Fugas y romances Es cierto que el cine escribe su suerte en la pantalla, pero da la sensación que de todas las películas que podrían haberse de- sarrollado sobre la base de Mentes poderosas, las cabezas creativas eligieron la menos interesante y riesgosa, la más segura y trillada. El de la surcoreana radicada en Estados Unidos Jennifer Yuh Nelson –directora de las últimas dos Kung Fu Panda– es uno de esos films que quiere abarcar mucho pero termina apretando poco, síntoma inequívoco de su carácter introductorio a un universo que, en caso de los números de taquilla respondan, podría expandirse por un buen rato. Esto porque se trata de la adaptación del primer libro de la saga Darkest Minds, escrita por Alexandra Bracken y que hace un par de días sumó su ¡sexto! título al hemisferio norte. Ese origen literario es indisimulable por varios motivos… y ninguno bueno. El primero es que tropieza con la misma piedra que nueve de cada diez adaptaciones de libros pensados para lo que los norteamericanos llaman Young Adult (jóvenes adultos): incluir una historia romántica a como dé lugar, incluso en un contexto donde todos los agonistas son buscados por el gobierno para exterminarlos. Sin padres, sin casa, sin futuro, sin saber cómo ni por qué pasó lo que pasó y con medio ejército detrás, Ruby (Amandla Stenberg) y Liam (Harris Dickinson) pasan unas horas juntos, se salvan mutuamente y por supuesto se enamoran. Antes hay una larga secuencia introductoria que plantea las coordenadas de este relato en particular y de la saga en general. Seis años atrás, algo ocurrió y mató de muerte súbita al 98 por ciento de los chicos del mundo. Que no se sepa muy bien qué pasó es un enigma que la película mantiene irresuelto porque a) los guionistas se olvidaron ese pequeño detalle o b) porque se develará en alguna(s) próxima(s) entrega(s). La cuestión es que los pocos que sobrevivieron lo hicieron gracias a las virtudes mentales del título. Reclutados con violencia por el gobierno (un fusilamiento de chicos de espaldas es la única incorrección política que se permite el film), los sobrevivientes son aislados en campos de concentración y divididos según el alcance de sus poderes. Los más “débiles” son los verdes, que son muy inteligentes pero no representan peligro. El problema son los rojos y naranjas, a quienes hay que eliminar porque, por lo que se ve, pueden hacer cualquier cosa, desde mover objetos con la mente hasta manipular pensamientos ajenos. A este último grupo pertenece Ruby, que escapa y vuelve a escapar. Y las cosas se complican todavía más. Escapes y complicaciones: a eso se reduce Mentes poderosas, una película que prefiere la peripecia antes que el desarrollo, el movimiento gratuito en lugar del desplazamiento articulado y coherente de los personajes.
Un relato que mueve a la introspección La nueva película del director de Tres D es el fruto maduro de un cineasta en su mejor momento, una historia de supervivencia. En tiempos de películas hechas con la meta de tranquilizar al espectador concediéndole la sensación de estar ubicado en un lugar moralmente correcto, mediante guiones que optan por el camino fácil de moldear personajes tersos y sin dobleces, una pequeña porción de producciones argentinas sigue apostando por lo contrario. Es decir, por incomodar obligando a quien mira a generarse preguntas y a entender que, como la vida, el cine también puede ser gris, una cuestión de puntos medios y no de blancos o negros, de malos o buenos. Uno de los puntos más altos de la Competencia Nacional de la última edición del Bafici, Casa propia es el fruto maduro de un director en su mejor momento, la historia de un cuarentón al que nada le sale bien pero tampoco mal, dado que aquí cualquier tipo de extremo (ético, actitudinal, dramático) brilla por su ausencia. Lo que hay, en cambio, es una historia sobre la clase media-baja laburante que versa sobre aquello a lo que mayor tiempo y energía le dedica la clase media-baja laburante: sobrevivir, ganarse el mango y, por lo tanto, pensar en plata, algo vedado para el 99 por ciento del cine autóctono que la concibe como algo intrínseco, que siempre estuvo o, en su defecto, que no cuesta conseguirla. El último largometraje del sanjuanino radicado en Córdoba Rosendo Ruiz (De Caravana, Tres D, Maturitá), cuya obra es objeto de una retrospectiva integral en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, arranca en la puerta de una casa donde un grupo de jóvenes habla sobre la próxima salida nocturna. El director los muestra mediante un largo plano secuencia que va cerrándose sobre la fachada. La película repetirá ese procedimiento culminando con