Fórmulas, clishés y gran personalismo Con un Ricardo Darín omnipresente, el film oscila entre lo soporífero y otros momentos de pretendido humor, que caen en el ridículo. Las situaciones son previsibles pero también confusas por el enmarañado conjunto de tonos y subrayados. Nominada para los premios Goya y para el Oscar 2010, en el rubro "mejor película extranjera", El baile de la victoria del alguna vez destacado Fernando Trueba es uno de los tantos exponentes de hoy que responde a una repetida fórmula y que tanto agradan a los miembros de la Academia. Situación similar, desde mi punto de vista, es la que encontramos en la multipremiada El secreto de sus ojos de Juan José Campanella, ya reseñada, comentada y con marcada indignación en ediciones anteriores. En tal caso, si un film fue deliberadamente ignorado en aquella noche en la que se fijan los nuevos parámetros y stándares de la industria, este es La cinta blanca, de Michael Haneke. Alguna vez Fernando Trueba, quien se dice gran admirador de aquel glorioso realizador llamado Billy Wilder, logró sorprendernos: El año de las luces, Opera prima, Belle epoque, son algunos de los títulos que evidenciaban una fuerte marca personal, que apuntaba a transitar por nuevas propuestas, que se alejaban de repetidas fórmulas. Pero hoy, valiéndose de un premio Planeta de novela, la agotadora presencia de un actor llamado Ricardo Darín, que es siempre el esperado invitado en los medios televisivos, a través de cortos publicitarios hoy en tono revival, en entrevistas, y en teatro, y en cine, casi sin respiro, sin que medien algunos minutos de reflexión. Actor fetiche de nuestro tiempo, del lado de los villanos en Nueve reinas y de los cómplices de un acto de secuestro y tortura en El secreto..., Darín promociona, ahora, El baile de la victoria desde una imagen que no tiene nada que envidiarle a las fotos publicitarias. En este caso, parece promocionarse no sólo él sino, además, una marca de cigarrillo, destacándose y cerca de un escenario montañoso, sobre la silueta de un joven a caballo y muy cerca de una bailarina, vestida de rojo, que alza sus brazos, danzando en puntas de pie. Debo dejar sentado que no pude reconocer, ni por un instante, las huellas de un hombre del cine llamado Fernando Trueba. Deliberadamente excedida en su metraje, con reiteraciones que fomentan una aburrida dispersión, El baile de la victoria reúne aspectos de una historia de amor, enmarcado en el policial y en el western, con trasfondo de cine crítico y aditamentos de un "cine políticamente correcto", ya que se hace mención, a partir de obviedades y simplificaciones, a los años de de la nefasta y humillante dictadura de Pinochet; tema que, por otra parte, y más aún transcurriendo en Chile, debería haber sido considerado a la luz de algunas reflexiones. El film pretende ser un drama y las contadas notas que se insinúan dentro de este campo inmediatamente se desvanecen. Como ocurre, (así lo señalaban los comentarios mayoritarios) con la atención de nosotros, los espectadores. Todo suena y se parece a una larga y monótona recitación, de poses de parte de la omnipresencia de Darín, de los parlamentos forzados y de la pretenciosidad que surge de sus ligeras y por momentos torpes apreciaciones socio políticas. Claro está, el film parte de un best seller y lo deja allí, donde hay una garantía de taquilla, a través de ciertos nombres y de un autor, ya elogiado y aplaudido por su novela Ardiente paciencia, con su film homónimo y por su posterior remake El cartero Il postino de Michel Radford. Cuando algunas situaciones parecen convocar el humor, el relato cae en el ridículo, lo cual se agrava en las inmediatas explicaciones. Y en los momentos en los cuales se juega lo que podríamos reconocer como lo trágico las situaciones llevan a lo risible. En este ejercicio de narcisismo actoral, cabe señalar que el rol de crítico de ballet más importante y reconocido de Santiago de Chile, Don Esteban Coppeta (afinidad con la composición para ballet, Coppelia de Arthur Saint Léon y Charles Nuitter está interpretado por el mismo Skármeta, el que será empujado a presenciar la gran prueba escenográfica de Victoria; heroína que está marcada en el film como esa figura que intenta reabrir las páginas de una tragedia histórica y de un drama familiar; privada ahora de su propia voz, pero que lo tendrá en el momento cúlmine de el film, en pleno cruce de los Andes, frente a un cielo que se abre ante los montes nevados, y el vuelo del cóndor. El baile de la victoria finalmente llega a ser, desde este personal punto de vista, una sucesión y suma de los mismos clichés, de situaciones previsibles pero también confusas por el enmarañado conjunto de tonos y subrayados que ahogan todo intento de dejar volando a la misma metáfora. No hay un solo renglón en el film que esté en blanco, todo debe ser dicho, afirmado y negado, ampliado, explicado, explicado. Lo que pudo ser metáfora y símbolo, como lo era la figura del caballo blanco cabalgando velozmente por las calles de Santiago, en el necesario film de Costa Gavras, Missing Desaparecido aquí no alcanza ni remotamente a dejarnos hacer escuchar los ecos de aquella imagen. Por momentos algunas imágenes en su obvia y explicada aparición me llevaron a pensar en algunos edulcorados y endebles momentos de films de Eliseo Subiela y por otra, cuando intenta despuntar cierto compromiso ante la Historia, asoma un planteo en un tono simplista y cerrado, que no interroga. Frente a este film siento particular enojo, ni si quiera puedo dejar circular una nota de humor. Por el contrario, tal vez la indignación se acrecienta más aún cuando la representación de ciertos momentos históricos se anuncian de manera grandilocuente y se reducen a un "dicho sea de paso", "por si acaso". Basta para ello traer a la memoria el plano en el que, en un intento de síntesis, en una oficina principal reconocemos el retrato del genocida Pinochet y detrás del mismo una caja fuerte, que guarda un dinero malhabido, ahora motivo de un blanco de una gran operación. Más aún, si en la escena siguiente, nuestros personajes, el recién liberado y el joven que también pasó un tiempo en prisión, juegan a ser los nuevos Robin Hood, exaltando en el film el personalismo del propio Darín y de su discípulo y acompañante. Y vuelvo al afiche: Darín sigue mirando. Es como si me invitara, a mí, un no fumador, a compartir una pitada.
