Zona de desastre Chisso es una compañía petroquímica japonesa que posee una de sus principales plantas productoras en la ciudad costera de Minamata, Prefectura de Kunamoto, eje de uno de los casos más masivos y tristemente célebres de envenenamiento por mercurio debido a que entre 1932 y 1968 la empresa vertió en aguas locales un enorme volumen de desechos industriales con metilmercurio, subproducto de la utilización del sulfato de mercurio como catalizador en la generación de acetaldehído. Esta sustancia muy tóxica se bioacumuló y biomagnificó en la Bahía de Minamata y en el Mar de Yatsushiro, yendo a parar a mariscos y peces que a posteriori fueron consumidos por los pescadores de la comarca, amén de la polución general del entramado acuífero del que se sirven humanos, gatos, perros, cerdos y aves. Recién en 1956 salió a la luz el envenenamiento, cuando ya era tan grave que recibió una denominación específica, “enfermedad de Minamata”, con síntomas varios como la pérdida permanente del control muscular, el deterioro de la memoria, la ceguera progresiva, el entumecimiento de manos y pies, la sordera, la desaparición del habla, los temblores y diversas malformaciones en los fetos de las mujeres embarazadas, la mayoría derivando en jóvenes postrados de por vida. Como siempre en el capitalismo y su ciclo de impunidad plutocrática, Chisso se aglutinó al amparo del gobierno local cómplice, comenzó a pagar compensaciones económicas irrisorias a las víctimas, afirmó instalar en la fábrica en 1959 un sistema de purificación de aguas residuales que no eliminaba el metilmercurio y siguió contaminando la bahía otra década más hasta que finalmente en 1969 discontinuó la producción con sulfato de mercurio como catalizador fundamental, cuando ya se contaban de a miles los postrados y enfermos neurológicos, panorama que condujo al reconocimiento institucional vía un proceso que se extendió entre 1969 y 1973 y que abarcó una lucha entre los afectados, muchos de los cuales pescadores humildes y sus familias, y la todopoderosa compañía, la cual para colmo contrató a yakuzas para amenazar, golpear y silenciar a los pacientes crónicos y sus correligionarios, derivando en un resarcimiento monetario en 1973 que fue incumplido tanto por el Estado Japonés como por la empresa a lo largo de los años. Minamata (2020), epopeya dirigida por Andrew Levitas, es un retrato no sólo de la etapa más agitada de este prolongado proceso sino de la participación que en él tuvo el famoso fotógrafo norteamericano W. Eugene Smith, en pantalla en la piel de Johnny Depp, un reportero al que se le suele acreditar el mérito de haber desarrollado los engranajes formales definitivos del ensayo fotográfico en tanto cobertura autocontenida que deja de lado casi por completo las palabras. Son especialmente recordadas las imágenes tomadas por Smith en el Frente del Pacífico de la Segunda Guerra Mundial, donde fue herido por fuego de mortero durante la Batalla de Okinawa, en el jardín de su casa de Tuckahoe, en el Estado de Nueva York, donde retrató a sus dos hijos pequeños caminando de espaldas, en el pueblo de Kremmling, en el Estado de Colorado, lugar en el que siguió a un médico de provincia en sus arduas tareas cotidianas, el Doctor Ernest Ceriani, en los valles de Gales del Sur, donde estudió con sus fotografías la existencia de los mineros, en el pueblo de Deleitosa, perteneciente a la Comunidad Autónoma de Extremadura, sede de una serie de retratos de la pobreza rural española que le ganaron la persecución de la Guardia Civil de la dictadura franquista y con el tiempo lo obligaron a huir subrepticiamente hacia Francia, en las zonas más menesterosas de Carolina del Sur, donde construyó un perfil visual de la abnegada enfermera y partera Maude E. Callen, en el África Ecuatorial Francesa o actual Gabón, en esencia retratando a Albert Schweitzer en sus tribulaciones como médico misionero, en la metrópoli de Pittsburgh, núcleo de un voluminoso retrato que llegó a contabilizar 13.000 fotografías a lo largo de dos años, y en la siempre frenética Manhattan, ahora consagrado a captar con su lente -y también con una buena cantidad de micrófonos- la escena jazzera neoyorquina de fines de los 50 y principios de los 60. El tramo final del devenir profesional de Smith, de hecho, se concentra en su estadía en Minamata entre 1971 y 1973 junto con su esposa, la nipona Aileen Mioko, cubriendo las protestas de las víctimas del envenenamiento industrial ante las autoridades de Chisso y sus secuaces a nivel de los infaltables lameculos populares que se ponían la remera de -y defendían a- la principal empleadora de la región. Está claro que el además productor Depp se toma a su Smith como una especie de versión avejentada, modesta y mucho más tranquila de aquellos maravillosos álter egos de Hunter S. Thompson que supo componer con motivo de Miedo y Asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1998), de Terry Gilliam, y de la bastante inferior aunque aún digna Diario de un Seductor (The Rum Diary, 2011), de Bruce Robinson, en esta oportunidad ponderando la idiosincrasia autodestructiva y volátil de un Eugene alcohólico, “drogadicto tradicional” esporádico y muy inconformista en lo que respecta a su actitud de siempre defender la integridad artística de su trabajo en detrimento de su familia, amistades, jefes e integridad financiera, por ello vive recluido y arruinado en un departamento neoyorquino y se enfrenta recurrentemente al editor de Life, Robert Hayes (Bill Nighy), quien se la pasa publicando mierdas banales para mantener la revista a flote, hasta que es localizado por Aileen (Minami Bages), una empleada de Fujifilm y representante de los afectados por la enfermedad de Minamata y de un grupo de lugareños, encabezado por el enérgico Mitsuo Yamazaki (Hiroyuki Sanada), que lucha contra las huestes de Chisso, simbolizadas sobre todo en el presidente de la firma, Junichi Nojima (Jun Kunimura), señor que primero trata de sobornar al fotógrafo con 50.000 dólares, para que desista en su intención de retratar las malformaciones y los padecimientos en general de la población de la ciudad costera, y después explícitamente opta por recurrir a tácticas más o menos indirectas de disuasión y apriete mafioso como el incendio del cuarto oscuro de Smith, la creación de un documento legal inexistente que libere de toda responsabilidad a la compañía, la negativa a pagar las compensaciones reclamadas por las víctimas y la utilización de empleados, guardias de seguridad, sindicalistas, policías y los citados yakuzas para desbaratar con violencia no sólo las demostraciones de descontento en la fábrica sino también las reuniones de accionistas, ya que los manifestantes conforman el llamado “movimiento accionista” comprando una acción cada uno de la empresa con vistas a poder decirles en la cara a los ejecutivos lo que piensan de ellos y de la contaminación y los sufrimientos que provocaron en la comunidad. La película de Levitas, un productor reconvertido en director y aquí entregando su segunda obra luego de la olvidable La Última Canción (Lullaby, 2014), es un buen retrato aunque algo disperso del caso y de la labor de Smith, quizás jugando demasiado con la fotografía movediza de Benoît Delhomme y su tendencia de pasar del color al blanco y negro para acercarse al cariño que el fotógrafo sentía por este último formato, más minimalista a nivel expresivo que la explosión cromática habitual y por ello más proclive a concentrar la atención del espectador en la dimensión anímica/ psicológica/ humana de los retratados y no en su entorno, de allí la potencia de las imágenes de Eugene más allá de su innegable maestría formal y su condición de pionero en cuanto a la madurez simbólica del arte de los retratos con la lente y su pata periodística seria. La realización ofrece los datos contextuales justos, no abusa de la típica verborragia informativa posmoderna, adopta en buena parte del metraje un dejo documentalista de cadencia preciosista y a la vez semi seco, celebra sin duda la sana costumbre de documentar la memoria histórica y la fragmentación colectiva, no menosprecia a quien ve en ningún momento, tampoco cae en esas sensiblerías baratas hollywoodenses del montón, deja de lado en sí el hipotético floreo romántico y en especial aprovecha como muy pocas películas recientes a un Depp que aquí regresa al nivel de sus mejores tiempos y nos permite hablar de un resurgimiento profesional de a poco gracias a obras como Esperando a los Bárbaros (Waiting for the Barbarians, 2019), de Ciro Guerra, Ciudad de Mentiras (City of Lies, 2018), de Brad Furman, El Profesor (The Professor, 2018), de Wayne Roberts, y Pacto Criminal (Black Mass, 2015), de Scott Cooper. A pesar de que a priori el Smith de Minamata, para quien no conozca la historia en general, puede responder al esquema narrativo del outsider insertado a la fuerza como salvador externo occidental, lo cierto es que en este caso su participación se condice con la realidad y sí fue crucial en materia de atraer la atención del mundo sobre la enfermedad congénita local ya que es un mal arrastrado desde generaciones y generaciones en esta zona de desastre de la Prefectura de Kunamoto que hasta el día de hoy sigue padeciendo las consecuencias de la codicia corporativa, todo en función de una de las fotografías más famosas del Siglo XX, Tomoko Uemura en su Baño (Tomoko Uemura in her Bath, 1971), en la que aparecen la pobre chica deforme del título, la cual fallecería en 1977 a la edad de 21 años, y su madre, Ryoko Uemura, ambas desnudas en una bañera para ilustrar los efectos de la exposición a metilmercurio a través de los alimentos y aguas contaminadas. Precisamente, Smith sería uno de los principales mártires de la causa debido a que en una reunión de accionistas fue golpeado brutalmente por los energúmenos al servicio de los intereses encubridores de Chisso al punto de quedar seriamente afectado de uno de sus ojos y morir en 1978 de un accidente cerebrovascular derivado en parte de las diversas secuelas de aquella paliza símil cruenta represalia en la planta fabril, aunque no sin antes publicar el fotolibro Minamata (1975), sobre el cual está basado el correcto guión del director, Jason Forman, Stephen Deuters y David Kessler, un volumen producto de la colaboración entre el reportero y su esposa Mioko, militante proambiental y anticontaminación de larga data. Sin llegar a ser una maravilla aunque posicionándose como una de las pocas propuestas valiosas en un cine contemporáneo saturado por la estupidez y la redundancia omnipresente, la odisea explora con eficacia el tópico de fondo de la dignidad social mediante la contienda activa contra los poderosos y nos regala una experiencia estética muy placentera gracias a la extraordinaria música de Ryuichi Sakamoto, un compositor sin igual recordado por sus opus para Nagisa Ôshima, Pedro Almodóvar, Bernardo Bertolucci, Oliver Stone, Brian De Palma, Alejandro G. Iñárritu y John Maybury, entre muchos otros cineastas notables de las últimas décadas…
