El horror como fotografía Tal como pasaba en Los Salvajes (2012), el director y guionista Alejandro Fadel vuelve a utilizar la piel del género para transmutarlo. Esta vez incluso con mayor conciencia y utilización de recursos. Si en Los Salvajes las apropiaciones eran de algunos aspectos del western, acá el género central al servicio de su relato es el horror. Terror material que parece querer dialogar con La Cosa (The Thing, 1982) de Carpenter o con cierto terror físico cronenbergiano. De todos modos, el diálogo que propone Fadel, tanto en su relato como en el que sale de las bocas de sus personajes, es más críptico en su superficie que el que puede proponer un cineasta clásico como Carpenter; digamos que opera de manera opuesta al cine con el que parece dialogar. La simpleza (y al mismo tiempo la complejidad) del relato clásico, a Fadel no le interesa. Porque no le interesa la narración; lo mismo pasaba en la mencionada Los Salvajes, donde había incluso menos interés por la generación de suspenso que acá. Los muertos de Fadel pueden ser personas o moscas, porque al vaciar las escenas de suspenso, las vacía también de emoción. Los Salvajes y Muere, Monstruo, Muere (2018) son películas frías que usan el manto caliente del género. Tampoco parece haber una narrativa desde lo estético; más bien sus escenas parecen buenas ideas de fotografías, una muestra en movimiento. Las decisiones de Fadel de utilización del género para la generación de otra cosa no parecen tener que ver con un menosprecio, como lo pueden entender los puristas del terror (que, paradójicamente, se quejan del elitismo del terror arty conformando su propia elite de guardianes conservadores), sino seguramente se relacione con una idea puramente estética del director y las posibilidades que brinda el horror para su vocación de superpoblar su obra con fotos, símbolos o metáforas. Podemos ubicar a Muere, Monstruo, Muere cerca de las mexicanas y también festivaleras Tenemos la Carne (2016) y La Región Salvaje (2016), películas que parecieran utilizar al género como soporte de sus metáforas sobre la coyuntura. De todos modos, aunque acá se toque lateralmente el tema de los femicidios, por suerte nunca se subraya ningún tipo de denuncia. Lo de Fadel va por los climas y la contemplación; el problema es que ante su antinarrativa y los diálogos que parecen recitados, es difícil entrar. El horror de Fadel también se disfraza de melodrama en un triángulo amoroso que el director deja en claro desde los planos simétricos del inicio. Su monstruo analógico -mofletuda vagina dentata que es seguramente lo mejor de la película- aparece en el último acto, y aparece de la misma manera que entra en escena una pandilla de motociclistas nocturnos o el baile de uno de los protagonistas: arbitrariamente; como geniales fotos aisladas que se licúan en lo soporífero de la totalidad.
Más de lo mismo Avengers: Endgame nos duele como espectadores, como consumidores de cine popular estadounidense e incluso como consumidores de cultura pop en general. Porque este universo de Marvel no se presta ni para el juego de las referencias exceptuando las del propio universo. La nueva Avengers -como las anteriores- es un producto cerrado que se autofesteja; no importa el cómic como no importa el cine, lo que importa es haber consumido todos los audiovisuales de su universo. Marvel gestionó un serial para un fandom acrítico en el que nunca importó el desarrollo de los personajes sino la cantidad, como tampoco importó el suspense o el desarrollo de una historia, sino sólo la espectacularidad de ciertas secuencias aisladas y sin demasiada cohesión. En el caso de Endgame, escenas de acción similares en su búsqueda de épica a las batallas campales reimaginadas por Tolkien. A diferencia de Infinity War, hay un agregado de sensiblería y efectismo lacrimógeno que no es funcional a la mínima trama porque a pesar de que la película dura tres horas, no se trabaja ningún vínculo entre los personajes, generando una vez más -y como pasó en varias películas anteriores de este universo- la falta de empatía. Endgame es una continuación directa de Infinity War, y, como aquella, se basa vagamente -entre varias fuentes comiqueriles más- en el cómic Infinity Gauntlet de Jim Starlin. Todo pasará por tratar de resolver el (medio) apocalipsis que generó Thanos, un villano que a diferencia de otros de Marvel, pero sobre todo de DC, no pareciera tener demasiadas motivaciones para la destrucción del mundo. En Avengers: Endgame se potencia aún más la visión maniquea que muchas veces tiene el universo de los cómics. A diferencia de, por ejemplo, los villanos de las Batman de Nolan, Thanos no tiene discurso. Si en The Dark Knight Rises (2012), por dar sólo un ejemplo, Nolan utilizaba -desde su óptica de derecha liberal y a través de Bane- conceptos ligados al marxismo, en esta saga de Avengers el malo no expone sus motivaciones para la búsqueda de poder (más allá de una mínima idea malthusiana); la destrucción se genera como un capricho, con un chasquido de dedos. En ese sentido, su vacío discursivo, consecuencia también de su vació argumental, es aún mejor por su sencillez para las ambiciones de Marvel (y ahora Disney) de venta total, de fuego artificial y cine inmaterial para un público que supo moldear y hacerlo sentir parte de un momento del cine mainstream norteamericano que seguramente será recordado como el más pueril.