la cámara casi pegada a los rostros de los personajes mientras charlan o discuten, dejando fuera de campo al interlocutor, en movimientos elegantes pero no virtuosos, invisibles a fuerza de sutileza y pertinencia. Los jóvenes forman una ronda deforme donde los “culeados” y “culeadas” se intercalan cada tres o cuatro palabras y en cuyo centro circulan apetecibles vasos de fernet con Coca, únicos –y algo obvios– indicios del marco geográfico cordobés que albergará la historia. Al protagonista se lo presenta tocando la puerta de la casa y pidiendo por favor que lo dejen entrar a recoger sus pertenencias, todo ante la atenta mirada de esos chicxs de los no se sabrá nada más. Aquel hombre suplicante es Adrián (Gustavo Almada, coguionista junto a Ruiz) y su presentación, acorde a una realidad lejos del confort: tiene casi 40 años, es docente de literatura en una escuela secundaria, la relación con su novia y el hijo de ésta es tensa y cambiante y, lo peor para él, vive en la casa familiar junto a una madre con cáncer de pulmón. La hermana, en cambio, aparenta una vida más ordenada, de mejor pasar económico y una convivencia con un hombre que la acompaña, excusa ideal para delegar en su hermano el cuidado de esa madre demandante a veces por necesidad y otras como forma de manipulación . O las dos, por qué no. ¿Es una villana que ata al hijo? ¿O el malo es el hijo, en quien por momentos le circula el velado deseo de que muera de una vez? No siempre: aquí, se dijo, nadie es bueno ni malo. Sí personas con intereses contrapuestos que defienden a como dé lugar. Los retazos de esa cotidianidad ilustran la dinámica de poder dentro de una casa con mucho de prisión, con reglas molestas impuestas por otros. Ver sino el recurrente enojo de Adrián ante una puerta cerrada desde adentro. Lo que molesta no es la traba, sino el gesto de dominación territorial, de ajenidad. Más por deseo que por planes concretos de mudanza, Adrián visita departamentos en alquiler que, sin garantía propietaria y con un magro recibo de sueldo, difícilmente pueda pagar. La acumulación de desgracias invita a pensar en uno de esos relatos sobre las miserias de la vida de un pobre tipo. Lo sería si Adrián fuera víctima solo de situaciones ajenas. Pero hay muchas generadas por su carácter irascible, cambiante, explosivo y caprichoso, lo que pone al espectador en la obligación de ejercitar la empatía. Esto dicho no el sentido de ubicarse “de su lado”, sino en el de comprender cómo y por qué hace lo que hace. ¿Qué haría uno en su situación? Cada quien tendrá su respuesta. Respuesta que puede doler e incomodar porque puntea cuerdas internas no precisamente felices. Casa propia obliga, entonces, a indagar hacia adentro antes que hacia afuera. Pocas películas pueden ufanarse de eso.
Una placa al comienzo de Pabellón 4 explica que los llamados pabellones de población son los más peligrosos y donde más muertes ocurren. Allí los guardiacárceles ingresan con armas de fuego sólo en caso de peleas entre internos. Es, pues, un territorio donde el Estado brilla por su ausencia. El Pabellón 4 de la Unidad 23 de máxima seguridad del penal de Florencio Varela, en el Gran Buenos Aires, pertenece a este grupo. Pero tiene una particularidad. Allí el abogado y escritor Alberto Sarlo lleva adelante un proyecto que consiste en enseñarles filosofía, literatura y boxeo a 52 presos. Y los internos, en contra de lo que la imagen instalada en los medios y en la opinión pública, invitan a pensar, aprenden, reflexionan, piensan, se piensan. Riguroso documental de observación no intrusivo en donde la cámara opera como testigo silencioso de la escena, Pabellón 4 articula su relato alrededor de las charlas de Sarlo en las que abundan referencias a Hegel, Sartre y Dostoievski. Se escuchan también los cuentos escritos por los presos en los que hablan en carne viva sobre la experiencia carcelaria. Sarlo, lejos del prejuicio pero también de la compasión, escucha con una atención contagiosa, hablándoles con franqueza y un lenguaje que no por poco académico carece de potencia y verdad. El director de Pabellón 4 es Diego Gachassin, quien un par de años atrás había codirigido Los cuerpos dóciles junto a Matías Scarvaci. Aquel film acompañaba a Alfredo García Kalb, un abogado defensor de pibes chorros que procuraba comprenderlos antes que enjuiciarlos, y apelaba a la sinceridad aun cuando doliera. De esa misma materia están hechos Sarlo y Carlos Mena, un ex preso que reingresa ahora como asistente. La narración de su historia de vida atravesada por la marginación, el olvido y la violencia es uno de los momentos más duros del cine documental de este año.