Por el camino oscuro Claramente Halloween Ends (2022), tercer producto fallido al hilo de David Gordon Green, funciona como una respuesta a las críticas que cosechó Halloween Kills (2021) entre la prensa y los fans de la franquicia, en esencia apuntando una y otra vez al carácter poco imaginativo del film, la redundancia slasher y un sustrato coral convulsionado/ desprolijo/ improvisado que abarcaba muchísimo más de lo que podía apretar a ciencia cierta a escala dramática, por ello más que regresar a Halloween (2018), una cruza apenas potable entre la tragedia de traumas de antaño, el thriller de venganza por encarcelamiento y el susodicho slasher de adolescentes bobos faenados sin cesar, Halloween Ends pretende ofrecer algo relativamente “nuevo” y por ello se impone más como una película independiente -algo insólito tratándose de un supuesto tercer capítulo, el final, de una trilogía- que como una continuación a toda pompa de lo visto con anterioridad, fundamentalmente el combate ya hiper cansador entre The Shape/ Michael Myers (James Jude Courtney) y tres generaciones de mujeres, léase la abuela Laurie Strode (Jamie Lee Curtis), su hija y también progenitora Karen (Judy Greer) y la infaltable nieta jovencita Allyson (Andi Matichak), panorama que en última instancia nos deja con otro despropósito sin pies ni cabeza del cine mainstream contemporáneo que pretendiendo dejar a todos contentos desencadena exactamente lo opuesto, el desinterés del grueso del público y la furia volcada al olvido instantáneo gracias a otra prototípica indecisión en lo que atañe a la razón de ser de la propuesta en cuestión. La mentada “novedad” detrás de Halloween Ends, nuevamente escrita por Green y Danny McBride y ahora también por Paul Brad Logan y Chris Bernier, pasa por un esquema de melodrama lacrimógeno + bildungsroman o relato de aprendizaje en versión macabra + la fórmula “pueblo chico, infierno grande” modelo prosaico a lo Stephen King + epopeya de venganza por atropellos varios + construcción -o reconstrucción, lo que calce mejor a nivel conceptual- de un psicópata con una evidente “ayudita” de un exterior social sofocante, cruel y maquiavélico, este último ingrediente extraído de nada menos que Psycho II (1983), aquel muy digno corolario, dirigido por el australiano Richard Franklin y escrito por Tom Holland, del clásico de 1960 de Alfred Hitchcock. Green, un realizador de idiosincrasia indie que combinó dramones correctos con comedias francamente impresentables, en realidad no sabe qué hacer con la saga porque después del eslabón del 2018 de identidad conservadora o purista en materia de apegarse a las bases impuestas por Halloween (1978), uno de los trabajos menos interesantes de ese John Carpenter que imitaba a los giallos de Dario Argento y Mario Bava, el máximo responsable de esta flamante trilogía experimentó sin éxito alguno con el slasher muy caótico en Halloween Kills y ahora con una “crónica de origen” de un psicópata de corta edad que se mueve en relación de espejo con respecto al imparable The Shape, en términos de alumno/ maestro aunque sin profundizar demasiado en el asunto porque el gremio audiovisual actual adora el antiintelectualismo naif o baladí. Más de la mitad del metraje está dedicada, precisamente, a la historia de un personaje que nada tiene que ver con las dos realizaciones previas y que se abre camino como el núcleo dramático principal del convite, muy por encima de las mujeres o siquiera el célebre Myers en una hilarante jugada que enervará a los descerebrados que continúan esperando algo de Hollywood: Corey Cunningham (Rohan Campbell) es un muchacho que en 2019 trabaja de niñero en la casona de unos burgueses y mata accidentalmente a un purrete, Jeremy Allen (Jaxon Goldberg), después de que el chico lo dejase encerrado y el joven patease la puerta hasta empujar al mocoso de mierda desde lo alto de un balcón de una escalera interna, por ello es acusado de homicidio involuntario, eventualmente absuelto y tres años después, en 2022, aún se tiene que comer el basureo sistemático de toda la mini ciudad de turno del Estado de Illinois, Haddonfield, triste “oveja negra” que despierta el amor de Allyson, una enfermera que se quedó sin su madre por la masacre del opus previo y hoy por hoy vive con su abuela, a su vez reconvertida en escritora dedicada a sus memorias y preocupada por las tendencias revanchistas y el “camino oscuro” hacia el que se dirige Cunningham, quien pasa de simplemente querer abandonar Haddonfield con su noviecita a empezar a cargarse a todos los hijos de puta sádicos del pueblo una vez que se encuentra por casualidad con Michael, en pantalla literalmente viviendo en el sistema de drenaje y uniendo fuerzas con Corey para reventar a abusones, policías, vagabundos y compañeros de trabajo de la ninfa. A decir verdad lo único que funciona como es debido en Halloween Ends es -nuevamente- la música de sintetizadores ochentosos de Carpenter, su vástago Cody Carpenter y Daniel A. Davies, hijo del gran Dave Davies de The Kinks y ahijado de John, ya que las casi dos horas de duración se hacen insoportables y cualquier otra referencia al pasado resulta dolorosa y se siente debilitante en comparación cual osteoporosis artística crónica, desde las referencias al paso a The Thing (1982) y Hard Target (1993), de Carpenter y John Woo respectivamente, hasta las alusiones implícitas en el arco de desarrollo del personaje del eficaz Campbell, como la nombrada Psycho II -metamorfosis de victimario en recuperación a victimario consciente de por medio- o esa misma introducción que invierte el género sexual de la leyenda urbana de “la niñera y el hombre de arriba”, por cierto ya adaptada a la gran pantalla en Scream (1996), de Wes Craven, When a Stranger Calls (1979), de Fred Walton, y aquel opus primordial de 1978 que desencadenó esta catarata de continuaciones intercambiables en las que sólo se destacan las dos primeras con la curaduría de Carpenter, Halloween II (1981), de Rick Rosenthal, y Halloween III: Season of the Witch (1982), de Tommy Lee Wallace. Saturada de flashbacks innecesarios y diálogos reiterativos sobre los monstruos creados y esos otros que nacen así, Halloween Ends es un delirio total -y no de los buenos, los anarquistas- que pretende denunciar la hipocresía de una sociedad que juzga al otro sin mirarse al espejo en función de sus errores, debilidades y tendencias brutales…
Catedrales de la música No alcanza con decir que Ennio Morricone (1928-2020) fue el mejor compositor de música para cine de la historia porque el aporte del italiano va incluso más allá gracias al hecho de que sus trabajos, de unas belleza y complejidad dignas de una ópera, son prácticamente los únicos que resisten ser escuchados de manera independiente con respecto a las imágenes de las películas de turno, sean éstas las que sean, para colmo en muchísimas ocasiones sus catedrales de la música sobrepasan de tal manera a los films que las inspiraron que toda la experiencia puede resultar sutilmente -o muy- vergonzosa debido a directores y propuestas narrativas que no estuvieron a la altura de aquello que el maestro podía ofrecer en términos artísticos para el “acompañamiento” sonoro en cuestión. Responsable de los que quizás sean los cuatro mejores soundtracks del séptimo arte, los correspondientes a La Misión (The Mission, 1986), opus de Roland Joffé, y El Bueno, el Malo y el Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), Érase una vez en el Oeste (C’era una volta il West, 1968) y Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), todas de Sergio Leone, Morricone fue un compositor muy prolífico que trabajó para una catarata de luminarias que asimismo incluye a Giuseppe Tornatore, Gillo Pontecorvo, Roman Polanski, Pier Paolo Pasolini, Don Siegel, Sergio Corbucci, Henri Verneuil, Brian De Palma, Mauro Bolognini, Lucio Fulci, Warren Beatty, Lina Wertmüller, Pedro Almodóvar, Édouard Molinaro, Tinto Brass, Marco Bellocchio, Giuliano Montaldo, John Carpenter, Oliver Stone, Dario Argento, Bernardo Bertolucci, Quentin Tarantino, Damiano Damiani, Barry Levinson, Sergio Sollima, Mario Bava, Aldo Lado, John Boorman, Massimo Dallamano, Terrence Malick, Franco Zeffirelli, William Friedkin, Phil Joanou y los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, entre muchos otros. Morricone gozó de homenajes y premios de la más variada naturaleza