"Guardianes de la galaxia: Volumen 3": acción, efectos visuales y emotividad El grupo de descastados emprende una aventura en la que la camaradería y la lealtad se tornan los tópicos centrales. Marvel está yendo hacia un lugar que nadie, ni siquiera sus cabecillas, sabe cuál es. Hay razones empresariales para la falta de un norte, como la eyección de la productora argentina Victoria Alonso y los recortes presupuestarios en Disney. Y otras artísticas: dado que las series de Marvel fueron una de las principales armas para entrar a la guerra del streaming, no es descabellado pensar que el foco creativo se haya corrido hacia allí, desplazando a las películas a un segundo lugar. Por si fuera poco, desde Avengers: Endgame están a la búsqueda de una impronta y tono propios, además de un personaje que tenga aquello que tenía Iron Man: un carisma a prueba de todo y la espalda suficiente para bancarse un universo girando a su alrededor. El resultado de ese rio revuelto es una etapa bipolar en la que conviven películas imposibles (Eternals y Ant-Man and the Wasp: Quantumania), una discreta (Pantera Negra: Wakanda por siempre), otra correctita aunque sin fuerza (Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos) y, ahora, la muy buena Guardianes de la Galaxia Volumen 3, saga que nada casualmente nació en épocas más rumbeadas de la compañía. Tan raras están las cosas en Marvel que una de sus películas más humanas tiene como protagonista central a un mapache parlanchín, el mismo que en la primera escena, siendo bebé, es sacado de la jaulita por una mano que cambiaría su vida. Porque el bueno de Rocket no siempre fue como es ahora, cuando es parte de ese grupo de descastados integrado por un árbol, una chica con rasgos asiáticos y antenitas tipo caracol, un forzudo con caja torácica tamaño Fitito, una criatura azul y un humano que huyó de casa de chico y desde entonces vaguea por la galaxia. Grupo que aquí, como lo promociona Disney en sus materiales de prensa, tendrá su “último baile”. Un baile con espíritu de aventura cachivachera, y con la camaradería y la lealtad como tópicos centrales. Hay acción y la habitual batería de efectos visuales, pero también una bienvenida dosis de emotividad durante el viaje a los orígenes de Rocket. Todo comienza cuando es atacado por un desconocido que, de allí en adelante, boyará por la película sin saber muy bien qué hacer. Si hay algo que a estas alturas Marvel debería saber es que poner dos villanos en simultáneo no es una buena idea. Pero Guardianes… se las arregla para que su presencia fantasmal sea un detalle menor, pues el núcleo central está en las consecuencias que su aparición deja en Rocket. Con los días contados a raíz de sus heridas, sus compadres quieren curarlo, pero no tienen idea de dónde viene ni quién es, por lo que habrá que tirar del ovillo de la historia para retrotraerse hasta sus épocas de mapache común y corriente. Ahí entra en escena el villano principal, aquel que lo convirtió en quién es hoy y que todavía aspira a crear una nueva Tierra tomando lo mejor de ésta evolucionando especies de todo tipo. Y si no funciona, todo al incinerador. Que su maldad esté motivada por una idea de mejora y no de aniquilar a la humanidad porque está traumado, como suele ocurrir, le imprime un aura de perversión maquiavélica. Y allí irán los guardianes, rumbo a una nave espacial gigantesca donde funciona el cuartel del emprendimiento tecnológico del villano, cuyo nombre termina con la sílaba “Corp”, igual que el de todas las empresas malas. Con su relato concentrado en tiempo y espacio, Guardianes… tiene muy claro que ritmo narrativo no es sinónimo de acumulación de situaciones, así como también que para haya empatía las criaturas deben ser de materiales nobles y tener preocupaciones terrenales. Nada de salvar a la humanidad, ni de fines altruistas ni de gobiernos interesados. Los guardianes son, antes que superhéroes, personajes que convierten sus imperfecciones en fuerza y voluntad. El cariño entre ellos es el mismo que les dispensa su director, James Gunn, al que en 2018 le quitaron el control creativo de la saga después de que salieran a la luz unos tuits ofensivos escritos hace mil años. Luego de su regreso, ¿tendrá la brújula que Marvel necesita? Imposible saberlo, dado que en octubre del año pasado fue fichado por la competencia para hacerse cargo de DC Studios. La venganza, se sabe, es un plato que sirve frío.