Retrato íntimo del fascismo italiano El director plantea un juego de espejos entre actores y personajes, relatos y diferentes modos de la ficción. No es una tradicional biografía ni un seguimiento lineal de los hechos, sino una mirada de la historia desde la vida de las personas. En los primeros meses del año en curso, en una de las tan reconocibles salas de los cines Del Siglo (que esperan impacientes su reapertura) pudimos ver aquel documental El secreto de Mussolini que daba cuenta de un puntual proceso de investigación en torno a la relación silenciada que mantuvo, antes de que ocupara el espacio del poder central, Benito Mussolini con su primera gran amante, Ida Dalser y del hijo que nació de esa tan apasionada relación, Benito Albino. En este film, las imágenes de archivo, noticieros de la época, desocultaban una historia de fascinación y captura, de humillaciones y de olvido. El cine, una vez más, valiéndose de otros campos disciplinarios hizo posible que, por primera vez, aún en Italia, esa negada situación, tan amordazada inclusive en años posteriores a la finalización de la Segunda Guerra, que da cuenta de los siniestros mecanismos de los sistemas totalitarios, en relación con las expresiones de rebeldía y el diagnóstico de la locura. Ya desde el título, Vincere, el lector, el espectador, pueden reconocer el tono imperativo, que se enarbola como consigna de gloria, que nos retrotrae a los mismos tiempos de la Roma Imperial. Esta expresión, que escucharemos a lo largo del film en varias oportunidades, que se grita como bandera de lucha, encuentra en el espacio del balcón, ante casi todo un pueblo, la más manifiesta declaración de principios que pasa a regir los destinos de una nación. Ese aire de glorioso destino, que enmarca un paisaje multitudinario, mientras se agitan gigantescas banderas, atraviesa y recorre lateralmente todo el film, desde ese primer momento que ya en las orillas de la Primera Guerra, un joven Benito Mussolini, de filiación socialista y de labor periodística, plantea un contundente desafío a Dios. El film de Marco Bellocchio abre con una escena que es en sí misma el inicio de una gran prueba, de carácter omnipotente, que irá agigantando su personalismo a medida que vaya ocupando y conduciendo estratégicos ámbitos de decisión. La figura de Mussolini, esculpida en una severa piedra de gran dureza, en el frío mármol, se asume como el nuevo dios de la era del fascismo, desde la suma de todos los aciertos ante una hipnotizada audiencia. Se vuelve puro acto sonoro en las transmisiones radiales y, a través de sus diferentes brazos, que actuarán la persecución y el castigo, se asume como el gran ojo que todo lo ve, que todo lo controla. De comportamiento actoral, con gestos que caricaturizan su propia retórica gestual, Benito Mussolini, padre, y el hijo negado Benito Albino, ya adulto, están interpretados en este magistral film, por el mismo actor, Filippo Timi. En la obra de Marco Bellocchio, locura y poder se han ido representando conforme a una lógica pirandelliana, desde un juego de situaciones familiares y de comportamientos sociales. En Vincere el ascenso del fascismo, hasta su caída, se van siguiendo a través de la tormentosa y degradante relación de Benito Mussolini con Ida Dalser, mujer que, en un acto de máxima entrega, vende todos sus bienes para llevar adelante el sueño de quien será el Duce. Desde este momento inicial de atracción y de fidelidad, la Dalser, interpretada excepcionalmente por Giovanna Mezzogiorno será víctima de toda una serie de mandatos y humillaciones, que la confinarán, junto a su hijo, en un escalofriante estado de locura. Sin embargo, hasta el último momento, ella seguirá gritando su verdad. Para quien escribe esta nota, Vincere es una de las grandes películas de la última década. Aquí, Marco Bellocchio plantea una relación de juego de espejos entre actores y personajes, relatos y diferentes modos de la ficción. No pensemos en una tradicional biografía ni en un seguimiento lineal de los hechos, sino en cómo desde el fondo y la interioridad de un vínculo se va dando cuenta, se van proyectando distintos aspectos del tensionante y conflictivo escenario de la misma Historia. De esta manera, ya no pensada como un film sobre el ascenso del fascismo, como eje central, Vincere de Marco Bellocchio da espacio a una gran voz que intentaron callar, asfixiar, reducir a sólo un número en un frío y gris pabellón para los llamados y declarados enfermos psiquiátricos. Quizá, el impacto que podamos recibir del film se pueda igualar a aquel instante, en el que Benito Albino Mussolini, apellido que será cambiado por Dalser, ya en su niñez, y en un momento ascendente del régimen, echa por tierra el busto pétreo y marmóreo de su padre. Ese impactante sonido repercute estruendosamente, de la misma manera que el grito de Ida Dalser reclamando la presencia de su amado marido y de su adorado hijo.
Película para transformar la mirada Esta historia de trasfondo amargo, que alcanza lo trágico, lleva a participar de cabriolas circenses en pleno vuelo, tras un último gesto de sensualidad y deseo que se centra en un juego de miradas y en el caprichos de un pantalón. A cincuenta años de su primer largometraje, Hiroshima Mon Amour, que motivó una vasta y profunda literatura crítica y que hoy figura entre los clásicos de todos los tiempos, Alain Resnais, nacido en Vannes en junio del 22, nos ofrece otra sus más sorprendentes obras, en la que se atreve a proponernos otro relato lúdico en el que campea lo imprevisto y el absurdo y que como su título lo refiere nos lleva a pensar este film, que se ha estrenado esta semana, en aquellos personajes y situaciones que se manifiestan de manera espontánea, alocada, en un medio particularmente ordenado y delineado. En varios momentos del film se hacen presentes estos planos que descubren entre las losas de cemento de un paisaje urbano un conjunto irregular de estas hierbas, que escapan a todo control y que surgen allí, llegando a modificar una estructurada geografía. En este sentido, cabe partir de aquí para ver de que manera Resnais nos invita, en esta historia de trasfondo amargo y que alcanza lo trágico, a participar de unas cabriolas circenses en pleno vuelo, tras un último gesto de sensualidad y deseo que se centra en un juego de miradas y en los caprichos de un cierre de pantalón que queda atascado. En la trayectoria de este eximio realizador, que parte de los días de la Nouvelle Vague, junto a sus compañeros de ruta Jacques Rivette, Jean Luc Godard, Francois Truffaut, Agnes Varda y Jacques Demy, entre otros, encontramos algunos títulos que han ido bosquejando este. Nos referimos particularmente a La vida es una novela de 1983, Smoking/No Smoking del 93 y particularmente Yo conozco la canción del 97 y años después esa recreación de una opereta de 1925, en clave humorístico que es En la boca, no, films que, por otra parte, nos llevan a revivir escenas musicales de otras anteriores obras de su autoría. En Yo conozco la canción, Resnais ponía en escena la quintaesencia del festivo "teatro de boulevard" desde un juego de equívocos y de situaciones azarosas en torno al tema del amor no correspondido. En este film del 97, recurría a un puesta brechtiana con dispositivo de flashback, que evocan medio siglo de la canción francesa, a través de sus intérpretes más populares, tales como Josephine Baker, Jacques Dutronc, Alain Souchon, Gilbert Becaud, Maurice Chevallier, Edith Piaf, Jane Birkin, entre tantos otros. En esta brillante y eufórica comedia que roza el musical, podemos ya localizar algunos aspectos que hoy se pueden seguir en Las hierbas salvajes. Particularmente en la escena final, Las hierbas salvajes puede llegar a desconcertar; más aún, si tenemos en cuenta el parámetro institucionalizado de cierto cine de hoy, que busca interesadamente efectuar un cierre de equilibrio, que evita espacios en blancos y quiebres. Quizá una de las claves para ingresar este film sea la de "dejarse llevar", como esa voz que funciona como hilo conductor y que nos acerca a situaciones cotidianas que en sí mismo revelan contradicciones: los pasos de la protagonista que conducen a una zapatería preferencial de París, en un aquilatado tiempo de observaciones, que se contraponen con una resolución fugaz; mediando una cartera de mujer, de llamativo color, que se mueve ralentizada en el aire; plano que abrirá la puerta y ventanas a un posible encuentro, sostenido por un latente, aunque adormecido en principio, deseo. Ingresar al film, dejando a un costado cierta lógica que agenda nuestro periplo cotidiano, tomándole la mano sí a una sonriente locura, (término alejado aquí de toda connotación clínica) y que en este caso está emparentado con los juegos de la ficción. Esta historia vuelve a decir "dejate llevar", subí a este avión de prueba junto a su desconcertante protagonista, odontóloga, que está a punto de recuperar su billetera, tras un vertiginoso robo; instantes después de adquirir esos preciados zapatos que le salieron al cruce después de una pormenorizada búsqueda. Cuadro de matrimonio estable, aunque silenciado, vidas de mujeres solteras que esperan desde un rincón de su profesión, confidencias y vacilaciones, rechazos e insistentes llamados, algunas de las situaciones y cuadros que se irán cruzando, con pinceladas de un fluorescente celeste que irá cubriendo los marcos de puertas y ventanas, de la puerta que da a la casa y que descubre un jardín. Y en ese cruce, los por momentos caricaturescos agentes de policía respecto de un hallazgo y de un llamado de atención, ante un hecho, que raya en lo delictivo. Aún aquellas escenas que podrían haber provocado reacciones de angustia encuentran en Resnais, por su lente de acercamiento muy reflexiva, un toque de ironía y de reconocible ternura. La cámara de Resnais va creando misterio y descubre lo excéntrico, allí donde aparentemente nada ocurre. La posición que elige para recortar esos fragmentos de realidad es la que permite, junto a la música de Mark Snow -el compositor de las bandas sonoras de la trilogía Millenium-, crear determinadas atmósferas. Resnais nos invita a participar con su juego, desde sus propios interrogantes. Las hierbas salvajes convoca y desconcierta, es un film de colorido disfrute si podemos llegar a aceptar esas claves de ingreso para iniciar una partida. Y es pensar al cine como un arte que transforma la mirada.
El eterno encanto del amor en Verona La comedia romántica dirigida por Gary Winik tiene un guión que no profundiza, pero aún así permite revivir el viaje a Italia, volver sobre la clásica historia escrita por Shakespeare y reencontrarse con Vanesa Redgrave y Franco Nero. Es probable que al espectador de más de cincuenta años, un film como Cartas a Julieta lo lleve a recordar algunas películas de los años 50 y principalmente de los 60 que trazaban una línea y marcaban un puente de unión entre alguna ciudad de Estados Unidos o Inglaterra y ese espacio soñado, largamente acariciado, de una mítica Italia. Por citar sólo algunos, asoman a la memoria Locura de verano de David Lean, La fuente del deseo de Jean Negulesco, Los amantes deben aprender de Delmer Daves. En estas historias que abrían paso a un deslumbramiento, tanto secretarias como algunas maestras y bibliotecarias despertaban al amor y descubrían su sensualidad a lo largo de un itinerario poblado de citas artísticas. Ya a mediados de los años 80, James Ivory, conforme a la recreación de tiempos idos, con una mirada crítica hacia los comportamientos victorianos, apoyándose en la novela Una habitación con vista de E. M. Forster, estrenó Un amor en Florencia y en los últimos tiempos, en clave de comedia, pudimos conocer la tan exitosa realización de Audrey Wells, Bajo el sol de Toscana. En todos estos films, y tantos más, el viaje por Italia recuperaba el camino de los románticos y ponía en juego la propia competencia del espectador, en lo que hace a gustos y costumbres, obras artísticas, trattorias y visita a museos. Pero por sobre todo, Italia (como también lo fue Grecia en la literatura y en el cine) era la posibilidad de plantear un descubrimiento, de marcar un viraje en la conducta de los protagonistas, de experimentar lo que durante tantos años esperaba ser despertado. Sin llevar a las notas y tonos que había logrado este film, y en un formato de una comedia standard de hoy, con un muy esperado final feliz, se ha presentado en estos días Cartas a Julieta, film de Gary Winick que, pese a sus fatigados logros parciales, no obstante, nos permite reencontrarnos con nombres y figuras ya muy reconocidas. En el orden de la tradición cultural, literaria y amatoria, el nombre de Julieta nos remite al sufriente personaje femenino de la pieza de Shakespeare, a su balcón en Verona y a su amado Romeo. Pieza inmortal de la historia de la cultura occidental, los personajes de Romeo y Julieta encontraron numerosas variaciones en la historia del cine, desde los tiempos del cine silente, hasta la ya clásica versión de George Cukor del 36 con Norma Shearer y Leslie Howard (cuyo afiche reconocemos en el film de hoy), la aggiornada y juvenil visión de Franco Zeffirelli, pasando por el musical de Robert Wise, ambientado en el Bronx, en ese enfrentamiento de estos nuevos Montescos y Capuletos que se libra en Amor sin barreras (West side story). Ya en los albores del nuevo siglo, el que hoy vivimos, Baz Luhrmann presentó su posmoderna lectura del clásico de siempre, interpretada por Leonardo DiCaprio y Claire Danes en Romeo + Julieta. A la eterna Verona, que ofrece su balcón al sueño de los enamorados, llega una joven aspirante a reportera y narradora para celebrar, junto a su prometido, su pre luna de miel. Su pareja no es otro que el personaje que compone tibiamente Gael García Bernal, chef hiperactivo que encontrará en Italia no ya el profundo significado del amor sino la oportunidad de proveerse de productos regionales para su futuro restaurant. Ella se llama Sophie y en el film mantiene ese mismo rostro de ingenuidad y picardía que caracterizaba a su personaje de la comedia musical, Mamma mía y este viaje a Verona, la ciudad de los infortunados amantes, le marcará el camino a ese balcón que el film descubre en un doble giro y a la actitud paciente de tantas mujeres de distintos lugares del mundo que escriben sus propias notas, misivas, dirigidas a Julieta. Las mismas, pobladas de expresiones sufrientes, expectantes, felices, serán respondidas por un grupo de servidoras del amor, a las que golpeará a la puerta un día esta joven cronista. Y mientras su pareja visita viñedos y apunta recetas gastronómicas, Sophie se lanzará con su actitud detectivesca a seguir de cerca las cartas que se fijan sobre un muro, que se dejan allí. Y entonces, desde un recoveco el pasado emergerá con su propio tiempo descubriendo una decisión de una aquilatada espera. Será entonces, cuando otra dama, llegada de la neblinosa Londres en compañía de su nieto se hará presente allí. Y aquí se abre la otra sorpresa de este film que nos presenta sus creditos con reproducciones pictóricas y fotografías de diferentes épocas que retratan la captura amorosa a través del beso, como en las escenas fílmicas del final de Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore. La otra dama, elegante, refinada, de una distinción que subraya su serenidad, llamada Claire, está interpretada por Vanessa Redgrave, actriz nacida en la misma Londres, un 30 de enero de 1937 y que protagonizara inolvidables momentos de cine. Y ahora Claire, junto a su nieto y la joven Sophie se dirigirán de Verona hacia Siena en busca de aquel hombre al que ella sigue recordando y amando. Los distintos caminos nos llevan hacia el suelo de la Toscana, donde se producirá el encuentro con aquel Lorenzo Bertolini, rol que interpreta Franco Nero. Su aparición la hace a caballo, montando, como lo hacía en los films de los 60. Cartas a Julieta permite revivir el viaje a Italia, volver a escuchar los lamentos de los amantes de Verona, reencontrarse en el propio set y fuera del set a esta pareja de ya casi ancianos actores. Claro está, esto no basta, aunque conforma visual y musicalmente, ya que su guión no permite que se profundice más allá de una ligera comedia.