“Si la foto no tiene sujeto, verbo y predicado, no sirve”, dice Carlos Bosch en un momento de Sombras de luz. La frase funciona como una suerte de principio rector de la obra de uno de los fotógrafos más importantes de la historia argentina. También del documental que indaga en sus recuerdos, su forma de entender la imagen en un contexto que, como el actual, hace de la manipulación una de sus recurrencias más habituales. Bosch alternó entre la fotografía periodística, artística y política. Desde diversos medios dio cuenta de la realidad del país en sus momentos más cruentos, lo que le valió un viaje a Europa en 1976 del que regresó en 2007 con la idea de radicarse definitivamente en la Argentina. Es a partir de ahí que el film lo encuentra para indagar tanto en sus trabajos como en su forma de entender la fotografía. Sombras de luz registra diversas charlas con el fotógrafo y quienes lo frecuentaron tanto en el ámbito laboral como personal. Clásico en su formato de cabezas parlantes, los principales hallazgos hay que buscarlos en las reflexiones de Bosch sobre el estatuto de la imagen y en la precisión a la hora de recordar el detrás de escena de sus fotografías más famosas.
El mar como origen de toda aventura En su tercer largometraje, el director de Gigante y El 5 de Talleres se sumerge en un mundo a la vez fantástico e ingenuo. Después de cada nuevo chapuzón, el protagonista vuelve a experimentar distintos episodios de su vida, como niño o adolescente. Desde que al cine argentino se le antepuso el “Nuevo”, el mar es sinónimo de purificación, de reinicio, de la purga de un pasado con miras a un futuro distinto. Como si la sal curara heridas físicas pero sobre todo emocionales, hombres y mujeres de todas las edades se sumergen en las aguas del Atlántico para renacer y dejar atrás quienes fueron. Las olas no es estrictamente argentina, como así tampoco su realizador: Adrián Biniez nació en Lanús pero hace años se afincó en Montevideo, y su última película es, al menos en términos de producción, más de aquél lado del Río de la Plata que de éste. Quizá por eso el mar cumple aquí un rol distinto, más cercano al de las aventuras marítimas de tintes fantásticas de la literatura del siglo XIX que a la expiación intimista. Un linaje que el propio Biniez reconoció en la entrevista al suplemento Radar del último domingo y que como director valida incluyendo títulos de clásicos de aquel género en las placas que funcionan como separadores de los distintos capítulos, con especial predilección por la obra de Julio Verne, algunas de cuyas líneas sirven para el desenlace. Como en los libros del autor de La isla misteriosa, La vuelta al mundo en ochenta días y Viaje al centro de la Tierra, por citas algunas referencias usadas en los separadores, Las olas presenta un universo en el que la aventura imposible es falible de volverse real. Estrenado en el último Festival de San Sebastián, el tercer largometraje del responsable de Gigante y El 5 de Talleres abre con varias tomas de distintos puntos de Montevideo, terreno en el que Alfonso (Alfonso Tort) se mueve como pez en el agua y cuyas paredes contienen, como una piel, las huellas de su historia personal. La cámara lo encuentra casi como al pasar, vestido de traje y corbata, recorriendo distintas licorerías por motivos que en principio se desconocen. En principio y al final también, puesto que el film omite cualquier explicación sobre el tema. Una omisión que, lejos de agujero narrativo, se corresponde al valor anecdótico de su potencial oficio. El núcleo del relato despliega sus alas después de que Alfonso se ponga la malla para un baño en las aguas de la rambla, allí donde el río amarronado empieza a dar paso a las primeras corrientes de agua salada. PUBLICIDAD Las cosas empiezan a enrarecerse cuando salga del agua en un tiempo con indisimulables coordenadas del presente aun cuando lo que vea –¿imagine?