El cine de terror atraviesa un buen momento en la cartelera comercial argentina. En términos comerciales, por las notables perfomance en taquilla de El exorcista del Papa y la muy buena Evil Dead: El despertar. En materia artística, porque a esas dos propuestas, muy distintas entre sí aun cuando apelen a fórmulas habituales, se suma esta semana Skinamarink, una de las apuestas más arriesgadas y difíciles de encasillar que se haya visto en las salas en mucho tiempo. La sinopsis es tan simple como engañosa, en tanto da una idea muy distinta a la extrañeza casi metafísica que anida en el núcleo de película del canadiense Kyle Edward Ball. Sucede que, si bien todo comienza cuando dos niños despiertan en medio de la noche y descubren que su padre ha desaparecido y que todas las ventanas y puertas de su casa ya no están, Skinamarink desanda caminos más propios del cine experimental que del asociado a los sustos, los fantasmas y la sangre. Filmada casi en penumbras con una cámara huidiza que hace del fuera de campo un elemento fundamental, Skinamarink está llena de susurros y de sombras, de manchas y rostros apenas visibles, elementos que construyen un minimalismo por momentos desconcertante. A excepción de algunos golpes de efectos sonoros, Edward Ball huye despavorido ante la posibilidad de caer en algún lugar común. A cambio, pide un espectador atento, paciente y predispuesto a dejarse llevar por un relato que, a la manera de una serpiente, va envolviéndolo sin prisa pero sin pausa en un universo donde lo aterrador surge del enrarecimiento de lo cotidiano y de lo minúsculo. ¿Que la película es un tanto extensa? Es cierto: no le hubiera venido algunos minutos menos, pero el lograr un viaje sensorial e inmersivo hacia los miedos más afincados en la infancia es un mérito que compensa de sobra cualquier falencia.
"Sombras de un crimen" no le hace honor a Philip Marlowe La adaptación de la novela "La rubia de ojos negros", donde John Banville resucitó al legendario personaje creado por Raymond Chandler, no está a la altura de la tradición del mejor "film noir". “Junte las piezas, Marlowe", le dicen a Philip Marlowe en uno de los momentos clave de Sombras de un crimen, regreso a la pantalla grande del mítico detective creado por el escritor Raymond Chandler hace casi nueve décadas y que, desde entonces, ha tenido innumerables participaciones audiovisuales y hasta radiales. Un regreso de la mano del alguna vez reputado realizador irlandés Neil Jordan (El juego de las lágrimas, Entrevista con el vampiro) y con más pena que gloria, en tanto aquí se ve envuelto en una trama delictiva tan endeble en su construcción -proveniente de la novela La rubia de ojos negros, donde John Banville resucitó al legendario personaje creado por Chandler- como predecible en su resolución. Difícilmente alguien pueda sorprenderse, en un film que bebe de las aguas del policial negro, ante el hecho de que los buenos no sean tales y quienes aparentan cargar con las responsabilidades criminales, en realidad, se ubiquen en la base de un entramado de intereses espurios que llega hasta las más altas esferas del poder. Pero la putrefacción sistémica, con la corrupción, las traiciones y las mentiras a la orden del día, no se condice con el trabajo visual y la puesta en escena de una película que, en lugar de en los bajos fondos de Los Ángeles a fines de la década de 1930, parece transcurrir en el set de Amas de casa desesperadas: todo es lindo, prolijo, impensadamente impoluto. Una decisión formal acorde a la esfumación de la personalidad viciosa y los dobleces morales más interesantes del personaje. El Marlowe a cargo del irlandés Liam Neeson, a quien le cuesta salir del rol de justiciero repartidor de piñas y patadas en el que se ha encasillado en la última década y pico, luce impecable incluso en los que se supone son los momentos más barrosos de un relato cuyo disparador es la llegada a su oficina de la hija (y futura heredera) de un acaudalado empresario petrolero. El pedido de la señorita Clare Cavendish (la alemana Diane Kruger) es investigar qué ocurrió con su amante, un tal Nico Peterson, de quien hace varios días no sabe nada. Dado que el muchacho está lejos de ser un laburante y tiene una billetera cargada con ingresos de dudosa procedencia, la teoría de ella no suena