Una historia de sentimientos nobles y soledad Éramos pocos espectadores en la noche del viernes, en la segunda y última función de ese día. Allí, en esa pequeña sala, no éramos más de veinte. Y la situación parecía reflejar lo que nos mostraba la pantalla. Frente a nosotros, en un pequeño teatrillo, el personaje de ese mago, Tatischeff, hombre de mediana edad, con ese parecido tan particularmente cercano a Monsieur Hulot, desplegaba su ingenio frente a una platea semivacía. Sólo estaban allí una abuela y su nieto. Tras aquella maravilla que vimos a principios de este nuevo siglo, Las trillizas de Belleville, y de uno de los episodios de París, Je t'aime animó la letra de un guión guardado del gran creador Jacques Tati, Nº 4, que le fue confiado con cierto recelo al realizador por la propia hija reconocida del director. Hay toda una leyenda de tramas secretas y amores negados detrás de esta historia, que tiene mucho de melodrama sublime y que nos lleva hoy a disfrutar, mágicamente, de este prodigio fílmico. A diferencia de los dibujos animados de hoy, El ilusionista no se promociona desde la truculencia, ni efectos especiales, ni formato y proyección 3 D. Por el contrario, reconocemos las imágenes como si estuviésemos leyendo libros de cuentos antiguos, con sus figuras troqueladas, con esa pátina de tintas, de luces y sombras, de colores que se refugian en cajas de acuarelas. Sorprendente es el film de Sylvain Chomet para quien firma esta nota. Nos reencuentra con una historia de sentimientos nobles y soledad; nos hace participar de ese perfume de melancolía que se expande en ese forcejeo entre el ayer y el hoy. Parecería que en nuestro mundo actual, como en el del personaje, ya no hay lugar para los magos y los sueños. Iluminado por citas cinéfilas (los zapatos rojos que nos llevan al mundo de Oz, la proyección de una escena de Mi tío del propio Jacques Tati), el film de Sylvain Chomet está ambientado a mediados de los '50, cuando ya los grupos de rock preanunciaban a los nuevos conjuntos musicales y poblaban los escenarios. Cuando ya los magos, ilusionistas, artistas de varieté, comenzaban a ser marginados por los propios empresarios y el público. De París a Edimburgo, viajes en tren y en barco, cielos azules grisáceos, y las incesantes lluvias; historia de otro encuentro: el del mago Tatischeff con una joven huérfana, silenciada, llamada Alice, a quien el artista le brindará su cariño paternal y le abrirá otras puertas. Entre la nostalgia y el tierno humor, El ilusionista revisita aquel cine artesanal que hizo soñar a tantas generaciones. A aquel maestro de la comedia que fue y es Jacques Tati, cuyos gestos, actitudes, forma de caminar, vuelven a proyectar a Monsieur Hulot en la pantalla de los sueños. Y a la magia como acto de fe, tal como nuestro siempre presente Jorge Luis Borges la redescubre en su inmortal cuento La rosa de Paracelso.
Poco más que la estética del videoclip La película lleva a añorar los clásicos realizados a partir del texto de Oscar Wilde. Allí donde el escritor ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos, el nuevo film apela a la yuxtaposición. A sesenta y cinco años de su primera versión en el cine, la célebre novela El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, cuyo prólogo es toda una declaración de principios sobre la moral y el arte, sobre la creación y los perfiles de la crítica, nos encontramos con un film que transita por los terrenos reconocibles de la era victoriana y con una relectura de su realizador, Oliver Parker, que pone en juego, igualmente, las figuras de la proyección y del desdoblamiento, propias del Robert L. Stevenson del El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Fue a mediados de los años cuarenta cuando Albert Lewin dio a conocer por primera vez en su propio país, en esa misma Inglaterra que había condenado y expulsado a Wilde, una primera versión de El retrato de Dorian Gray que es toda una lectura crítica sobre los comportamientos conformistas, sobre la relación del placer con el paso del tiempo, sobre un casi pacto fáustico sobre la eterna juventud. En esta primera transposición al cine (se puede hallar en DVD) que cuenta con las actuaciones de George Sanders, Peter Lawford, Hurd Hatfield, y una muy joven Angela Lansbury, ya están presentes los aspectos ambiguos de la paradigmática obra de Wilde, respecto de la belleza y el hedonismo, sobre el deseo, el amor y la sexualidad. El film, hoy particularmente revalorizado, sólo mereció un Oscar en el rubro "mejor fotografía", a cargo de Harry Stradling. Y ya en el inicio de la década del 70 el director Massimo Dallamano estrenó su particular, mediocre y olvidable versión interpretado por el actor fetiche de Luchino Visconti, Helmut Berger. Aquel film se conoció en nuestra ciudad en el cine Monumental. La lectura que hace Oliver Parker, en esta nueva versión, y que se ve precedida por sus films notables también basados en la obra de Wilde, tales como Un marido perfecto y La importancia de llamarse Ernesto, nos lleva a añorar el film de los 40 y a tener presente la particular biografía que logró Brian Gilbert, con su film Wilde, estrenado en 1998, con la destacada actuación de Stephen Fry en el rol del autor. La figura de Wilde, por otra parte, ya había sido motivo de otros films, tales como Los juicios de Oscar Wilde, de Gregory Ratoff de 1960, con el protagónico de Robert Morley y El hombre del clavel verde de Ken Hughes, con la labor protagónica del siempre recordado Peter Finch. Sobre "El amor que no se atreve a decir su nombre" mucho se ha escrito, novelizado y teorizado. Sólo en pocas ocasiones en el cine esa particular ambigüedad que sienten algunos personajes de Oscar Wilde se ha hecho presente a través de un planteo cinematográfico. En el nuevo film de Oliver Parker, de formato posmoderno, se juega una estética del exceso, un cruce, simultáneamente, entre aspectos de su obra en lo que hace a la trama argumental y personajes y en un reconocible modelo de thriller gótico de hoy, de cine fantástico de terror. En tal caso, es el personaje de Colin Firth el que habla a través de las citas irónicas de su autor y es el joven Dorian Gray, interpretado por Ben Barnes, el que aporta esa sensualidad andrógina, encarnada en esta nueva imagen del mito de Narciso. Pero es, particularmente, el personaje de Basil, interpretado por Ben Chaplin, el pintor, el que al igual que en la primera versión, genera, silenciosamente, ese susurrar callado de lo que se oculta y no se atreve a expresar. En tal caso, los que se acerquen al film desde una óptica que pretenda recuperar a Wilde, su universo, su filosofía, sólo podrán encontrar aquí ecos de toda una época y algunas frases dichas al pasar. En otro plano, Oliver Parker apostó a la yuxtaposición y formato tipo videoclip en lo que hace al montaje, allí donde la mirada de Wilde se detenía. Allí, en ese mismo lugar, donde el deseo y la sexualidad abrían espacios de interrogación. En ese mismo renglón en el que Wilde ponía en juego la dimensión del arte, la pasión creadora y la presencia de los cuerpos. Donde los límites se borroneaban y se expandían la fascinación y la sospecha.