– sean escenas de su infancia y juventud. ¿Qué ocurrió? ¿Acaso es un sueño? ¿Un viaje alucinatorio? ¿Una introspección con fines terapéuticos, de reconciliación interna? Poco importan los motivos del choque de temporalidades, dado que en Las olas la fantasía, lo onírico y los recuerdos se entrelazan hasta volverse un todo imposible de disociar. Lo primero que ve Alfonso es a una pareja de cincuentones que en realidad son sus padres. Padres que lo tratan como a un chico –mamá le hace un sánguche, papá se enoja porque se portó mal– aun cuando él siga siendo el mismo cuarentón de siempre. Otro chapuzón y ahora el encuentro es con aquellos amigos de la adolescencia, cuando el entrecruce de miradas con las chicas era el mejor combustible para la explosión de las hormonas. “¿Voy a seguir haciendo música a los 35 años?”, le pregunta uno de esos jóvenes, aceptando sin un atisbo de sorpresa que aquel hombre es y a la vez no es su amigo. El pedido de explicaciones a una ex que marcó a fuego su corazón (con la actual pareja de ella como involuntario pero cómodo testigo), largas charlas veraniegas y un campamento en un bosque son algunas de las postas de un viaje por las etapas clave de la vida de Alfonso. Un viaje que marca un nuevo quiebre en la filmografía de Biniez. El realizador pasó de la observación lacónica de un guardia de seguridad en Gigante al costumbrismo futbolero y barrial con El 5 de Talleres, y ahora a un recorrido lo-fi, sin estridencias ni quiebres de guión, tan derivativo en su estructura como naturalista en su registro, que fluye con el ritmo cansino e hipnótico de las olas espumosas durante el verano.
Stefan Zweig: Adiós a Europa empieza con un largo plano secuencia. En el centro de la imagen se ve una mesa ocupando prácticamente la totalidad del amplio salón contiguo a donde el escritor austríaco da una charla. Lentamente los asistentes salen y se alistan para la comida, y muchos de ellos se acercan al Zweig para intercambiar algunas palabras. La escena es fría y de una rigurosidad formal absoluta. El resto de la película, también. Dirigido y coguionado por la actriz Maria Schrader, el film narra las vicisitudes del escritor (uno de los más famosos de las primeras décadas del año pasado) durante su exilio por la Argentina, Brasil y Estados Unidos a raíz de la persecución del nazismo. Ferviente opositor al régimen de Hitler, Zweig encontró en Brasil una comunidad multiétnica modélica para alguien que huía de la segregación, dispuesta a recibirlo y a dejarse empapar por sus ideas. Dividida en cuatro capítulos –uno transcurre en la Argentina, con Victoria Ocampo como ocasional personaje de reparto– que abarcan desde 1936 hasta 1942, la película se toma un buen tiempo para arrancar, con varias secuencias extensas de charlas y entrevistas de impronta teatral que funcionan a la manera de “presentación ideológica” del personaje. Sucede que el mundo de Zweig es el las ideas, y quizá por eso al guión le cueste esbozar los rasgos humanos de su protagonista, estableciendo así una distancia emocional que por momentos es imposible de acortar.