aunque sinceramente faltaba un documental específico a toda pompa que cubriese su derrotero profesional de principio a fin, por ello mismo la llegada de Ennio (2021), de su amigo Tornatore, para quien musicalizó todos sus films entre Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, 1988) y Te Amaré Eternamente (La Corrispondenza, 2016), tiene un gusto innegable de justicia artística porque Giuseppe no se contiene para nada a escala pasional y/ o en materia de la profundidad del análisis histórico ofrecido y se aparece con un documental de 156 minutos fascinantes basados no sólo en toneladas de material de archivo y una edición prodigiosa sino también en una serie de entrevistas que el director realizó al compositor en la etapa final de su vida, por cierto optando por obviar cualquier referencia a su reciente muerte a la edad de 91 años con el objetivo implícito de reforzar esta idea que recorre por completo la propuesta biográfica, hablamos de la celebración de la obra del romano en su conjunto y de su carácter eminentemente eterno, de allí la ausencia de ese tono nostálgico/ melancólico/ necrológico de tantos convites semejantes y especialmente cuando aún está muy fresca la memoria de la desaparición física del honrado. Tornatore, por el contrario, edifica un retrato dinámico, arrebatador y muy efervescente que todo el tiempo pone en primer plano primero la facilidad del señor para la rauda composición de bandas sonoras, talento crucial para entregar sus más de 500 trabajos para el medio audiovisual en su trayectoria de seis décadas, y segundo la unificación en su persona y en su producción musical de las facetas experimental y tradicional en lo que hace a la composición y ejecución en sí, por un lado, y las consabidas música absoluta o pura y música programática o aplicada, por el otro lado. Ennio es una faena exhaustiva a más no poder y no deja tema/ tópico sin tocar, pensemos en su infancia durante el fascismo, la influencia de su padre trompetista, Mario Morricone, su seguidilla estudiantil de títulos vinculados a la trompeta, la armonía, la instrumentación y la composición, su apego hacia Goffredo Petrassi durante su etapa en el conservatorio y el resto de su vida, sus primeros pasos en la industria cultural como compositor y arreglador fantasma en radio, teatro y televisión, su poco conocida labor -por fuera de Italia- como un extraordinario arreglador para canciones pop sesentosas en la RCA Victor, sus comienzos en el cine bajo seudónimos como Dan Savio y Leo Nichols, su debut con su nombre real en El Federal (Il Federale, 1961), film de Luciano Salce, su reencuentro con un Leone que fue compañero de colegio suyo durante aquella infancia en ocasión de la revolucionaria Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), catalizadora de la llamada Trilogía del Dólar o del Hombre sin Nombre de El Bueno, el Malo y el Feo y Por unos Dólares más (Per Qualche Dollaro in più, 1965), su encasillamiento fugaz en el spaghetti western de los años 60 y 70, su vuelco sutil hacia el giallo y esa apertura internacional de las propuestas por venir, aquella participación entre 1964 y 1980 en el Grupo de Improvisación de Nueva Consonancia (Gruppo di Improvvisazione Nuova Consonanza), un colectivo avant-garde de músicos italianos inspirado en Karlheinz Stockhausen y John Cage, su “casi participación” como compositor en La Naranja Mecánica (A Clockwork Orange, 1971), del gran Stanley Kubrick, única película en la que le hubiese gustado intervenir aunque no pudo darse por su trabajo en Los Héroes de Mesa Verde (Giù la Testa, 1971), también del querido Leone, y por supuesto sus múltiples colaboraciones/ asociaciones con los realizadores mencionados. Tomando como pivotes a películas adicionales como por ejemplo Pajarracos y Pajaritos (Uccellacci e Uccellini, 1966), de Pasolini, El Clan de los Sicilianos (Le Clan des Siciliens, 1969), de Verneuil, Queimada (1969), de Pontecorvo, Los Caníbales (I Cannibali, 1970), de Liliana Cavani, Investigación sobre un Ciudadano Libre de Toda Sospecha (Indagine su un Cittadino al di Sopra di Ogni Sospetto, 1970), de Elio Petri, El Pájaro de las Plumas de Cristal (L’Uccello dalle Piume di Cristallo, 1970), de Argento, Sacco & Vanzetti (1971), de Montaldo, Allonsanfàn (1974), de los hermanos Taviani, Novecento (1976), de Bertolucci, El Desierto de los Tártaros (Il Deserto dei Tartari, 1976), joya de Valerio Zurlini, Días de Gloria (Days of Heaven, 1978), de Malick, Los Intocables (The Untouchables, 1987), de De Palma, Camino sin Retorno (U Turn, 1997), de Stone, Sostiene Pereira (1995), opus de Roberto Faenza, La Leyenda de 1900 (La Leggenda del Pianista sull’Oceano, 1998), del propio Tornatore, y Los 8 más Odiados (The Hateful Eight, 2015), de Tarantino, el film sopesa también la importancia de su afición por el ajedrez, constante analogía para con la férrea estructuración lógica de la música, y de sus colaboraciones con diversas orquestas y cantantes femeninas como Joan Baez o Dulce Pontes, en esencia exitosas actuaciones en vivo que compensaron el ninguneo conjunto de los barones de la “música culta” europea y de los Oscars, una estatuilla ya muy tardía de por medio por Los 8 más Odiados y un Oscar honorífico en 2007. Como aseverábamos con anterioridad, Ennio viene a corregir el faltante en el terreno de los homenajes cinematográficos hiper ambiciosos a la altura del legendario Morricone, aquí enaltecido por colegas como John Williams y Hans Zimmer y entronizado en general como una figura inmortal que ha llevado a las lágrimas a legiones de cinéfilos…
Algo horrible ocurrirá Sonríe (Smile, 2022), debut en el campo del largometraje de Parker Finn, es una película entretenida y bastante digna que no se condice del todo con lo que prometían los trailers genéricos y muy poco imaginativos del caso, éstos sinceramente uno de los peores males del cine de terror -y de otros géneros duros, como los thrillers y el suspenso- de las últimas décadas porque se la pasan saboteando cada una de las faenas que supuestamente venden adelantando elementos cruciales de la trama, “quemando” los principales puntos de tensión visual o directamente las mejores escenas y sobreexplicando el parentesco de la película en cuestión desde lo tácito y en muchas ocasiones lo explícito a toda pompa, no vaya a ser cosa que no quede en evidencia en esos escasos minutos la filiación concreta del film como producto que corresponde a determinada categoría, grupo o linaje, aquí la de los fantasmas/ entidades/ maldiciones/ espíritus/ criaturas sobrenaturales que van desde aquellos espectros vengadores o psicópatas “por amor al arte” del J-Horror de fines del Siglo XX y principios del siguiente hasta las condenas en secuencia de impronta etérea símil Final Destination (2000), opus de James Wong, esquema en el que lo espantoso que no se ve o que se insinúa debería ser tan importante como eso que queda en primer plano frente a los espectadores. Basada en un corto de Finn, Laura Hasn’t Slept (2020), trabajo también disfrutable que le debía mucho más a A Nightmare on Elm Street (1984), de Wes Craven, que a las clarísimas influencias de Sonríe, léase el acervo artístico en general de Mike Flanagan, la mencionada Final Destination, It Follows (2014), de David Robert Mitchell, y The Ring (2002), remake de Gore Verbinski del neoclásico de Hideo Nakata, Ringu (1998), la película se centra en Rose Cotter (Sosie Bacon, nada menos que la hija de Kevin Bacon y Kyra Sedgwick, en parte similar a Barbara Hershey pero sin su sex appeal), una psiquiatra que atestigua cómo la protagonista de Laura Hasn’t Slept, Laura Weaver (Caitlin Stasey), se suicida adelante de ella cortándose el cuello, lo que genera una rauda maldición en la que una entidad maligna provoca alucinaciones a la víctima tomando el rostro de gente a su alrededor, sonriendo sin cesar y llevando al pobre iluso a matarse justo luego de ser poseído a último momento. Por supuesto que a Cotter casi nadie le cree, ni su jefe ni su prometido ni su hermana mayor ni su terapeuta, aunque sí una ex pareja que trabaja en la policía, Joel (Kyle Gallner), con quien descubre que todos los suicidados tuvieron un testigo que sigue la estela funesta, la cual a su vez sólo puede cortarse cuando se asesina a alguien con un tercero observando. Finn no innova en nada y se excede en la duración aunque sabe apuntalar la idea de que algo horrible ocurrirá y trabaja muy bien la puesta en escena con paciencia y jump scares sutiles y elegantes, además logra una actuación excelente de Bacon, aprovecha el latiguillo irónico de nuestra psiquiatra cayendo en la locura, nos regala un monstruo sin rostro y bien desarrollado y mantiene un tono narrativo severo que le permite explorar clichés del horror que asimismo son temáticas importantes en la vida de cualquiera, pensemos en la tragedia, la histeria, la investigación, el acoso, el ninguneo social, la soledad, la disyuntiva moral, el apego, la solidaridad y la batalla final con aquello tan temido o quizás evitado. El director y guionista también se hace un festín con otros dos de los estereotipos paradigmáticos del terror inmaterial, primero la confusión entre realidad y ficción, aquí mediante una Cotter que incluso parece haber matado a su gatito Mustache y haberlo envuelto como regalo para su sobrino, y segundo el trauma como alimento del mal y eje del contagio, todo en función de una Rose que dejó morir de sobredosis a su madre (Dora Kiss), mujer abusiva que se fue degradando mentalmente y que quedó al cuidado de una versión infantil de la protagonista (Meghan Brown Pratt) porque su hermana Holly (Gillian Zinser) abandonó la casa familiar. Si la pensamos en términos del terror reciente, Sonríe cae por debajo de otras propuestas interesantes como Barbarian (2022), de Zach Cregger, Pearl (2022), de Ti West, Nope (2022), de Jordan Peele, Speak No Evil (2022), de Christian Tafdrup, Men (2022), de Alex Garland, Prey (2022), de Dan Trachtenberg, The Black Phone (2021), de Scott Derrickson, y The Innocents (De Uskyldige, 2021), de Eskil Vogt, emparda a películas como Hellraiser (2022), de David Bruckner, Orphan: First Kill (2022), de William Brent Bell, y Beast (2022), de Baltasar Kormákur, y supera a productos muy decepcionantes como Deadstream (2022), de Joseph y Vanessa Winter, Bodies Bodies Bodies (2022), bazofia de Halina Reijn, Significant Other (2022), de Dan Berk y Robert Olsen, Watcher (2022), de Chloe Okuno, The Invitation (2022), mamarracho de Jessica M. Thompson, House of Darkness (2022), de Neil LaBute, Mr. Harrigan’s Phone (2022), de John Lee Hancock, y Jeepers Creepers: Reborn (2022), enorme basura de Timo Vuorensola. Espiritualmente cercana al horror por Internet, ese que va desde Slender Man (2018), de Sylvain White, pasa por Host (2020), de Rob Savage, y llega a Grimcutty (2022), de John Ross, Sonríe sobrepasa a esos bodrios y sin ser precisamente una joya por lo menos atrapa desde el inicio y no suelta a su público…