tan descabellada: la versión oficial, según la cual fue arrollado en la puerta de uno de esos clubes nocturnos frecuentados por la crème de la crème de la ciudad de Los Angeles, es en realidad una fachada para esfumarse de la faz de la tierra. El muerto, entonces, sería un perejil, alguien que no pincha ni corta en el entramado delincuencial. Quienes sí cortan son los distintos personajes con los que irá cruzándose Marlowe durante su investigación: la hermana de Peterson, que parece contar mucho más de lo que sabe; el gerente del club nocturno, un tipo acostumbrado a lidiar con pesos pesados y que difícilmente pueda intimidarse ante las amenazas del detective; los políticos de buena pilcha y con una pinta de tránsfuga bárbara y hasta una ex estrella de cine millonaria a cargo de Jessica Lange, que con su aire de diva venida a menos, un glamour apolillado e ínfulas de grandeza que no se condicen con su contexto, es la única mínimamente compenetrada con su trabajo.
"Evil Dead: El despertar", una grata sorpresa La película es felizmente revulsiva, caótica, anárquica y muy pero muy sanguinaria, sin dejar de cultivar un humor negrísimo. Evil Dead: El despertar es una muestra de cómo una premisa ultra gastada puede, contra casi todo pronóstico, servir de puntapié para una muy buena película. Nadie a estas alturas puede sorprenderse demasiado ante la idea de que el diablo –esa criatura que vaya uno a saber si existe, pero que merecería algún Oscar honorario por su encomiable voluntad de “trabajar” en nueve de cada diez producciones de terror contemporáneo– se materialice en la Tierra utilizando como vehículo un cuerpo humano ajeno. Más aún si ocurre en una película perteneciente a saga con más de cuatro décadas de historia. Vale que recordar que Evid Dead fue originalmente una trilogía comandada por Sam Raimi e integrada por The Evil Dead: Diabólico (1981), Evil Dead II: Noche alucinante (1987) y Evil Dead III: El ejército de las tinieblas (1992). A eso le siguió una remake, Posesión infernal, con el uruguayo Fede Álvarez ocupando la silla de director. Y ahora llega el turno de una nueva entrega que opera en simultáneo como remake, secuela y reboot. Si en sus comienzos el ingenio de Reimi suplió con creces la escasez de recursos, es evidente que el realizador y guionista Lee Cronin (The Hole in the Ground) tuvo a su disposición una cantidad de recursos más que suficientes para despacharse con un ejercicio de gore puro y duro, al punto que debe ser la película con más cantidad de sangre en pantalla en mucho tiempo. Esto genera impacto, sí, pero El despertar tiene muchas más ideas que teñir de rojo la pantalla. Empezando por un relato concentradísimo en tiempo y espacio: todo transcurre en una noche y en un edificio, dejando fuera del área de interés lo que ocurre puertas afuera. En el subsuelo de ese edificio de la ciudad de Los Angeles a punto de ser demolido, y tras un terremoto que resquebraja el piso, un adolescente encuentra El Libro de los Muertos y unos vinilos grabados hace un siglo en los que un clérigo advierte sobre las fuerzas malignas que pueden desatarse si se abre ese Necronomicón. Lejos de percibir ese material como una advertencia, el muchacho lo toma como un desafío que no está dispuesto a rechazar. ¿Qué ocurre? Abre el libro y desata un caos. No es un caos cualquiera. Dado que diablo anda suelto por el edificio, El despertar puede leerse tanto como una película de terror como una de asalto a casas, ese subgénero en el que usualmente una familia tranquila recibe la visita hogareña inesperada de un grupo de malechores con intenciones de destruirlo todo. Y sin motivo aparente, un factor clave en el desarrollo narrativo de este film que prioriza la acción por sobre las explicaciones, el intento de supervivencia más vital antes que las teorías, dándole así un aura inquietante. A eso se suma un Mal que se convierte en un ente ubicuo y peligroso, siempre listo para atacar cuando menos se lo espera. Especialmente a Ellie (Alyssa Sutherland), una mujer abandonada por su marido que cría como puede a sus tres hijos Bridget (Gabrielle Echols), Danny (Morgan Davies) y Kassie (Nell Fisher). Mamá empieza a portarse raro, después le salen marcas en la piel, se le inyectan los ojos de sangre y, desde ya, su dulce voz muta por una gutural de