Un cálido beso a los fantasmas En la escena que inaugura el clímax, una de las hippies del clan Manson le dice a los otros tres que la acompañan en un auto que su generación se crió viendo asesinatos en la tele y que es hora de devolverle la violencia a los que la interpretaron en la ficción. “Qué buena idea”, o algo así responde el grupito, seguramente con ácido hasta la médula y cargados con gracia amateur con un revolver viejo y unos cuchillos que parecen de cocina, listos para mandarse a acribillar a quien se crucen por Cielo Drive, asfalto de Beverly Hills y hogar dulce hogar de la verdadera y de la ficticia Sharon Tate (acá Margot Robbie), además de la calle donde también vive Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), el protagonista de este cuento cargado de verdades cinematográficas y al que la realidad lo tiene sin cuidado, tal como pasaba en Bastardos Sin Gloria (Inglourious Basterds, 2009), donde Tarantino recreaba los hechos a gusto y piacere. Esa hippie que quiere sangre es también la voz de los detractores de Tarantino, una representación de los que se quejaron de su estilización de la violencia durante toda su carrera. Tarantino los aglutina en la carne de una histérica desquiciada a la que achicharra con un lanzallamas en una escena que se permite el slapstick y una resolución de explotación. Palo para sus críticos y para la corrección política en general; sobre todo para el discurso biempensante que pareciera dominar una industria que hasta pretende eliminar las escenas en las que los personajes fuman, de todo audiovisual que ande dando vueltas. Fachoprogresismo que Tarantino esquiva metiéndole un cigarrillo tras otro a los pulmones de su Rick Dalton. Lo paradójico de estos tiempos es que el cine mainstream que menos le cede al statu quo proviene de directores que hacen películas que se paran más cerca de la derecha que de la izquierda (podríamos también encasillar en esta cruzada anti-lugares comunes del progresismo shampoo al neonihilista S. Craig Zahler o a ese otro genial historiador deforme de Mel Gibson). Por eso al New Yorker -que todavía extraña a Pauline Kael, o debería- este cuento le pareció regresivo y reaccionario. Sobre todo porque la película no se posa sobre el hippie romantizable; el que se ponía el disfraz y pedía amor y paz desde su posición pequeñoburguesa, sino que se articula con el hippie lumpen; ese que retrató Joan Didion para las escuelas de nuevo periodismo y que Tarantino muestra revolviendo la basura; que se la daba en la pera como estilo de vida y no como jueguito de fin de semana, y que transformó el símbolo de la paz en un cuchillo o un fierro cargado, más como gesto religioso que político. De todas maneras, lo hippie es lateral y accesorio; la película no es tanto un retrato de un incidente (el fin del hippismo americano, aquel 9 de agosto de 1969) sino una ópera pop autoconsciente que ensaya un adiós lejano a una industria que mutó hace rato. En ese homenaje en el que Tarantino musicaliza ya literalmente como DJ radial y en el que sus personajes se mueven todo el tiempo en cuatro ruedas que podrían pertenecer a Russ Meyer como las de su “prueba de muerte” del 2007, el verdadero héroe no es Rick Dalton sino su doble de riesgo, Cliff Booth (Brad Pitt); el héroe estoico que lleva la antorcha del mito y que además de ser su costado maldito, podría ser mudo o sólo guiñar un ojo, como los héroes de Walter Hill, de Don Siegel, o de Leone. De hecho, Dalton representa al héroe del western clásico (más allá de que durante la ficción se vaya a Italia a filmar con Corbucci y los capos del spaghetti), a la moral completa, al que busca y encuentra redención; un personaje que incluso podría ser (o lo es) el protagonista de un drama existencialista. Personaje especular de Jackie Brown (la enorme Pam Grier), otra a la que las cosas no le salieron como esperaba y que también caminaba por un Los Ángeles del pasado salido de los recuerdos del director. Cliff Booth, por el contrario, es un personaje más ambiguo y misántropo como podría serlo un héroe del western europeo. Antihéroe al que Tarantino le escribió un pasado femicida, una de las máximas escupidas de la película al ojo de la tensa coyuntura, y que no respeta ni a Bruce Lee. Tarantino filma un cuento de hadas que es tan feel good como angustiante, y que es también una síntesis de su carrera como ya había pasado con Los 8 Más Odiados (The Hatefull Eight, 2015), una propia relectura de Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992) a la que le sumaba veintipico de años de experiencia. Había una Vez…en Hollywood es un beso en la frente fría del cadáver del fílmico que ya no vemos, y del laburo de una industria que cambió las salas por el living o el subte. Una despedida a un tipo de cine que se va llenando de fantasmas, como el de Sharon Tate mirando su propia película y cargándose de felicidad con las reacciones del público; premio que, según Tarantino, es el más gratificante de todos, y que se puede recibir en patas, sin smoking ni frivolidades.