Las ilusiones al ritmo de Flashdance En una reversión pop de La Cenicienta, el director Martín Sastre juega con dos personajes de Natalia Oreiro, una que encarna las sanciones y la otra, la transgresión. La película se atreve a dar rienda suelta a lo reprimido. Debo reconocer que me acerqué con marcada resistencia a ver este film. Particularmente algunos prejuicios rondaban en mi cabeza respecto de la manera en que el mismo era promocionado: sólo el afiche ya me producía cierto recelo; me hacía pensar en una comedia populista con moraleja del cine argentino de los años 70, en tiempos de la dictadura. Había algo que me alejaba cada vez más y más. Y creo que tal vez eran esos fluorescentes colores que estallaban ante mis ojos, como asimismo el atisbar algo de aquellas comedias disco que anticipan y operan de manera simultánea con el lanzamiento de un exitoso long play. Pese a todas estas objeciones y algunas más me decidí en la noche del viernes a entrar a la sala, no sin antes pensar que la misma iba a estar colmada; ya que en los días anteriores al estreno los diferentes medios periodísticos habían entrevistado a su primera actriz, Natalia Oreiro. Pero a diferencia de lo que pensaba, la sala estaba semivacía y la película no gozaba de buena salud: pocos espectadores, aislados, tal vez por la crudeza del invierno o bien porque simplemente films como éstos ya no despertaban curiosidad alguna. Efectivamente, me dije, toda la atención esta semana está puesta en lo que hoy tanto nos ocupa: la tan esperada aprobación del matrimonio igualitario, motivo de ásperas polémicas, pero confirmación de las garantías de vivir en un espacio democrático. Y así fue, conmovido por el entusiasmo y la alegría por la aprobación de la ley, en un clima de debates, que desde el respeto fortalecen la convivencia democrática, que aquella noche del viernes decidimos -amigos y yo- ingresar a la sala. Y allí con signos de interrogación y numerosas comillas, el film estaba por comenzar. Una película casera, de esas que se conocen con el nombre de "home movies" nos lleva a participar de una excursión a un mundo de sueños, que construyen un imaginario en torno a las promesas de una telenovela llamada "Cristal" y del resonante furor que cada actuación del conjunto Los Parchís provocaba. Estamos en un pueblo de provincia, llamado Tacuarembó, y está a punto de desplegarse frente a nosotros otra de las tantas versiones del inmortal cuento de hadas La Cenicienta. Y es que Natalia, ya desde niña, fascinada por los efluvios que una misteriosa dama de la zona residencial deja al pasar (rol que interpreta una diva de nuestro cine, Graciela Borges), entregada a su ilusión de estrella, revive junto a su entrañable amigo Carlos los movimientos coreográficos de Flashdance. Canciones populares, tiras televisivas y comedias musicales desde la pantalla grande van orquestando una rutilante promesa con aromas florales de Anais Anais. Marcos Sastre, desde la delirante novela de Dani Umpi (quien alguna vez actuó en las tablas de nuestra ciudad), logra en su film Miss Tacuarembó un juego entre la fábula y una mirada crítica y nostálgica de toda una época, que transcurre en un cerrado sistema de creencias que imponen dogmáticamente la ley religiosa con sus correspondientes castigos sin perdón. Por momentos, hay situaciones que remiten a ilustraciones naif que tienen el llamado brillo dorado de figuritas de un álbum que se ve animando conforme a los vaivenes del recuerdo. Miss Tacuarembó le pide a cada espectador que se afloje el cinturón y acepte divertirse de manera loca y desenfadada, que se pierda en la paleta de un pop que contagia y que descubra los guiños y saludos que reconocemos a cada paso. Así como la conductora de un taquillero programa televisivo, el que definirá a la ganadora, es nada menos que una identificable criatura, una de las chicas almodovarianas, Rossy de Palma. Sobre los sueños de una chica provinciana, que se mueven conforme la lógica de coloridos musicales, Miss Tacuarembó construye de manera fragmentaria las piezas de un irreverente puzzle que nos lleva a dejarnos sorprender por un Cristo de utilería, que asoma de manera aurática, entre ocurrentes parlamentos contagiantes. El film invita a vibrar, mover las caderas, dejarse llevar, mientras se libra en un escenario de marquesina una lucha entre la norma, el castigo y el placer. De esta manera Natalia Oreiro se presenta en un doble rol, como la sancionadora Cándida, cuyos tonos amenazantes, intimidan en el horror de una interminable noche gótica, y la joven e ingenua Natalia que disfruta junto a su amigo y compinche su escalada de transgresiones. Estallan los colores, comienza la música y al ritmo de las canciones de entonces, brujas y hadas madrinas poblarán los sueños de la protagonista, que seguirá mirando fascinada el vuelo del foulard de la misteriosa dama, impregnado de gotas de First. En esta coproducción, que reúne figuras del mundo hispano, también está en juego la figura del diferente, cuya visibilidad comienza a ser tenida en cuenta en el cine de este último tiempo. Martín Sastre saluda al libro de Dani Umpi y elige como "héroes" a los que se apartan de las convenciones y que, por ello, son mal mirados en el seno de la sociedad. Por eso Miss Tacuarembó pregona esa aptitud de apertura y de distensión que nos merecemos. Los dos mundos que interpreta la actriz, las dos facetas, encuentran un punto de unión en ese parque de diversiones llamado Cristo Park, en los que Natalia y Carlos recibirán a los paseantes vestidos de Tablas de la Ley. Con algunos ecos de Entre tinieblas y con el glamour de sueños estelares, el film de Martín Sastre despliega una fábula en la que el espejo mágico devolverá una imagen paródica de telenovelas y reality show enmarcadas en un radiante kitsch. Sin llegar a afirmar que estamos ante un gran film, de esos que marcan un hito, lo cierto es que Martín Sastre se atreve allí donde se da rienda suelta a lo que estaba reprimido. En materia de divertimento, Miss Tacuarembó se mueve al ritmo de tantas canciones populares y de ritos sociales, aunando lo bizarro por su formato pastiche y algunas reflexiones que merecen nuestra atención.