Un horrible monstruo con peluca “Hay un horrible monstruo con peluca Que es dueño en parte de esta ciudad de locos Hace que baila con la banda en la ruta Pero en verdad les roba el oro Y les da unas prostitutas…” Superhéroes (1982), de Charly García Que el grueso del cine contemporáneo no entusiasma a casi nadie -salvo a los imberbes, los más ingenuos y los lobotomizados por el capitalismo cultural planetario- y apenas si genera curiosidad en algunos casos muy específicos es una verdad de Perogrullo que sinceramente puede trasladarse sin problemas a Argentina, 1985 (2022), de Santiago Mitre, una película que si no analizase lo que analiza, léase el Juicio a las Juntas de 1985 después de la última dictadura cívico militar del país, el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983), podría interpretarse como un thriller correcto y no mucho más de cadencia ochentosa o noventosa, de esos que inundaban el mercado por entonces aunque ahora con la característica excluyente -o si se quiere, el sello por antonomasia- de la globalización uniformizadora que vuelca casi todos los productos audiovisuales del mercado actual hacia el campo de lo hollywoodense baladí, anodino o cuasi tontuelo, terreno que anhela “relajar” la tensión acumulada por el relato a pesar de que el desfasaje resulte evidente. En vez de aplicar el querido molde del thriller testimonial severo, ese que va desde Gillo Pontecorvo y Costa-Gavras, pasa por Alan J. Pakula y Oliver Stone y llega a Paul Greengrass y Michael Winterbottom, Mitre y su coguionista de turno, el soporífero Mariano Llinás, recuperan el clasicismo estadounidense más previsible y desabrido -todo con toques de comedia poco afortunada- para retratar desde cierta tibieza narrativa una época muy compleja, jugada que por supuesto tiene que ver con esa estandarización y pauperización discursiva a la que nos referíamos con anterioridad y que en el presente está muy vinculada al lenguaje de los servicios de streaming y el condicionamiento que éste genera en un público y una crítica de lo más conservadoras e ignorantes, siempre tendientes a homologar al séptimo arte en su conjunto a un molde retórico concreto, el norteamericano del mainstream más liviano y antiintelectual, como si no existiesen alternativas posibles o válidas a lo largo de la historia de los dos medios involucrados y amalgamados en cuestión, la televisión y la gran pantalla. Mitre, un cineasta talentoso pero errático como muchos de su generación y el Siglo XXI, honestamente se fue desinflando con el transcurso de los años ya que luego de la antología El Amor: Primera Parte (2005), codirigida junto a Alejandro Fadel, Martín Mauregui y Juan Schnitman, la excelente El Estudiante (2011), su primer largometraje en soledad y un estudio acerca de un dirigente universitario desde la inocencia hasta el maquiavelismo con dejo pragmático, prometía una carrera venidera brillante aunque el asunto terminó en saco roto porque tanto La Patota (2015) como Pequeña Flor (2022) fueron faenas demasiado decepcionantes y sólo La Cordillera (2017) logró retomar la calidad de su ópera prima, en esta ocasión retratando a un presidente -en un encuentro sudamericano para la creación de una alianza petrolera- que debía evitar que salga a la luz un hecho de corrupción que lo tenía como protagonista, amén de miserias y detalles familiares varios que interconectaban lo público y lo privado como suele suceder en los escandaletes de las democracias farsescas y maniatadas por los lobistas económicos, mediáticos, empresarios y financieros de hoy en día, de hecho los esperpentos que terminan ganando las elecciones en el nuevo milenio. Con Argentina, 1985 se cierra la trilogía política de Mitre de El Estudiante y La Cordillera mediante una película que es ambiciosa para el cine contemporáneo aunque trasnochada y algo pobretona si se la piensa desde lo tardío de su llegada, casi cuatro décadas después de los acontecimientos, y desde el mismo acervo cultural de la primavera democrática de los 80, esa que exploró de manera directa e indirecta el genocidio, la represión y el terrorismo de Estado en general encarados por los militares y la policía a través del exploitation de La Noche de los Lápices (1986), de Héctor Olivera, la fábula melodramática de Camila (1984), de María Luisa Bemberg, y la tragedia de La Historia Oficial (1985), de Luis Puenzo, amén de la impronta premonitoria de las superiores y previas La Parte del León (1978), Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982), todas joyas de Adolfo Aristarain. Argentina, 1985, obra como aseverábamos de cadencia festivalera light/ para el mercado internacional que podría haber sido mucho mejor pero que también corría el riesgo de ser mucho peor de lo que finalmente resultó, reincide en todos los clichés esperables del caso, por un lado los históricos y por el otro lado los formales o discursivos correspondientes a las exigencias estandarizadoras del streaming de cabecera, Amazon Prime Video, y al triste conservadurismo de estos cineastas actuales: los fiscales Julio Strassera (Ricardo Darín), quien no levantó un dedo por los desaparecidos durante el transcurso de la dictadura, y Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani), miembro de un clan mafioso oligarca con claros vínculos castrenses, se dedican a recopilar la información y los testimonios ya existentes en el Nunca Más, el informe de 1984 de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas que fue presidida por el payaso de Ernesto Sabato, quien pretendiendo condenar la violencia política de los 70 terminó pariendo la Teoría de los Dos Demonios o autojustificación de los fascistas para reprimir a cualquiera que ose criticar al monstruoso gobierno -o militar en su contra- y para imaginar enemigos por todos lados, prototípica reacción de los psicópatas de las familias patricias del capitalismo y sus esbirros de las Fuerzas Armadas, esos mismos que se la pasaron amenazando al equipo de jóvenes abogados armado por los dos fiscales con Strassera al mando, en pantalla eje de pasos de comedia bastante tarada que involucra las entrevistas laborales de la muchachada y el fluir de la parentela del personaje del genial Darín, hablamos de una esposa que parece que se las sabe todas, una hija púber y seudo rebelde que se acuesta con un hombre mayor y casado y un purrete preadolescente muy avispado que admira y se identifica con el padre y su misión, ésta encargada por el imbécil del presidente Raúl Alfonsín, un cobarde total que no quería llevar adelante el juicio en un tribunal civil y que sólo accedió ante la presión de las organizaciones de derechos humanos como por ejemplo Madres de Plaza de Mayo, de la torturada y asesinada Azucena Villaflor. Casi sin mención alguna a las leyes de impunidad del Estado Argentino y la lacra peronista y radical, la Ley 23.492 de Punto Final de 1986 y la Ley 23.521 de Obediencia Debida de 1987, ambas de Alfonsín, y los nefastos indultos a militares de 1989 y 1990 del también excrementicio Carlos Menem, todas decisiones que serían revertidas entre 2003 y 2006, la película a rasgos generales apuesta por el armazón narrativo del thriller judicial con algunos mini chispazos de suspenso de anclaje lejanamente hitchcockiano/ clouzotiano/ depalmiano basados en la amedrentación sistemática de los testigos, los investigadores/ compiladores y sobre todo ese Moreno Ocampo del eficaz Lanzani, a quien los energúmenos de la fauna marcial hacen seguir en la calle y los palacios de justicia. Lo mejor de Argentina, 1985 no pasa precisamente por sus redundancias y su poca imaginación, una que a veces le impide aprovechar en serio las situaciones planteadas sin caer en lugares comunes o baches en el desarrollo, sino por detalles variopintos y encomiables como la denuncia del hoy olvidado Bernardo Neustadt (Pepe Arias), un periodista televisivo que utilizaba a la magistral Fuga y Misterio (1968), de Astor Piazzolla, como cortina musical de su programa Tiempo Nuevo, en tanto lacayo al servicio de todos los golpes militares filofascistas de Argentina de la segunda mitad del Siglo XX, o el retrato de los chupasangres legales como una aristocracia acomodaticia y mediocre que tiene al presidente del tribunal del Juicio a las Juntas, León Carlos Arslanián (Carlos Portaluppi), como representante máximo, quien luego iría a parar al gobierno de Menem como ministro de justicia. Más pedagógica y rutinaria que en verdad interesante, Argentina, 1985 por lo menos incluye temazos como Inconsciente Colectivo (1982), de Charly García, y Lunes por la Madrugada e Himno de mi Corazón, ambos de 1985 y de Los Abuelos de la Nada, subraya la complicidad popular por miedo o adhesión y escenifica un proceso símil los Juicios de Núremberg de 1945 y 1946 que no fue duplicado por España luego del franquismo ni por Chile después del régimen de Augusto Pinochet…