La vida sexual Así como Fuego (1969) de Armando Bó fue pionera en tener una escena lésbica en el cine nacional, seguramente Hombres de Piel Dura (2019) sea la primera en tener un beso negro explícito: Ariel, el protagonista (Wall Javier), está apoyado contra una pared despintada de una casa abandonada que los hombres gays de un pueblo de Buenos Aires usan como punto de encuentro, mientras un amante ocasional le come el culo con ganas. Campusano vuelve a mandarse un melodrama marica como en Vil Romace (2008) pero esta vez ya no en los límites entre lo urbano y lo rural sino directamente en el campo; su “secreto en la montaña”, con gauchos y peones en lugar de vaqueros. Y en lugar de centrar su mirada -y la nuestra- en el maduro activo (en ese caso Oscar Génova y acá su figura especular, el cura Omar protagonizado por Germán Tarantino), el punto de vista es el del joven pasivo. Relación asimétrica usual aunque suene a lugar común, como algunos otros que Campusano explota, como por ejemplo la asociación entre la promiscuidad y la sordidez (recordemos que los encuentros sexuales se dan entre escombros en un inmueble abandonado y la casa familiar del último amante de Ariel parece la entrada de un psiquiátrico venido a menos), pero que además de estar a tono con la filmografía de Campusano son cuestiones que a veces se dan en el mundo real y están en escena por eso y no por ser delirios conservadores del director. La película se reparte el relato y el discurso en dos; por un lado vemos el comienzo de la vida sexual de Ariel y los problemas con su padre y sus parejas, y por otro el final, o las consecuencias, de la vida sexual del cura Omar y los problemas con la culpa y el miedo al escrache. Porque Omar, además de ser la primera pareja de Ariel, es un pederasta al que vemos tratando de abusar de un chico. El énfasis discursivo de Campusano está puesto en la historia de un padre tradicionalista que no acepta tener un hijo puto, y en la historia de los “padres” abusadores que se absuelven entre ellos. “Sería tan amable de tomarme la confesión”, le pide otro cura pedófilo (que en otra toma aparece detrás de las rejas pero de su casa) a Omar después de hablar de la muerte, y Campusano corta y los manda al infierno mediante el plano de unas llamas en ralentí. En este último Campusano, que habla más desde los planos que antes, hay un proceso de estilización; porque no solo hay uso del ralentí (como cuando muestra a los peones del campo, uno de ellos amante de Ariel, trabajando la tierra en cámara lenta) sino también en los travellings, los zooms y los planos cenitales de drone; recursos técnicos que parecen más caprichos estéticos que discursivos y que aportan cierta belleza tradicional a un cine que parecía no preocuparse por eso, y que se suman a una narrativa más aceitada que también demuestra Campusano en esta película, sin dejar de lado sus yeites usuales de representación.