Otra vez la formulita Ya nos hemos preguntado acá si James Wan era lo peor que le pudo pasar al terror estadounidense y, por añadidura (o colonialismo cultural), al cine de horror en general. Y la pregunta se sigue contestando con sus producciones. Conservador fue siempre, y no hablamos de su ideología aunque ya sabemos de qué van Saw (El Juego del Miedo, 2004) y Death Sentence (Sentencia de Muerte, 2007), sus mejores películas y a la vez las más reaccionarias, sino de su conservadurismo con relación a la puesta en escena. Lo demostró sobre todo en la segunda parte de El Conjuro en el año 2013 y en sus incursiones como productor, en tanto nexo con cineastas jóvenes a los que les saca el alma y a cambio les da los mejores jump scares del mercado. Las producciones de Wan son seriales genéricos e indiferenciables. Y no estamos en contra del laburo del artesano ni pedimos autoría, arte o las mil boludeces que piden algunos críticos y espectadores “serios”. También es entendible que el horror norteamericano es una industria y que quieran facturar; lo mismo quería Corman y casi todos los tipos del cine de explotación que bancamos. Pero pedimos al menos un buen par de cojones. Gente detrás de la película que nos pueda revolver un mínimo el estómago, que logre conmovernos; que nos cuente una historia tétrica alrededor de un fuego, sin más artilugios que la historia misma. Porque la formulita de Wan ya nos cansó hace rato. Y esa formulita responde a lo que ya dijimos cien veces: la mejor técnica de la industria pero sin una historia (una generación de suspense) que la sostenga. Películas organizadas alrededor del efectismo, tal como lo hacía The Woman in Black (La Dama de Negro, 2012) pero mal, porque acá ni se generan los climas que lograba aquella. Retomando lo de las historias alrededor del fuego, esta vez la historia encajaba justo para eso porque el relato que nos ocupa se basa en la leyenda de La Llorona, mito de la tradición oral latinoamericana, conocido de Argentina a México, sobre el alma en pena de una madre que mató a sus hijos y con sus llantos y apariciones nocturnas maldice pobladores generalmente rurales. Pero lo referido al mito se narra sólo en la introducción, después estamos ante una nueva y también soporífera monja de Wan. Por breves momentos podríamos pensar que hay algo de El Exorcista (The Exorcist, 1973) de Friedkin, sobre todo lo superficial (la madre, la hija, el cura, el ritual, etc.) y de otras buenas películas acerca de los problemas de la maternidad en solitario como The Babadook (2014); incluso podríamos pensar en los conflictos que puede generar la intromisión del Estado en los asuntos familiares y el prejuicio aún presente de cómo debe actuar una madre con sus hijos. Pero cualquier tipo de complejidad de la trama se aborta en pos del efectismo y la formulita conocida. Wan se armó su fábrica del horror basada en la dinámica marketinera del cine de superhéroes: a él le rinde, a nosotros no.