Una villana como antiheroína Desde ya que se veía venir a kilómetros de distancia que la sutileza y aquel terror gótico de La Huérfana (Orphan, 2009), del realizador catalán Jaume Collet-Serra, desaparecerían en ocasión de su demorada continuación, en este caso una precuela, La Huérfana: El Origen (Orphan: First Kill, 2022), a cargo del norteamericano William Brent Bell, no tanto por la insistente mediocridad del susodicho sino por el simple hecho de que sería fundamental intentar “otra cosa” debido a que la sorpresa de antaño se evaporó, nos referimos a aquella magistral revelación del opus original de que Esther (Isabelle Fuhrman), la dulce huerfanita rusa de nueve años que había adoptado el ingenuo matrimonio de John (Peter Sarsgaard) y Katherine Coleman (Vera Farmiga), en realidad es una mujer llamada Leena Klammer de 33 años proveniente de Estonia que padece hipopituitarismo, un trastorno hormonal que atrofió su crecimiento físico y le provocó un enanismo proporcional al punto de que le sirvió de camuflaje para cometer robos y la friolera de siete asesinatos probados, incluida toda la familia previa que la adoptó mientras simulaba ser una niñita. La decisión del mainstream yanqui de viajar hacia el pasado tiene que ver con el desenlace del estupendo trabajo de Collet-Serra, cuando el personaje de Farmiga mataba a Esther/ Leena, dejándole todo servido a los productores de turno para que retomen la fase iniciática del derrotero psicótico de la ninfa haciendo énfasis en esa parentela aludida en la obra del 2009, aquella que le regala la falsa identidad desde el vamos, los Albright, unos ricachones del Estado de Connecticut que denunciaron la desaparición de la tal Esther Albright cuatro años atrás. El vuelco del guión de David Coggeshall, basado a su vez en una trama original de Alex Mace y David Leslie Johnson-McGoldrick, aquellos responsables de la historia del convite original, está orientado hacia lo camp tácito/ no explícito y una conjunción en cuanto al tono general entre el cine de terror ochentoso y las faenas de la Hammer Productions, amén de recurrir a latiguillos infaltables del ecosistema de las secuelas como por ejemplo deslizar el foco de interés desde las víctimas, los burguesitos de turno que tienen la desafortunada suerte de cruzarse con la señorita, hacia la propia estafadora, homicida y experta en la manipulación, o el ardid narrativo de reconvertirla en una especie de antiheroína a fuerza de situar a su alrededor personajes repugnantes en serio que por supuesto son los privilegiados blancos promedio que se piensan que pueden salir impunes de cualquier cosa, secundarios que sirven para comparar la soberbia del clasismo contemporáneo con la eterna gesta de supervivencia de la “no mocosa” -a la que hoy acompañamos en cada uno de sus pasos- en pos de no ser descubierta, arrestada y aquí hasta asesinada en plan de tapar evidencia de crímenes anteriores. Leena arranca la historia estando confinada a un instituto psiquiátrico de Estonia en 2007 y logrando escapar del lugar para pronto hacerse pasar en Rusia por Esther, cuya foto como desaparecida está on line. Los progenitores de la nena son Tricia (Julia Stiles) y el pintor Allen Albright (Rossif Sutherland, hijo de Donald), una pareja que asimismo tiene otro hijo, el adolescente Gunnar (Matthew Finlan), y que la acepta como su hija perdida sin demasiadas preguntas dentro de su bella mansión en Darien, Connecticut. La Huérfana: El Origen es más exagerada e incoherente que la epopeya previa aunque igual de entretenida y dinámica, proeza que no es menor porque el modesto suspenso se mantiene en todo momento y supera escollos como el detalle de que las autoridades rusas y norteamericanas jamás se molestan en tomarle las huellas a la chiflada para comprobar su identidad hasta que finalmente lo hace -y para colmo a escondidas- el que fuera el detective encargado de encontrar a la purreta perdida, Donnan (Hiro Kanagawa), el cual termina acuchillado y con balazos luego de robar un disco de vinilo de The Glory of Love (1964), de Jimmy Durante, que fue toqueteado por la muchacha. Es a partir de esta secuencia, la del asesinato del oficial asiático, que el film se pone mucho más interesante porque abandona el recurso de duplicar el periplo del primer film en formato de slasher para abrazar, en cambio, un desvarío sutil pero bastante socarrón -considerando el nivel mojigato/ pulcro/ conservador estándar del cine actual- a través de la rauda demonización de Tricia y de su vástago mayor, ambos cómplices en eso de hacer desaparecer el cadáver de la verdadera Esther después de que el segundo la matase en un arrebato sádico en circunstancias nunca aclaradas del todo. Así como la realización retoma el trasfondo pedófilo e incestuoso de antaño, hoy nuevamente mediante la fascinación de Leena con el macho de la casa, Allen, en esta ocasión resulta bienvenida la idea de convertir a Tricia en una arpía que le refriega en la cara a Klammer que ella sí puede tener sexo con el hombre y al púber en un engendro que la discrimina por su enfermedad y su quid de inmigrante, fugitiva y paciente mental. Vale aclarar que si la faena llega a buen puerto se debe mucho más a la excelente labor de Fuhrman, la cual viene de la estupenda La Novata (The Novice, 2021), ópera prima de Lauren Hadaway, actriz que es reemplazada en las tomas de espaldas y desde lejos por dos dobles, Kennedy Irwin y Sadie Lee, que al desempeño apenas correcto de Bell, quien junto a su director de fotografía, Karim Hussain, exagera la luminosidad y los filtros nebulosos a lo largo del metraje, herramienta visual -propia de una realidad trastocada- que bien podría haberse relegado a las escenas introductorias en el manicomio de Estonia. Incluso con su inoperancia habitual y falta de ideas a escala discursiva, lo hecho por el realizador en La Huérfana: El Origen, un supuesto especialista en terror que no pasa del nivel de los otros mercenarios sin talento detrás de cámaras de hoy en día, le alcanza para empardar a la que hasta este momento había sido la única propuesta digna de toda su trayectoria, El Niño (The Boy, 2016), ya que el resto de su producción artística deja bastante que desear, recordemos las lamentables Sobreviviendo (Stay Alive, 2006), Con el Diablo Adentro (The Devil Inside, 2012), Inhumano: La Leyenda Renace (Wer, 2013), Brahms: El Niño II (Brahms: The Boy II, 2020) y Oscura Separación (Separation, 2021), un bodrio más insufrible que el otro. Se hace muy evidente que el perfil alto del opus que nos ocupa -y las expectativas acumuladas por los trece años transcurridos- obligaron a los involucrados a no decepcionar al público y construir un producto ameno que por supuesto no consigue sustituir la sorpresa del pasado con la sorpresa del presente aunque por lo menos se esmera y sabe delirar con elegancia…
Metros cuadrados en zona marginal Bárbaro (Barbarian, 2022), de Zach Cregger, por cierto una película más que interesante para el paupérrimo promedio del terror contemporáneo anglosajón y el séptimo arte en general, ejemplifica muy bien los problemas que tienen los cineastas de hoy en día a la hora de entregarnos una obra de horror eficaz sin caer en estereotipos, jumpscares, redundancias discursivas, recursos explotados hasta el hartazgo y especialmente pasos de comedia, este último el gran latiguillo al que recurre el director y guionista llegando el desenlace luego de un desarrollo mayormente volcado a la circunspección y a reflexiones varias alrededor de la gentrificación posmoderna, la desidia gubernamental, las apps de homestay o alojamiento entre particulares, la paranoia femenina con respecto a los machos, la estupidez masculina intrínseca, los coletazos del caso de Harvey Weinstein, el costado a veces un poco tétrico de los suburbios y sobre todo el declive terminal de muchas zonas de Detroit, en el Estado de Míchigan, metrópoli que supo ser cuna ineludible de la industria automotriz a mediados del Siglo XX para luego derrapar hacia el vacío por un conjunto de factores que incluyen las fusiones empresariales, el oligopolio, la precarización y los despidos de empleados, la competencia extranjera, la dispersión urbana y el declive en el tendido y la cobertura del transporte público. Pudiendo haber sido mucho mejor, Bárbaro se queda en un excelente planteo retórico inicial y algunas sorpresas esporádicas de su accidentado desarrollo que a medida que avanza el metraje se hunden en las lagunas del argumento, un andamiaje bien caprichoso por capítulos homologados a personajes y/ o fetiches conceptuales -arquitectura muy deudora de esa tradición que va desde Rashômon (1950), de Akira Kurosawa, hasta Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994), de Quentin Tarantino- y un remate de idiosincrasia autoparódica que borra con el codo lo que se escribió con la mano aunque sin empañar del todo los éxitos del relato y hasta de un prisma ideológico heterodoxo y sutilmente delirante. En esencia retomando mucho de La Gente Detrás de las Paredes (The People Under the Stairs, 1991), gran clásico freak y ampuloso del querido Wes Craven, y toda la estela de realizaciones semejantes sobre el ardid “inquilinos indeseados, okupas del espanto, amigos de los pasillos sin declarar en los planos o simples desesperados ocultándose detrás