See you later, alligator Infierno en la Tormenta (Crawl, 2019) forma parte de una tradición de películas de cocodrilos asesinos en la que podemos encuadrar a joyitas medio trash como Alligator (1980) de Lewis Teague, Dark Age (1987) de Arch Nicholson (que también lleva el peso de la tradición de la amenazante naturaleza australiana), Eaten Alive (1974) y Crocodile (2000), ambas del maestro Tobe Hooper (aunque la primera forma parte del subgénero oblicuamente), e incluso Il Fiume del Grande Caimano (1979), de Sergio Martino, que ya desde el inicio con sus planos aéreos parece dialogar con la trilogía caníbal de Ruggero Deodato. Tal como lo marca esa tradición, el peso de Crawl está puesto en lo emotivo como consecuencia del suspense. Y como también marca la tradición, podríamos adjetivarla (y no peyorativamente) como sensacionalista o efectista, términos generalmente utilizados para describir al cine de explotación. El efectismo de Crawl está siempre relacionado al resultado del suspenso. Salvo en la presentación de Haley (Kaya Scodelario), su protagonista principal (que como en todo buen guión clásico y cerradito define a la heroína en virtud y defecto en cinco minutos), el resto del relato es una búsqueda constante de suspense, virtud no tan común en el Hollywood actual. Las escenas de los cocodrilos asesinos de Aja (acá más serio que en Piraña 3D pero con el humor negro del género puesto en algunas muertes) son muy buenas secuencias de persecución. En tal sentido, y como decía William Friedkin, no hay nada más cinematográfico que una escena de persecución; aunque claro que acá en lugar de las carreteras superpobladas de Los Ángeles en las que Friedkin filmaba como un campeón, hay un sótano inundado de una Florida ficticia filmada en Serbia, lleno de cocodrilos hechos con CGI. La trama, como en Alligator, la podemos rastrear en la leyenda urbana del cocodrilo que sale por el inodoro, con el agregado de un huracán categoría 5 que la mueve del subgénero de monstruos acuáticos hacia el cine catástrofe. De todos modos, la fuerza de la naturaleza (o la venganza al estilo Dark Water) queda en segundo plano -o al menos queda en pausa hasta el clímax- porque Aja encierra casi toda la película a Haley y a su papá Dave (Barry Pepper) en una misma locación. Se cuela entonces el thriller de encierro; terror claustrofóbico que salió de la cabeza de Michael y Shawn Rasmussen, guionistas también de la última aventura carpenteriana (The Ward), en España titulada justamente Encerrada. El suspenso constante de Crawl es consecuencia de la acción también constante: Crawl es una prueba de que los males de muchas producciones hollywoodenses actuales (entre ellas las películas de superhéroes) no tienen que ver con el uso del CGI, la espectacularidad o la edición anfetamínica sino con la falta de generación de suspense mediante la acción desaprovechada. Crawl es una muestra chiquita pero potente de la construcción del suspense, escena tras escena, utilizando como herramientas las verdades cinematográficas del cine de género, como la persecución y la superación del castigo físico; fisicidad paradojal, porque el castigo es perpetrado a los protagonistas por los fantasmas generados por los últimos ordenadores.
La última juventud analógica En la primera escena de Mid90s, Stevie (Sunny Suljic) se mira en un espejo los golpes reconvertidos en sangre condensada y se los toca. Seguramente como el actor y ahora también director Jonah Hill se los miró de pibe (en 1996 tenía trece años como Stevie) y como los tuvo que volver a mirar y a sentir ahora para filmar todo esto; porque es imposible recordar lo que quedó tatuado en el cráneo y no volver a vivirlo. El que le marca el cuerpo es su hermano; el peor del mundo, uno que ni le agradece un regalo de cumpleaños hecho con el amor de la admiración. Aunque su hermano sea un pelotudo, Stevie entra a su habitación y ve un camino, el deseo de crecer y el de forjarse una identidad. Como también lo ve cuando mira desde la vereda de enfrente a sus futuros amigos skaters; actores no profesionales y verdaderos surfeadores de cemento que laburan en un local que vende patinetas y que lo primero que discuten frente a la cámara de Hill es a cuál de sus padres se cogerían si fueran obligados a hacerlo. Diálogo que podría ser parte de una película de la nueva comedia americana en la que Hill hizo su propio coming of age. Pero lo único que Mid90s tiene en común con ese cine que Judd Apatow serializó son unas pocas charlas. Lo de Hill es una mirada mucho más sensible, mucho más comprometida con sus personajes. Los pibes de Mid90s tienen una fragilidad y a la vez una fuerza que las caricaturas de, por ejemplo, Superbad (2007), no tienen ni por asomo. Todo está filmado en 16 mm. y con una cadencia cercana al vagabundeo de los personajes que recuerda a algunas películas del indie estadounidense de los 90, como Kids (1995), su referencia maldita hecha con espíritu gonzo y de verité por Larry Clark y Harmony Korine. De todos modos, más allá de los pantalones caídos y lo fraternal del skate callejero, no hay nada realmente profundo que las hermane. Lo de Hill, con la música viajera de Trent Reznor y Atticus Ross, pareciera tener más conexión con algo del indie preciosista de Xavier Dolan, pero con más calle y sin profundizar tanto en el drama familiar. Su foco está puesto sobre todo en la iniciación de Stevie en el mundo de los placeres de la vida fuera del hogar materno (“al carajo con mamá”, dirá en el sillón después de que su hermano le lloriquee un trauma). Stevie es un papel en blanco con la sonrisa inocente de Suljic y una mirada de cachorro juguetón. El primer porro, coger con miedo, el primer ollie con el skate, la nostalgia está puesta en eso, en la puesta en escena; el marco está usado como tal, no hay hincapié en la nostalgia berreta. La oda de Hill es a las primeras amistades y a sus personajes. Una foto a la última juventud analógica, que al deseo lo sudaba y lo pateaba sin googlearlo antes, y mientras tal vez se rompía los huesos.