Una remake muerta Ya había asesinado a Psicosis (Psycho, 1998) plano por plano el sorpresivamente respetuoso Van Sant. Su Psicosis es como los dobles sufrientes de la recién estrenada Nosotros (Us, 2019); una cara con ojos pero sin mirada. Y después de esa marioneta triste pensábamos que ya está, que hay que trabajar con la habilidad de la apropiación, como hicieron tantos con sus remakes desde casi el comienzo del cine. Pero Kevin Kölsch y Dennis Widmyer caen durante casi toda su película en la trampa Van Sant; y se nota que laburan por encargo porque si no hubieran hecho algo más parecido a su Starry Eyes (2014), un brote mucho más encantador que la fotocopia quemada de Psicosis. En este caso, los directores desaprovechan doble material de base para deformar, el de Stephen King y el de Mary Lambert, y la libertad de hacer la reversión de una película que no forma parte de ningún canon y, por ende, no tener la presión de los paspados guardianes del género y los héroes, como podía pasar con Hitchcock o como pasó hace poco con Argento. En los primeros actos, la historia sigue los pasos de la original con algún intercambio menor que no hace falta quemar. Tal como pasaba con la película del 89, hay reflexiones sobre la muerte, porque, en definitiva, toda la película es sobre la aceptación del final. En la original, el padre conversaba con su hija en una involuntariamente graciosa escena y le decía, mirando a su gato resucitado por el Cementerio de Mascotas, que para él después de la muerte volvíamos. En ésta, la charla se da también con la madre, representante tanto de la negación como de la fe, que se enoja con el padre (que aún no atravesó los eventos fantásticos) porque le dice a su hija que después de la muerte sólo queda el vacío. En realidad más que una postura atea, la del padre -médico- es la postura racional biologicista. El rollo religioso, más específicamente cristiano, aparece en esta versión directamente a través de los diálogos; pero recordemos que la novela de King comienza con una cita del cuarto evangelio sobre la resurrección de Lázaro. Y explota, además, el mito pagano del Wendigo, espíritu maligno de los bosques del norte de Estados Unidos, presente también en la primera película pero recién mencionado explícitamente en esta versión. Seguramente lo mejor de esta remake algo soporífera -sobre todo para el que tiene presente la adaptación de 1989- es el desenlace. En el final -brutal- se concentra toda la reformulación que no está presente y se siente necesaria en el resto de la película.
Quisiera ser Marvel ¡Shazam! se puede definir con dos grandes secuencias de montaje. La primera es cuando el héroe (Zachary Levi) quiere conocer con qué superpoderes cuenta; la segunda es cuando se la cree y sale a sacar chapa por su ciudad. La ciudad en cuestión es Filadelfia, cuna de Rocky (1976), película que también hacía de la secuencia de montaje su columna emocional. De todos modos, acá las escenas no aportan épica como en Rocky sino humor. Porque ¡Shazam! es la primera película basada en un cómic de DC que es definitivamente una comedia. Incluso una comedia más pura y de género que los productos híbridos de Marvel. Más allá de que se repita la fórmula del chico común que salva al mundo, en este caso no son chistes metidos a presión en una pelea interminable estallada en CGI, sino que está primero el chiste, el gag, antes que esa historia que en otras películas de superhéroes es central. Como si el pedido del fandom por escenas menos solemnes y más parecidas a las de Marvel haya sido llevado al paroxismo. Ese espacio fundamental de la construcción humorística ya no como comic relief sino como estructura y organización, la hace -al menos- diferente, aunque sea en un aspecto; logro no menor en este momento de producción mainstream homogénea del cine de aventuras. La otra gran referencia, incluso mayor que la de Rocky, así como su norte narrativo, es Quisiera Ser Grande (Big, 1988), película que a su vez coincidía con el cómic original de Capitán Marvel de los años 40 (luego rebautizado como Shazam) en todo el rollo del niño que se transforma mágicamente en adulto. Acá, como en aquella, el protagonista es un pibe de catorce años (Asher Angel) que gracias a un mago (en este caso no uno de un fichín sino un guardián de la humanidad con la necesidad de jubilarse) pasa de adolescente a adulto; pero en su adultez súbita no enfrentará como en Big los problemas de un yanqui promedio ni será un empleado estrella del sueño americano, sino que será el reemplazo del viejo héroe. Por desgracia ¡Shazam! no se presta a la comedia anárquica sino que transita el llano camino de lo calculado, el reino del algoritmo y la comedia conservadora. Y, por desgracia también, no sólo se queda en la comedia sino que por el afán de querer ser también una película de superhéroes igual a todas, se rige, sobre todo en la última media hora, por las reglas del ya oxidado nuevo cine de aventuras. Se percibe además una intención de querer explotar todo lo que haya tenido hype en los últimos tres años, en especial aquellos productos de esquema coral -tanto de cine como de streaming- que amontonan referencias ochentosas más con fines puramente estéticos que narrativos.
