Bean vuelve a Bond La pregunta que surge apenas inician los créditos finales es qué necesidad había, por qué intentar desapolillar a un personaje que nació apolillado como Johnny English, creado hace quince años para aprovechar el éxito televisivo de la saga Mr. Bean poniendo a su protagonista, el comediante Rowan Atkinson, en la piel de un agente secreto. Aquello no era nuevo cuando debutó en la pantalla grande (Johnny English, 2003) ni cuando se filmó la secuela (Johnny English recargado, 2011), ni mucho menos ahora, pues las parodias cómicas de James Bond son tan viejas como el agente bebedor de Martinis agitados, no revueltos. Debe reconocérsele a la conciencia de su condición avejentada, haciendo de esa vejez el componente fundamental de un relato que marca el enésimo enfrentamiento entre lo digital y lo analógico, entre la modernidad hi-tech del siglo XXI y la vieja escuela de lo manual. Su humor también es propio de otros tiempos, con la blancura, la inocencia y la ausencia de doble sentido como nortes éticos inquebrantables. Película, personaje y humor son rabiosamente demodés. Y todos lo saben. Esta tercera entrega tiene a English dedicado a la docencia cuando un hackeo al sistema informático del servicio secreto británico saca a la luz la identidad de todos los agentes en servicio apenas una semana antes de una reunión de importantes dirigentes políticos de los países más poderosos del mundo en Londres. La mala nueva obliga a la Primera Ministro (Emma Thompson, que está bien hasta cuando trabaja a reglamento) a emitir la orden de recurrir a agentes retirados que no estén en esa base devenida en pública. Y entonces aparece este tecnófobo y ferviente devoto de la superioridad analógica como única alternativa posible. La criatura de Atkinson terminará envuelto en una trama de enredos débil y mil veces tejida que tiene a un importante empresario de servicios informáticos como enemigo a vencer. Su objetivo es, como el de todos los malvados de estirpe jamesbondiana, la dominación del mundo. La mecánica del relato es fácilmente resumible: English haciendo macanas de todo tipo y en todo lugar, desde prender fuego un restaurant hasta dejar inconscientes con una bomba a todos los agentes retirados, pasando por una fiesta en un barco en la que hasta el último invitado lo descubre o un viaje en un ómnibus doble piso londinense donde trompea de lo lindo a un guía turístico. Hay algo profundamente aniñado en la pulsión por la monería de English, que a fuerza de inconsciencia se mete en lugares insólitos sin saber nunca del todo bien cómo disimular su presencia. Es, pues, un lavado de cara a la vieja fórmula del Inspector Clouseau de la saga La Pantera rosa que funciona en la medida que su andamiaje cómico lo hace. Esa oferta es limitada a chistes de tono light, bien ATP, sin guarrerías, ni ánimos de ofensa, ni atisbo alguno de incorrección política, con la tontería como matriz común. Algunas secuencias módicamente originales y eficaces (la del guía turístico es particularmente graciosa) destacan por sobre la medianía de una comedia que se ha filmado varias veces antes… y mejor.