El descenso a la esclavitud sexual La historia de dos amigas, adolescentes, que son engañadas en su pueblo con promesas de trabajo en Buenos Aires, serán llevadas a un sórdido prostíbulo. En el film quedan al desnudo la opresión, la soledad y la claustrobofia que viven. Sin el andamiaje publicitario que injustamente tantos films merecen, sin la promoción estelar que experimentan algunas realizaciones en razón de un anunciado golpe de taquilla, el segundo film de Gabriela David (el primero de ellos Taxi, un encuentro está editado en DVD) vuelve a estar presente en una de las salas de nuestra ciudad, actualmente espacio INCAA, de manera silenciosa y quizá pueda llegar a ocurrir lo mismo que cuando su estreno, que vuelva a pasar desapercibido, sin eco alguno. Tanto la sala del cine El Cairo como la que recién nombramos, Arteón, permiten acercarnos a una programación que se diferencia notablemente de una cartelera standard que responde al mayor número de films estrenados; en ambos casos, un repertorio de films argentinos y por extensión latinoamericanos definen un destacado ámbito de exhibición y circulación. En el film de Gabriela David, que bien podría partir de la crónica periodística, de información de archivos y sumarios, la historia que se recrea parte de un lejano lugar del interior en el que algunos están al acecho, enmascarándose, prometiendo falsas esperanzas que abrirán las puertas de una emboscada. En tono de denuncia, pero no por ello ajeno a los planteos de una elaborada ficción, La mosca en la ceniza recorre un trayecto de expectativas en un aquilatado tiempo de la vida de dos amigas adolescentes que tendrán la fatal oportunidad de conocer la ciudad de Buenos Aires, soñada y distante; pero desde un espacio clausurado a la vida cotidiana, sólo abierto al deseo de clientes en busca de diversión. Trata de blancas, secuestro de persona y esclavitud sexual, son algunos de los nombres que encontramos en las operaciones del tráfico humano. Desde una cámara que por momentos elige la mirada documental hasta cerrados primeros planos que potencian la dramaticidad de los gestos, La mosca en la ceniza nos lleva a recorrer la sordidez y la opresión de los que se apropian de la dignidad humana. Film contundente, necesario, que debería verse y debatirse en ámbitos educativos y jurídicos, esta destacada realización conmueve sinceramente sin apelar a fórmulas ni a golpes en el estómago. En un lugar de la ciudad Capital, del que sólo una de las cautivas puede alcanzar a leer que están en una tal calle Agüero, en una aislada y amurallada casona, que mira con sus ojos ciegos a un bar de enfrente y a un puesto de un vendedor de flores, un grupo de niñas pintarrajeadas, por momentos de manera grotesca, se pasean ante los interesados de turno, bajo la mirada celosa y vigilante de una matrona de actitudes bruscas y comportamientos despóticos, con la rastrera compañía de un joven cazador de presas. Desde allí, en ese espacio cerrado al afuera, ellas, en sus camastros, desde sus cuartos celdas, se moverán insomnes, manipuladas por el miedo y la deshonra. El título del film, toda una metáfora que no conviene aquí revelar, que surge de un mundo de creencias, nos lleva a un momento en el cual la claustrofobia alcanza su pico máximo de tensión. Una narración pausada, que apuesta a las elipsis y al fuera de campo (como el que se manifiesta mientras la cámara recorre con una panorámica el exterior de la casona), logran que La mosca en la ceniza implique al espectador desde un tensionante suspenso que provoca interrogantes sobre comportamientos humanos. Si todo esto es posible, si la interpelación al espectador es uno de los rasgos que se admite con su presencia, es porque aquí el cartel actoral promueve estas continuas apelaciones, porque la construcción de personajes del film de Gabriela David se apoya en una solidez profesional que huye de concesiones y lugares comunes. En este sentido, merecen destacarse, tanto las actuaciones de las jóvenes protagonistas, María Luisa Cáccamo y Paloma Contreras, como la que asumen sin fisuras nuestro Luis Machín y Cecilia Rossetto.
Dos mitos de la resistencia danesa En tono de thriller, el director Ole Christian Madsen imprime un acento trágico, teñido por una fuerza de rebeldía. Así, la película ofrece contrapuntos que proyectan una sombra sobre lo ocurrido en Dinamarca durante la ocupación nazi. En estos días conviven en la cartelera cinematográfica, y en el mismo pequeño complejo, Cines del Siglo, dos films que apelan al espectador desde una propuesta similar, ya que ambos a reconstruir un fragmento de la memoria histórica. Así, tras varias semanas de permanencia, todavía se exhibe, afortunadamente, el film de Michael Haneke, galardonado en Cannes y omitido por la Academia de Hollywood, La cinta blanca, sobre el que ya hemos ofrecido un elogioso comentario crítico y desde el pasado jueves se puede ver el estreno del film danés, merecedor igualmente de varios premios internacionales, Flame y Citron. En ambos casos, la mirada y la voz de alguien que recuerda se ubican en el umbral mismo de cada film. Mientras en La cinta blanca el hilo conductor del film nos lleva a los días previos a la Primera Guerra Mundial, en una pequeña población del norte de Alemania, marcada por la rígida moral presbiteriana, para traer a la memoria las simuladoras y perversas conductas de sus habitantes, de ese silencio cómplice y acciones de exclusión y violencia, sin diferencia de edades; quizás como actos que van prefigurando el perfil de una sociedad que en algún momento optará por las promesas del régimen nazi, en el film de Ole Christian Madsen, Flame y Citron la acción, que transcurre en el espacio de la Resistencia en los días de la Ocupación de 1944, en Dinamarca, nos permite seguir las diferentes confrontaciones y enfrentamientos, delaciones y actos de traición, a partir de un grupo, de miembros que pasan a la clandestinidad, que se proponen ejecutar a los colaboracionistas, según mandatos diseñados por superiores. Desde su estreno, Flame y Citron ha sido caracterizado como un film que establece un diálogo, particularmente, con aquella notoria realización de Jean Pierre Melville, de 1969, El ejército de las sombras, en el que actuaban, en los roles protagónicos, Lino Ventura, Jean Pierre Cassel, Simone Signoret, Serge Reggiani, entre otros. Ambientado igualmente en los días de la ocupación nazi, el film del director de toda una obra enmarcada en el policial negro, describe los diferentes comportamientos que se dan en el frente de la Resistencia, a partir de un relato coral, desde una perspectiva crítica y antiheroica. Y este, puede ser, según sus declaraciones, el film que le permitió al director de Flame y Citron, tras ocho años de investigación, coescribir un guión y finalmente lograr el film que hoy podemos conocer, basado en dos figuras que ya pertenecen a la mitología del pueblo danés, una suerte de personajes similares a Butch Cassidy y Sundance Kid, que con el tiempo, pese a sus contradicciones, ya han adquirido cierto halo romántico. En los días previos al estreno, su director comentaba: "En este país somos muy puritanos con nuestra historia. Y esta película dinamita la imagen cohesionada de la Resistencia danesa. En realidad, la gente se movía en una zona gris en la que nadie era lo que parecía. Nosotros, como pueblo, colaboramos con los alemanes y en Dinamarca no hubo más que mil miembros de la Resistencia: nadie atrevía a serlo". El título del film responde a dos nombres propios, en este caso seudónimos: Flame, en alusión al color rojo llama del cabello de Bent Faurschou Hviid y Citron, por