Mónica es una bailarina y coreógrafa de 47 años radicada en Buenos Aires y nacida en una pequeña localidad del norte de España a la que no vuelve hace 20 años. La grave enfermedad de su padre la obliga a regresar a aquel lugar que ya no le pertenece. Allí están su madre y el resto de una familia que desconoce. Será, pues, un tiempo para recomponer los vínculos quebrados por la distancia y el tiempo. Las cosas no salen bien para Mónica, quien llega momentos después de la muerte del padre. Ella se siente visiblemente ajena a las circunstancias, pero un pedido de la madre la obliga a modificar sus planes a futuro: la casa es muy grande y ya no tiene sentido mantenerla, por lo que hay que iniciar los trámites de sucesión para venderla lo antes posible. Así se plantean las cosas en este drama familiar intimista, doloroso, profundamente elegíaco que es Con el viento. Estrenada en la última edición del Festival de Berlín, la película de Meritxell Colell Aparicio despliega un universo íntegramente femenino de silencios que comunican mucho más que las palabras. El peso del vacío, la certeza del cierre de una etapa y las heridas del pasado, entre otras cosas, aflorarán durante la estadía de Mónica en el viejo caserón. Como en Verano 1993, película con la que comparte varios puntos de contacto, incluyendo paisajes rurales y poco habitados como centros de la acción, Con el viento apuesta por un relato naturalista, sin grandes estridencias ni picos dramáticos, centrado en el devenir de lo cotidiano. Es, pues, una ficción que a partir de un registro casi documental –no parece casual que Colell Aparicio provenga de esa vertiente- penetra la coraza de esas mujeres en pleno duelo y con el desarraigo manifestando sus primeros síntomas. Una hermana enojada por la ausencia, una sobrina que observa atónita cómo se resquebrajan los cimientos de la convivencia y una mujer combatiendo sus propios fantasmas y culpas son algunos de los pilares narrativos de un relato que se construye a fuerza de detalles sutiles, de miradas y gestos. Una muestra de que no hacen falta subrayados ni explicaciones para despertar emociones genuinas en el espectador.
La historia comenzó el 10 de diciembre de 2013, cuando Uruguay se convirtió en el primer país del mundo en legalizar el cultivo y la venta de marihuana. El hecho fue celebrado y denostado por partes iguales, convirtiendo al “paisito” en noticia mundial. Pero después surgió un problema: no había materia prima suficiente como para abastecer a todo el país, por lo que a la sanción parlamentaria le siguieron meses de incertidumbre y escasez. Fue en ese contexto que Denny Brechner, Alfonso Guerrero y Marcos Hecht idearon un plan que consistía en crear una “Cámara Uruguaya de la Marihuana Legal" con el objetivo de viajar a Estados Unidos y conseguir unas cuantas toneladas de la sustancia verde. De esa excursión nació lo que años después se convertiría en Traigan el porro. El falso documental (mockumentary) rodea a esa anécdota de un endeble marco ficticio que involucra al mismísimo José “Pepe” Mujica como jefe del operativo. A su mando están los tres protagonistas, quienes, amparados en la Cámara apócrifa, consiguen participar –y hasta dar charlas– en diversos eventos cannábicos de Estados Unidos. Traigan el porro es más graciosa en su premisa que en sus resultados. Hay poco y nada de construcción cinematográfica en esta comedia que acompaña las aventuras del grupo a lo largo de su gira, yendo de Denver a Washington y de allí a Nueva York, para compartir charlas -y unas cuantas secas- con referentes de la materia. Con la voz en off como recurso omnipresente y un relato desparejo, Traigan el porro tiene destino de video viral en YouTube. De ahí a que sea una buena película hay un largo trecho.