Una de acción, pero en la era Trump Todo es ojo por ojo en esta película en la que los rusos vuelven a estar en el foco de la tormenta. Pero más allá de que el director tiene fama de conservador que ensalza a los Estados Unidos, aquí los buenos no son tan buenos, ni los malos, tan malos. Señoras y señores, volvieron los rusos. Nunca se fueron, en realidad, pero con Milla 22 regresan al viejo y querido rol de némesis de los norteamericanos luego de casi veinte años en los que el mefistofélico enemigo a combatir vestía turbantes, hablaba árabe y empuñaba AK-47 desvencijadas. Aquellos tiempos pos 11-S empiezan a quedar atrás, abriendo las puertas a la gente del país de Putin para que nuevamente sobrevuele –literal y metafóricamente– los primeros planos del cine de acción en esta nueva colaboración del realizador Peter Berg con Mark Wahlberg, una comunión artística que con ésta ya suma cuatro películas consecutivas con uno detrás de cámara y el otro delante. En todas el actor interpreta a laburantes que intentan hacer su trabajo de la mejor forma posible, con la notable –y absolutamente sobrevalorada– Horizonte profundo como ejemplo más depurado. Al cine de Berg se lo ha tildado de conservador y derechoso por ensalzar a los Estados Unidos como vigilantes del mundo y cultores insobornables de la paz mundial, la libertad y la democracia. Pero, ¿qué pasa cuando la bondad de sus protagonistas muta en locura? ¿Y si los buenos no son tan buenos ni los malos, tan malos? Sucede algo poco habitual en Milla 22, y es que su personaje central está bien lejos del carácter bonachón y noble del “hombre que pelea por la patria”. Al contrario, James Silva (Wahlberg) es un agente desquiciado y agresivo al que sus compañeros definen como “neurótico”, “obsesivo compulsivo” y “bipolar”. El director de Hancock toma la sabia decisión de aplicar ese carácter a toda la película, convirtiéndola en una larga sucesión de peleas frenéticas –pero no confusas: Berg tiene, junto con Jaume Collet-Serra, uno de los mejores pulsos contemporáneos para las secuencias de acción– y violentísimas donde cada golpe se devuelve con otro golpe sin pensar demasiado. Quizá la primera película de acción abiertamente “trumpeana”, todo es ojo por ojo y diente por diente en esta creciente espiral de locura que explota en una última media hora que entrevera el exceso estilizado de Tony Scott con un montaje veloz en la línea de Michael Bay, con la salvedad que aquí se entiende quién pelea contra quién y es posible ubicarse geográficamente en los distintos escenarios. La primera secuencia es sintomática de todo lo anterior. Allí un grupo paramilitar que opera fuera de los radares oficiales y al margen de la ley (más del otro lado que de éste) entra a una casa con el objetivo de boletear a todos sus locadores, una familia que en realidad son infiltrados del servicio secreto ruso. Todo ante la atenta mirada desde un centro de operaciones hi-tech de un jefe tanto o más extremista que sus súbditos (John Malkovich, mágister en el arte de la locura y el desajuste) y que emite la orden de que no quede nadie vivo. Una orden que se respeta a rajatabla rematando a los sobrevivientes con un tiro en la cabeza. Los créditos iniciales funcionan como recorrido por el expediente médico de Silva, reforzando así la idea de que lo suyo no es amor a la patria ni a Dios ni al Tío Sam, sino lisa y llana locura. Corte a unos meses más adelante, con el grupete afincado en un país ficticio del sudeste asiático. Ficticio e innominado, porque aquí la única referencia ubicable en el mapa –y el renacido fantasma de la era Trump, desde ya– es Rusia. Hasta la base de operaciones llega un policía díscolo con información sobre la ubicación de varias bombas de cesio cuyas explosiones dejarían agujeros donde ahora hay grandes ciudades. El arrepentido (el indonesio Iko Uwais, conocido por La redada) quiere, a cambio, asilo en Estados Unidos. Chequeo va, chequeo viene, parece que la información es auténtica, por lo que el objetivo será trasladarlo a un aeropuerto ubicado a la distancia del título. Nada fácil cuando detrás está la policía local totalmente sacada y con ánimos de boletear al soplón. Casi como una carrera de obstáculos, el recorrido los lleva incluso a parapetarse en un monoblock donde cada piso implica más dificultades, siguiendo así una lógica de videojuego muy similar a la ya mencionada La redada pero con el acelerador todavía más a fondo.
La número uno está dirigida y coescrita por una mujer y aborda cuestiones relacionadas con la desigualdad de género en las altas esferas empresariales. Lejos del tono panfletario o de militancia abierta, el film apuesta por las contradicciones de una protagonista llena de matices. Emmanuelle Blachey (Emmanuelle Devos) es una exitosa ejecutiva en un ámbito dominado por hombres. En un foro es abordada por una agrupación feminista que le propone ayuda para llegar a la dirección de una importante compañía de energía, en reemplazo de un hombre que padece una enfermedad terminal. A partir de esa anécdota, Tonie Marshall despliega un relato en derredor de las dificultades que Emmanuelle debe enfrentar para acceder al cargo. Dificultades en su mayoría vinculadas con su condición de mujer antes que a su potencial falta de capacidad. Hay también algunas subtramas vinculadas con su vida personal (su padre está gravemente enfermo y la relación con su marido no atraviesa su mejor momento) y con la dinámica interna del grupo feminista que no terminan de funcionan del todo bien. Sucede que el film intenta abarcar demasiados frentes y, por momentos, algunos conflictos se tornan superficiales. Más allá de esa dispersión narrativa, La número uno es un interesante retrato del poder y, sobre todo, del fino límite entre lo público y lo privado que existe en ese ámbito.