Por encargo, y sin emocionar Basada en tres historias paralelas de personas que sufrieron experiencias traumática, relacionadas con la muerte, la película del director de Río místico recurre a artificios narrados con solvencia, y construye un final previsible. De las figuras del cine estadounidense Clint Eastwood es uno de los contados exponentes que reúne en sí las profesiones de productor y realizador, guionista y creador de la banda sonora, actor y aún hoy galán para una cierta platea. A sus ochenta años sigue pensando en un próximo proyecto. Y en su larga trayectoria, que nos lleva a los años de los spaghetti westerns de los 60, encontramos numerosos films que marcan no sólo caracterizaciones diferentes en la construcción de personajes sino en proyectos fílmicos absolutamente disímiles. Una de sus más fanáticas biógrafas, considera que Clint Eastwood define: "al típico geminiano, al que desconcierta, al que nos sorprende por sus continuas máscaras, al que participa de una continua operación de desdoblamiento". Acérrimo defensor de la política republicana, Eastwood, no obstante es autor de una serie de films que miran con virulencia crítica la esquizofrenia del sistema estadounidense, tal como se juega en uno de sus más personales films, Río Místico y es al mismo tiempo un realizador que, desde su condición de autor, se permite interrogar a los falsos pilares en lo que se sostienen los conceptos de imperio y potencia, llegando a desmitificar a aquellos atributos fordianos de valentía, honor y patriotismo. Clint Eastwood me sorprende y me desconcierta. Me movilizan algunas de sus historias, me irritan otras. Tal vez sería importante aquí transcribir opiniones valorativas y enfáticas sobre algunos de sus films. En tal caso, cada lector ya estará pensando en las suyas. Al entrar al cine, en compañía de amigos, para ver este su último film Más allá de la vida inmediatamente pensé en títulos similares como Más allá de los sueños, aquel film con diseño escenográfico de Eugenio Zanetti, que transforma la otra dimensión en como una empastada y fluorescente incursión al más allá, con banda sonora fuertemente edulcorada y con estridentes golpes de efecto. De igual manera, me vino a la mente la imagen final de Gran Torino, cayendo el personaje de Eastwood con los brazos en cruz, la cámara sobrevolándolo y ese dejo de culposa redención; tal vez respecto de tantos films de violencia que el mismo Harry el sucio, interpretó. Con todo este peso es que entré a la sala. Más aún, ya en los títulos iniciales sobresalía en carácter de coproductor ejecutivo el nombre de Steven Spielberg. Y una vez más, volví a sospechar. Lo que sigue podría llamarse "Crónica de una decepción". Algo que corroboré más tarde cuando recibí la información acerca de que los órganos oficiales del Vaticano habían saludado con beneplácito estos dos últimos films. Claro está una vez Eastwood se me presentaba escindido desde su ajustada modalidad narrativa, que me remite a cierto cine clásico, y a su tono de aburrida complacencia respecto de lo que allí se está narrando. Mi conclusión antes de terminar la nota: este sí es, para quien firma esta crítica, "un declarado film de encargo". Esta apreciación que puede sonar terminante, de ninguna manera pretende dejar de lado lo que reafirma su oficio narrativo y su conocimiento de los géneros. Producida igualmente por quien está en la base de E.T. y Benjamin Button, Kathleen Kennedy, el film de Eastwood va más allá de los típicos productos New Age del cine de los últimos años. Y si logra este plus es, básicamente, porque detrás de la cámara está un hombre que se identifica con el mundo del cine y que representa, desde su figura de ícono, ese cine que sigue gustando por igual al gran público y que despierta admiración en el campo de la crítica. Recordemos, en ese sentido, que en los últimos diez años numerosos festivales internacionales han ofrecido en la noche de inaugural algunos de sus films. El film de Clint Eastwood, Más allá de la vida, que ya desde el título nos lleva a ubicarnos en otro espacio, en otra dimensión, describe situaciones que competen, en latitudes geográficas diferentes, a tres personas afectadas por espacios lindantes con situaciones límites. El film pretende, para mí sin lograrlo, abrir interrogantes, pero, lejos de ello, los maneja con familiar convencionalismo reparador. Y para lograr su ambicioso objetivo, de experiencias riesgosas y supuestas incertidumbres, apela a un modelo estructural ya en parte agotado: el de que sus personajes al final de la historia, partiendo de geografías diferentes, se encuentren en una misma situación, en un nuevo acontecimiento, en una insistencia de resolución. San Francisco, París y Londres, tres (o cuatro personajes básicos) afectados por situaciones traumáticas movilizadoras y lamentablemente, un guión que aplasta lejos de generar dudas y llevarnos a nuestras propias reflexiones. En esta oportunidad Eastwood filmó un guión de Peter Morgan, autor del libro cinematográfico de La reina, celebratoria realización de Stephen Frears. Si algo me propuse a la salida del cine, tras haber experimentado un sentimiento de enojo por tanto previsible y conformista The end, fue tratar de repensar el film. Y lo que ahora surge, cada vez más con mayor nitidez, es que Eastwood realizó un montaje con situaciones de films cuasi dramáticos, con films de catástrofe (véase la secuencia del tsunami, despliegue de los grandes estudios), notas de actualidad social y política mediante la presencia de atentados terroristas (añoro London River), historias dickensianas del lado inglés en la vida de los hermanos (tal vez, para mí, lo mas logrado del film) y desganadas impostaciones sobre el don de la videncia. Todo ello, sin olvidar el toque spielbergiano de un film como Always, en los que hace a las figuras fantasmales de ese túnel luminoso y borroneado que nos lleva a otra dimensión. Destaco sí las composiciones musicales del propio Eastwood, el haber elegido ciertos pasajes operísticos y particularmente la historia ambientada en Londres, con algo del Oliver Twist de Polanski y del universo domestico de Preciosa. Pero pienso ahora en el próximo proyecto del realizador: su perfil biográfico sobre ese contradictorio, camaleónico personaje que fundó el FBI, Edgard J. Hoover. Y será DiCaprio quien asuma este desafiante rol.