analogía fonética con la fábrica de autos Citroën, en cuya fábrica había sido mecánico Jorgen Haagen Schmit. Ambos personajes se moverán en un mundo marcado por la violencia que nos lleva a cuestionar determinadas acciones que ponen en juego el orden ético y moral. Historia de atentados y asesinatos, de una violencia que estalla en cada mirada, Flame y Citron nos lleva a los altos mandos, traza una línea oblicua entre los personajes centrales, una mujer fatal, una red de conspiraciones y pactos que sellan enmascaramientos. En su acento trágico, teñido por una fuerza de rebeldía, el film va ofreciendo contrapuntos que proyectan una sombra sobre los diferentes acontecimientos. Frente a este film, uno de los espectadores, Nazareno Sosa, de 32 años, comenta: "Considero acertada la elección de la voz en off que va acompañando ese entrecruzamiento de situaciones y pensamientos, como asimismo la yuxtaposición de diferentes tipos de imágenes. A diferencia de lo que pasa habitualmente en los films de origen estadounidense, aquí la violencia no está graficada de manera morbosa, ya que no se busca el efectismo. Y el film sí es muy crudo, ya que se va mostrando todos los intereses que van atacando los auténticos ideales que tienen en un principio los que están en ese frente de lucha contra las fuerzas invasoras. Y sí recuerdo ahora, uno de los primeros films bélicos que vi junto a mi padre: Los cañones de Navarone, con Gregory Peck, Anthony Quinn y David Niven. La pudimos ver por teve y en esta historia, ambientada en los días de la Segunda Guerra Mundial, cuatro oficiales, un partisano griego y otros deben enfrentar un puesto de combate levantado por las fuerzas de la ocupación". Flame y Citron pertenece a este cine que hoy se reconoce como el de los films de "lesa humanidad" y el tono que ha elegido su realizador es el de un thriller, ya que reconocemos intriga y suspense, conforme a cierto formato que le permita garantizar la atención por parte de una platea mayoritaria. Basado en hechos reales, como se lee en el prólogo, y en las leyendas finales del epílogo, esta obra de Ole Christian Madsen se reconoce, en su primer grado de verosimilitud histórica, por la presencia de un registro de cine documental, borroso, en un primer momento, como las mismas imágenes de la memoria. Y de esta manera, desde estas imágenes que hablan de un registro de hechos históricos, esa voz en off que encontrará un puerto de llegada, o sea un reconocible punto de partida, sobre el final del film, va articulando un relato que en su interior enfrenta situaciones de signos opuestos, como la elocuente secuencia en la que ambos personajes realizan su práctica de tiro al blanco, "tiro al pichón", de blanco móvil, mientras escuchamos desde un tocadiscos la eufórica melodía de Irving Berlin, Cheek to Cheek, del film de Mark Sandrich de 1935, Sombrero de Copa.
El largo adiós al amor de su vida La acción transcurre a lo largo de un día en la vida de George Falconer, profesor universitario. El 30 de noviembre de 1962, día del conflicto de los misiles en Cuba, es también el de la fragmentaria reconstrucción de su historia de amor. En la última entrega de los Oscars, que llevó a que el controvertido film Vivir al límite de Kathryn Bigelow alcanzara el máximo número de galardones, Sólo un hombre fue un film particularmente ignorado. Estrenado en nuestro país a posteriori de aquéllos que habían adquirido gran resonancia, la opera prima del diseñador y estilista Tom Ford hoy merece, por parte del público y de la crítica, elogiosos comentarios y en la mayor parte de las conversaciones se escucha que lo más notable del film, tal vez, sea la admirable composición de su actor principal, Colin Firth. Reconocido como "mejor actor" en el pasado festival de Venecia, igualmente nominado junto a George Clooney, Morgan Freeman, Jeremy Renner y el elogiado Jeff Bridges, Colin Firth logra en este film ofrecernos, a partir del retrato que sensiblemente logra el novelista Christopher Isherwood en su penúltima obra A single man de 1964, un día en la vida de un profesor universitario que está viviendo el duelo por la pérdida de su amada pareja, Jim, a quien había conocido en el verano de 1946, en los momentos posteriores a la finalización de la Segunda Guerra Mundial. La acción del film transcurre a lo largo de un día en la vida de George Falconer, profesor universitario. En ese día el 30 de noviembre de 1962, que tiene como escenario el conflicto de la crisis de los misiles en Cuba, asistiremos a un juego temporal que tiene numerosos registros de representación y que nos lleva a la fragmentaria reconstrucción de su historia de amor. Sólo un hombre lleva por título original A single man y esto podría pensarse desde los epítetos "soltero", "solo", entre otras acepciones. En nuestro país se ha elegido identificar al film desde el adverbio "sólo", que alude particularmente a las observaciones que el profesor transmite a sus alumnos al hablar primero sobre la novela de Aldous Huxley Viejo muere el cisne y que lo lleva, inmediatamente, a conectar sus planteos con el concepto de minorías y las conductas del miedo. Apasionante en su tono cuando apela a los alumnos para que puedan diferenciar, para que comprendan, como se instrumenta el mismo miedo desde aquello que las llamadas mayorías dominantes ordenan. En ese ir y venir de reflexiones, la mirada de un joven alumno sigue atentamente sus gestos, medidos, controlados, tal como los demás esperan de él, quizá por su origen inglés, por su estricta vestimenta formal. Aunque por debajo de sus anteojos, enmarcados en un grueso armazón, se asoman otras luces. El film de Tom Ford parte de la breve novela de Christopher Isherwood, el autor de Adiós, Berlín (que inspira la comedia musical y el film de Bob Fosse Cabaret) que su realizador leyó cuando tenía veinte años. En relación con la obra literaria, reeditada ahora en algunos países, el autor señala: "Las cosas que hago decir a George en las clases son las que yo diría. Viniendo de él están un poco fuera de lugar, ya que los demás están acostumbrados a otra forma. Pero creo que A single man es lo mejor que he escrito nunca. Fue la única vez en mis años de narrador en que conseguí, casi totalmente, expresar justo lo quería manifestar". A lo largo de ese día de ese otoño de 1962, el profesor George Falconer, quien nos ha hecho llegar sus pensamientos interiores, se sentirá empujado a una situación límite; a través de una acción meditada, de pasos a seguir según su ordenamiento prolijo y pausado que lo ubican cada vez en el epicentro de su ciego dolor. Todo se vuelve espera, frente a esa última decisión que está a punto de concretarse. Desde el primer momento. Sólo un hombre está marcado por la tragedia. La misa nos es narrada con un tono descriptivo y vivencial y nos lleva a la despedida del último beso. Sus sueños son visitados por su amado, Jim, al que no aparte en esas horas del día de su propio andar y en un encuentro ocasional, que se da en una playa de estacionamiento, frente a un cartel que exhibe el rostro de Janet Leigh en Psicosis, con un joven de origen hispano, de gran parecido al rebelde James Dean, la permanente presencia de su ser adorado, Jim, lo llevará a declinar lo que tal vez pueda llegar a ser otra historia de amor. Fiel a su compañero, desde una convivencia de dieciséis años, George encuentra igualmente reparo y contención en la amistad de su ex amor y amiga, Charley, personaje que admirablemente compone Julianne Moore, actriz que nos lleva a pensar en el film Lejos del paraíso de Todd Haynes. Junto a ella, quien siente por él una sensual atracción, podrá