Nada se pierde, todo se transforma El director de Iron Man 3 y Dos tipos peligrosos repite la mixtura de tonos en esta nueva faena, ahora a cargo de unos cazadores interplanetarios más evolucionados y violentos que nunca. “Son parecidos a Whoopi Goldberg”, se dice en la película de estos nuevos predadores. Hay franquicias que se pensaban cerradas, pero en Hollywood, como canta Jorge Drexler, nada se pierde, todo se transforma. Si en los últimos meses los ejecutivos recurrieron al arcón de los recuerdos para desapolillar a Alien (Alien: Covenant), los dinosaurios (Jurassic World) y hasta al asesino crónico Michael Myers (la inminente Halloween), ¿por qué no habrían de hacerlo con los extraterrestres de la saga Depredador, a más de treinta años de su debut en la pantalla grande de la mano del director John McTiernan (Duro de matar) y Arnold Schwarzenegger? Aquella película tenía entre sus actores de reparto a Shane Black, quien con los años se convirtió en un especialista en cruzar acción y comedia primero como guionista de la saga Arma Mortal y El último gran héroe, y luego haciéndose cargo también de la dirección de Entre besos y tiros (2005), Iron Man 3 (2013) y Dos tipos peligrosos (2016). Black repite doble rol y mixtura de tonos en esta nueva faena, ahora a cargo de unos cazadores interplanetarios más evolucionados y violentos que nunca. La evolución se debe a que los bicharracos anduvieron durante toooodos estos años de ausencia viajando de aquí para allá nutriéndose de las virtudes de distintas especies. La violencia, a la bienvenida decisión de Black de no ahorrar sangre a la hora de mostrar magullones y decapitaciones, un gesto casi subversivo en un contexto donde la pulcritud visual se ha vuelto una norma del cine mainstream. Es, también, un intento de darle una escala humana a un asunto que se prestaba fácilmente para el gigantismo y la espectacularidad. No por nada los predadores parecen sacados de un episodio de Power Rangers (“Son parecidos a Whoopi Goldberg”, se dice por ahí). La primera parte de El depredador se mueve entre la exposición –y explotación– autoconsciente de las limitaciones de su modelo narrativo y el espíritu demodé de un relato cuyas postas remiten al cine de acción de fines de los ‘80 y principios de los ‘90, incluyendo una primera escena situada un operativo antidrogas en Centroamérica, esa escenario mil veces visitado por los héroes del género cuando los malos por excelencia eran los capos narcos. Pero acá no hay camisas floreadas ni malvados con acento. Sí una nave que se estrella y una posterior masacre de la que solo sobrevive el soldado Quinn McKenna (Boyd Holbrook). De allí se va con dos “souvenirs” que manda en una encomienda a la casa de su ex mujer e hijo. Souvenirs que en realidad son partes del traje de un predador que, cuando despierte, querrá recuperar a toda cosa, poniendo en peligro al pobre hijo de Quinn (Jacob Tremblay) mientras a él lo tratan de loco y lo encierran con un grupo de chiflados a los que el guión les depara varios momentos de indudable comicidad, con diálogos veloces y sorpresivos dignos de sus locuras. Una locura que no se traslada a la película, dado que la segunda mitad del metraje deja atrás esa idea de versión trash y ridícula de Doce del Patíbulo para enfrentar a ese grupo de descastados y una bióloga –puesta allí que para cumplir con la corrección política de género– con mil obstáculos para cazar a ese depredador que, al final, no era tan bravo como parecía.