Historia de amantes que se animaron Como lo supieron hacer Ettore Scola y Mario Monicelli, el film pone el amor y la vida cotidiana en un contexto político y social opresivo, como el que vive Italia. Ese amor prohibido abre la puerta para redescubrir el erotismo. Para quien escribe esta nota, y ciertamente para muchos más, el reencuentro con el cine italiano de hoy es todo un hallazgo y un hecho particularmente inusual en nuestra alicaída y poco ocurrente cartelera de estrenos cinematográficos. A pocos meses de su estreno en Italia, y de su presentación oficial en el Festival de Berlín, el estreno de Cosa voglio di piú nos lleva una vez más a reencontrarnos con cierto tipo de cine, de otras latitudes, en este caso Italia, que a partir de algunos realizadores ubica al cine en un espacio de reflexión en el que reconocemos algunos problemas de nuestro tiempo. De Silvio Soldini, realizador milanés nacido en el '58 que dio a conocer su primer largometraje a sus treinta años, ya hemos conocido dos de sus más aplaudidos films: Pan y tulipanes, del 2000, itinerario geográfico-sentimental de una ama de casa del sur que un día, un poco por equívoco y otro por destino, llegará a Venecia y allí conocerá a un sensible mozo de hotel que le ayudará a vivir otras emociones; y en el 2008, Sonrisas y lágrimas, retrato de una familia acomodada que ante la pérdida del trabajo de uno de sus miembros deberá adaptarse ahora a las nuevas necesidades económicas. El primero de ellos se estrenó en la sala de El Cairo estando en cartelera más de cinco semanas, mientras que el segundo se dio a conocer en una de las salas del complejo Del Siglo, cuyas puertas esperamos ver reabrir a la brevedad. ¿Será tal vez ese regalo de Navidad que esperamos los que amamos al cine? Si el lector de esta nota es un seguidor del cine europeo, la sugerencia es no esperar esa incierta segunda semana para acercarse a verla. Sabemos, por experiencia, que films como estos sólo permanecen no más de siete días en cartelera. Esperemos que continúe en cartel, y esto podría llegar a ser posible si la concurrencia lo habilita. Al volver sobre este más que recomendable film, señalemos que su título original, que afortunadamente no fue traducido en nuestro país, responde a uno de los versos que se repiten en una canción muy exitosa de fines de los 60 de Lucio Battisti, Anna. Y en la misma ya están planteados algunos aspectos que se pueden seguir en este film que redescubre un modo hoy un tanto ausente del erotismo, a partir de una historia de adulterio (preferiría llamarla de "loca pasión" para evitar todo tinte moralista) en un medio social y económico en crisis. Ambientada en su Milán natal, el film de Silvio Soldini explora el universo cotidiano, desde lo que está reglado, desde lo que va marcando ese repetirse de los días que no permite que (tal como el cine de Ferzan Ozpetek) cada uno exprese lo que realmente llega a desear. Desde esta caracterización inicial y a partir de un encuentro ocasional que se da en el propio ámbito laboral de ella, algo entre Domenico y Anna, más allá de la relación de ambos con sus respectivos cónyuges, Alessio y Miriam, esté por acontecer. Y al volver sobre el título, ya focalizando lo que se juega en el film, el mismo nos lleva a cierta pregunta retórica: ¿Qué más puedo pedir? Y esto es lo que ahora atraviesa particularmente a Anna, quien, junto a Domenico, en la escapada que él hace todos los miércoles, comenzará a vivir un mundo de matices cálidos y de ensoñación. La cita será en el motel, ese espacio en el que los cuerpos ardientes y entregados se reflejarán en fulgurantes espejos y en donde la palabra se vuelve hechizo y captura. Cada miércoles, Anna y Domenico ensayarán un nuevo acercamiento mientras el vínculo familiar de ambos se tiñe de tensiones y de mandatos de reconciliación. El film despierta interrogantes, marca cierta línea de intriga y nos aproxima a problemas que competen a las migraciones internas en una Italia en la que hoy observamos una pérdida de valores y principios; regenteada por un premier que participa de su condición de sultán y empresario corrupto, que desprecia las instituciones democráticas y humilla al ciudadano. El mismo que Nanni Moretti retrató en Il Caimano y que buscará un cínico "voto de confianza" en las cámaras parlamentarias el próximo martes 14. Algunos considerarán estas observaciones un tanto alejadas del comentario del film; pero en tal caso simplemente señalo que afortunadamente hoy (lamentablemente Ettore Scola no volverá a filmar y Mario Monicelli falleció semanas atrás) contados realizadores ubican ciertas temáticas familiares en el contexto de una sociedad que ve día tras día (como en tantos otros países europeos que marcan un viraje hacia políticas conservadoras) cómo se naturalizan ciertas perversiones gubernamentales. El encierro, aquel primer encuentro entre Anna y Domenico abre puertas hacia espacios que se dibujan entre escapadas y una fuga a Túnez. Será un nuevo itinerario que ambos recorrerán y que pondrán sobre el tapete de los sueños, dudas y temores. La composición actoral de ambos, Pierfrancesco Favino y Alba Rohrwacher, hoy reconocidos por su trayectoria profesional, otorgan al film una fuerza dramática plena de matices, que permiten captar las variables emociones. En Italia, al día siguiente del estreno, una de las críticas llevaba por título "Un film que se puede pensar como un sismógrafo de los sentimientos" y en notas centrales, otro titular destacaba "Nueva crónica de pobres amantes".