Otro Burton que ya no es “We accept you, one of us” (“te aceptamos, sos uno de nosotros”), decían sentados a la mesa los freaks de Tod Browning en la década de 30 y Joey Ramone lo replicaría con orgullo a los gritos unas décadas más tarde. Y Dumbo es un freak más, como Pinhead y como Joey; y así como estarán los ortivas que lo llamarán monstruo, también estarán sus compañeros de circo que lo van a bancar a muerte. Porque Dumbo es, ante todo, una película circense, de espectáculo itinerante, y el nombre de Tim Burton parecía, a priori, el indicado. Decimos a priori porque con Burton ya no se sabe qué esperar; su corazón negro y su pasión por los fenómenos parece cosa del pasado; tal vez Ed Wood (1994) o algunos personajes de Mars Attacks! (1996) hayan sido sus últimos antihéroes freaks interesantes previos a su debacle cualitativa, no así cuantitativa, sobre todo si pensamos en los números de su cuenta bancaria. La Dumbo de Burton toma mucho del dibujo de 1941, animación creada, sobre todo, para recuperar algo de la mosca perdida con Fantasia y Pinocho, sendos fracasos de taquilla de 1940 que recién tendrían retornos importantes luego de la Segunda Guerra y, sobre todo Fantasia, interminables reruns en cines y TV. El desarrollo inicial de la historia no ofrece sorpresas para el que vio la original, la cigüeña trae al pequeño Dumbo al circo, esta vez gerenciado por un Danny DeVito chanta pero con corazón, un rol opuesto al de Batman Vuelve (1992) del propio Burton. Al elefantito de CGI primero le llegarán las bromas, después la explotación de su gracia y finalmente el reconocimiento del público. Esta vez, la amistad de Dumbo no será con un ratón sino con los hijos de Holt Farrier (Colin Farrell), un viudo manco especialista en trucos montando a caballo. Algo que se extraña de la película original es la secuencia lisérgica que se produce con la borrachera accidental de Dumbo, secuencia viajera desaprovechada que podría haber sido bien explotada con los efectos actuales y un mínimo más de cojones. Y lo que se extraña del cine gótico de Burton son los diálogos que esquivaban los lugares comunes del ñoñaje new age, esos berretines de libro de autoayuda que abundan en muchos productos industriales hollywoodenses y que desde El Gran Pez (2003) a esta parte, también son algo común en el cine del ex gótico. Como si se sintiera obligado a los diálogos banales desde que se fue adentrando cada vez más en un cine para niños; paradójicamente, un público al que esas frases melosas le importa un bledo. El villano de la fábula es Michael Keaton, también en un rol en oposición al de Batman, representante de la gran compañía que compra al circo para llevarlo a las ligas mayores: una especie de mega corporación circense al estilo de Disney World. Esa mutación del pequeño circo de DeVito y sus fenómenos al gran espectáculo, además de ser una crítica explícita al mundo del entretenimiento no ajeno a la dinámica de concentración capitalista, puede verse como la metamorfosis del propio cine del realizador. Tanto DeVito como Dumbo pueden ser el álter ego de Burton; e incluso puede serlo Milly Farrier (Nico Parker), la hija del manco, la única que tira frases emo que parecen la válvula de escape de un cine burtoniano que ya no es.
La culpa musulmana La Decisión (Bedoone Tarikh, Bedoone Emza, 2017) comienza con un choque entre los dos protagonistas que es también un choque de clases. El director Vahid Jalilvand, mediante varios planos fijos, enfrenta desde el inicio a los dos puntos de vista que van a dominar el relato. Uno es el de Kaveh Nariman (Amir Aghaee), un médico que va manejando con la comodidad pequeño burguesa; el otro es el de Musa (Navid Mohammadzadeh), un tipo que va con su esposa y sus dos hijos en una motito precaria. La posición social de ambos se establece con esos pocos datos. En el choque entre el auto y la moto, que no es culpa del médico sino del otro conductor que pasa muy rápido, el hijo de ocho años de Musa es el que queda más golpeado. Nariman se ofrece a llevar al chico a una clínica y le compra el silencio a Musa por menos de lo que lleva en su billetera. Si en el inicio abundan los planos