Una “Misión Imposible” con chicas en plan cómico “Bromance” es el acrónimo de “brother” (hermano en inglés) y romance que refiere a un vínculo intenso, afectivo y emocional entre amigos varones. El término surgió en el mundo angloparlante a mediados de los ‘90 y pasó al cine cuando, desde los 2000 en adelante, la comedia americana empezó a entregar historias sobre hombres que comparten absolutamente todo, desde techo y salidas hasta los secretos más íntimos, además de abrazos y gestos cariñosos. Con Supercool (2007) como emblema de esta nueva sensibilidad, el “bromance” se adecuó a los vientos de igualdad que soplaron en el género y que hoy encuentra a las mujeres ocupando un centro humorístico que durante años estuvo reservado solo para ellos. Tal es el caso de Mi ex es un espía, cruza entre aventura de espías y comedia de enredos en cuyo núcleo anida la inquebrantable amistad de Audrey (Mila Kunis) y Morgan (Kate McKinnon). El resultado de este “sismance” (sister: hermana en inglés) es irregular, con un metraje excesivo producto de una narración reiterativa y por momentos carente de ritmo, pero que tiene un punto alto en la gracia (controlada) de McKinnon. La rubia es una comediante avasalladora, potente e intensa, de esas que no ahorran esfuerzos a la hora de torcer las situaciones del guión hasta el absurdo más absoluto. Imposible, entonces, adjudicarle automatismo o previsibilidad a sus acciones físicas y verbales. El problema aparece si detrás de cámara no hay alguien encauzando y regulando su torrente humorístico, porque tiende a magnetizar todo lo que hay alrededor, incluso a la propia película. Eso ocurre aquí: lo que con las dosis reguladas de la primera mitad resulta gracioso y sorprendente, con la tendencia de McKinnon a la absorción y el exceso se vuelve agotador e inverosímil en la segunda. Pero al principio, se dijo, todo funciona bien. Audrey es dejada vía Whatsapp por su novio (Justin Theroux, habitual socio creativo de Ben Stiller) sin demasiadas explicaciones. Los que le explican son unos agentes del servicio secreto británico, según los cuales el muchacho anda por el mundo cargándose villanos como agente secreto de la CIA. La sorpresa es aún mayor cuando él vuelva con el expreso pedido a Audrey de entregar un trofeo de plástico a una persona en Viena. Y allí partirán las chicas, rumbo a involucrarse en una conspiración internacional digna de la saga Misión Imposible. La película de Susanna Fogel avanzará por dos carriles separados, siempre motorizados por el ímpetu de McKinnon. La idea de dos personajes inocentones –y algo inconscientes– lidiando con situaciones que los exceden remite invariablemente a las comedias de Blake Edwards, con La Pantera Rosa como referencia ineludible, al tiempo que la interacción entre las chicas es deudora directa del espíritu compinche, leal y cómplice del “sismance”. Chicas resolutivas y pragmáticas, pues tienen una solución para cada problema. Soluciones estúpidas e irreverentes en los mejores casos, como en la escena del tiroteo en un bar vienés o la de la persecución a bordo de un Uber. Mi novio… hubiera sido una película muy distinta de haber mantenido ese nivel de disparate y velocidad, dos premisas que se llevan muy bien con la faceta más “sacada” de Morgan y Audrey, pero el guión, coescrito por Fogel y David Iserson, irá volcándose a su vertiente conspirativa, cambiando inventiva por algunas vueltas de tuerca al uso que se prologan hasta una secuencia final que se estira bastante más allá de lo aconsejable.
Muñecos hechos de incorrección política El origen es los Muppets, pero el resultado es bien distinto. Con temáticas a las que la gran mayoría le huiría, la película de Henson Jr. es un festival que no se queda en la provocación. Una advertencia de entrada: quien se acerque a ¿Quién mató a los Puppets? buscando una recreación contemporánea de Los Muppets, que mejor se quede en casa. Aquí no están las canciones pegadizas, ni el espíritu anarco–familiar, ni mucho menos la voluntad colectivista y amistosa de la rana Kermit (ex René), la cerdita Piggy, el oso Fozzie y el resto de la troupe de marionetas creadas por Jim Henson a mediados de los ‘50 y conocidas a raíz de Plaza Sésamo y The Muppets Show. Tampoco ese humor inocente y metadiscursivo en el que se movieron los programas televisivos y las películas. De aquel universo queda apenas la idea de un mundo en el que humanos y marionetas conviven en un mismo plano, con la salvedad que ahora los felpudos son ciudadanos de segunda categoría. Lo son en el sentido más cruel y político del término, convertidos en víctimas de redadas, sospechas y menosprecios constantes por parte de la mayoría de carne y hueso. Y como en todo mundo violento y marginal, las drogas y el sexo son, antes que ocasionales placeres, monedas de intercambio. De (y sobre todo con) eso se ríe ¿Quién mató a los Puppets? Y vaya si se ríe. Brian Henson es uno de los hijos de Jim. A principios del milenio creó un show que mezclaba improvisación y un humor escatológico, sexual, políticamente incorrecto y revulsivo. El espectáculo pasó por teatros y tuvo una adaptación audiovisual como serie web, y ahora llega a la pantalla grande como una expansión. Una expansión de metraje, desde ya, pero también de límites éticos y estéticos a la hora de hacer reír utilizando materias primas a las que nueve de cada diez directores le huirían: se trata, pues, de una película que tranquilamente podrían haber guionado a diez manos John Waters, los hermanos Farrelly y la dupla Matt Stone y Trey Parker, los creadores de South Park y Team America: World Police, en la que nada casualmente sus protagonistas eran marionetas. Phil Phillips es un arquetipo de detective noir, un tipo caído en desgracia luego de ser el primer puppet en llegar a la policía, solitario y adicto al azúcar (que aquí se aspira en líneas de espesores y longitudes que Tony Montana envidiaría) que ahora trabaja como investigador privado. Hasta su pequeña oficina llega una señorita puppet con una carta amenazante cuyo emisario debe descubrir Phil. La primera pista lo lleva hasta un negocio de pornografía que abarca toda la cadena de venta. La comercialización, desde ya, pero también la producción: justo llega mientras filman una escena que involucra ubres de una vaca lactante y otra que tiene a una dominatrix canina latigueando e insultando a un hombre. Zoofilia, zarpe, humor sexual y explicitud visual: cuatro cosas que pocas comedias mainstream se atreverían a tratar, condensadas en una única secuencia. ¿Mero acto de provocación, de caprichosa insubordinación a lo establecido? Lo sería si las ganas de provocar e insubordinarse estuvieran por sobre los intereses de la película. Pero aquí, con un timing perfecto y un notable grado de inventiva, es imposible hablar solo de gesto. A lo sumo, de cómo un gesto puede convertirse en una gran pieza cómica. Un tironeo en ese local despertará el olfato de Phil, para quien es difícil atribuirle la categoría de robo a un golpe que deja unos cuantos cadáveres –que en lugar de vísceras tienen felpa– pero ni un dólar faltante en la caja. Lentamente irán sucediéndose diversos crímenes hilados por la participación de las víctimas en un viejo programa estilo sitcom que Phil investigará en los bajos fondos angelinos junto a la detective Edwards (Melissa McCarthy), una ex compañera de la Policía con la que las cosas no quedaron precisamente bien. La que sí está bien es McCarthy porque, a diferencia de casi siempre, no intenta convertirse en centro de atención ni absorber la película, sino que se pone a su servicio. Con esos personajes opuestos unidos por un objetivo en común, el relato abrazará diversas situaciones propias de las buddy movies, ese subgénero cómico–policial sobre parejas desparejas obligadas a trabajar juntas, siempre manteniendo bien alto los estandartes de lo excesivo y la provocación (¡la eyaculación infinita de Phil!), siempre riéndose con fuerza de aquello que muchos repulsan. Porque los felpudos serán suaves y blandos, pero cachetean con mano de hierro.
Pocas veces el motivo de un estreno estuvo más claro que con Kerem, hasta la eternidad. La única razón para que llegue hasta estas tierras esta película turca es su protagonista, Engin Akyürek, astro de las telenovelas de aquel país que emite Telefé, quien además visitó Argentina para una serie de entrevistas promocionales. La película sabe perfectamente el gancho comercial que implica la presencia de Akyürek, y apuesta únicamente a su potencial magnetismo como elemento distintivo. El actor está presente en todas las escenas siempre en pose penitente, sufriendo los mil y un pesares del pobre Kerem con un rostro imperturbable. El protagonista de ¿Qué culpa tiene Fatmagül? y Kara para Aşk se pone en la piel de un próspero arquitecto casado y con proyecto agrandar la familia a corto plazo, que sufre un devastador accidente automovilístico cuya consecuencia es la muerte de su mujer. Absuelto en el juicio más abreviado de la historia del cine, se muda hasta una finca aislada en donde deberá convivir con el peso de la culpa. El film de Çagan Irmak arranca como un drama romántico para luego coquetear con el thriller y hasta el terror más clásico, incluyendo la aparición de entidades fantasmales que, en principio, remiten a aquel accidente. No conviene adelantar qué ocurre de aquí en adelante en esta historia de indudable raigambre televisiva, con una narración construida sobre la base de acumular situaciones, como si desarrollar algún personaje le estuviera vedado. Sí puede adelantarse que la vuelta de tuerca es la más insólita de la temporada 2018.