Sin prejuicios sobre el amor lésbico Con la brillante interpretación de Claudia Lapacó en su primer protagónico, junto a Virginia Innocenti y Claudia Cantero, la película se puede considerar "de personajes" y aporta frescura a un tema poco frecuentado en el cine nacional. Como si de una escena de la vida cotidiana se tratara, una recortada secuencia en la vida de una familia como tantas, el film de la guionista y realizadora Liliana Paolinelli nos ofrece un acercamiento que sólo en los últimos tiempos ha comenzado a liberarse de prejuicios, rasgos caricaturescos y personajes estereotipados. Y este es una de las notas relevantes de Lengua materna, film que focaliza su atención en un mundo de mujeres que oscilan generacionalmente y que subrayan particularmente una historia centrada en los vínculos, a veces silenciados, a veces resistidos, entre madre e hija. Desde un transcurrir que por momentos apela al humor y en otras oportunidades al efecto dramático, el film que hoy comentamos se puede definir como un "film de personajes" que tiende un puente con programas televisivos y en otras con los unipersonales teatrales. Desde este umbral inicial, podemos sí afirmar que el gran protagónico que logra Claudia Lapacó, quien hasta el presente no había sido tenida en cuenta para la pantalla grande, es el lugar de cruce de miradas y situaciones de los otros personajes. Su más que destacada actuación será ciertamente recordada en los días por venir y sus matices compositivos le permiten ofrecernos algunas secuencias en las que parece que, por su tono y actitud, abre un diálogo con nosotros, los espectadores. De cómo una madre en un sorpresivo instante llega a tomar conocimiento de la elección sexual de su hija, su amor por otra mujer, y de cómo ella misma comenzará a querer saber sobre el comportamiento lésbico. Allí, el film de Liliana Paolinelli va tomando un rumbo marcado por algunos tropiezos, otras tantas alegrías y nuevas emociones. Pero no sólo es el personaje de Estela el que domina la escena sino las respuestas de los otros, las que comienzan a entrar en juego. De esta manera, una de sus hijas, Ruth nos conduce a su pareja del presente, en quien se comienza a evidenciar una situación de crisis. Desde su más profundo deseo de conocer el universo de su hija, ella misma, en compañía de su más querida amiga, llegará a un bar sólo para mujeres. Y entre la ingenuidad y la expectativa, y por sobre todo el asombro, comenzará a darse cuenta de que entre su hija, ligada a una situación empresarial, y la pareja de ella, candidata en el escenario político, algo ya no está funcionando. Estamos ante un film de actrices. Desde una por momentos sublime Claudia Lapacó hasta las jóvenes mujeres que interpretan talentosamente Virginia Innocenti y de la cada vez más presente en la pantalla cinematográfica -afortunadamente-, Claudia Cantero, actriz rosarina. Estamos ante un film muy querible que mira hacia los que aún hoy siguen discriminando, expulsando, como se registra sobre el cierre del film. Pero tal vez sea un error considerar que esa discriminación, esa no aceptación, sólo se da en las personas de mayor edad. En el film se puede notar claramente cómo es la propia hija quien aún no ha podido aceptarse y de cómo es la propia madre quien está dispuesta a acercarse sensiblemente a su incertidumbre, a acompañarla en su camino. Frente ante una temática como las que nos ocupa, la de las relaciones lésbicas, el cine argentino en su largo recorrido sólo en muy contadas oportunidades ha podido dar cuenta de ello, teniendo en cuenta además que los inapelables sistemas de censura han respondido a las conductas de gobiernos dictatoriales. Desde mediados de los años 40, la cuestión de las diferencias sexuales, ha estado presente de manera velada. En algunos films, ya en el estricto plano del grueso humor, se veían personajes trasvestidos o mucamos afeminados. A principios de los 50, comienza a presentarse en ambientes carcelarios, con rasgos muy negativos, tal como en Mujeres en sombra de Catrano Catrini y Deshonra de Daniel Tinayre. Fugaz escena de lesbianismo encontramos en el prohibido film de Leopoldo Torre Nilsson, La tigra del 53 y en el 58 una situación similar en Rosaura a las diez de Mario Soffici, en relación con escenas del pasado de la protagonista. David José Kohon, siempre recordado, nos ofrece escena de este corte en uno de los episodios de Tres veces Ana, en un momento de una reunión de amigos y en el 64 René Mugica dirige El octavo infierno, ambientada entre rejas. En su último film Piedra libre, de 1976, Torre Nilsson incluye una secuencia amorosa entre Luisina Brando y Marilina Ross que fue motivo de persecución por el censurador Miguel Paulino Tato. En 1982, y a partir de Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Láinez, llevada al cine por tres realizadores podemos ver cómo el último episodio, El salón dorado dirigido por Oscar Barney Finn se presenta una escena de lesbianismo entre los personajes que componen Julia Von Grolman y Graciela Duffau. En el año 1984 se estrena Atrapadas de Aníbal Di Salvo, otra vez, de tono más subido, en una cárcel de mujeres, y en el 86, siempre dentro de este esquema, Emilio Vieyra dirige Correccional de mujeres, algo que repetirá Enrique Carreras en su film del 91, Delito de corrupción, En el 93, Raúl de la Torre dirige Funes, un gran amor, con escena pasional entre los personajes de Nacha Guevara y Andrea Del Boca. Será Lucrecia Martel quien desde su primer film La ciénaga recupere para esta temática otros valores y otros conceptos, seguida a lo largo de la última década por Santiago García, Diego Lerman y Mariano Mucci, entre otros.