fijos, a medida que toman forma los tormentos que sufren los protagonistas, la cámara empieza a moverse; pasamos de la frialdad de la quietud a la respiración en la nuca de los planos subjetivos. La Decisión es un drama de culpas; porque unos días después del choque que parece una pavada, el chico de ocho años muere, y la culpa de Nariman por lo material, por haberle roto la moto a un pobre, muta en culpa posta, espiritual, y en dilema moral. Y como es una película de colisión de dos mundos, de dos tipos, de dos vehículos, también hay culpa del otro lado, del lado del doble pobre de Nariman; porque cuando al hijo de Musa le realizan la autopsia, la corporación médica sentencia muerte por botulismo, no por el accidente, y ahí ingresamos a la dimensión culposa de Musa, y nos enteramos de su responsabilidad por el morfi podrido que le dio a su hijo. Jalilvand enfrenta al mundo de clase media acomodada de un médico que se queja porque un sándwich tiene poco relleno con el de un tipo que compra carcasas de pollo en oferta. A diferencia de varios cineastas del no tan nuevo cine iraní, Jalilvand trabaja con actores profesionales; en ese sentido, podríamos considerarlo uno de los tantos aplicados alumnos iraníes del premiado Ashgar Farhadi. Y más allá de algunos yeites de cinema verité, de su escuela documental y de los planos cargados de la mugre de la realidad, hay también en el cine de Jalilvand un deseo de representación artificial, de tragedia exagerada en su seriedad y de personajes afectados. Su médico lleva su ética al punto más alto posible, aunque ello le provoque un perjuicio enorme, tal como lo hace el viejo Earl, el personaje de Eastwood en la fenomenal The Mule (2018). El médico Nariman, como el viejo Earl, son la encarnación de unos principios que representan a un mundo que se licúa ante la velocidad inescrupulosa del verdadero culpable del choque inicial, fantasma sin rostro que no es un personaje de la película sino sólo un vector del mundo nuevo.
Más genérica que de género El éxito desmesurado de las baratas producciones de falso found footage -todas hijas de Holocausto Canibal (1980), del tano Deodato-, tal como la buena The Blair Witch Project (1999) y la no tan buena Paranormal Activity (2009), impulsó huestes ambiciosas de guita fácil y propuestas quemadas. Así como los norteamericanos supieron reapropiarse del concepto redituable del exploitation europeo, el horror alemán retoma con El Manicomio (Heilstätten, 2018) las clases de economía -por desgracia no tanto el cine y la aventura- de los italianos del cine mondo más podrido y del terror estadounidense de espectros y cámara en mano de las últimas dos décadas. Heilstätten explota los mitos y la decadencia de los viejos hospitales para tuberculosos de Beelitz, un complejo abandonado de 60 edificios en Brandeburgo que sirvió como sanatorio durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial (cuenta la leyenda que un joven Adolf Hitler fue atendido ahí en 1916, y por supuesto la película explota la anécdota junto con otras mínimas referencias al tremendo pasado alemán). Sin embargo, los propietarios del viejo nosocomio se negaron a que la película se filme en las locaciones reales, a pesar de que habían permitido en años anteriores que varias ficciones utilizaran al complejo como telón de fondo, tal fue el caso de The Pianist (2002) de Polanski o A Cure for Wellness (2016) de Gore Verbinski. En esta ocasión la utilización del falso found y del grupo protagónico de jóvenes viene ligada a un fenómeno relativamente reciente, el de los youtubers. Los pibes quieren ser virales y se meten a investigar los pasillos del viejo hospital durante 24 horas. Lo que sigue son jump scares de manual, un poco de sangre en las paredes, horror espectral y de casa embrujada, y un final que desvía al relato del camino fantástico para llevarlo hacia la porno tortura. El director Michael David Pate (sin la H de los hermanos franceses ni la onda del foie gras), más allá del concepto central localista, hace una película tan alemana como yanqui o argentina; y su falta de identidad no es problemática por apátrida sino porque implica una falta de gracia.