Entre los pliegues de la ficción y la realidad En una entrevista al sitio Otroscines.com durante la previa al Bafici de este año, en cuya Competencia Argentina se estrenó La otra piel, Inés de Oliveira Cézar se refirió a su séptimo largometraje como una historia de “encuentros y desencuentros que se pregunta obsesivamente por el tiempo y el lenguaje, que se construye en los bordes, entre la ficción y la realidad”. Efectivamente, esos tópicos y búsquedas aparecen –a veces de forma tangencial, otras de manera directa– en este relato sobre una mujer que huye con poco más que lo puesto a pasar un mes en una solitaria isla de Brasil. Los motivos de la huida hay que buscarlos en una crisis en principio amorosa pero que lentamente irá develándose existencial, como si antes que un intento de curar un corazón roto se tratara de una pausa generalizada para saber quién es ella, qué quiere y a qué aspira en este mundo. La mujer se llama Abril (María Figueras) y es tatuadora. “Venite y pensamos algo juntas”, le dice a una clienta, mostrando que, lejos del trabajo en serie y automático, piensa en sus dibujos como marcas indelebles de la vida, cicatrices de heridas y recuerdos que no sólo se resisten a cerrarse sino que se eligen perpetuar. Solitaria en una casa que la oprime, su único sostén emocional es la relación con su pareja, un dramaturgo ocupadísimo con los ensayos de una obra de inminente estreno interpretado por Rafael Spregelburd, quien la planta una y otra vez no sin antes prometerle que pasarán la próxima noche juntos. Indagar, entender y auscultar en los pliegues de los sentimientos y sensaciones de Abril ante ese rechazo crónico es una de las premisas centrales de un film que, además, se propone como una cruza de diferentes planos comunicacionales. La obra en cuestión se llama La terquedad, fue escrita y dirigida por el propio Spregelburd y pasó por la cartelera porteña con éxito durante la temporada 2017 del Teatro Cervantes. Oliveira entremezcla la realidad de los preparativos y las angustias previas al estreno con la ficción construida alrededor de la relación de Abril con equilibrio y paciencia. Ambos planos se amalgaman con tersura y homogeneidad durante la primera mitad del film, pero a partir del Ecuador del metraje algo se quiebra. En verdad, hay un quiebre como consecuencia de otro. El primero es el de Abril. Brasil asoma como refugio de contención y potencial terreno de despegue ante la crisis, mientras en la Argentina su ¿ex? pareja y su madre se muestran desconcertados ante la inesperada partida. El segundo quiebre es a nivel discursivo, de lenguaje. Algunos fragmentos de La terquedad son narrados en off por Spregelburd, un recurso presente durante toda la película que permite establecer un diálogo directo entre lo narrado y lo mostrado. En la etapa brasilera, y ante el vacío generado por el ensimismamiento de Abril, el recurso se instala como el único canal de comunicación entre la película y el espectador. Las líneas de esos textos, que antes complementaban, ahora se rigen por una asociación que de tan libre parece arbitraria. Abril, entonces, pasa del laconismo a lo críptico. La película, también.
Estrenada un año atrás en el Festival de Venecia, la australiana Dulce país es un western de esos que ya casi no se hacen. O no al menos en Hollywood: un relato violento, ríspido e incómodo que aborda la esclavitud isleña a principios del siglo XX, cuando la idea de una nación multiétnica era poco más que una abstracción. Sam Kelly (Hamilton Morris) es un aborigen que trabaja para el predicador Fred Smith (Sam Neill) en un rancho del norte australiano. Hasta allí va el veterano de la Primera Guerra Mundial Harry March (Ewen Leslie) para pedir ayuda con las tareas diarias, cuestiones que desconoce por ser un recién llegado. Violento y cruel hasta el sadismo, Harry maltrata a Sam y a su familia hasta forzar un asesinato en defensa propia. La huida de Sam y su mujer será el puntapié para el armado de una patrulla comandada por el implacable Sargento Fletcher (Bryan Brown). Pero para estos hombres blancos el desierto australiano es un terreno inhóspito y desconocido, gobernado por la ley del más fuerte y un calor abrasador, que esconde varios obstáculos imposibles de sortear. Quien quiera actuaciones oscarizables, corrección política y concesiones bienpensantes que vea 12 años de esclavitud. Dulce país revisita los códigos del western proponiendo una mirada cruda, despiadada y desencantada sobre la construcción de una nación y el clásico choque entre “civilización y barbarie”. Los planos generales –toda una marca del género– transmiten la sosegada sensación de peligro ante la inmensa llanura a la que deben enfrentarse estos hombres rudos y de pocas palabras, más proclives a la acción que al diálogo. Pero hay más, porque sobre el último tercio Dulce país pega un giro que convierte al western terroso y violento en una inteligente reflexión acerca de los alcances de la Justicia. Dirigida con pulso firme y decidido por Warwick Thornton, Y dueña de una formidable austeridad narrativa y rigor formal, Dulce país es una auténtica sorpresa en la cartelera comercial.