La muerte cómica Hay una escena en la que Chucky masacra a un vendedor de la juguetería en la que transcurre el clímax y la sangre cae de lleno en la cara de una nena. Esa secuencia resume esta remake en forma y discurso. El director Lars Kelvberg y el guionista Tyler Burton Smith le escupen (o le acaban) en la cara al terror infantiloide, paradójicamente en una película que se llama Child’s Play (“Juego de Niños”). Porque en El Muñeco Diabólico se recupera al género que mira al mundo (a diferencia de, por citar otro horror que también juega con muñecos, el de James Wan). Terror político pero no serio ni panfletario; sino ese que lleva el discurso como la otra cara de la misma moneda; ese en el que no se pueden separar las verdades cinematográficas (que muchas veces nada tienen que ver con la verdad) de las ideas políticas de los realizadores. A diferencia de la original, en la que mediante magia negra, vudú o lo que sea, un asesino serial metía su conciencia en el muñeco, acá un explotado de una fábrica del sudeste asiático, después de un latigazo verbal de su jefe, como venganza contra el mundo de mierda manda a la venta a un muñeco con inteligencia artificial sin sus correspondientes filtros de violencia. En esa breve escena del comienzo se condensan dos críticas; por un lado la continuidad en la explotación y la alienación en los modos de producción de la sociedad de consumo, y, por otro, los peligros de la sinergia de la era digital. Porque este nuevo Chucky es un asistente virtual como el Alexa de Amazon o el Siri de Apple pero incluso con mayor poder de conectividad. De todos modos, todo ese rollo sobre la era digital es también para actualizar el cuento. Como también se actualiza con la utilización de un adolescente como protagonista en lugar del pibito de 6 años de la original. El nuevo Andy (Gabriel Bateman) forma equipo con otros pibes del barrio, y seguramente esa decisión de tener a un grupo de adolescentes es en donde la película más le cede a las formas contemporáneas del fantástico audiovisual. Otra foja en el expediente spielbergiano que desempolvó J.J. Abrams con Super 8 (2011) y que Stranger Things transformó en accesorio de moda. Por suerte las referencias ochentosas no son el ladrillo sino el empapelado. Hay un trabajo de evocación que empieza desde antes del inicio con el fabuloso y ya sensual logo de Orion Pictures, y que se mantiene durante toda la película pero nunca como horizonte; la evocación es más general que individual, y siempre tiene correlación con la causalidad del relato. Seguramente la referencia más importante sea la de La Masacre de Texas 2 (1986). Andy y sus amigos del edificio miran la secuela de Hooper y se ríen con las muertes de una película que es el lado B de la original; si La Masacre de Texas (1974) impresionó por su búsqueda de realismo cuasi mondo y su brutalidad filmada con la pretensión del cinema verité, su secuela es el remate del chiste. Con El Muñeco Diabólico pasa algo similar; lo que sobresale del relato no es lo referenciado ni el terror político o lo político del horror, sino la comedia negra y la muerte como instalación cómica. Los dos primeros actos son una gran joda hecha sin subestimar ni al humor ni al horror, tal como pasa con la reciente Puppet Master: The Littlest Reich (2018); ambas se hacen grandes haciendo bandera con algo de la irreverencia y la comedia fumona que se perdió por el aburrido ducto de la corrección apta para todo público.