Policial negro con todas las letras Protagonizada por un excelente George Clooney, la película tiene ecos del cine negro y también de los westerns de Sergio Leone al acercar el retrato de un hombre, que se va desdibujando en un borroso espacio de vacío existencial. A sus cuarenta y nueve años el nombre de George Clooney sigue siendo motivo de gran atracción entre los públicos de diferentes sectores. Igualmente, su figura ha sido definida en función de un concepto (que el actor rechaza) de galán y su vida privada hoy ha abierto un circuito de intercambio de breves notas que pueblan las pantallas de Internet. En este momento de su vida, el actor, sobrino de la reconocida y exitosa cantante de los años 50, Rosemary Clooney, presenta una extensa trayectoria fílmica que parte de fines de los años 80. Actualmente tanto él como el siempre crítico Sean Penn colaboran en proyectos humanitarios y las declaraciones de ambos revelan una fuerte y polémica actitud contestataria. En este momento de su vida, Clooney aceptó interpretar el rol de un asesino profesional en los días previos a su retirada; más aún, él mismo fue coproductor de este film que de ninguna manera se puede igualar a lo que a veces la publicidad despierta en el orden de las expectativas; ya que aquí estamos frente a un policial negro, de clima intimista y de perfil existencial, lo que nos lleva a pensar en algunos films que lo preceden del cine estadounidense y particularmente, tal vez, del cine de Jean Pierre Melvilla de quien elijo el texto de apertura de su film del 67, El samurai, interpretado por un abatido y ajeno Alain Delon: "No hay soledad más profunda que la del samurai, excepto aquella que la del tigre en la jungla". Y si pensamos en esta cita, si volvemos a la mediana edad de este personaje interpretado por George Clooney, quien puede transmitir por igual la comedia y el drama, como el film de aventuras, y si lo ubicamos en el espacio del género negro nos volvemos a encontrar ahora con esta historia reflexiva, que se interna en tiempos demorados, que pone el acento en una espera sin fin. George Clooney compone a este personaje, asesino por encargo, aún sin nombre, que sobrevuela fugazmente el encargo de un último plan, de una última operación, antes de retirarse definitivamente de la escena. De Suecia a Italia, de un lugar alejado del país nórdico, donde falla un plan, a un pequeño lugar de los Abruzos, pasando ocasionalmente por Stazione Termini de Roma y alrededores. Escondido, con otro nombre, y otra profesión, con su mariposa tatuada bajo el cuello, este hombre que pasea su mirada vagabunda por antiguos espacios está a la espera de una última indicación, mientras prepara y construye meticulosamente un arma que encontrará otro destino. Podemos pensar, quizá, que el mismo clima del film nos lleva a evocar aquellos westerns de jinetes solitarios que cabalgan entre desfiladeros y llegan a pueblos fantasmas. O establecer, tal vez, un nexo con el mismo espíritu nostálgico de los films de Sergio Leone, tal como en Erase una vez en el Oeste, del mismo año que El samurai. Y es que estando el personaje en un bar de este pueblito de los Abruzos, en el que ya se comienza a armar el preparativo de una procesión, ve algunas imágenes que se emiten por tevé del film de Leone, mostrándose en primer plano el rostro de aquel icono del cine, Henry Fonda. Americano como él, el personaje misterioso y anónimo del film que se ha estrenado esta semana, espera. Basado en la novela A very private gentleman de Martin Booth, El ocaso de un asesino es un relato que está construido, no ya por suma de acciones, sino por miradas y silencios, como podemos reconocer en algunos films de Clint Eastwood, John Huston y ciertamente en tantos films de la serie negra. Ya en este lugar soleado de la Italia central, en un pueblo casi escondido, el ahora fotógrafo sigue de cerca aquello que ahora definirá su otro nombre, un seudónimo, que estará enmarcado por su casi espectral presencia. Es en este lugar, de la región de Castel Del Monte, donde comenzará a acercarse al viejo cura del lugar, interpretado por el actor Paolo Bonacelli, una de las prostitutas, Violante Placido y un joven mecánico, rol que asume Filippo Timi, el protagonista de esta eximia obra de Marco Bellocchio, Vincere, en su doble rol de Mussolini padre e hijo. Se puede pensar el crescendo del film desde uno de sus componentes básicos en la estructura de la trama, desde la manera paciente, desde el diseño milimétrico, del armado, paso a paso, de un arma. Mientras tanto, se aguarda recibir una orden, y en la espera se confirman el peso de tantos secretos y del sentimiento de culpa. Mientras veía el film pensaba en algunos momentos de finales de la antológica obra de Michelangelo Antonioni, El pasajero, de 1974, ambientado en éste, su último tramo, en silenciosos parajes de la zona de Málaga. Pensaba en la inminencia de lo que iba a acontecer allí y ahora estaba frente a George Clooney, como Signore Farfalla, enfrentado a su propio rostro. Más que recomendable es el film de Anton Corbijn, este realizador holandés, autor de numerosos videos musicales. Más que destacable es la actuación de George Clooney, (como la del elenco en su conjunto) quien defiende su condición de actor dramático, en esta historia que pide disculpar algunas cuestiones de verosimilitud y que nos acerca el retrato de un hombre, que se va desdibujando en un borroso espacio de vacío existencial.
Muy lejos del tonto título en castellano El film por un lado se abre a cierta perspectiva satírica y lunática, sobre los comportamientos más conformistas de una sociedad. Y por el otro, se identifica con el melodrama, romántico e intimista, que cala en una historia personal. Engañoso título, así lo creo, es el que han adoptado lo distribuidores de nuestro país (tal como en Méjico) para el estreno de este tan esperado film, que sólo fue dado a conocer en Estados Unidos a fines de abril de este año, tras haber sorteado ciertos problemas de censura; fundamentalmente por el nombre propio del título original y en segundo lugar por la relación existente con un hecho real, ya que el personaje central del film aún cumple condena en una prisión en los Estados Unidos. Lejos de ser una comedia convencional, "Una pareja despareja" es un film que circula por dos ramales; por un lado la comedia que se abre a cierta perspectiva satírica y lunática, sobre los comportamientos más conformistas de una sociedad que, en su mayor parte, no puede tolerar cuestionamientos a sus propios funcionamientos institucionales. Y por el otro, y de manera simultánea, el film se identifica con el melodrama, romántico e intimista, que cala en la historia personal, en la biografía del personaje que asume, ma gis tral men te un sorprendente Jim Carrey. Cercano al film de Spielberg, "Atrápame si puedes", en relación con los comportamientos escurridizos del personaje que compone Leonardo DiCaprio, "I love you Phillip Morris" nos ofrece el retrato de un nombre que, a partir de una secuencia inicial en la que se van trazando sus conductas según Dios y la sociedad mandan, poco a poco, y desde cierto rechazo y accidente posterior decide asumir esa condición que nunca fue novedad en él; la que lo define e identifica como un hombre gay, aspecto que nunca desconoció pero que siempre enmascaró; lo que lo llevó a adoptar conductas de un "respetado" hombre de familia, practicante de los