“Tiburón” recargado Desde Tiburón (1975) hasta la saga televisiva Sharknado –que el próximo domingo estrena en los Estados Unidos su sexta entrega en ¡cinco años!– y las recientes Miedo profundo (2016) y A 47 metros (2017), las películas sobre escualos con apetito de carne humana han sido una de las grandes recurrencias del cine catástrofe. En ese grupo se inscribe Megalodón, en la que, acorde a los tiempos que corren, todo es grande, ruidoso y espectacular, con un despliegue menos físico que técnico, con más pericia visual que narrativa. De allí que el tiburón pertenezca a la especie más grande de la que haya registro: el megalodón era el mayor predador de los vertebrados, con hasta 18 metros de largo y unos dientes triangulares de 18 centímetros capaces de penetrar la carne con la misma facilidad que un cuchillo afilado a una bondiola braseada. Los expertos afirman que se extinguieron hace tres millones de años, pero como el cine es un terreno donde todo es posible, ahora vuelven recargadísimos, con más hambre que nunca. Que nadie espere el suspenso y el carácter sugestivo de la mano maestra de Spielberg, ni tampoco el aura trágica tan propio del cine de los años ‘70 ante la imposibilidad de dominar a la bestia. A lo sumo, algunos homenajes más o menos explícitos al padre de la criatura y una módica intriga que dura hasta que el bicho se muestra en su esplendor, todo en medio de una comedia que tarda un buen rato en asumirse como tal y encontrar su tono. Dirigida por el veterano Jon Turteltaub (Jamaica bajo cero, Mientras dormías, Instinto, La leyenda del tesoro perdido), el film apuesta por una narración empujada por la acumulación de sucesos. Todo comienza con un multimillonario llegando a la plataforma marítima que financia y en la que un grupo de expertos busca probar que el océano es más profundo de lo que se cree. Según ellos, el piso de la Fosa de las Marianas, a una profundidad de once kilómetros, es una capa de gas bajo la que hay agua tibia y un ecosistema desconocido para la humanidad. Hasta allí llega una primera exploración que termina varada debido a la embestida de algo que no se sabe qué es. Y ahora, ¿quién podrá defenderlos? El elegido es Jonas Taylor (Jason Statham), un rescatista medio traumado desde su último trabajo fallido. El pelado baja y, claro, los rescata, desatando un festejo que se extiende hasta que un tiburón gigantesco le clave los dientes a la plataforma submarina. Sucede que la expedición abrió un “portal” de agua tibia que permitió el reingreso a la parte superior del océano de un megalodón, y ahora hay que hacer lo que hacen los norteamericanos con todo lo desconocido que les inspire peligro: matarlo. Allí comienza un largo segundo acto que tiene lugar en un barco que funciona como base operativa de una cacería exitosa. ¿Termina la película? Claro que no, porque el bicharraco vino con varios compañeros, y para colmo uno de ellos se dirige rumbo a una playa más densamente poblada que la Bristol en la segunda quincena de enero. Una playa china, dado que Megalodón es otro avance en la alianza estratégica de los grandes estudios para afirmarse en el gigante asiático mediante coproducciones con actores y actrices locales. Recién aquí, sobre la última media hora, el film asume su condición de disparate absoluto entregando algunas situaciones que de tan inverosímiles se vuelven divertidas, como aquélla en la que Statham maneja un pequeño vehículo subacuático con una destreza digna de Han Solo a bordo del Halcón Milenario, confirmando que, como señaló Variety, Megalodón es “Tiburón con esteroides”.