La Segunda Guerra Mundial es uno de los grandes temas de la historia del cine. Mientras que en los Estados Unidos se suele recurrir a ella desde el sentido épico de las batallas, las cinematografías europeas se centran más en las consecuencias sociales, políticas y culturales legadas por los años de balas, muerte y bombas. Tal es el caso de 1945, film de húngaro Ferenc Török estrenado mundialmente en el apartado Panorama del Festival de Berlín del año pasado, que propone un acercamiento sutil, pero no demasiado profundo a esa época de transición en la historia de aquel país mediante un relato centrado en dos judíos ortodoxos que llegan a un pueblo con dos grandes baúles mientras los habitantes se preparan para el casamiento del hijo de un importante funcionario público con una campesina. El arribo pone en alerta a toda la comunidad. A los vecinos, porque piensan que puede tratarse del mascarón de un proa de la llegada masiva de judíos. Y al funcionario, porque teme que se trate del inicio de un reclamo formal por las tierras que les arrebataron durante la guerra. Un arrebato realizado con la complicidad de gran parte de la población. Filmada en un riguroso blanco y negro y con una sofisticada puesta de cámara, 1945 es una aproximación a las tensiones suscitadas en Hungría luego de la guerra. Török es un realizador preciosista en sus decisiones formales, y entrega varias imágenes de enorme potencia simbólica. Resulta inevitable vislumbrar en los temores de la comunidad una metáfora de la situación actual de aquel país, que en las últimas elecciones pegó un giro hacia la derecha más xenófoba y nacionalista.
La historia del terror británico está directamente asociada a la productora Hammer. Pero hubo otra empresa que aportó lo suyo al género. Se trata de Amicus, cuyas películas se caracterizaban por su carácter episódico y la apuesta por un horror más sugerente y psicológico, menos explícito y explosivo que el de su competencia. Ese espíritu se transporta al siglo XXI en Historias de ultratumba. Que la traducción local del Ghost Stories original no engañe: aquí hay pocas tumbas pero sí muchos fantasmas. Lo particular del film dirigido y guionado a cuatro manos por Andy Nyman y Jeremy Dyson es que lo fantasmagórico está asociado a los pesares individuales de cada protagonista. Como se repite más de una vez durante la poco más de hora y media de metraje, “el cerebro elige ver lo que quiere ver”. Y muchas veces elige ver cosas que uno preferiría no ver. Historias de ultratumba presenta tres relatos de terror articulados por Phillip Goodman (Nyman), un especialista en desenmascarar psíquicos truchos en su show televisivo. Su gran referente es Charles Cameron (Leonard Byrne), una leyenda de la investigación de los fenómenos paranormales que, como se dice en la película, se convirtió él mismo en un misterio cuando desapareció de la faz de la Tierra sin dejar rastro. Hasta que lo deja. La sorpresa de Goodman es mayúscula cuando recibe un llamado de Cameron, quien ha dejado atrás su escepticismo para abrazar la idea de que no todo lo que sucede en el mundo tiene una explicación lógica ni puede “reducirse a átomos y moléculas”, tal como le dice a su discípulo. La propuesta es que intente resolver tres casos que lo obsesionaron durante años. El primero tiene que ver con un guardia de seguridad que se cruzó con ente espectral en el psiquiátrico que vigilaba. El segundo, con un adolescente que atropelló a un supuesto demonio con el auto robado a su padre. El terceto se completa con un padre que atravesó diversos sucesos paranormales con su bebé. La película tiene un crescendo notable de enrarecimiento, adquiriendo un tono más pesadillesco a medida que avanzan las historias. Terror psicológico a la vieja usanza, con pocos efectos especiales y prácticamente ningún golpe sonoro, Historias de ultratumba va a contramano de los mandatos del mainstream contemporáneo con un relato que entrecruza realidad e imaginación en cada escena con paciencia, sin apuro alguno. El resultado es un film inquietante y pesadillesco que apuesta por el escalofrío antes que por el salto en la butaca. Una verdadera sorpresa.