preceptos religiosos, voz de un coro en la iglesia de su vecindad, servicial policía en pos de la restauración de un casi inmutable orden providencial. Ya desde el inicio, este film de caracteres nos va presentando a un hombre que debió, por decisión propia, por temores, por mandatos, por miedo, a ser rechazado una vez más, adoptar numerosas máscaras, en la que sonreír siempre era su más atenta consigna. Todo ello en el film está narrado desde una situación Terminal por una voz en off, que nos trae, en cierta medida, a la del propio Steven Russell, de la vida real, a partir del libro publicado por un periodista de Texas, el estado que identificó al gobierno de Bush, por su fuerte y dominante presencia conservadora, por sus discursos a favor de la pena de muerte y de sus ataques discriminatorios dirigidos hacia la comunidad homosexual. Pero no son estas las únicas máscaras que el personaje construye para sí. A partir de un hecho, puntual hecho que pone en crisis y derriba sus falsos diques, nuestro personaje decide romper, un día, ese día, todo aquello que lo ubicaba, falsamente en un convencional concepto de amor. A partir de aquí, y de acciones posteriores que lo llevarán a situaciones que rompen con el marco de la ley, será progresivamente, abogado, contador, empresario, y en algunos momentos presidiario. Pareciera ser que en esta suerte de transformismo giratorio, una rueda imparable, desata una serie de reacciones en cadena, mediando, ahora sí de manera pausada, lo que será el encuentro con su verdadero y declarado amor. Todo ello empujado por el amor, ese amor que aún espera cristalizarse, ese amor que se despierta en un flechazo, estando él en prisión. En Italia, el film que mereció elogiosas críticas se dio a conocer con el nombre de "Colpo di fulmine", algo así, y en este contexto, como flechazo. Lamentablemente, en este país el personaje de Ewan McGregor sólo figura en un segundo plano en el afiche y en el de Estados Unidos directamente está ausente. Film que puede definirse como una comedia dramática sentimental, "I love you Phillip Morris" nos presenta a un Ewan McGregor que se diferencia de los otros compañeros de la prisión. Tímido, reservado, volcado a la lectura su personaje del ahora bienvenido Phillip Morris pasará a ser el único motivo auténtico en la vida de Steven R. Quien en su permanente estar agradecido, llevará a que mediante conductas camaleónicas le alcance, pese a los riesgos, y el borrar ciertas fronteras, legales, tocar el cielo con las manos. Doloroso tránsito es el que debe asumir Steven R. Ante cada nuevo acto de escapismo y de fraude, de encarcelamiento y juicio posterior, deberá echar mano a otro ardid, de otra estrategia. Su vida es una permanente fuga, pero que lleva, siempre, a los brazos de su amado. Con él intercambió cartas, bailó en el interior de la celda, compartió silencios y risas. Admirable, ahora, el encuentro de ambos y momentos posteriores en un espacio tironeado por múltiples intereses ajenos y marcados por un permanente estar fuera de la ley. Jim Carrey despliega aquí el conjunto de todos sus movimientos extendidos hacia los cuatro puntos cardinales. Con su personaje que se ubica cerca de los dibujos animados, que saluda a tantos perfiles creados por el propio Jerry Lewis, quien, por otra parte, lo celebró en más de una oportunidad, y su densidad dramática que habla de su ilimitada capacidad compositiva (en otro orden, uno puede pensar en Peter Sellers, siempre amado) vivirá junto a ese tal compañero de prisión Phillip Morris una única oportunidad de sentirse reconocido por lo que siempre fue y ahora ha aceptado. Melan cólico, hiperactivo, de reacciones a veces violentas, su personaje de Steven Russell es toda una lección actoral, que transita desde la carcajada hasta la humillación, de sentirse plenamente vivo y heroico hasta orillar el límite de la desesperación y la muerte. La voz en off del personaje de Steven R. nos va llegando cada vez más profunda. Matizada con notas humorísticas, su tono y volumen va registrando el ritmo de las acciones. Como asimismo el palpitar de su propio corazón, que se acelera y al mismo tiempo se suspende cuando ve por primera vez, lo descubre, a quien será el amor de su vida, un tal Phillip Morris.
Un policial claramente inconformista El film plantea en un espacio de tensión in crescendo y la necesidad de reflexionar sobre toda forma de violencia. A partir de declaraciones, testigos, incertidumbres y sospechas, el espectador va participando de un desplazamiento de puntos de vista. En su ópera prima, tras haber trabajado como asistente de dirección en algunos films de Marcelo Piñeyro, Miguel Cohan, cuyo guión fue escrito junto a su hermana, nos ofrece un auténtico "policial negro", de esos que saludan a tantas obras de la historia del cine, que coloca a sus personajes en ambientes opresivos y en los que las sombras pueblan la pantalla, sean estas de manera literal o metafórica. En "Sin retorno" ya desde el título se nos ubica en un entramado juego de acciones que se van enmascarando continuamente, a partir de una coartada. En una Argentina en la que a diario escuchamos y vemos noticias sobre hechos que no se adjudica nadie, sean individuos o bien instituciones; en un país en el que en nombre de jerarquías se hace abuso de autoridad; en este país en los que tantos, justamente, siguen apelando porque afortunadamente siguen creyendo en la justicia, los ecos de un film como "Sin retorno" se prolongan, continúan, más allá del final. Aún sin haber planteado la trama, puedo destacar el carácter de apelación y de interrogante que el film, contra todo conformismo, mantiene a lo largo de su narración. Ajeno a las fórmulas que caracterizan films como la multipremiada "El secreto de sus ojos", ya comentada en varias oportunidades, que terminan por legitimar un acto de secuestro, privación de libertad y tortura por parte de su personaje central, con quien el público tiende una sospechosa empatía a cargo del actor fetiche Ricardo Darìn; lejos de todo esto, "Sin retorno" plantea en un espacio de tensión in crescendo, la necesidad de reflexionar sobre toda forma de violencia. En su primera secuencia, "Sin retorno" va, presentando una serie de líneas que pronto se cruzarán en una trágica situación. A partir de declaraciones, testigos, incertidumbres y sospechas, el espectador va participando de un pausado desplazamiento de puntos de vista. El film nos lleva a escuchar las diferentes voces que están allí, en esa trama imbricada de ardides, de declaraciones falsas, de complicidades. "Sin retorno" va más allá de un caso particular, se interna en el laberinto mismo de la institución social. En esta dirección pensemos en el último film del tan cuestionado y perseguido, igualmente amenazado, autor de "El Rati Horror Show", Enrique Piñeyro, quien nos ha acercado un film escalofriante, no aceptado por el gran público. Film de denuncia, el film de Piñeyro; de alegatos. Film necesario. Lo que el espectador ya conoce de antemano es la posibilidad en "Sin retorno" de que se abran otras compuertas que llevan a colocar a un hombre al bordo del abismo y de la degradación. El film de Miguel Cohan, que se sostiene en un ritmo aquilatado, cuenta con las notables actuaciones, en primer término, de Leonardo Sbaraglia, Luis Machín y un joven Martín Slipak. Coproducción, y en tanto tal, encontramos no sólo el nombre de algunos técnicos españoles, al