Atenti, que ahora Lucifer tiene cara de mujer “El demonio quiere a tu hijo” podría ser la consigna de una marcha antidrogas de ultramontanos, pero es el título elegido para el estreno nacional de Still/Born. La mezcla de sensacionalismo ganchero, búsqueda de identificación e inquietante advertencia en la “traducción” haría sonrojar hasta al mismísimo Claudio María Domínguez, quien mucho tiempo antes de convertirse en referente de la espiritualidad televisiva fue un avezado distribuidor con una pluma afinadísima a la hora de salpimentar títulos apelando a la picaresca y el doble sentido. Fue así que, por ejemplo, Julie Darling (1983) se convirtió en Déjala morir adentro y Compromising Positions (1985), en ¿Me la saca, doctor? Claro que aquéllos eran otros tiempos, y ante el deseo de una buena porción de los espectadores argentinos de ver de piel y sexo en la pantalla después de años de censura dictatorial, los títulos debían prometer eso. Que después las películas cumplieran o no, es otra cuestión. Ahora, con el cine de terror convertido en uno de los pilares del negocio cinematográfico, el demonio presta alguno de sus nombres a nueve de cada diez exponentes del género, incluso a aquéllos donde las acciones tengan poco y nada que ver con la criatura de cuernos. Still/Born cumple a medias lo que dice el título argentino, pues quien quiere al hijo –ojo, no al tuyo, sino al de la pobre protagonista– es, efectivamente, una entidad proveniente de las tinieblas más oscuras del infierno, aunque no un demonio sino una “demonia”. Ella acosa Mary (Christie Burke) después de haber parido mellizos y que uno muriera durante el parto. Con un marido que, como buen macho proveedor, se la pasa trabajando mientras ella está en el caserón familiar conviviendo solita y sola con su angustia, las cosas empiezan a enrarecerse. El primer indicio es un llanto doble proveniente del intercomunicador de la habitación del bebé sobreviviente. La chica corre desesperada pero, claro, no hay dos sino uno. ¿Alucinaciones por depresión? Eso piensa el médico que la empastilla hasta el caracú para calmarla. También ese marido que, en una escala en casa antes de volver a irse, no tiene mejor idea que instalar un circuito de cámaras por toda la casa para “vigilarla”. La explosión de una ventana marcará la irrupción definitiva de la “denomia” en el relato, un personaje construido con efectos especiales que, si la película se asumiera como el refrito de lugares comunes y sustos de rigor que es, o al menos como una réplica más berreta, casi satírica de El bebé de Rosemary, serían divertidos. Pero aquí todo es grave y serio, y por lo tanto la película empuja a la Mary a una investigación (“Algo trata de llevarse a mi bebé”, googlea) en la que nadie más cree. Los sucesos sobrenaturales que sólo ella ve y siente se irán sumando a intervalos regulares, creciendo en intensidad y en consecuencias físicas, al tiempo que para el resto se trata de un síntoma de la creciente depresión. Aun cuando la búsqueda de suspenso se asiente en la módica anécdota de saber si ella está chifladísima o si efectivamente hay una auténtica presencia del más allá, Still/Born nunca aumenta su tensión pero sí los efectos sonoros para movilizar a la platea.
Avril (Camille Cotton) es responsable, ordenada, tranquila, madura y trabajadora. Tiene proyectos a futuro y una pareja que la acompaña. Mado (Juliette Binoche), en cambio, no trabaja, es inmadura, explosiva y detesta las preocupaciones. Las une el vínculo madre-hija. Pero las cosas son al revés de lo que uno supondría, porque la primera es la hija y la otra madre. Esa inversión de roles es el (único) estandarte cómico de De tal madre, tal hija. En la primera escena mamá llega borracha a casa y, como cualquier adolescente, trata de disimularlo para que su hija no se dé cuenta. La relación de por sí tirante entre ellas se complica aún más cuando ambas quedan embarazadas al mismo tiempo. Lejos de cualquier atisbo de complejidad o doblez, el film de Noémie Saglio propone una comedia básica y llena de lugares comunes sobre las vivencias íntimas de ambas mujeres. Pocas cosas funcionan en De tal madre, tal hija. El guión luce constantemente desafinado, con chistes malos y trillados rematados sin timing, a puro reglamento. Tampoco hay un personaje que escape a los arquetipos burdos, empezando por ese obstetra que protagoniza una secuencia con chistes sobre al aborto que, leídos a la luz de la situación argentina, suenan desafortunados. Ni siquiera Juliette Binoche, usual garantía de calidad, se salva del festival de sobreactuaciones de esta comedia decididamente fallida.