ultratumba. Lo que hay en El despertar, además de referencias y guiños de todo tipo, incluyendo uno muy bueno a El resplandor, no es tanto un intento de hacer un control de daños sobre las acciones del diablo sino escapar a como dé lugar de sus poderosísimos tentáculos. Siempre dentro de una construcción cuyos vecinos irán cayendo como moscas. Asfixiante y claustrofóbica en su puesta en escena, y nerviosa y jadeante en su ritmo, la película se permite también algunos momentos humor negrísimo en las interacciones entre la mamá poseída y los hijos. Un humor que no necesita gritar que es un gracioso ni buscar la complicidad canchera del espectador, sino uno que está perfectamente enraizado a un universo felizmente revulsivo, caótico, anárquico y muy pero muy sanguinario.
"Empieza el baile": ¿todo pasado fue mejor? La realizadora Marina Seresesky despliega un arco dramático que recuerda a los de Juan José Campanella, además de una impronta costumbrista anclada en otras épocas del cine argentino. No hay mucho baile en Empieza el baile. Los movimientos corporales coordinados son, en todo caso, cuestiones de la historia en común de Carlos, Margarita y Pichuquito, pareja de tango y bandoneonista, respectivamente, que supieron forjar una relación que trascendió lo laboral para convertirse en una amistad que no logró sortear los escollos del tiempo y la distancia. Todos los recuerdos de la fama y el éxito se materializan en la cabeza de Carlos (Darío Grandinetti), que hace largos años vive en España, apenas recibe un llamado de Pichuquito (Jorge Marrale) desde la Argentina para anunciarle la mala nueva: sola, deprimida y sin contención de ningún tipo, Margarita (Mercedes Morán) se suicidó. Su viejo compañero de pistas arma las valijas para volver al terruño y dedicarle unas sentidas palabras en el velorio, donde también se reencuentra con el músico que los acompañó en giras a lo largo y ancho del mundo, el mismo que lo lleva a recorrer varios lugares propios de aquel pasado, incluyendo el lugar donde vivía Margarita. Dos situaciones sorprenden a Carlos: la primera, que ella haya vivido sus últimos años en un cuartito detrás de la cancha de fútbol 5 de un club de barrio; la segunda, que detrás de una cortina aparezca… Margarita. ¿Acaso Empieza el baile es una drama romántico-fantástico alla Ghost? Nada de eso, pues la mujer es de carne y hueso y su muerte, fingida, porque ya no le quedaba nada. O casi: tiene una deuda pendiente –que para evitar spoilers no se adelantará– en Mendoza que lo involucra directamente a Carlos. Más allá de su reticencia inicial y la excusa de que debe volver al Viejo Continente, acepta el pedido de ella y su amigo: que los acompañe hasta la provincia del vino a bordo de una vieja Volkswagen Kombi, ese vehículo cuadrado y de ruedas pequeñas muy similar a la utilizada por el perro Scooby Doo y su grupete de humanos. Así se enciende la mecha de esta road movie que, como mandata el subgénero, someterá a sus protagonistas a un sinfín de escollos y situaciones de todo tipo, desde un intento de ayuda que termina en robo hasta una indeseada invitación a un evento policial, pasando por desperfectos técnicos en el vehículo. Todo esto, mientras el terceto abre sus corazones y pone en común anécdotas y sentimientos silenciados durante décadas, siempre con un paisaje cada vez más montañoso de fondo. Un telón ideal para que la realizadora Marina Seresesky despliegue un arco dramático que por momentos recuerda a los de Juan José Campanella, en tanto la película está permeada por esa idea de que todo pasado fue mejor y que el presente resulta injusto con los antecedentes de ellos, además de una impronta costumbrista anclada en otras épocas del cine argentino. Del responsable de Luna de Avellaneda –no parece casual que Margarita viva en un club de barrio– toma la impronta y la matriz de los personajes: Carlos es el tipo recio y algo agreta, pero de buen corazón; ella es una mujer doliente y aquejada por la culpa, y Pichuquito, portador de una bonhomía, sensibilidad y predisposición para lanzar algún chiste ante cualquier incomodidad, una criatura que podría haber interpretado Eduardo Blanco. Hay, también, revelaciones de todo tipo, incluyendo enfermedades terminales y alguna muerte repentina destinada a despertar la piedad del espectador.