Antes que nada, un poco de contexto. Unas semanas atrás se estrenó en la Argentina Sin filtros, una producción española con Maribel Verdú dirigida por Santiago Segura cuyo título original es Sin rodeos, que su vez es una remake de la chilena Sin filtro (en singular), misma película que ahora sirve como materia base para la argentina Re loca, de Martino Zaidelis. Tres películas filmadas en un año y pico (a la lista hay que sumarle la versión mexicana y la inminente de los Estados Unidos) que parten de un guión casi calcado: la falta de ideas originales no es sólo un mal de Hollywood. El personaje central de la versión argenta se llama Pilar. A ella no le sale nada bien. Tiene un marido “artista” (Fernán Mirás) que está todo el día en la casa pero es incapaz de abrirle al gasista o pagar las cuentas, el jefe de la agencia de la publicidad donde trabaja le pone una influencer a trabajar a su lado, su psiquiatra (Diego Peretti) no la escucha –tampoco su mejor amiga (Pilar Gamboa)– y en la calle le devuelven únicamente insultos. Por ahí anda un ex novio devenido en mejor amigo (Diego Torres) que está a punto de casarse con una mujer que lo maltrata (Gimena Accardi). En ese contexto ella se cruza con un misterioso hombre que le aconseja preparar unos extraños tragos caseros con vinos, leche, rosas quemadas y orina. Pilar los toma y al otro día se levanta como nueva, con una ausencia de filtros y rodeos de los títulos españoles y chilenos que le permite, básicamente, y con perdón del término, mandar a todo, todos y todas al carajo. Allí comienzan los mejores momentos de un film que adquiere una velocidad de torbellino, mérito de una Natalia Oreiro que, como el centrodelantero de la selección rusa, cabecea todos los centros que le tira el guión. Un guión apenas correcto, con algunos chistes eficaces y otros vergonzosos, hecho a base de fórmulas mil veces probadas. ¿El principal mérito? Confiar en el poder de fuego y carisma de la Oreiro, alguien con probados pergaminos en cargarse sola una película. Todo parece ir mejor para Pilar, hasta que lentamente empieza a darse cuenta de que está lastimando a gente muy querida. La película, entonces, clava un freno de mano y empieza a aflorar esa culpa de la que al cine argentino le cuesta desprenderse. El desenlace puede leerse como un llamado al empoderamiento femenino, pero también como la publicidad de un automóvil.
La ciudad que no muestra ningún tour Hace ya unas cuantas películas que el cine de José Celestino Campusano dejó de ser lo que era. Después de esa excursión por los usos y costumbres de las clases más altas y acomodadas que fue la incomprendida Placer y martirio (2015), el realizador oriundo de Quilmes arrancó una etapa hiperproductiva filmando un promedio de dos películas al año, casi todas fuera de aquel conurbano bonaerense donde estableció las bases del cine crudo y visceral que le dio amplia reputación en el circuito festivalero. En especial en el de Mar del Plata, donde desde hace una década es un abonado de las secciones principales. Hasta trasladó su modelo de producción a la Amazonia brasileña y Bolivia en Cícero impune y El silencio a gritos, respectivamente, con resultados muy distintos a los anteriores, como si la lejanía del terruño le hubiera quitado parte de la potencia. En ese contexto, El azote es un regreso a la Argentina y también a ciertos elementos fundantes de su obra. Si antes ética y estética iban de la mano, ahora no. Desde Legión (2006) y Vil romance (2008) Campusano trabaja con actores no profesionales, conformando elencos dominados por el desajuste y la heterogeneidad pero con una capacidad extraordinaria de retratar situaciones marginales con naturalismo, sin atisbo alguno de caricaturización. Aquello transmitía coherencia aun en películas desprolijas, pero ahora, con un pulido técnico mayor y un director con más ideas y recursos de puesta de cámara, se genera una bifurcación en donde la ética se mantiene inalterable pero la estética avanza hacia otros lugares. En El azote la reconciliación asoma como una posibilidad concreta, sobre todo cuando el quilmeño posa la cámara sobre la problemática de los sectores más pobres y olvidados de Bariloche, esos que no muestra ninguna oficina de turismo. Su segunda a la visita la ciudad de los egresados –la anterior fue para El sacrificio de Nehuén Puyelli– sigue el día a día de Carlos, un asistente social que trabaja en un instituto de menores donde los maltratos, la violencia, el menosprecio estatal y el abuso sexual son parte de una rutina que nadie parece muy dispuesto romper. Celadores, policías y diversos funcionarios públicos tratan a los chicos como elementos de descarte. Salvo Carlos, ese alterego de Campusano –pelilargo y campera de cuero incluida– que hace lo mismo que el realizador con sus personajes: comprenderlos en lugar de enjuiciarlos, adaptarse a sus circunstancias, generar empatía. De allí que los chicos, si no lo quieren, al menos lo respetan y consideran un interlocutor válido. En especial Luisito, a quien todos quieren echar menor él. Esa voluntad de hierro de Carlos tiene su contrapeso en una vida personal que incluye a una madre en silla de ruedas y alguna relación ocasional con mujeres que lo desprecian. Y él también a ellas, vale aclarar. En El azote funciona mucho mejor la subtrama social. Ahí es donde más cómodo y mejor se mueve Campusano, entregando momentos de indudable potencia con la intención de visibilizar situaciones silenciadas. El problema es que Carlos, aunque bueno y noble, no adquiere la carnadura suficiente para ser un personaje complejo. Sin demasiados matices, lo suyo es la defensa de los marginados. Lo del director, también.