El antislasher Tal como pasaba en la primera, el slasher no es en Feliz Día de tu Muerte 2 (Happy Death Day 2U, 2019) un género que rige sino un condimento más, un elemento que parece metido más por algoritmos que por convicción. Porque estamos ante una comedia tibia, lejos del desborde de lo que puede aportar -en líneas generales- la comedia de horror, y lejos también de los tópicos y la manera de expresarlos de la nueva comedia americana. El grupo protagónico es un “Breakfast Club aggiornado” a puro nerdismo y clichés (el chinito, el hindú, la minita “rara”), que mediante un convertidor de protones genera el loop temporal en el que quedan atrapados Ryan (Phi Vu) y, de nuevo, Tree (Jessica Rothe), la también protagonista de la primera parte. Con los primeros minutos nos damos cuenta que Christopher Landon podría haber hecho una buena película de terror, pero no le interesa. Porque ese primer acto es el único donde estamos ante un slasher de cuchillo en mano y máscara genial (el artesano es el mismo de la cara fantasma de Scream); el resto es una comedia sensiblera con chistecitos subnormales y algo de acción desarrollada en los pasillos de ese hospital que nos recuerda al que acechaba Michael Myers en Halloween 2 (1981). Si ya en la primera había una pobre relectura de Groundhog Day (1993), vaciada de sus aspectos discursivos y apoyada en elementos del Whodunit, acá hay además todo un rollo con los multiversos que remite a la saga de Volver al Futuro, y cierta dinámica ligada al espíritu de comedia adolescente de unos 80 que empiezan a oxidarse (de la mencionada Breakfast Club a Weird Science, por nombrar sólo dos). La gran referencia de esta secuela a Groundhog Day es la secuencia de montaje con Tree suicidándose de muchas maneras diferentes tal como lo hacía el personaje de Bill Murray. El problema es que acá el suicidio es otra forma de desprecio al slasher, e incluso al Whodunit de la primera: la protagonista prefiere suicidarse a ser asesinada y ya no nos regalan ni la galería de muertes de la primera parte ni el misterio de descubrir quién está detrás de la máscara, porque acá el poco suspenso está puesto en si Tree podrá salir del loop temporal o no. Aunque en esta segunda parte estamos en un universo paralelo al de la primera, en la habitación donde Tree se despierta cada vez que muere también está el poster de They Live (1988) pegado en una pared, referencia vacía que llama la atención porque no hay una sola escena en la que asome el cine músculo de John Carpenter o el cariño por el horror.
El diálogo muerto Parece que alrededor del mundo hay más de diez mil escape rooms, PYME de moda; habitaciones con acertijos y diferentes puzzles y enigmas que un grupo de jugadores tiene que resolver en un tiempo máximo determinado (generalmente una hora), para poder salir ganador de un encierro ficticio. Tanto la dinámica del juego como de la película que nos ocupa -dirigida por Adam Robitel- remiten, entre otras cosas, a Saw (2004) de James Wan, donde un asesino moralista y resentido llamado justamente Jigsaw (Rompecabezas), encerraba a supuestos miserables en un cuarto lleno de trampas mortales y les daba unos minutos para zafarla. La película de Wan, que fue una de las más taquilleras del terror mainstream de la década pasada y una marca de agua de la porno tortura soft que tuvo su mini moda en esos años, fue escrita por Leigh Whannell, también guionista de la saga Insidious, serial del que Adam Robitel dirigió la floja cuarta parte, Insidious: The Last Key (2018). Las similitudes con Saw -con la venia de Whannell o no- son obvias e incluso se incrementan en el final. Pero hay parecidos aún mayores con Cube (1997), donde un grupo de seis personas tenían que escapar de un cubo gigante lleno de habitaciones mortales. Porque aunque la película de Robitel se llame Escape Room, en singular, sus también seis protagonistas no tratan de escapar de una habitación sino de varias. Entre los seis protagonistas hay diferentes estereotipos (el gamer, la nerd, el loser, el ambicioso); muñecos vacíos que podrían formar parte de un relato de post-terror como el de la inagotable Cabin in the Woods (2011), pero que acá parece que hay que tomarlos en serio. Mediante una invitación plagiada de la caja puzzle de Hellraiser (1987), el grupo llega a la cita de juegos. Por desgracia el único eco de la obra maestra de Barker es la caja de Lemarchand, el resto es terror mainstream para nenes de mamá sin nada cojonudo para decir. La estética es más genérica que de género y remite más a Final Destination (2000) que a la mencionada Cube. Lo que mejor podría transmitir una película como Escape Room es la claustrofobia. Y al principio lo hace. El problema es que esa tensión que genera se diluye después del escape de la primera habitación. Como decíamos, los cuartos son varios y remiten a diferentes traumas de los personajes, que van pasando, como pueden, a través de un camino diseñado por los malos, en este caso, los voyeurs. ¿Nosotros? Puede ser, pero sobre todo los poderosos que pagan fortunas para ver palmar a los traumados; tal como en Hostel (2005), aunque ahí tenían una participación más activa, o como los Dioses hambrientos de mito de la mencionada Cabin in the Woods, que -obviamente- juega en otra liga. Escape Room parece querer dialogar con todos los de la fiesta pero si no hay nada para decir, a veces es mejor quedarse en el molde.