La preadolescencia de Nour es distinta a la del resto de sus amigos. Mientras durante el verano ellos juegan en la playa de la ciudad balnearia francesa donde viven, este chico de 14 años pasa sus días trabajando como castigo en el colegio, cuidando a su madre en coma y viendo de costado cómo sus tres hermanos mayores intentan sobrevivir como pueden en medio de un contexto económico hostil. Pero todo cambia cuando, caminando por un pasillo del colegio, escucha la voz de Luciano Pavarotti, uno de los cantantes favoritos de su madre, saliendo del aula donde Sarah (Judith Chemla) enseña música. Libro va, partitura viene, Nour descubre que la música puede operar como suavizante de la realidad, como posibilidad de un futuro medianamente concreta. Lo hará, incluso, contra la voluntad de sus hermanos y de un tío dispuesto a todo con tal de internar a la madre. Descubrimiento es un término clave para entender una propuesta como Mis hermanos y yo. Estrenada en la sección Una Certain Regard del Festival de Cannes de 2021, la película de Yohan Manca nunca oculta su tono deliberadamente fabulesco, con Sarah convertida en guía espiritual de un relato de iniciación donde la luminosidad de los paisajes convive con la violencia y el maltrato. Se trata, en ese sentido, de un film primo hermano de Fue la mano de Dios, de Paolo Sorrentino. Si bien su premisa coquetea con el golpe bajo, Manca elude sus flejes más crueles apostando por un optimismo a prueba de (casi) todo. A fin de cuentas, la felicidad puede llegar con la forma de unas pizzas compartidas en una terraza.
"El exorcista del Papa", la eterna batalla contra el maligno La película recorre los tópicos habituales de las historias de exorcismos, con el añadido de una conspiración eclesiástica que perdura desde las épocas de la Inquisición. Los afiches de la vía pública de El exorcista del Papa muestran a Russell Crowe mirando con cara seria y amenazante mientras empuña un crucifijo, elemento fundamental en una película en la que el recordado Maximus de Gladiador interpreta a un cura con alta reputación en el Vaticano gracias a sus mil batallas ganadas contra el mismísimo diablo y su sequito de espíritus malignos. Pero su Gabriel Amorth debe ser uno de los curas más copados de la historia del cine, alguien con la frase justa en la punta de lengua para alivianar situaciones a priori insoportables. A saber: le hace morisquetas a las monjitas; cuando una madre que acaba de enterarse que su hijo está poseído le pregunta cómo puede ayudar, le dice que haga café porque les espera una noche larga; ante un cura que expresa sus temores, responde que su miedo es que Francia gane el Mundial; al momento de “festejar” una batalla ganada contra Satán, empina una petaquita cargada con alguna bebida espirituosa que comparte con su flamante compañero de aventuras, el Padre Esquibel (Daniel Zovatto). Con ese joven colega español establece una dinámica que por momentos recuerda a una buddy movie, aquellas comedias centradas en una involuntaria pareja despareja unida en pos de un objetivo mayor. Una dinámica que airea un relato que, por fuera de eso, abraza la seriedad y recorre las postas narrativas más habituales de las películas de exorcismos, adosándole una conspiración eclesiástica que perdura desde las épocas de la Inquisición. Pero todo empieza con la presentación del caso a resolver: mamá Julia (Alex Essoe), su hijo menor Henry (Peter DeSouza-Feighoney) y su hija adolescente Amy (Laurel Marsden, Zoe en la serie Ms. Marvel) viajan hasta España para supervisar las remodelaciones en una centenaria abadía que acaban de heredar. Lo hacen justo cuando los chicos intentan sortear los flejes más dolorosos del duelo por la reciente muerte de su padre a raíz de un accidente vehicular del que el niño fue testigo. De allí, entonces, que a nadie le llame la atención que Henry se comporte un tanto raro. La gota que llena el