abrirse desde la angustia y refugiarse en sus brazos. Por momentos operístico, con el acompañamiento de un aria de La Wally de Catalani, en un momento casi de resolución terminal, que participa de la ternura y lo grotesco, el film de Tom Ford explora la intensidad de los momentos vividos; no sólo a través de los parlamentos, sino de la elección del ralenti en algunas situaciones y de la presencia de una partitura musical incidental que lleva a que el film se reconozca, en esta concepción del amor único, en la sublime realización de Wong Kar Wai, Con ánimo de amar. Sólo un hombre nos alcanza desde la expresión de un profundo dolor, del sentimiento de pérdida, que no sólo circunscribe una situación puntual, sino que se abre a la exploración universal del conflicto. ¿Cómo es la vida de alguien que siente que ya no tiene motivación para vivir, ya que no está frente a él su ser amado? Tom Ford nos conmueve desde la elección de sus actores, desde la escena repetida de la propia figura de George, en su desnudez, flotando en el agua. La cuidada ambientación del film, propia de su director, en algún momento nos aleja del conflicto. Esas voces de Etta James nos abriga mientras canta Stormy Weather e igualmente Jo Stafford fascina con su versión de Blue Moon de Rodgers y Hart, en ese encuentro bautismal de la historia de amor. Ahora, en el presente, vivo dolor, volverá a cruzarse con alguien. Los días por venir parecen verse desde una puerta entreabierta.
Estrategias de una niña para crecer Ambientada a finales de los 70, la película cuenta la historia de una chica que comienza el secundario, y es objeto de burlas. Su familia es poco convencional y ella aprenderá a construir sus puentes a la adultez a partir de la amistad. La relación de los niños y adolescentes con el mundo de los adultos, en lo que hace a sus frágiles vínculos, encuentra una larga tradición en el cine francés; continuada hoy en esta cinematografía y en la que caracteriza a los hermanos Dardenne, de origen belga. El film que se ha estrenado esta semana, que parte de los propios apuntes biográficos de su realizadora, Stella participa de la herencia y modos de ambas cinematografías y se conecta particularmente con aquel film emblemático de la Nouvelle Vague, de fines de los 50, Los cuatrocientos golpes, del siempre presente Francois Truffaut. Como en el film de Truffaut, obra que saluda al cine de los neorrealistas en el nuevo espacio de las transformaciones del cine de aquellos años, el relato va incursionando tanto en el medio familiar como el escolar. Y como en este mismo film, sus protagonistas se permiten construir algo diferente al medio que no los comprende, a través de la visión de films y de la lectura. Así el puente que se da entre ambos films entre el personaje de Los cuatrocientos golpes, Antoine Doinel (que merecerá todo un capítulo Dickensiano) y el de Stella, esta preadolescente de once años, nos lleva a transitar el puente que reconoce el nombre de Balzac. Stella se mueve entre dos mundos reglados por pautas y comportamientos que no llega a comprender, que no la reconocen desde sus propias inquietudes. A fines de los años 70 transcurre esta historia, páginas autobiográficas, que nos son narradas desde el propio punto de vista de la protagonista, con una cámara que siempre la acompaña, que describe a los demás, como lo señalan los films de Truffaut, sin juzgar conductas, evitando separar territorios respecto del bien y del mal. La vemos a Stella ingresar a la escuela secundaria, en un medio en el que ella será progresivamente descalificada y en la que no encuentra más que autoritarismo y violencia por parte de sus docentes. Salvo en una profesora que le abrirá ventanas a sus soñadas perspectivas de vida. En el espacio de la escuela, en el que la mayor parte de los niños observan una vida marcada por mandatos y rutinas, Stella no es aceptada por sus pares. Pero sí se conectará con la hija de exiliados argentinos, de origen judío, con quien podrá remontar su propio vuelo. Ante los films con Marlene Dietrich, que se transmiten en un aparato de televisión de pequeño formato, Stella anima sus propias fantasías desde el glamoroso blanco y negro, brindado por su mentor Josef Von Sternberg. Stella ve estos films en altas horas de la noche, en su propio ámbito doméstico, extensión de ese bar que define como hogar, frecuentado por una galería de personajes de particulares conductas; entre los cuales, ella, soñadora, sensible, se conectará con la soledad y melancolía de uno de ellos, Alain, rol que interpreta, en su participación última para el cine, el hijo de Gerard Depardieu, Guillaume, antes de morir. Stella tiene en su habitación una suerte de altar de imágenes de Alain Delon: sueña con él, en esa etapa de la vida en la que se comienza a incursionar en otras emociones. Y sí, Stella se atreve ahí donde sus padres están marcando una imposibilidad, donde se frenan por sus propios temores, en donde ya han fijado sus límites. Al ver Stella, en más de un pasaje, pensaba en La culpa es de Fidel, el film de Julie Gavras, la hija del director de tantos films críticos sobre aspectos tan polémicos de las sociedades de nuestro tiempo. Allí están los años 70, el punto de vista de una niña, las resonancias de los hechos latinoamericanos, las contradicciones que van surgiendo a diario, los diferentes modos de percepción de los otros. En Stella, igualmente, hay un contraste entre los modos de vida de la gran ciudad, París, y el espacio provinciano del norte, en donde Stella visita a su tía y abuela y en el que una amiga espera. Porque es la Amistad, sí, con mayúscula, en su periplo, lo que realmente es destacado por la realizadora como el gran punto de apoyo en el que el relato permite que la propia protagonista vaya construyendo su identidad. En esta dirección, Miguel A. Coca, psicólogo, señala: "Creo que lo más relevante es ver cómo Stella tiene una percepción de una realidad muy profunda, a pesar de que la mayor parte de los adultos no lo comprende así". La voz en off de la protagonista, que atraviesa y une los distintos puntos del relato, nos hace llegar sobre aquello que sí conoce: las reglas de juego, el juego en sí mismo, los pasatiempos y escaramuzas del mundo de los adultos. Pero igualmente las letras de las canciones de amor. Y en este sentido es más que significativo que en dos oportunidades se escucha, en versión integral, el tema tan exitoso de aquellos años 70, Ti amo, en la voz de Umberto Tozzi. Poco a poco, descubrirá el mundo de los libros y su ingreso a esta morada la llevará a sorprenderse con su revelación. Su mirada, acuerda Alejandra Lille, "no excluye a los padres, aprende con su familia desde lo que su familia puede brindar, aún en su omisión. Su mirada rescata los afectos: en el bar, en la escuela. Su forma de escapar a la indiferencia de algunos es a partir de la construcción de un espacio de amistad. Desde la amistad misma proyectará su propio camino de aprendizaje". Esta apreciación es compartida por Miguel A. Coca para quien "esa relación que se inicia con la hija de exiliados, Gladys, cuyo padre ha publicado una obra respecto de esa etapa de la vida, le permite a Stella descubrir otra forma de compartir". Jean Cocteau, Honoré de Balzac, Marlene Dietrich y tantos otros. Alain Delon y Umberto Tozzi. Y una amistad que abre puertas, tal como el epílogo del film lo destaca, a través del juego, las confidencias, las travesuras y los secretos contados a media voz. Y nuevamente Truffaut. Podemos pensar que Stella y Antoine Doinel, pese a diferencias de años, compartir el mismo banco del aula. O tal vez, ahora, la misma mesa de café.