El cuarto prohibido A diferencia de las dos entregas anteriores, lo bueno de Anabelle 3: Viene a Casa es que podría ser un capítulo de una recopilación de terror que sólo explota su marca. La muñeca es un detalle más. Es la protagonista de una tiendita de los horrores que libera su magia y pone a andar a todos los juguetes que los demonólogos Warren tienen en su calabozo de aventuras paranormales. Uno de esos juguetes es el de un hombre lobo medio trucho hecho con humo de CGI que corre al galán working class de la película y que nos mete en un juego que podría ser de algún heredero irresponsable de Roger Corman. Escena que expone el espíritu infantil del terror de Wan (en esta oportunidad dirigido por Gary Dauberman, otro de sus muchachos y guionista de la remake de IT); porque aunque los calificadores le den Restricted, lo suyo es el terror ATP, que cuando no es solemne como en este caso ni se pasa de pretensión humorística, no está mal. También hay algo de terror japonés, porque en definitiva más que el horror cristiano que tanto le gusta a Wan, estamos ante una película de fantasmas. Igual de chiquita que La Maldición de la Llorona (2019) o La Monja (2018) pero mejor hecha, con una narrativa más precisa; y decimos precisa sólo porque no te duerme, porque consigue generar algunos climas y que el devenir de las escenas, a veces, interese. A eso se le suma una menor utilización de los jump scares con relación a otras de sus producciones, en pos de la generación de suspense, aunque sea mínima. Si en la segunda parte nos contaban la creación de la muñeca, acá estamos ante su encierro en ese gabinete de vidrio que los que vieron los productos de Wan ya conocen. La premisa toma algo del mito de la niñera y el asesino que los slashers norteamericanos tanto explotaron, porque las protagonistas son Judy (Mckenna Grace como la hija de los Warren), la niñera (Madison Iseman), y su amiga Daniela (Katie Sarife), que en lugar de ser acechadas por un asesino serial son atormentadas por los demonios contenidos en el cuarto prohibido de los Warren. Nada nuevo bajo el sol ni nada que modifique el statu quo del horror estadounidense; de todos modos, hay un poco menos del conservadurismo formal del universo de El Conjuro que hace que esta entrega esté un poquito por encima del resto.
El cine burocrático La Men in Black de Barry Sonnenfeld ya se había alejado leguas del cómic original de Lowell Cunningham publicado por Aircel en 1990. Los primeros tres números del cómic (cuyas publicaciones originales se transformaron en títulos de culto) tienen un espíritu mucho más oscuro y adulto que el de la comedia de 1997, año en que el título ya estaba en manos de Marvel. Las páginas de los primeros cómics están cargadas de una violencia y una onda que la saga cinematográfica nunca supo ni quiso tener. Además de que no sólo se basan en extraterrestres con pinta de insectos sino que explotan muchos más aspectos del fantástico, la ciencia ficción e incluso el policial negro así como varios tópicos tomados de las noticias de ese momento como las sectas ligadas a la experimentación con drogas duras y los narcos mexicanos. Esta cuarta adaptación cinematográfica llega incluso más pasteurizada que la versión de 1997, y cae además en un momento del cine mainstream plagado de reversiones de cómics (por desgracia no de los cómics para adultos sino de los de superhéroes más ligados al target infantil y encima licuados o basados en sus historias menos interesantes). Los productores -entre ellos Steven Spielberg y Sonnenfeld, quien dirigió las tres primeras partes- y el director F. Gary Gray (director de la muy buena Straight Outta Compton y la malísima The Italian Job), se subieron a la ola del momento y eligieron o dieron la venia para contar con Chris Hemsworth y Tessa Thompson, ambos de Thor: Ragnarok (2017) y Avengers: Endgame (2019), seguramente para captar al fiel público del Marvel Cinematic Universe. El tono encaja a la perfección con el target elegido porque el film es más de comedia que de ciencia ficción, e incluso la dinámica narrativa está mucho más cerca de los nuevos productos de Marvel que de la primera adaptación de Men in Black. Además de la celebración del digital y del cine inmaterial, el tipo de clímax y toda la cuestión de salvar al mundo también encastra perfecto con las nuevas aventuras de moda. El enorme Tommy Lee Jones (en las tres películas previas el Agente K) parece en primera instancia ser reemplazado acá por Liam Neeson (el Agente T), pero en realidad su papel equivale al de H (Hemsworth), y el del Agente J (Will Smith), al de M, Tessa Thompson como la novata que es guiada por el maestro cancherón. Esta vez para cumplir con el mandato de la coyuntura, la protagonista además de negra es mujer, e incluso hace un chiste con el nombre de la organización, tal como en la última X-Men, cuando Mystique (Jennifer Lawrence) dice que en realidad el grupo de mutantes debería llamarse X-Women. En esta cuarta versión la historia se desvía por el camino romántico y se tergiversa aún más el espíritu original. Si en la saga previa los monstruos tenían una cuota importante, y en el cómic primaba cierta sordidez, acá nos hacen poner el ojo en el camino triunfal de la Agente M a través de la representación de un nuevo/viejo sueño americano que es casi una contracara de la idea primigenia. El poco suspenso pasa por el enemigo interno y el humor recae en Pawney (Kumail Nanjiani), un mini alien que funciona como comic relief aunque en realidad no hay momentos de tensión que alivianar porque estamos ante una comedia romántica soporífera con escenas resueltas de manera burocrática.