vaso es una convulsión seguida de varios gritos con una voz que no es la de él, lo que vuelve evidente que hay algo más que un proceso psicológico en curso. Es entonces que entra en acción Amorth, que con su porte de perro San Bernardo cansado es capaz de intimidar a quien quiera plantársele. Dirigida por Julius Avery (el mismo de la muy buena Operación Overlord) y basada en las memorias del Amorth “real”, El exorcista del Papa entrega las esperables torsiones corporales, los litros de sudor frío recorriendo la piel magullada del poseído, los apagones repentinos de luz dignos de la gestión Edesur, mil movimientos de muebles y las voces guturales balbuceando palabras en idiomas en desuso que operan como armas para el duelo dialéctico entre la criatura roja y el tándem Amorth - Esquibel. Una serie de asuntos no resueltos del pasado de ambos intentan sumar algunos pliegues de profundidad psicológica. No era necesario: esos dos hombres se llevan bárbaro.
"El juicio", de Ulises de la Orden: siete años de horror en tres horas Con la transmisión de ATC como material crudo, el film organiza el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos. Puede verse los viernes de abril en el Malba. ¿Es posible encapsular siete años de horror en tres horas? Suena difícil. Y si ese periodo corresponde al de la última dictadura cívico-militar, con todo su aparato represivo al servicio de la aniquilación de todo atisbo de espíritu colectivo, la cosa huele imposible. Estrenada en la última Berlinale y recientemente premiada en el reputado festival de documentales Cinema du Réel, El juicio asume el desafío mediante un notable trabajo de edición sobre un material de archivo cuya valía cuesta dimensionar: 530 horas de grabaciones del Juicio a las Juntas Militares realizado entre abril y diciembre de 1985 y del que, en su momento, apenas se emitieron tres minutos diarios, y sin sonido, por ATC, señal que sólo transmitió íntegro el alegato final del fiscal Julio César Strassera. De allí, entonces, que casi el total de los 177 minutos de metraje sea inédito. Por si esa relevancia histórica no fuera suficiente, el nuevo trabajo de Ulises de la Orden –que empezó a idearlo hace diez años, mucho antes del fenómeno de Argentina, 1985, tal como contó en estas páginas hace un par de días es un ejemplo ético, político y cinematográfico. Un ejemplo que no hubiera existido sin las ganas, la perseverancia, la paciencia y la tenacidad del director de Río arriba y Desierto verde para concretarlo. Grabado originalmente en cintas U-Matic, gran parte del material original estaba en los archivos de la TV Pública y del Archivo General de la Nación, dos organismos que le negaron el acceso por temor a represalias políticas. Difícil que pueda recuperarse la tantas veces mencionada memoria colectiva si el Estado, que debería ser el primer interesado en que esto ocurra, pone palos en la rueda. Sobre todo, cuando se trata de una película que aporta ya no un granito, sino un volquete de arena a esa recuperación. A la manera de las películas sobre la Rumania dictatorial realizadas por Andrei Ujica (Videogramas de una revolución, Autobiografía de Nicolae Ceaușescu), El juicio propone una relectura de aquellos videos, cortesía del editor Alberto Ponce, sin imágenes ni sonidos por fuera de los grabados hace casi cuarenta años y con el único agregado de las clásicas placas negras con letras blancas al inicio y al final de la película. Podría pensarse, entonces, en una larga compilación de testimonios, en una sucesión de hombres y mujeres iluminando ante el Tribunal las zonas hasta entonces más oscuras y psicópatas del terrorismo de Estado, siguiendo la cronología jurídica. Pero De la Orden y Ponce toman la sabía decisión de organizar el relato dividiéndolo en 18 capítulos que operan como bloques temáticos que van de lo general a lo particular. Es así que todo arranca con la enunciación del