Parábola sobre fanatismo y violencia Considerada por su director "una obra contra cualquier uso perverso de ideas corruptas", la película cuenta en blanco y negro, a la manera de una crónica, la marca de conductas severas, autoritarias, de dogmatismo religioso y reprimidas. En el Festival de Cannes de 2009, en el que el realizador Alain Resnais recibió el "premio especial por el conjunto de su carrera" y en el que se dio a conocer su último film Las hierbas salvajes, el máximo galardón, la Palma de Oro le fue asignado a La cinta blanca, de Michael Haneke. Tiempo después, y ya en los umbrales del premio Oscar, el film fue seleccionado para representar a Alemania para competir en el rubro "mejor película extranjera". La continuidad de esta historia es de público conocimiento. Sabemos que La cinta blanca fue una de las favoritas por parte de los que integraban el jurado; pero finalmente, le premio lo recibió el muy controvertido, aunque igualmente muy ovacionado, film de Juan José Campanella, El secreto de sus ojos. Desde estas básicas consideraciones el lector podrá inferir acerca de los criterios que finalmente triunfan en el mundo de la industria del cine estadounidense: mientras el film de Juan José Campanella decidía cerrar, desde la voluntad de su protagonista, literalmente, las puertas del horror de lo que acababa de presenciar en una alejada finca en la que se estaba llevando a cabo una acción por mano propia; el film de Haneke nos propone indagar en los silenciosos y alarmantes pliegues de un pasado que dará a origen a una de las manifestaciones más abominables del totalitarismo del siglo pasado, cuyas consignas y sombras aún permanecen agazapadas. Podríamos tal vez considerar, desde algunos aspectos, a La cinta blanca como una relectura de lo que el genial Ingmar Bergman nos proponía en su incomprendido film de los 70, El huevo de la serpiente, cuya historia transcurría en Berlín, a lo largo de una semana de 1923; época atravesada por persecuciones, una alarmante desocupación, picos inflacionarios y proliferación de mercados negros. Ahí, detrás de la escena, el movimiento nacional socialista actuaba con su peligrosa astucia, moviendo los hilos de fuertes sentimientos nacionalistas y promesas de un renacimiento y de fe en el mañana. Como se puede seguir de cerca a través de algunas canciones, en el admirable film de Bob Fosse, Cabaret. A diferencia de El huevo de la serpiente, el film de Haneke transcurre en un pueblo de Alemania del Norte en los días previos a la Primera Guerra Mundial. En ese espacio, retratado por medio de una serena fotografía en blanco y negro, que parece transmitir la idea de un mundo ordenado y armónico, algo extraño, sospechoso, comienza a manifestarse. Desde la voz en off de un hombre ya maduro que recuerda, cuya voz va proyectando con sus propios estados de ánimo el acontecer de aquellos días en los que cumplía función docente, como maestro del lugar, La cinta blanca va mostrando, en principio, a la manera de una crónica, los distintos hechos que se comenzarán a suceder allí, en ese espacio, marcado como en los films de Bergman, por conductas severas y autoritarias, dogmáticas en el orden de lo religioso, reprimidas e hipócritas. Una sociedad que no tolera el mínimo error, una comunidad que tras sus canciones celestiales, no se permite perdonar. El título del film alude a una suerte de insignia y emblema, ligado no sólo a la pureza e inocencia, sino también a lo que se debe llevar ante la culpabilidad de una falta, hasta poder recuperar un estado de arrepentimiento y purificación. En el film de Michael Haneke, de quien destaco particularmente Caché (Escondido) con Daniel Auteuil y Juliette Binoche, el transcurrir de los días se sostiene en una voz, que pausada y dolorosa, ayuda a construir un relato distanciado, por momentos hierático, en el que todo parece que va a estallar desde una violencia subterránea, contenida. Retrato de una sociedad enferma, que maquilla su perversión en aparentes normas de convivencia y de sagrados rituales, La cinta blanca va describiendo un micromundo, símbolo de una sociedad en descomposición en el que el desprecio, las vejaciones y sometimientos, la discriminación, van señalando la arquitectura de los sistemas despóticos y genocidas, en el que se debe excluir y eliminar al diferente, en el que no existirá punto de vista que se corra de una inalterable posición, en el que las relaciones de clase someten y humillan. Michael Haneke desde una perspectiva crítica inusual en el cine de hoy se atreve allí donde otros apelan al conformismo y al cínico olvido. Los protagonistas de esta historia no son algunos: las conductas de perversión alcanzan a todos los miembros de una comunidad, a todas las edades, a todos los roles, en un pacto de cómplice silencio y de una falsa garantía de estabilidad. Desde un rigor narrativo que nos recuerda a las novelas tradicionales, por su armado, por la construcción de situaciones, el film explora la violación de una ética y apela a una actitud crítica sobre la responsabilidad individual y social. Desde su mirar hacia el pasado, La cinta blanca nos mueve a reflexionar sobre los comportamientos de hoy y todo el relato se va construyendo como una parábola sobre el fanatismo y la violencia, a partir del funcionamiento de arbitrarias leyes sociales, que relegan al individuo a un permanente estado de resentimiento y de culpa. Originalmente, La cinta blanca fue pensada como una miniserie, pero por razones de financiamiento no pudo llegar a ser. En el momento inicial del guión el nombre que había pensado su realizador era La mano derecha de Dios, ya que como señala Michael Haneke: "Una vez que pequeños protagonistas han absorbido las consignas de la vida de sus mayores, las aplican con el mismo rigor. Por eso no considero que La cinta blanca sea sólo un film histórico sobre el nacimiento de las ideas del nazismo, sino una obra contra cualquier uso perverso de ideas corruptas".