La evolución de un autor En Dolor y Gloria (2019) desembocan muchas de las obsesiones de Pedro Almodóvar y por añadidura mucho de su vida. Cuánto hay de real no importa, su vida la viene contando desde hace mucho, pero el hecho de que vuelva a usar a un director gay de protagonista -como en La Ley del Deseo (1987), hace más de treinta años- la vuelve otra autobiografía marica instantánea. Su alter ego es Salvador Mallo, un Banderas que la rompe toda como nunca antes ni con Almodóvar ni con nadie, y que invierte su rol de la mencionada película del 87. En la primera escena lo vemos sumergido en una pileta, sin respirar, tal como el cadáver que nos narra Sunset Boulevard (1950); pero él está vivo y un poco escondido en su guarida decorada con cuadros reales de Almodóvar, tal como se refugiaba Norma Desmond en su mansión. “¿Si no vas a dirigir películas qué vas a hacer?” le preguntan; “vivir”, responde. Pero su vida está en pausa, por un lado, como en una terapia infinita con la mente puesta en un eterno retorno de los recuerdos de la niñez, y, por otro, con la melancolía latente de un amor truncado. “A mi hijo le diría que primero haga guita y después se drogue, yo lo hice así, me volví adicto de grande”, dijo alguna vez en una entrevista Fat Mike, cantante de NOFX y adicto de viejo; el derrotero de Salvador es similar, prueba la heroína canoso y exitoso, y el caballo, una droga que te baja al subsuelo, paradójicamente lo levanta, lo saca de la pausa, le sirve como catalizadora de esos momentos de diván en los que revive su niñez al mismo tiempo que lo saca del bloqueo y la migraña, males que también padecía Guido Anselmi de 8½ (1963), otra de las tantas películas que se acomodan en el álbum de Dolor y Gloria como si fueran las figuritas del Hollywood de Oro que Salvador coleccionaba de pibe. Otro evento catalizador de su sacudón es una reposición de una vieja película suya que hace que al director lo inunden las dudas de sus viejas creaciones y se encuentre con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el protagonista de una de las ficciones dentro de la ficción; figura central del relato y el que le convida el caballín sin la jeringa que solemos ver en cine, sino en papel metalizado para que se lo fume en pipa. Tal como pasó con Tarantino y Los Ocho más Odiados (The Hatefull Eight, 2015), lo de Almodóvar con Dolor y Gloria pareciera la cima de una evolución. Como si todas sus obras, algo de su espíritu kitsch, su pulso pop, las enfermedades, las pastas, las madres (acá de nuevo Penélope Cruz y Julieta Serrano) y la cinefilia, se superpusieran en un tetris de carne e ideas estético-ideológicas. En la ficción revisa una obra lejana tal como en Dolor y Gloria revisa y revisita La Ley del Deseo en un juego de metalenguaje y autoficción más totalizador y satisfactorio que sus recientes y también muy buenas Julieta o La Piel que Habito.