Tribunal de la nómina de acusados, para luego adentrarse en las exposiciones iniciales de las partes. Allí queda claro la tonalidad discursiva de la defensa. O las defensas, en tanto los acusados reunieron 22 abogados abroquelados detrás de la idea de que salvaron a la Patria de la subversión y el virus del marxismo, que, si hubo excesos, fueron “individuales”, y que los merecidos vítores por su gesta llegarán cuando estén ante Dios. De allí en más, el film va adentrándose en la cocina del terror en boca de secuestrados, familiares de desaparecidos, especialistas, periodistas, militares y políticos que se sentaron ante el micrófono (y de espaldas a la cámara, una puesta en escena de por sí cargada de significado), deteniéndose en el rol eclesiástico, la responsabilidad empresarial, los métodos de tortura, la presión de los organismos internacionales, las metodologías de los secuestros, la rutina en los centros clandestinos y la apropiación de bebés y de lo que llaman “botín de guerra”, que no era otra cosa que los objetos de los detenidos. El resultado es un film tan doloroso, desgarrador e incómodo en sus testimonios como apasionante en una estructura que aporta orden expositivo, pero también un ritmo y tensión dignos de los mejores thrillers jurídicos, con los cruces entre las partes y, sobre todo, entre el Tribunal y la Defensa a la orden del día. En esta última sobresale la figura del abogado de Roberto Viola, José María Orgeira, un tipo dispuesto a todo con tal embarrar el proceso. La primera vez que se lo escucha, por ejemplo, es para quejarse por el escaso lugar que les tocó en la sala, a lo que uno de los jueces responde que ellos son 22 personas y la fiscalía, dos. Tampoco faltarán quejas por la falta de jurisdicción civil en las acciones militares, por los horarios de las jornadas –que arrancaban a primera hora de la tarde y culminaban bien entrada la madrugada–, por los encuentros debajo del estrado de los testigos y hasta por ver mancillado su honor ante una frase de Strassera. Ni la mejor ficción podría imaginar un villano así.
"La extorsión", entre el suspenso y la comedia. A principio de febrero, la compañía estadounidense Remitly publicó un estudio sobre las profesiones más deseadas basándose en el volumen de búsquedas en Google en más de 200 países. A la cabeza de las preferencias, con casi un millón de búsquedas, estaba el trabajo de piloto, por delante de escritor (más de 800 mil) y muy lejos de bailarín, Youtuber y emprendedor, que con entre 180 mil y 280 mil completaron el Top cinco. Pero hasta el oficio más deseado del mundo puede ser una pesadilla, como bien lo averiguará el protagonista de este efectivo thriller llamado La extorsión. Alejandro tiene, además de la profesión soñada por millones, una hermosa azafata como esposa (Andrea Frigerio) y una de esas casas en las que podría vivir una comitiva. Su vida marcha viento en popa, entre viajes recurrentes a Europa y el respeto unánime de sus compañeros, mientras en el horizonte asoma un retiro cada vez más inminente. Pero todo cambia cuando lo contacten desde la rama de los servicios de inteligencia que opera en el aeropuerto internacional para recibir una oferta que, como diría Vito Corleone, no puede rechazar. Querría, en tanto su misión es trasladar unas misteriosas valijas de mano hasta Madrid con una etiqueta de carnes y con contenido para él desconocido y muy probablemente de dudosa legalidad. Pero, se dijo, no puede: de hacerlo, le advierte el mandamás del grupo (un Pablo Rago con bigotito digno de persona turbia), le llegará a su esposa un sobre con varias fotos de Alejandro dándole unos besos apasionados a una señorita en un auto. La metodología es muy sencilla: va con su “equipaje” al baño del aeropuerto, allí lo espera un contacto que se lleva la carga y le devuelve una valija igual pero vacía, y listo, a disfrutar de las bondades de la capital española. Apretado