial de hoy en día, aunque ese terreno nunca constituyó el fuerte del director porque su maestría radica en el desarrollo minimalista de personajes, la genial puesta en escena y por supuesto la catarata de instantes de tensión, aquí fotografiados de manera meticulosa por el extraordinario y muy imaginativo Fermín Torres Echeguía. Iris (Paula Silva) es una guardia de seguridad en un club deportivo, el Neptuno, y una madre negligente de la pequeña Tata (Pilar García), a la que engendró con un muchacho con el que la mocosa convive, Javier (Franco Rilla). Un buen día Iris, quien tiene de compañera de casa a una suculenta morena centroamericana, Nicky (Anaisy Brunet), se olvida de la visita pautada de Tata y por ello debe llevarla al trabajo sin percatarse de un brote infeccioso símil aquel virus modificado de la rabia de Exterminio que convierte a los contagiados en homicidas feroces y raudos con tendencia caníbal, aunque con la diferencia sustancial -y sin explicación alguna- de que los susodichos quedan pasmados durante 32 segundos luego de cada ataque mortal. Dentro del club madre e hija se separarán y la segunda quedará como rehén de un tal Luis (Daniel Hendler) que aparece de la nada, señor que de inmediato insta a Iris a que lo asista en el parto de su esposa, Miriam (Sofía González), una infectada que desea asesinar al no nato. Sustentada en el muy buen trabajo de Silva y Hendler, los juegos con las penumbras y la iluminación sutil de Torres Echeguía y la partitura deliciosamente hollywoodense pomposa de Hernán González, Virus-32, como decíamos con anterioridad, recupera las obsesiones carpenterianas de Hernández con la reclusión, ofrece una experiencia adictiva y de una factura técnica en verdad fenomenal y hasta trae a colación, sobre todo durante la apertura/ introducción en el hogar montevideano de Iris, aquel gustito por las tomas secuencias de La Casa Muda, film que hacía uso del recurso en su variante simulada a lo La Soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock, Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu, y El Hijo de Saúl (Saul Fia, 2015), de László Nemes, obras que se oponen a la fotografía más trabajosa y realista de Timecode (2000), de Mike Figgis, El Arca Rusa (Russkiy Kovcheg, 2002), de Alexander Sokurov, y Victoria (2015), odisea de Sebastian Schipper. Hernández se luce especialmente en esos planos aéreos del comienzo, la escena de la primera arremetida del tremendo zombie oficinista (Rasjid César), la subacuática en la pileta, la del descubrimiento de un Javier ya moribundo, la del parto en sí, aquella del pasillo lleno de zombies y todo el desenlace en su conjunto, ejemplos de que los latiguillos bobos -hoy el pasado traumático de la protagonista, vástago menor incluido fallecido bajo su supervisión, Nicolás (Tiziano Núñez)- no destruyen las buenas intenciones cuando existe talento auténtico de fondo…