Una mujer contra todo Paula, una joven porteña que llegó a Tierra del Fuego detrás de la posibilidad de un trabajo, se muestra como un torrente de voluntad capaz de sortear todos los escollos con tal de avanzar. “Si vamos a estar juntos, en estos momentos te tengo que cobrar”, le dice Paula a Manuel después de rechazar un beso corriéndole la cara. “¿Cómo? No entiendo”, responde él, a lo que ella remata: “No sé cómo explicártelo de otra manera. Es simple: si vamos a estar juntos, en estos momentos te tengo que cobrar”. Lejos del lamento o la sorpresa, Manuel acepta y regatea hasta que por quinientos pesos ella da el visto bueno para un acto sexual furtivo, casi animal, gélido como el invierno patagónico que hiela la piel de las piernas desnudas en la parte de atrás de la camioneta. El tono maquinal y desprovisto de sentimientos de la negociación se condice con la distancia emocional y el rigor formal que abraza La omisión para narrar el tortuoso periplo de Paula (Sofía Brito), una joven porteña que llegó a Tierra del Fuego detrás de la posibilidad de un trabajo bien remunerado que funcione como base para sus planes familiares posteriores. Esa posibilidad, queda claro, está lejos de materializarse, y su persecución obliga a decisiones no precisamente gratas. Estrenada en la sección Panorama del último Festival de Berlín, la ópera prima de Sebastián Schjaer transcurre en esa nebulosa de incertidumbre donde las respuestas brillan por su ausencia y la única salida es la fuga hacia adelante. Ella trabaja de mucama en un hotel y como guía turística, pero la plata no alcanza. Incluso se la niegan, obligándola a perseguir a sus empleadores. Toda una rareza que en un cine argentino acostumbrado a personajes despreocupados por lo económico, aquí la falta de dinero es un problemón. Y no cualquiera, sino el principal: es, pues, el motor invisible del relato, la principal motivación para que Paula haga lo que hace. Con la mujer obligada a rebuscárselas como pueda, entra en acción Manuel (Lisandro Rodríguez), un tímido fotógrafo de la municipalidad que se muestra rápidamente interesado por ella. Entre ambos surge una relación que va de lo amistoso a lo laboral, y de allí a lo mercantilista, tensando aún más el débil equilibrio de Paula. Ya la primera escena muestra que La omisión es la crónica de una fuga. El film arranca in media res, con Paula caminando visiblemente agitada por una ruta de ripio mientras una voz masculina fuera de campo grita su nombre. Cómo, por qué y sobre todo de quién escapa esa mujer se sabrá a su debido tiempo, cuando las situaciones así lo quieran, desprendiéndose de ellas antes que de los mecanismos visibles del guión, pues Schjaer tiene muy poco apuro por entregar la información necesaria para completar el rompecabezas. Un rompecabezas de palabras escasas pero justas, en el que el contexto se vuelve un factor fundamental que nunca se subraya. La escena funciona también como presentación de Paula. Igual que la protagonista de Una hermana, otra muy atendible ópera prima, es una mujer de movimiento constante, un torrente de voluntad capaz de sortear todos los escollos. Lo importante para ella es el avance. Si Paula tiene miedo, lo disimula. Si le duele un escenario que incluye a su hija al cuidado de una amiga y a su pareja viviendo en Río Grande, que no se note. La idea de una mujer tenaz en movimiento constante luchando sola contra toda la adversidad del mundo remite invariablemente al arquetipo de heroína proletaria que desde Rosetta en adelante se ha vuelto una marca de agua del cine de hermanos Dardenne, tradición a la que La omisión suscribe replicando incluso la captura mediante una cámara nerviosa pegada a la espalda de la protagonista. En ese sentido, no le hubiera sentado mal intentar ir más allá de la referencia para evitar que a la larga ocurra lo que mismo que con todas las películas con la impronta de los belgas: que esa estética, que esa mirada, en lugar de ser la base, sea el techo.