de los muros de esta o de aquella residencia”, una tradición que nace con la recordada Bad Ronald (1974), de Buzz Kulik, y abarca Flores en el Ático (Flowers in the Attic, 1987), de Jeffrey Bloom, Los Otros (The Others, 2001), opus de Alejandro Amenábar, El Habitante Incierto (2004), de Guillem Morales, Mientras Duermes (2011), de Jaume Balagueró, El Niño (The Boy, 2016), de William Brent Bell, y Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, el tercer film de Cregger, un actor transformado en director que viene de dos comedias bastante mediocres, Miss Marzo (Miss March, 2009) y La Guerra Civil contra las Drogas (The Civil War on Drugs, 2011), arranca con un catalizador hitchcockiano en su acepción hogareña a lo Mike Flanagan, a posteriori se vuelca a una especie de antropología visceral símil Ari Aster, Jennifer Kent o Robert Eggers y finiquita en la comarca del gesto o pastiche jocoso tarantinesco o quizás cercano al indie de los hermanos Joel y Ethan Coen, dúo que también tuvo de discípulos a Jordan Peele, Jeremy Saulnier, Sean Byrne y Ti West, entre otros: Tess Marshall (Georgina Campbell) llega a Detroit por una entrevista de trabajo para un documental sobre músicos de jazz y descubre que su alojamiento vía Airbnb ya está ocupado por otra persona, Keith Toshko (Bill Skarsgård), quien la invita a quedarse y le insiste para que la chica acepte a pesar de su desconfianza patológica, una experiencia que resulta placentera hasta que al día siguiente Marshall descubre cosillas raras en el sótano de la propiedad como un cuarto con una cámara y una cama rústica y un pasadizo secreto que conduce hacia una serie de túneles muy lúgubres que parecen haber servido de mazmorras. Como aseverábamos con anterioridad, Bárbaro está subdividida en cuatro partes que se corresponden a la perspectiva primigenia de Tess, la de A.J. Gilbride (Justin Long), un actor acusado de violación por una colega que debe vender sus propiedades en alquiler para pagar los honorarios de su abogado y así se ve enredado en el hogar de turno, y la de Frank (Richard Brake), un asesino en serie que a principios de la década del 80 -mínimo flashback de por medio- gustaba de secuestrar mujeres, violarlas, registrar todo en video y tener hijos con ellas, siendo el último episodio el momento en el que terminan de confluir todos los personajes en una misma y tétrica situación porque Marshall descubre en el sótano a La Madre (Matthew Patrick Davis), una mujer tenebrosa símil la Niña Medeiros (Javier Botet) de la saga iniciada con Rec (2007), de la dupla de Balagueró y Paco Plaza, y así después del reglamentario asesinato de Keith arriba al lugar un A.J. cuya única preocupación es calcular los metros cuadrados adicionales que representa el laberinto subterráneo de la edificación, donde aún reside un frágil Frank que despierta miedo en La Madre ya que la susodicha es producto de una endogamia de décadas con las pobres cautivas del psicópata y sus hijas, como bien nos informa el infaltable “agente externo” del saber, en este caso un vagabundo negro que advierte en vano a una Tess que como buena parte de los burgueses se maneja exclusivamente por prejuicios y estigmatizaciones burdas, André (Jaymes Butler). El marco minimalista del comienzo se da la mano con la ausencia de gore profuso y cierta timidez a la hora de mostrar el calvario de las raptadas por Frank o las víctimas de La Madre, quien anda por ahí confundiendo a los que caen en esta residencia de un triste barrio de Detroit con vástagos suyos, un detalle jamás aclarado por la trama porque podría deducirse que es Frank el que atrajo a Marshall y Toshko aunque el loquito se está muriendo en la oscuridad más precaria y cuando reaparece muy pronto se pega un tiro, dejando el asunto en un limbo. Desde el instante en el que Tess recibe un disparo accidental de parte de A.J., ambos salen de la casa en cuestión y después La Madre le arranca un brazo a André para de inmediato matarlo a golpes con su propia extremidad, la historia cae demasiado en el absurdo pueril y el guión de Cregger tiende al trazo grueso, en especial porque se subraya aquel trasfondo maquiavélico -hasta ese momento en duda- de Gilbride, quien intenta salvarse a sí mismo utilizando a la desconcertada Marshall, amén del inteligente uso en los créditos finales de Be My Baby (1963), joya de The Ronettes escrita y producida por Phil Spector que refuerza a pura ironía la maternidad patética aunque sincera y abnegada de la horripilante criatura en la piel de Davis. El personaje de Campbell, actriz de largo derrotero televisivo que trabajó poco en cine, efectivamente resulta algo antipático como heroína porque representa a cierta fémina boba actual que se siente perseguida por tarados de corazón blando como el Keith de Skarsgård, éste famoso por componer a Pennywise en It (2017) e It: Capítulo Dos (It: Chapter Two, 2019), ambas de Andy Muschietti, y no puede identificar a las verdaderas amenazas, aquí sintetizadas no tanto en La Madre y/ o Frank -cortesía de la pusilanimidad señalada de Cregger a la hora de describir un horror real, léase las violaciones, la crueldad y el encierro- sino en el esperpéntico Gilbride del genial Long, quien acumula los mejores momentos de la propuesta en cuanto a risas y continúa pasándola muy mal porque aquí La Madre pretende amamantarlo y luego le clava las uñas en sus ojos, destino funesto que se suma al suyo en Jeepers Creepers (2001), de Victor Salva, también sin ojitos, Tusk (2014), de Kevin Smith, metamorfoseado en una gran morsa, y House of Darkness (2022), de Neil LaBute, engullido vivo por tres lindas vampiresas. Esta fábula chueca pero adictiva sobre las sorpresas detrás de esos metros cuadrados en una zona marginal no llega a la cima que podría haber alcanzado si se hubiese tomado en serio a sí misma y extremado su planteo…
Emboscada por la fantasía Tres Mil Años Esperándote (Three Thousand Years of Longing, 2022), la última película del querido George Miller, es un trabajo un tanto agridulce porque se engloba en el gremio de muchas otras realizaciones similares que han tratado desde la fantasía los tópicos del amor entre los seres humanos, la melancolía que las experiencias vividas dejan en la mente y el placer que generan los relatos cual sustrato visceral del alma que reclama ficciones aleccionadoras o por lo menos ilustrativas de la realidad que nos rodea, pulsión de ansias narrativas que se remonta a la infancia de los sujetos, su siempre accidentada educación y los primeros contactos en general con un mundo que ya nos vino formateado así como está y nosotros no elegimos. Al igual que Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987), Un Milagro para Lorenzo (Lorenzo’s Oil, 1992), Babe: El Chanchito en la Ciudad (Babe: Pig in the City, 1998), Happy Feet (2006) y Happy Feet 2 (Happy Feet Two, 2011), amén del episodio Pesadilla a 20.000 Pies (Nightmare at 20.000 Feet) de la propuesta colectiva Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), codirigida junto a Joe Dante, Steven Spielberg y John Landis, adaptación de la mítica serie de TV de Rod Serling, La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), a Tres Mil Años Esperándote le toca la incómoda condición de ser un “no capítulo” de la saga que llevó al poco prolífico director y guionista australiano a la fama, aquella de Mad Max (1979), Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981), Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max: Beyond Thunderdome, 1985) y Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, 2015), y asimismo se puede aseverar que se ubica al mismo nivel de Happy Feet 2 como la más floja de la producción artística de Miller, lo que tampoco es del todo negativo porque la mediocridad del señor es el buen nivel de la gran mayoría de sus colegas contemporáneos filmando en el espantoso mainstream anglosajón. El guión de Miller y Augusta Gore, basado en el cuento El Djinn en el Ojo del Ruiseñor (The Djinn in the Nightingale’s Eye, 1994), de A.S. Byatt, escritora británica que ya había sido adaptada vía las olvidables Ángeles e Insectos (Angels and Insects, 1995), de Philip Haas, y Posesión (Possession, 2002), de Neil LaBute, comienza con el viaje a Estambul de una narratóloga inglesa, solitaria y delirante, Alithea Binnie (Tilda Swinton), para dar una conferencia invitada por el Profesor Günhan (Erdil Yasaroglu), lo que genera algunos momentos un tanto bizarros porque la mujer suele experimentar alucinaciones alrededor de figuras demoníacas que la protagonista interpreta como “emboscadas” a instancias de su imaginación para que se mantenga alerta y no sea complaciente. Recorriendo un bazar de la ciudad Alithea encuentra una botella antigua que eventualmente destapa en su habitación de hotel y así libera a un Djinn (el perfecto Idris Elba) que se ofrece a concederle tres deseos, regalo que interpreta con desconfianza conociendo que casi todas las historias semejantes derivan en tragedia y una moraleja precautoria. Para convencerla de su honor y sus buenas intenciones, el genio le narra tres episodios que lo tuvieron como eje y que lo dejaron en su posición actual, primero su amor por la Reina de Saba (Aamito Lagum) y cómo terminó preso por la intervención de otro pretendiente, el célebre Rey Salomón (Nicolas Mouawad), segundo su breve vínculo con Gülten (Ece Yüksel), una esclava enamorada de Mustafá (Matteo Bocelli), el cual a su vez es asesinado por su padre, Solimán el Magnífico (Lachy Hulme), para así condenar al Djinn al presidio de su botella porque la ninfa embarazada también perece y los príncipes/ sultanes descendientes, Murad IV (Ogulcan Arman Uslu) e Ibrahim I (Jack Braddy), no ayudan demasiado, y tercero la historia