entre la espada y la pared, el piloto se convierte así en una mula deluxe al servicio de los servicios, valga la cacofonía. A medida que acumule viajes sobre el Atlántico, Alejandro mutará el nerviosismo inicial por una tensa calma que, a diferencia del personaje de Clint Eastwood en La mula, nunca incluye el disfrute, la moderada sensación punk de estar aprovechando las rajaduras del sistema: si nadie pensaría de un nonagenario como transportista de drogas, difícilmente alguien ponga el foco en un piloto veterano con la jubilación a la vuelta de la esquina, sobre todo si es cierto eso de que en las postas de control “está todo arreglado”. Pero piensan en él por la sencilla razón de que no es el único abocado a esa tarea, como le advierte el jefe de la policía aeroportuaria (Carlos Portaluppi) a ese hombre con el rostro de Guillermo Francella. Si bien aquí se aleja de la comedia, cada tanto dibuja sus inevitables mohines, dándole al segundo largometraje en la silla plegable de Martino Zaidelis después Re loca (2018) un tono que pendula entre el suspenso y la comedia. Imposible saber si fue búsqueda o la consecuencia de tener a un actor indisociable del humor popular, pero es una mezcla que le sienta bien a este film que no será muy inteligente, pero sí ingenioso para enhebrar las primeras situaciones que cerrarán el cerco sobre Alejandro. Pero hay una relación directamente proporcional entre esa cerrazón y un reencauce narrativo que lleva a la película de la aventura (uni)personal de un hombre ordinario sometido a situaciones extraordinarias hacia rumbos un tanto más ilógicos y con poca relación con el recorrido previo. Es entonces cuando irrumpe la violencia, al tiempo que los tentáculos más corruptos de los servicios de inteligencia se demuestran falibles de caer en la primera trampa. Esto último entraña la gran paradoja de La extorsión: su inverosimilitud es, en un país como la Argentina, perfectamente verosímil.
Berlín, 1942. Una ciudad y una fecha que remiten inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial, quizás el hecho histórico que más ha nutrido las usinas creativas del cine de Europa y los Estados Unidos, ya sea para recrear sus batallas como para indagar en las penurias sufridas por los civiles que vieron cómo sus vidas se transformaron para siempre. En este último grupo se encuadra El falsificador, cuarta película de la realizadora y guionista germana Maggie Peren, en la que las bombas y las sirenas antiaéreas operan como telón de fondo, como un fuera de campo que adquiere la forma de banda sonora constante de las aventuras de su joven protagonista. Ese muchacho se llama Cioma Schönhaus (Louis Hofmann, el Jonas de la serie de Netflix Dark) y es un judío de 21 años que trabaja en una fábrica de municiones hasta que descubre un particular talento para falsificar documentación oficial y, con ello, adoptar distintas identidades y evitar caer en manos de los nazis. Una suerte muy distinta a la que corrió su familia deportada y con sus bienes a punto de ser confiscados por la Gestapo, como demuestran las fajas de seguridad colocadas en las puertas de sus habitaciones. Mientras la guerra recrudece en el exterior –se trata de una película filmada íntegramente en interiores– Cioma entabla una relación amorosa con Gerda (Luna Wiedler), quien opera como faro moral del relato. Lo llamativo es que él nunca parece tomar verdadera conciencia de la tragedia. Peren lo presenta como un joven entusiasta y por momentos ingenuo, pero dispuesto a todo con tal de salvarse incluso cuando el engaño empiece a derrumbarse. La idea de que en ningún momento de los varios meses que abarca el relato se preocupe por la desaparición de su familia puede interpretarse como una característica propia de su personalidad algo ajena a su contexto, o un fallo central de un guion excesivamente parlamentado a la hora de construir un verosímil creíble.