Noventa minutos de pura superficie La tendencia a la brevedad del mainstream contemporáneo le juega una mala pasada a Hotel de criminales. El regreso a la cartelera comercial de Jodie Foster luego de cinco años de ausencia –su última película había sido Elysium, en 2013– la tiene como cabeza articuladora de un relato coral que, por su aglomeración de personajes y el entramado imposible que los une, hubiera funcionado mejor –o al menos de forma más verosímil– en formato serie que como largometraje. Tanto así que da la sensación que los poco más de 90 minutos de metraje pertenecen a uno de esos resúmenes semanales de telenovelas turcas que suelen rotar por la programación de los fines de semana de Telefé, con su estructura de repaso veloz e hiperactivo por los principales quiebres narrativos y peripecias de los protagonistas durante los últimos episodios. El hasta ahora guionista Drew Pearce (Iron Man 3, Misión imposible: Nación secreta) debuta en la dirección emulando a Guy Ritchie. Del responsable de Snatch: Cerdos y diamantes y Sherlock Holmes toma una estética pretendidamente cool y canchera, además de un montaje que confunde vértigo con frenesí. Hay poco lugar para el desarrollo y mucho para la espectacularidad, con las luces de neón como grandes recurrencias de una imaginería visual que luce más por la importancia que le concede Pearce que por el peso dentro de la estructura dramática. Todo es pura cáscara, pura superficie. Y todo ocurre muy rápido en este thriller nocturno situado en Los Ángeles a fines de la próxima década, cuando las corporaciones dominan abiertamente los designios del mundo, incluyendo el uso del agua, y a los pobres mortales no les queda otra que sobrevivir como pueden en medio de un contexto donde el crimen y la anarquía son moneda corriente. Más aún en el Hotel Artemis, un viejo edificio art decó que ahora funciona como un hospital ultravip de criminales de toda índole, siempre ante la atenta mirada de la enfermera Jean (Foster) y su asistente Everest (Dave Bautista). La llegada de dos hermanos ladrones luego de un asalto frustrado a un banco es el puntapié para la presentación de los chorros, traficantes, asesinos a sueldo y mafiosos que irán cruzándose una y otra vez durante el relato. Que todos tengan un largo historial de cruces previos se debe a esos azares que solo en Hollywood suceden. A saber: una francesita asesina (Sofia Boutella) que se lastimó a propósito para dar con su víctima fue pareja de uno de los hermanos; ellos, a su vez, no tuvieron mejor idea que robar unos diamantes del capo de la mafia angelina y dueño del hotel (el renacido Jeff Goldblum), quien por supuesto cae herido durante la misma noche que el resto. Por ahí también anda Crosby (Zachary Quinto), uno de las caras visibles del emporio empresarial que controla la ciudad y, oh casualidad, hijo del personaje de Goldblum. E incluso una policía que entra contra todas las reglas del lugar pero tiene un vínculo con Jean relacionado con la muerte del hijo de ésta. Hotel de criminales seguirá en paralelo las acciones de ellxs durante una noche que inevitablemente culminará con el encuentro final. Recién ahí Pearce desata una bienvenida andanada de escenas bien coreografiadas y filmadas con buen pulso, reduciendo todo lo anterior a una extensa previa del plato principal.
Reflexiones alrededor de la Justicia Lo que parece solo una historia de desencuentro familiar va desovillando una trama que enlaza con la última dictadura. “No jodas, Schlomo. Eso fue hace veinte mil años, ya pasó”, le dice Mariano con tono superado a su primo segundo cuando éste quiere abrazarlo después de escuchar los recuerdos de los primeros meses de exilio en Holanda, adonde había llegado con su familia gracias a una gestión de Amnistía Internacional luego de la desaparición de su padre, Samuel Leonardo Slutzky, en manos de la dictadura militar, en junio de 1977. Solos en un país lejano, arrinconados por una cultura ajena, presos de un idioma al principio indescifrable, Mariano, su hermana y su madre sufrieron también el desplante del resto de una familia que, temerosa de la potencial persecución de los militares, prefirió mirar para otro lado y borrar a Samuel del árbol genealógico: la visible incomodidad de Mariano cuando habla de ese flagrante olvido muestra que aquella herida que se asegura saldada, en realidad, todavía está abierta. Dirigida a cuatro manos por el periodista Shlomo Slutzky y Daniel Burak, Disculpas por la demora es un intento de apaciguar aquellos dolores a fuerza de diálogo y entendimiento, convirtiéndose en una película sobre la escucha. Así y todo, el camino personal, esa búsqueda de expiación, no será nada fácil. En las primeras escenas el periodista explica que los orígenes de la historia se remontan a cuando contactó por redes sociales a un colega con el mismo apellido que vivía en Holanda, sin saber del vínculo entre ambos. Ese colega era Mariano, y en las charlas posteriores surgió el recuerdo de su padre, un reputado médico que trabajaba como Coordinador de las Unidades Sanitarias de municipalidad de La Plata, de abierta militancia peronista, primo hermano del papá de Schlomo y preso político entre 1968 y 1973 a raíz de su participación en las FAP en Tucumán. Pero Schlomo nunca había escuchado