romántica del genio con Zefir (Burcu Gölgedar), la esposa de un rico mercader a la que le brinda conocimientos frondosos y de la que no deseaba separarse, provocando que la fémina se sienta “atrapada”. El director en todo momento mantiene el tono narrativo en la frontera entre una algarabía surrealista sutilmente grotesca y el drama nostálgico del corazón por un destino funesto que parece mofarse de las intenciones románticas del genio y sus ansias de lograr que cada humano que destapa las diferentes botellas/ prisiones logre -o se decida en serio a- pedir los tres deseos reglamentarios para liberarlo de su maldición y poder regresar al Reino de los Djinn, planteo que nos deja con una mixtura -a priori chiflada pero luego coherente- del hambre de ensoñaciones diurnas de The Fall (2006), de Tarsem Singh, esa gratificación que generan los relatos digna de la Trilogía de la Imaginación de Terry Gilliam, léase Bandidos del Tiempo (Time Bandits, 1981), Brazil (1985) y Las Aventuras del Barón Munchausen (The Adventures of Baron Munchausen, 1988), aquella estructura del cuento de hadas dentro del cuento de hadas de films como La Historia sin Fin (Die Unendliche Geschichte, 1984), de Wolfgang Petersen, En Compañía de Lobos (The Company of Wolves, 1984), de Neil Jordan, La Princesa Prometida (The Princess Bride, 1987), de Rob Reiner, o la gran precursora del formato en cuestión, El Manuscrito Encontrado en Zaragoza (Rekopis Znaleziony w Saragossie, 1965), del cineasta polaco Wojciech Has, y finalmente algo del romanticismo onírico, alucinado y/ o de ciencia ficción de propuestas variopintas de influjo filosófico extasiado de principios del Siglo XXI como por ejemplo La Fuente de la Vida (The Fountain, 2006), de Darren Aronofsky, La Ciencia del Sueño (La Science des Rêves, 2006), de Michel Gondry, Todas las Vidas, mi Vida (Synecdoche, New York, 2008), de Charlie Kaufman, Sr. Nadie (Mr. Nobody, 2009), de Jaco Van Dormael, y Ella (Her, 2013), de Spike Jonze, a lo que se suma una ampulosidad ochentosa de propia cosecha símil Las Brujas de Eastwick y esas moralejas de Happy Feet y Babe: El Chanchito en la Ciudad, continuación de Babe, el Chanchito Valiente (Babe, 1995), escrita y producida por Miller. Ahora bien, el problema fundamental de Tres Mil Años Esperándote pasa por el carácter anodino y poco simpático -tendiente a lo repetitivo o redundante- de Alithea, un personaje que hace las veces del burgués aburrido, paranoico, abúlico y falto de ambiciones más allá de respetar minuciosamente sus rutinas o seguir los rituales de su trabajo o profesión: la criatura de Swinton, quien por cierto está perfecta en lo suyo y hace lo que se le pide, por un lado está bien insertada en la historia como narradora a lo Scheherezade en Las Mil y una Noches (Alf Layla Wa-layla, Siglo IX), en esencia invirtiendo aquella movida del texto de Medio Oriente porque ella en pantalla es oyente aunque oficia de reproductora formal de los relatos del genio para nosotros porque nos narra la película, y por el otro lado no sirve al cien por ciento para ofrecer un desenlace satisfactorio porque el cuento tácito final, ese que la tiene de protagonista principal una vez que le exige al Djinn que ambos se enamoren al sentirse “tocada” por su devoción hacia la Reina de Saba y Zefir, es bastante flojo ya que se ven venir a kilómetros de distancia los dos giros moralizadores cuando la pareja viaja a la morada de ella en Londres, hablamos primero de una posmodernidad de triste dependencia tecnológica que enferma al genio, a raíz de las constantes transmisiones satelitales de la metrópoli que atentan contra su fisiología fantástica, y segundo del marco de por sí forzado, caprichoso y patético del supuesto afecto entre ambos, no surgido de una convivencia o una atracción o siquiera una “química” natural sino producto del deseo de Binnie, movida que desde ya enfatiza la ausencia de paciencia, sabiduría y mesura de nuestra contemporaneidad por un hedonismo que entroniza a los antojos y a la voluntad individual automatizada como los únicos horizontes válidos a la hora de relacionarse con el prójimo. Si bien esta denuncia de la autoindulgencia y saturación informativa resulta interesante, el apenas correcto opus de Miller no logra despegarse del todo de diversas odiseas semejantes y mucho mejores…
Sobreviviendo en la marisma La Chica Salvaje (Where the Crawdads Sing, 2022), segunda propuesta de la directora norteamericana Olivia Newman luego de la mediocre First Match (2018), es el típico producto que por un lado es festejado por el público, porque de hecho llena un espacio que el horrendo mainstream contemporáneo ya ni se molesta en cuidar, el de los melodramas adultos femeninos, y por el otro lado atacado por la prensa, tanto el segmento de las momias impotentes o menopáusicas como el de los tarados de menor edad, dos gremios igual de oligofrénicos y superficiales que sólo aceptan el relato hollywoodense más esquemático y desideologizado como supuesto “estándar” del séptimo arte, resabio del antiintelectualismo del Siglo XXI. Más cerca del melodrama de triángulo amoroso más ancestral que de la corrección política castrada de hoy en día y toda esa mierda woke de cartón pintado que se cree de izquierda, el film de Newman gira alrededor de una mártir femenina e infantil que fue traicionada por igual por las hembras y los machos, Kya Clark (Jojo Regina de niña y Daisy Edgar-Jones ya como adulta), hija menor de una familia menesterosa que vive en una casa precaria de los pantanos cercanos al pueblo de Barkley Cove, en el Estado de Carolina del Norte, y que en 1953 se queda sola a los siete años de edad porque su madre (Ahna O’Reilly) y sus cuatro hermanos abandonan progresivamente la residencia debido a las palizas del patriarca (Garret Dillahunt), un sujeto muy violento e inestable que asimismo se marcha de repente y así construye a nuestra mocosa indómita. El guión de Lucy Alibar, aquella de La Niña del Sur Salvaje (Beasts of the Southern Wild, 2012), de Benh Zeitlin, y Troop Zero (2019), de Amber Templemore-Finlayson y Katie Ellwood alias Bert y Bertie, sigue de cerca la novela original homónima del 2018 de Delia Owens, un bestseller que también combinaba en primera instancia la vida de Clark y su relación cuando adolescente con dos jóvenes, el ultra bonachón Tate Walker (Taylor John Smith) y el excremento con patas Chase Andrews (Harris Dickinson), y en segundo lugar la investigación por la misteriosa muerte del segundo en 1969 mediante una caída desde una torre de vigilancia contra incendios, lo que genera que Kya se convierta en la principal sospechosa porque fue escuchada amenazándolo de muerte si seguía acosándola luego de que la chica, una pescadora de mejillones, decidiese romper el vínculo romántico cuando descubre que Andrews, un playboy y estrella local de fútbol americano, está comprometido con otra ninfa, una burguesa soberbia y basureadora como él. Si bien el Sheriff Jackson (Bill Kelly) piensa que Clark, apodada “la chica del pantano” por los habitantes de Barkley Cove, es de hecho una homicida a sangre fría, un abogado de la zona, Tom Milton (el inoxidable David Strathairn), la defiende en un juicio en el que todos parecen prejuzgarla por años y años de marginación y burlas comunales muy crueles de las que sólo se salva un matrimonio negro propietario de un almacén, ese de Jumpin’ (Sterling Macer Jr.) y Mabel (Michael Hyatt), una dupla de semblante humanista que se apiada de esta huérfana tácita. La realización va mechando flashforwards de idiosincrasia jurídica criminal con Kya en el banquillo de los acusados aunque el núcleo central del relato pasa por la independencia de la protagonista, su gran afán de sobrevivir y el abandono cíclico que sufre, primero por su parentela, después a instancias de un Walker que se marcha a la universidad y no regresa por cinco años -a pesar de haberle prometido que volvería en apenas un mes, justo para un Cuatro de Julio- y finalmente cortesía de la perfidia del futuro finado, quien intenta violarla y como su padre adora usarla como saco de boxeo. El film en un principio acumula detalles algo chauvinistas (el único pariente que regresa es un hermano llamado Jodie -en la piel de Logan Macrae- que por supuesto es militar), cristianos pacatos (el progenitor de Tate, un pescador de camarones, lo convence con eufemismos de no tener sexo con la púber porque podría tener hijos y se quedaría sin estudios) y hollywoodenses bien descerebrados que apuntan a contentar al público burgués promedio (se supone que Clark es analfabeta -y de hecho esa es la excusa para que Walker se acerque a ella como docente improvisado- pero se expresa con suma eficacia y decoro e incluso muta de la nada en una naturalista con un enorme talento para dibujar a todos los animales de la marisma de Carolina del Norte), sin embargo de a poco la lógica aceitada del melodrama y del folletín va tomando el control de la trama y por ello la muchacha se convierte en una adalid de una autonomía que por suerte no es feminazi ni reniega del amor y el contacto con el prójimo con el que se debe convivir. En esencia la historia general de Owens, una zoóloga que también escribió unas memorias conservacionistas, Grito del Kalahari (Cry of the Kalahari, 1984), y es reclamada por la justicia de Zambia -junto al resto de su clan de los 70, 80 y principios de los años 90, sobre todo su ex marido Mark y su hijastro Christopher- por el verdaderamente insólito homicidio en el país africano de un cazador furtivo, es por demás simple y ello fue a parar al guión de Alibar y a la película rodada por Newman, logrando por cierto la proeza de que los 126 minutos totales de metraje no sean aburridos porque los clichés están bien condimentados con la trama policial, la crianza en soledad de la protagonista, los altibajos del corazón y el mismo desempeño de Daisy Edgar-Jones, una actriz británica maravillosa que viene de estelarizar la interesante Fresh (2022), debut en el largometraje de Mimi Cave, y que aquí oficia como una “belleza sutil negociada” entre la pose preciosista eterna del mainstream yanqui y lo que hubiese sido la realidad si de clase baja de los pantanos hablamos, léase entre la rubia celestial y siempre perfecta y la morocha o colorada sin dientes que no puede articular demasiadas palabras seguidas ni mucho menos conquistar al quarterback mega presuntuoso de la región, Chase, ni al otro carilindo pero en versión buena, Tate. Más allá de su previsibilidad y sustrato meloso hilarante, La Chica Salvaje es un opus digno del cine masivo actual que trae a colación cuánto se extrañan los melodramas adultos de antaño con personas y conflictos reales, lejos de la estupidez de todas esas franquicias de hoy en día…