igual que del mismo productor, sino además la presencia de figuras actorales. Federico Luppi, de reconocible e identificable presencia en los policiales negros de Adolfo Aristarain, tales como "Tiempo de revancha" y "Ultimos días de la víctima", este último sobre libro de José Pablo Feinmann, representa en el film al padre la víctima, quien ahora ante la irrupción del fatalismo y de la tragedia, comienza a preguntarse. Es evidente que en un film como "Sin retorno" evidencia la lección de los grandes maestros del género, tales como Alfred Hitchcock, Robert Siodmak, Fritz Lang, Otto Preminger, entre otros. Y ciertamente, del mismo Aristarain. Una lección bien aprendida sobre la manera de involucrar al espectador, de mantenerlo en tensión, de abrir un espacio en el que se colocan puntos suspensivos. No hay en el film concesiones a finales felices, ni resueltos. Como otras tantas historias de vida que se representan en el cine y que no apuntan a tranquilizar de manera simplificada al público, "Sin retorno" vuelve a colocar el tan temido tema de la "justicia por mano propia" con las cartas y el arma sobre la mesa. Uno de los rasgos más relevantes del "cine negro" es que sus personajes no son lineales, ni de una única forma, de esos que terminan por poder etiquetarse en ese pendular dicotómico entre el bien y el mal. Al hablar de accidente callejero, son varias las figuras que comienzan a entrar en juego. Basta con leer las noticias policiales o bien recordar algún caso. La cadena de asociaciones se multiplica, por informaciones, por ese "yo ví eso aquella noche", por un "Sí, ese este, no cabe duda", y así podríamos seguir. Son varias las fojas que se inician como declaraciones, son numerosas las actas que se completan. En ese móvil que debería apuntar, en principio, a esclarecer un hecho y reconocer responsables, a veces, en algunas oportunidades, comienzan a emerger otros intereses que "Sin retorno" se atreve a desenmascarar. Pareciera que ese hecho trágico, que se ha cobrado una vida, aparece para algunos, y se manifiesta como tal, como una nueva y lucrativa oportunidad para no asumir un hecho o bien para obtener dividendos. Sobre la sombras de sospechas que se proyectan, aquí, "Sin retorno", el primer film de Miguel Cohan, abre un sensato y digno diálogo.
El río que separa y también conecta La realización se aleja de los escenarios de gritos y de sangre, para elegir una modulación que da cuenta de los tiempos interiores, de la capacidad de los primeros planos para transmitir la ausencia, de acercarse al dolor de la muerte. A un año y medio de su presentación en el Festival de Berlín, en la que obtuvo el premio al "mejor actor" y el "premio especial del jurado", London River de Rachid Bouchareb, su segundo film, mira hacia otro de los hechos trágicos que marcan el principio de este nuevo siglo, en relación con atentados terroristas que nos llevan a replantear el funcionamiento de las sociedades en el marco de las conductas fundamentalistas, que arrasan, que aniquilan, la vida humana. En el film que hoy comentamos, que se ha estrenado sin repercusión alguna, la acción abre en julio del 2005. En el día 7 de ese mes y de ese año, cuatro bombas estallaron en el centro de Londres a las 9 de la mañana, en un espacio público, en esa hora pico en que los medios de transporte se ven poblados por una inmensa oleada humana que se dirige a sus respectivos lugares de trabajo. En ese ámbito poblado por tantas vidas y tantos sueños, más de cincuenta personas fallecían y setecientos permanecían heridos. Es en ese después en el que Rachid Bouchareb, junto a los coguionistas, ubica los planteos de este film que nos lleva, necesariamente, a recordar tantos otros hechos marcados por una febril y creciente violencia. Podemos pensar en esta dirección en el más necesario film colectivo, 18 J integrado por diez episodios que llevan la firma de diez realizadores argentinos, quienes, desde diferentes perspectivas, parten del trágico atentado a la AMIA. En su primer film, no estrenado en nuestro país, Outside the law, Rachid Bouchareb, de origen magrebí, va representando a través de historias particulares, y con parte del elenco de London River, diferentes episodios desde fines de la Segunda Guerra Mundial hasta la independencia de Argelia, pasando por la represión desatada por la policía francesa contra los inmigrantes obreros en octubre del 61. En esta línea, pero desde otro ángulo, Bouchareb elige contar el trágico hecho de 2005, desde el cruce de una orilla a otra, sea de Francia a Inglaterra o bien de una isla de Guernsey al centro urbano de Londres. Y es que London River, título que afortunadamente ha permanecido en nuestro país en el momento de su actual exhibición, no es sólo un nombre, es un recuperar la naturaleza simbólica del mismo río, en lo que hace a lo que une y separa, a lo que aleja y acerca, a lo que nos lleva, por igual, a trazar un puente imaginario. A partir del horroroso hecho de julio del 2005, veremos como rostros anónimos deambulan en busca de sus seres queridos. Notas periodísticas, inciertas informaciones televisivas, carteles que piden dar cuenta de paraderos, fotografías de rostros en las paredes acompañados por números de teléfonos de familiares, espera de alguna llamada. En esta atmósfera de expectativas y pesadumbre, una mujer de cierta edad, que vive volcada a las tareas campesinas, al cuidado de sus asnos, de religión protestante, entrará en contacto, involuntariamente, con un hombre mayor, llegado de París, de religión musulmana, de piel negra, con su largo cabello trenzado, de mirada profunda y brillante, de gestos serenos y amables, con la mano tendida. Lejos, muy lejos de precipitarnos hacia los escenarios de gritos y de sangre, el film de Rachid Bouchareb elige una modulación que da cuenta de los tiempos interiores, de la capacidad de los primeros planos para transmitir la ausencia, de manifestarse cercano ante tanto dolor. Ante su pausado modo narrativo, ante la fuerza de la elipsis que nos lleva a reconstruir el fuera de la escena, London River va planteando un recorrido que parte de la sospecha y el rechazo, acciones generadas por el desprecio al otro, al diferente, hasta llegar a un sincero diálogo por la vía de la unión en el dolor. Ambos, la señora Sommers y el señor Ousmane nos irán acercando a sus historias de vida; ambos han tenido que cruzar a la otra orilla, movidos por una similar búsqueda. Las figuras de los que ya no están se va reconstruyendo desde fotografías y queribles objetos. El nombrar a los ausentes lleva a la confirmación de lo irremediable y a otro conocimiento sobre la vida del ser querido. London River profundiza en las emociones sin torcer hacia un literal sentimentalismo, que a veces impide una reflexión más profunda. Film de caracteres, en un escenario herido y marcado por las pérdidas, London River de Rachid Bouchareb puede pensarse como un film que continúa la obra de algunos realizadores críticos -tales como Stephen Frears, Mark Herman, Ken Loach, entre otros- sobre la cuestión inmigratoria, la problemática del multiculturalismo y las profundas diferencias socio económicas. En el orden actoral, que evidencia un notable y a subrayar trabajo de composición, nos reencontramos con Brenda Blethyn, la sublime actriz de Secretos y mentiras y El jardín de la alegría y de Sotigui Kouyatè, integrante del teatro de Peter Brook, fallecido hace algunos meses.