El lado B del sueño hughesiano Ma es -seguramente entre varias cosas más- una película de John Hughes dada vuelta; un Hughes brotado por un mal viaje paranoide, pasado por el prisma del thriller de acecho y acoso (género que también aprovecha Neil Jordan en su reciente Greta) y regido por algunas reglas del terror adolescente. “Vení a ver Pretty in Pink (1986)”, o algo así, le dice Erica (Juliette Lewis) a su hija Maggie (Diana Silvers) en una de las referencias explícitas. Porque en Ma, como en aquella que Hughes escribió, nuestro punto de vista es el de la chica protagonista durante su iniciación al mundo adulto. En su viaje iniciático, Maggie hará el esfuerzo de crecer y desprenderse de una mamá que se rompe el lomo por ella enfrentando a su lado B, otra Ma, la del título, apodo de Sue Ann (Octavia Spencer). Ma es una coming of age deforme con chicos de secundaria tal como los del Breakfast Club (1985), otra de Hughes y otra que se lleva una referencia que se hermana con la que ya había hecho la segunda parte de 1986 de La Masacre de Texas (The Texas Chainsaw Massacre, 1974) en su poster. Otra película que también parece colarse en el delirio controlado pero efectivo del artesano Tate Taylor (que, de todos modos, mete obsesiones de su mundillo como, por ejemplo, el punto de vista femenino que repite una y otra vez en sus películas) es la siempre rendidora Misery (1990) de Rob Reiner, material original de Stephen King al igual que Carrie, otro rito de iniciación que también asoma. Sue Ann es una solitaria que le ofrece su sótano al grupito de amigos menores de edad para que puedan escabiar sin exponerse al ojo controlador de la ley. Lo que sigue es previsible pero efectivo: cuando la narrativa y su consecuencia (el suspenso) funcionan, se derriba el mito del spoiler. Ma es también una película de venganza a lo Freddy Krueger, con una villana que también fue víctima pero que en lugar de atacar a los chicos en sus pesadillas, les construye como trampa un sueño húmedo para adolescentes deseosos de psicotrópicos y un living de libertad. A su vez, que la villana sea negra es también una inversión de la oscarizable The Help (2011), la otra película que Taylor y su amiga Spencer hicieron juntos. Acá, como dice Ma, sólo hay lugar para un negro, por eso en uno de los mejores chistes le pinta la cara de blanco al negro del grupo de amigos; ironía y palo para el estereotipo negro del horror blanco estadounidense de décadas pasadas. A diferencia de las producciones recientes y exitosas de Blumhouse dirigidas por Jordan Peele (sobre todo si pensamos en Us y no en la tremenda Get Out), no hay acá pretensión ni exceso de metáfora. En tal sentido, lo de Taylor y el guionista Scotty Landes es un cine de horror seguramente más pavo para los que quieren posiciones políticas claras hasta en los chistes de Bazooka; porque lo político de Ma se canaliza sobre todo en sus agallas, suficientes como para no hacerla caer en la tibieza y la reiteración del actual terror ATP.
Los muchachos de antes tenían cojones Wilder, Aldrich y Hitchcock ya estaban en Los Muchachos de Antes no Usaban Arsénico (1976) de José A. Martínez Suárez, que arrancaba, como esta versión, con la diva olvidada mirando sus películas, drogándose con ese pasado que siempre fue mejor, autoexiliada en una isla que era también un universo mítico con sólo cinco habitantes. Ese mundo delineado por el mito cinematográfico fue central en la idea del director. La primera traición de Campanella es sacar a los viejos protagonistas de ese universo. Según sus palabras, El Cuento de las Comadrejas (2019) es su homenaje al cine; y lo homenajea, paradójicamente, vaciando a su cine de ese aspecto central de la película que rehace. El clasicismo de Campanella no está puesto al servicio del mito sino al de una narración amable con el espectador, tan amable que desdibuja parte del cinismo y el humor negro de la original y la vuelve una feel good movie para señoras serias (segunda traición), con videoclips de canciones lindas como reemplazo de aquel leitmotiv musical silbado de Tito Ribero. La trama, además de empezar como la original, avanza con eventos similares aunque con una villana más caricaturizada, más falsa, tanto que la hace una gallega haciéndose la porteña, que además viene con novio, también falso, no sólo en la ficción sino también en la emulación de Francella Jr. con respecto a su padre. Lo diferente son las motivaciones de los personajes: la Mara Ordaz de Campanella (Graciela Borges) no busca irse de la casona sino que es engañada por la pareja de villanos que aparecen en escena como en un thriller de acecho e invasión. Pero esa posibilidad de jugar con el horror interesa poco en esta versión. La tensión se concentra en un desenlace que es la tercera y definitiva traición a los muchachos de antes, los tremendos Soficci, Ibañez Menta y García Buhr, inalcanzables para el trío de amigos de Campanella. La traición final seguramente tenga que ver con la corrección política; con vaciar a la película de una supuesta misoginia para no alterar a la legión de Simones de la coyuntura actual, y con la decisión del director de agregar una vuelta de tuerca con moraleja pueril y demagoga para que aplaudan de pie las momias llenas de buenas intenciones, esas con las que está pavimentado el camino al infierno.