La espectacularización de la realidad Si nos concentramos en la fetichización con respecto al espectáculo social y sus profundas ramificaciones en nuestros días se puede aseverar que obedece a un triple proceso histórico que abarca distintas aristas, a saber: en primera instancia tenemos el morbo ancestral del ser humano o tendencia patológica hacia lo desagradable o macabro cual pulsión de muerte llevada al extremo por el cerebro sobredesarrollado y un egoísmo que no se queda atrás, de allí que los animales no caigan en nuestra crueldad y puedan soñar sin desembocar en los delirios diurnos de hombres y mujeres, en segundo lugar viene la mentada sociedad del espectáculo que surge con la masificación escalonada de la imprenta desde el Siglo XV y se extiende hasta la catarata de soportes visuales y sonoros de los Siglos XIX, XX y XXI, evolución que trajo consigo la constante importación de los parámetros de la ficción oral y literaria al nuevo “producto estrella” del capitalismo, la noticia, y la metamorfosis en commodities de la información, los datos técnicos y sobre todo el tiempo de ocio, por ello el séptimo arte primero y la TV luego pasaron a hegemonizar la atención de los flamantes consumidores ya que la dimensión óptica -y más desnuda y directa- de la vida sobrepasa por mucho en importancia a lo etéreo del lenguaje y la comunicación, y finalmente, ya en tercera posición, está la cultura contemporánea del emprendedurismo y pavadas semejantes que llevan a que legiones de imbéciles ventilen sus cuerpos, sus vidas, sus posesiones, sus relaciones románticas y sus coloridos intereses en Internet en general y las redes sociales en particular, en este caso en esencia hablamos de un discurso compensatorio de derecha para que los desempleados -totales o parciales- “se las arreglen solos” porque el mercado laboral ya no puede incorporarlos como en otras épocas a raíz del reemplazo tajante del trabajo por la automatización, la mitomanía y especialmente la especulación como fuente de riqueza, dejando a los mortales en el limbo de engrosar eternamente el ejército de reserva de trabajo -sin posibilidades de salida- y tener que venderse con actitudes patéticas a la vista de todos. Las diversas facetas de los procesos de espectacularización de la realidad constituyen el núcleo central de la nueva película de Jordan Peele, ¡Nop! (Nope, 2022), una faena bastante agridulce porque por un lado claramente supera lo hecho por el señor en ocasión del guión de la muy floja Candyman (2021), propuesta sermoneadora y redundante dirigida por Nia DaCosta sobre la gentrificación, el rol socializador de las leyendas y la martirización en el folklore afroamericano urbano, y por el otro lado cae varios escalones por debajo de sus dos realizaciones previas en calidad de director y guionista, nos referimos por supuesto a las superiores ¡Huye! (Get Out, 2017), film acerca del racismo tácito y la apropiación cultural de los burguesitos blancos de seudo izquierda, y Nosotros (Us, 2019), otra aventura de sustitución de identidad aunque extendida a toda la comunidad debido a que el eje temático principal era una inequidad vinculada a los elitistas de los nichos o burbujas de confort y su total desconocimiento para con el sufrimiento de sus iguales/ doppelgängers de los estratos populares menesterosos o menos favorecidos. ¡Nop!, en cierta medida, llega para cerrar una trilogía de terror social de autor como ya casi prácticamente no existe en el mainstream descerebrado, tedioso e hiper banal del presente, una odisea más que digna que una vez más está inspirada en La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), la maravilla humanista e irónica por antonomasia del querido Rod Serling, y que en esta ocasión retoma la premisa de la familia en crisis topándose con una presencia de otro mundo de Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (Close Encounters of the Third Kind, 1977), epopeya de Steven Spielberg, el motivo de los animales gigantescos haciendo de las suyas de Jurassic Park (1993), también de Spielberg, los tenebrosos “ángeles” de Neon Genesis Evangelion (Shin Seiki Evangerion, 1995-1996), clásico del anime televisivo de Hideaki Anno, algo de la nostalgia de Súper 8 (2011), de J.J. Abrams, y el leitmotiv de la arremetida en espiral de los extraterrestres sobre habitantes rurales de Señales (Signs, 2002), de M. Night Shyamalan. A pesar de que el guión de Peele juega con tópicos como el miedo al exterior social en un contexto semejante al de la pandemia del coronavirus, la desintegración familiar luego de la muerte del patriarca, el escapismo pueril que pondera todo lo fantástico desconectado por completo de la praxis mundana y sobre todo aquella distancia ideológica entre el burgués y el lumpen del vulgo que se creen superiores a la fauna y la flora que los rodean, por un lado, tanto el que las utiliza como un recurso como ese otro que adopta una actitud soberbia o condescendiente, y el resto de la población que respeta a los animales y la naturaleza en general como seres distintos que no deben humanizarse, por el otro lado, a decir verdad, como decíamos anteriormente, la trama se centra en una espectacularización homologada a la explotación mediante una serie de personajes que deben lidiar con una entidad alienígena símil criatura salvaje que caza a cualquiera que la mire de frente para deglutir de inmediato a la presa de turno y escupir después el material inorgánico, así nos topamos con un par de hermanos negros que se dedican a entrenar caballos para producciones cinematográficas y televisivas, Otis “OJ” Haywood Jr. (Daniel Kaluuya) y Emerald “Em” Haywood (Keke Palmer), la segunda buscando fortuna en Hollywood y el primero tratando de mantener a flote el rancho luego del óbito del progenitor de ambos (Keith David) por una moneda de cinco centavos que cae con furia desde el cielo y se le clava en un ojo, y con Ángel Torres (Brandon Perea), un empleado de una tienda de electrónica fanático de los ovnis que les instala unas cámaras a los Haywood, y un ex intérprete infantil que les compra caballos a los hermanos y les ofrece quedarse con la finca de la parentela y todos los corceles, Ricky “Jupe” Park (Steven Yeun), quien creó un parque temático del Lejano Oeste bautizado Jupiter’s Claim para exprimir un hecho muy traumático de su infancia, cuando en 1998 un chimpancé, el mono titular de la sitcom Gordy’s Home (CGI sobre Terry Notary), masacró a tres actores en el set de filmación al sobresaltarse por el estallido de un globo con helio. Desde el vamos conviene aclarar que a Peele se le va un poco la mano con la duración general y que el señor asimismo abusa de los tiempos muertos y/ o instantes dilatados de suspenso y tiende a abarcar más de lo que aprieta, aquí más que nunca demostrando una ambición conceptual que en ocasiones no deriva en un análisis minucioso de los múltiples pivotes que ofrece el relato, sin embargo el trabajo del elenco es estupendo, destacándose en especial el desempeño de Kaluuya, Palmer, Perea y Michael Wincott como Antlers Holst, un director de fotografía que es invitado al rancho de los criadores y entrenadores de caballos para documentar las apariciones del alienígena adepto a esconderse entre las nubes del firmamento, criatura territorial y depredadora bautizada Jean Jacket, amén de un buen desarrollo del latiguillo de la transformación de lo real en entretenimiento a través de unos Haywood que alquilan y venden animales para la industria del espectáculo, un Park que explota aquella tragedia de Gordy’s Home -el simio es asesinado de un tiro poco después de finiquitado el ataque- y encima alimenta al bicho estelar con caballos en un show, y unos Torres y Holst que se suman a la idea de los hermanos de conseguir una imagen potable del visitante espacial para inmortalizarse y resolver sus penurias financieras, una misión que se vuelve difícil porque el animal volador y cuasi espectral afecta a los aparatos eléctricos y por ello se hace necesario una cámara analógica con manivela símil sarcasmo retro en la era del culto a lo digital incorpóreo. Más allá del evidente y descarado plagio en materia de las similitudes estéticas entre el Jean Jacket con forma de medusa y/ o pulpo -durante casi todo el film se asemeja a un platillo extraterrestre clásico pero en versión achatada posmoderna- y algunos de los ángeles de Neon Genesis Evangelion, la película recupera en su excelente final la iconografía del spaghetti western y cuenta con la madurez suficiente para burlarse del canibalismo mercantilista y de la falta de ética dentro de Hollywood y en una sociedad global contemporánea para la cual la vida propia y la del prójimo cada día valen menos…