Cuando la opresión toma la pantalla Ambientada en el Colegio Nacional de Buenos Aires, en 1982, la película basada en la novela Ciencias Morales, de Martín Kohan, se centra en una joven preceptora, reprimida, que entablará intrincadas relaciones con su superior y los alumnos. La mirada invisible no pudo, y esto merece más de una reflexión, rodarse en el propio interior, entre las paredes del mismo Colegio Nacional Buenos Aires. Una decisión oficial, emanada de las propias autoridades, llevó a que el pedido de filmación que se hiciera oportunamente fuera rechazado. Tal es lo que relatan las notas de producción sobre este bienvenido film que hoy, en este espacio de protestas estudiantiles, sale al cruce de ese intento por parte del gobierno macrista de identificar a los alumnos que algunos funcionarios vuelven a considerar como alteradores del orden público. El tercer largometraje de Diego Lerman escenifica esas conductas que tanto identifican a los espacios totalitarios. Ambientada en el año 1982, en esa fecha en la que tuvo la ofensiva fascista de Malvinas, el film, desde ese microcosmos que es la institución del Nacional Buenos Aires, que tantas páginas ha merecido por parte de literatos, describe y sigue de cerca los actos atentos y vigilantes, los indicios de sospecha, el control y el orden, impuestos de manera autoritaria. Las primeras imágenes del film ya nos ubican en este ámbito. En un espacio cerrado, en el que los alumnos guardan la llamada distancia entre uno y el otro, en ese silencio cortante que hiere inquietudes y lastima sueños, allí, el film elige ubicarnos frente a la mirada atenta y que acecha de una joven preceptora que amordaza desde su nombre hasta sus emociones, y encuentra en ese espacio la posibilidad de actuar sus propias represiones internas. Criada en un ambiente de mujeres, con ausencia de figura masculina, María Teresa, la joven preceptora, sobrevive en un mundo en el que se repiten los mandatos. Su longilinea figura, su silueta recta, su camisa abotonada que impide que un atisbo de exterioridad la acaricie. Sin embargo, ella, ligada cómplicemente al jefe de preceptores comenzará a experimentar algunas conductas que ponen de manifiesto la fuerza contenida de lo reprimido. Desde una cuidada y por momentos simétrica puesta en escena, que transmite el frío rigor de las órdenes institucionales que se multiplican en cada rincón, el film transita por una zona glacial conforme a la ausencia de sentimientos. En tal caso, allí están el acecho y la perversión, el contacto de María Teresa con su superior, Biasutto, que someterá a la joven de cabello recogido a un compulsivo acto violatorio. Al Nacional Buenos Aires se lo llama "El Colegio" y sin embargo, más allá de que por sus aulas pasaron nombres de las ciencias, de las letras, de la política, hay algo que el film de Diego Lerman se atreve a desocultar. Y es que portar cierto nombre es algo que se sostiene a través de un normativo sistema férreo de actitudes. Por lo general, aquellas escuelas que plantearon algo diferente, que tuvieron vocación experimental y decididamente formadora, como lo registra Mario Piazza en su sublime film "La escuela de la Señorita Olga", a través de sus mentoras Olga y Leticia Cossetini, un día desde un nefasto decreto vieron cerrar sus puertas. El film de Lerman, desde una reconstrucción de aquel ámbito, se instala en un juego pendular de conductas representado por un montaje pautado y milimétrico, a partir de la novela Ciencias Morales de Martín Kohan. Y ahora, frente a nosotros, un jefe de preceptores, que llegó allí para identificar a los alumnos "subversivos" y esa joven preceptora, que como sus colegas, trabajan bajo una mirada sancionadora. Ante este film surgen algunas reflexiones e inquietudes acerca del funcionamiento de las estrategias del poder. La figura del poder encuentra en el film de Diego Lerman toda una serie de representaciones según la manera en que este se va manifestando. La mirada invisible, ya desde su título nos lleva a pensar en la figura del Panóptico, conforme a las numerosas interpretaciones que se ha realizado sobre el mismo. Ese ojo que controla y que vigila, sin que pueda ser visto de manera directa, se percibe, se experimenta y se padece en un constante estado de tensión y de zozobra, de exclusión y de miedo. En La mirada invisible el gran actor es el Acto de Espiar, subrayado y con mayúscula: pero, al mismo tiempo, modulado en voz baja. En este mandato que se asume para ser reconocido y por lo tanto aceptado, la protagonista comienza a experimentar los latidos de una sexualidad oculta y negada. En el acto de vigilar, dominando la escena desde espacios cerrados, como lo es el baño de varones, va siendo sorprendida por una oleada confusa de deseo y control. A María Teresa la invade aquello que no pudo ser asumido y es por ello tal vez, que ha encontrado allí, entre las filas de los celadores, un lugar preferencial. Lerman relató que el film se rodó no en un espacio, sino en varios: El Don Bosco de Ramos Mejía, El Bernasconi y el San José. Tal vez esta fusión de espacios en uno, a través de ese montaje que se asume como un continuo, desde una mirada que no cesa, nos permita reflexionar aún más sobre algunos comportamientos institucionales, en un contexto que se rige por una jerárquica omnipresencia. Desde un espacio reglado por el arbitrario orden, que sólo permite escuchar voces de mando, el film va descendiendo por una espiral de perversión y violencia que deja al descubierto, a partir de una notable caracterización actoral, los límites, y el más allá de ellos, de las reacciones humanas.