La mancha venenosa de la inmadurez Basada en un caso real, el de un grupo de cuarentones que seguía jugando a la mancha en cualquier contexto social o profesional, la comedia de Jeff Tomsic propone una nueva aproximación al tema dominante de la comedia moderna de Hollywood: la inmadurez masculina. En enero de 2013, una nota del diario The Wall Street Journal dio cuenta de la historia de cinco hombres que desde la escuela primaria mantenían la costumbre de jugar al Tag, el equivalente yanqui a la mancha argenta en la que un jugador “la trae” y debe tocar a alguno de sus rivales para pasarle la posta. Lo hacían a toda hora, en todo lugar, sin importar el contexto ni mucho menos las imposiciones cronológicas: aun cuando sobrepasaran los cuarenta años y su actitud les valiera incontables miradas de reojo del entorno, preferían divertirse delineando con frialdad diversas técnicas y estrategias para “manchar” a sus amigos antes que entregarse a las responsabilidades de la adultez. ¡Te atrapé! toma como punto de partida aquella anécdota –eso sí, cambiando a los gordos originales por estrellas de Hollywood– para proponer una nueva aproximación al largo camino hacia la madurez masculina, quizá el tema dominante de la comedia norteamericana moderna. Desde Adam Sandler en adelante, los hombres que reniegan de serlo han poblado el horizonte del género de las risas. Algunos enfrentan el paso del tiempo enojándose y explotando como nenes. Otros saliendo de reviente como si el mundo se acabara mañana. Sea como sea, es un terreno vedado a las mujeres (de hecho, las que hay aquí son meros personajes decorativos) en el que ellos, siempre egocéntricos y caprichosos, tienen la voz y llevan adelante una serie de acciones en cuyo núcleo anida la voluntad de validar una extraña forma de masculinidad, un sentido de pertenencia alrededor del placer del golpe. Este grupo pausa todas sus actividades cuando alguno de ellos aparece al grito de “la llevás”. En la primera escena, el flamante CEO de una empresa de seguros, Bob (Jon Hamm), está en una entrevista con una periodista cuando el empleado de limpieza se saca los bigotes y revela su verdadera identidad. Es su amigo Hogan (ese arquetipo de hombre medio y gris llamado Ed Helms), quien consiguió ese trabajo con el único objetivo de “manchar” al jefe. Si eso suena estúpido, qué decir de lo que sigue: una pelea a trompada limpia, corridas por los pasillos y un ventanal destruido para huir. En planta baja esperan Reggie (Lil Rel Howery) y Randy (Jake Johnson) con una propuesta que Bob no podrá rechazar: Jerry (Jeremy Renner) está a punto de casarse pero no invitó a ninguno de sus viejos amigos, consciente del riesgo que correría su récord de jamás haber sido manchado. La ceremonia se presenta como la ocasión ideal para revertir la historia. Y allí irán de cacería los cuatro hombres, la periodista que encuentra una historia mejor que la entrevista a Bob y la esposa de Hogan (Isla Fisher), a quien no dejan participar porque las reglas impiden el ingreso de mujeres. Reglas que impusieron cuando tenían nueve años, lo que muestra que lo de estos hombres no es machismo ni misoginia sino lisa y llana inmadurez. Con las comedias del Frat Pack como modelo –Aquellos viejos tiempos es una referencia ineludible– aunque sin su zarpe extremista, ¡Te atrapé! tiene un problema a la hora de saber qué quiere y hasta dónde está dispuesta a llevar su búsqueda. Se la nota tironeada entre el exceso descontrolado estilo ¿Qué pasó ayer?, el gag desaforado de la escuela de Will Ferrell y al efecto de desajuste de un grupo de adultos en plan de boludeo constante. Así, el resultado es un film irregular pero impredecible, módicamente divertido aun cuando al final, a diferencia de Sandler, Ferrell y compañía, estos muchachos terminen siendo mejores de lo que eran al empezar la película.