nada. Como si fuera un presagio, el único registro visual de Samuel que encontró fue medio rostro en el borde de una foto de un casamiento de mediados de los años ‘50. Ni la madre del periodista y codirector lo recordaba. El film registra el regreso de Mariano a la Argentina para obtener Justicia en el sentido más amplio del término. El más visible es el legal, puesto que prestó testimonio en la causa por los delitos de lesa humanidad ocurridos en el centro clandestino de detención platense La Cacha, por donde pasaron al menos 239 personas (entre ellas Laura Carlotto, la hija de Estela), 98 de las cuales fueron desaparecidas, Samuel incluido. Por debajo circula otra justicia de índole personal para con una familia que jamás se preocupó por la suerte de esos chicos y su madre. “¿Quién, de todos nuestros parientes, se acercó a preguntar qué comíamos, si íbamos a la escuela, después de que nuestro padre desapareció?”, le pregunta al tío –el hermano de Samuel– en una cara a cara atravesado por la incomodidad y la culpa, por las palabras acongojadas y silencios que comunican mucho más que cualquier sonido. Suerte de bitácora de viaje, Disculpas por la demora tiene una tercera pata centrada en la presencia de un represor muy cómodamente instalado junto a su esposa en Israel desde 2002, cuando con la amnistía todavía vigente pudo conseguir un certificado de buena conducta. Slutzky corre a Alejandro del centro de la escena para ponerse en la piel de investigador y juntar información que permita oficializar una denuncia ante las autoridades europeas, con miras a una posible expulsión. Más allá del loable mérito tanto personal como periodístico en ese hallazgo, no le hubiera venido mal a Disculpas... un poco menos de dispersión narrativa ciñéndose al viaje de Alejandro. Un viaje cuyo destino final quizá no sea la reconciliación, pero sí la tranquilidad de haber escuchado y dicho todo lo quería escuchar y decir.
Cuando el diálogo es pura impostación “No sé qué es, pero siento que algo cambió”, dice una mujer bien afirmada en la madurez mientras otea en el horizonte el contorno del pueblo de la región de Marsella al que acaba de llegar. “Sí, nosotros cambiamos”, dice su interlocutora, una anciana en la recta final de su vida. La primera es Angèle y su melancólica sorpresa proviene de la imposibilidad de reconocer el lugar que la vio nacer y criarse. De esa villa costera de casas bajas, tardes tibias que preludian el fin del invierno, obcecados pescadores enamorados y vecinos afables se fue décadas atrás para desandar con éxito un camino por la actuación que la llevó a los teatros más importantes del mundo. Un ACV del padre la obliga a romper con ese alejamiento y reencontrarse con sus hermanos, con el restaurant familiar, con la vieja casa de la infancia, con un hombre que parece esperarla desde que se fue. Se reencuentra, en fin, con su pasado. Un pasado que incluye un hecho trágico mostrado a través de un largo flashback en cámara lenta. La reconciliación con todo lo que dejó atrás, incluyendo los fantasmas de los duelos no concretados, es una de las principales líneas narrativas de La casa junto al mar, regreso a las salas argentinas del realizador francés Robert Guédiguian. Estrenada hace exactamente un año en el Festival de Venecia, La casa junto al mar completa su trío protagónico con los dos hermanos de Angèle. El mayor se llama Armand (Gérard Meylan), nunca se ha ido y hoy está a cargo del restaurant al que busca adecuar a los tiempos que corren. Nada fácil cuando los usos y costumbres vacacionales ya no son lo que supieron ser. De allí que aproveche cada ocasión, cada cruce, para reprocharle al resto los años de ausencia. El terceto se completa con Joseph (Jean-Pierre Darroussin), un cincuentón de izquierdas visiblemente desencantado con todo, gruñón y apático hasta lo revulsivo, que se regodea en su depresión y no tiene mejor idea que aprovechar el reencuentro para presentar públicamente a su novia, una chica unas cuantas décadas menor que tiene unas ganas bárbaras de dejarlo. Y que se lo dice con una franqueza envidiable, tal como hacen todos los personajes de este film en el que los sentimientos, ese torrente oculto bajo pliegues y pliegues de corteza epidérmica, estallan en palabras. La película se mueve entre el naturalismo emocional de sus criaturas y la pátina deliberadamente artificiosa con que se expresan. Aquí todo se dice con sencillez y seguridad, mediante diálogos pensados hasta la última coma (ver la entrevista en Radar del último domingo) que llaman a lo impostado. Cuando las cosas amenazan con tornarse algo más apacibles, ese guión de hierro trae a escena a un militar que alerta a la familia sobre la posible presencia de inmigrantes ilegales recién llegados en un barco. Los hermanos no están del todo contentos con la presencia de las fuerzas de seguridad, y los integrantes de las fuerzas tampoco con los hermanos. “Sigan viviendo sus vidas de clase media”, le reprocha el oficial a Joseph, marcando así el carácter metafórico de su irrupción. En un momento se dice algo así como que hay que ser de izquierda en los asuntos del corazón y de derecha con los de la cabeza. El pragmatismo de estos hermanos es, igual que la película entera, el resultado de una operación enteramente cerebral.
Otra franquicia para el terror El conjuro fue un sorpresón, una de esas películas de terror con pinta de ser más de lo mismo pero que inquietaba y asustaba con las herramientas más nobles del género: un tempo dramático sin apremios para construir un clima cada escena más enrarecido, lo fantasmagórico y paranormal como elementos acechantes pero impalpables en medio de lo cotidiano, el Mal como consecuencia de la fluidez del relato antes que de una imposición de guión. El éxito se coronó con una recaudación de más de 300 millones de dólares que ni siquiera el productor más optimista esperaba. Tamaña suma volvía inevitable la creación de una franquicia, algo que una secuela (El conjuro 2) y un spin off (Annabelle) con su consecuente continuación (Annabelle 2: la creación) no hicieron más que confirmar, y que ahora tiene en La monja a su exponente más novel. Aunque en realidad hay poco nada de novel en este refrito de innumerables lugares comunes del género, que para colmo ni siquiera sabe muy bien qué quiere contar ni tampoco cómo hacerlo. ¿Los sustos? Bien, gracias. Un breve recuento en la secuencia de apertura ubica a la película en el contexto macro de la franquicia. Allí se ve una breve escena de El conjuro 2 en la que el investigador paranormal Ed (Patrick Wilson) tenía visiones sobre una monja con cara de Marilyn Manson que lo atacaba. Esta precuela se propone contar los orígenes de esa criatura, que se remontan hasta un convento rumano donde, a mediados de los ‘50, un suicidio desata la consabida serie de sucesos paranormales. Los habrá de todo tipo y color: espiritismo, posesiones, exorcismos, maldiciones y un largo etcétera que incluirá hasta la sangre del mismísimo Jesús. Igual de exagerado es el convento y sus alrededores, con un aire tan lúgubre y pesadillesco como falso y recargado que parece sacado de un episodio de Los cuentos de la cripta. En medio de todo eso sobresalen las figuras del obispo Burke (un recontra adusto Demián Bichir), quien viaja hasta allí para indagar en los motivos detrás de esa muerte, la novicia Irene (Taissa Farmiga, hermana de Vera, protagonista de El conjuro pero sin vínculo con el personaje... al menos por ahora) y el lugareño que descubrió el cadáver, un francesito pintón menos preocupado por saber qué pasa que por tirarle onda a Irene. Burke, Irene y el francesito se enfrentan a algo que no saben bien qué es. La película tampoco parece tenerlo muy en claro, y por eso dedica su tercio inicial a acumular escenas supuestamente terroríficas relacionadas con situaciones sobrenaturales que suceden en los alrededores del convento, pero hiladas únicamente por la búsqueda de efectismo, con su banda sonora ominosa callándose solo para preanunciar el remate de las situaciones. Un poco más adelante, cuando la película (¡por fin!) clarifique el berenjenal narrativo, se sabrá que todo se debe a que el monasterio fue construido por un duque con el fin de evocar diablos: el Mal como capricho de la realeza. La monja pondrá quinta marcha para recorrer a toda velocidad una última media hora en la que se precipitan todos los sucesos, incluyendo el consabido pie para una secuela.