El fútbol después de los dinosaurios El largometraje del estudio británico Aardman presenta un insólito partido de fútbol de millones de años atrás, como telón de fondo de la pelea por la supervivencia. Como un Pixar más combativo y menos vanguardista, el estudio británico Aardman insiste en la construcción de una filmografía con rasgos estéticos y temáticos tan visibles como personales. Rasgos que a estas alturas son un gesto artístico, casi político: cuando el cine de animación a gran escala tiende a los trazos digitales e hiperrealistas aun en mundos enteramente imaginados (allí está el Más allá de Coco), los responsables de Pollitos en fuga, Wallace y Gromit y Shaun el cordero se mantienen inconmovibles en la creación de aventuras con muñequitos de plastilina que filman cuadro a cuadro. Y a mano, tal como demuestran las huellas dactilares visibles tanto en El cavernícola como en los seis films anteriores del estudio. Pero esa forma no es la única oposición. Lejos de los guiños para adultos o la búsqueda de un humor multitarget, Aardman apunta los cañones pura y exclusivamente a los más chiquitos. El problema es que, al menos aquí, eso implica moralejas y aprendizajes. Toda una (mala) novedad en una obra en la que nadie aprendía nada. Dirigida por Nick Park, uno de los grandes referentes de la empresa, El cavernícola imagina los orígenes del fútbol justo después del impacto del meteorito que acabó con los dinosaurios, cuando un grupo de humanos sobrevivientes encuentra un desprendimiento rocoso redondo y hace lo mismo que cualquier argentino promedio con un elemento similar a una pelota en los pies: patearlo. Poco queda de aquellos ancestros en los descendientes de la Edad de Piedra viviendo únicamente de la caza de conejos por el temor del líder a aminarse a animales más grandes, para frustración del curioso Dug. Donde siguieron practicando, y cómo, es en la comunidad vecina. No sólo allí tienen un estadio tamaño Maracaná con un césped mejor sembrado que el del Monumental, sino que también descubrieron el bronce, permitiéndole al malvado Lord Nooth –que en el doblaje latino mecha términos argentos como “laburo” pero habla mitad de “vos” y la otra de “tú”– fortificar los mamuts y usarlos como tanques para correr a Dug y compañía de su terruño. Desterrados y sin sustento de vida posible, surge el desafío: los desalojados enfrentarán al hiperprofesional team de Nooth; el que gana, se queda con la tierra. No hay demasiada vuelta ni subtexto en un film que desperdiga la habitual batería de gags inocentones y ATP del estudio a lo largo de una narración que avanza gracias a las peripecias del protagonista y su grupo mientras intentan dominar el arte de Messi y Maradona. Bocón, dientudo y con brazos enormes, Dug tiene la bonhomía y el carisma suficientes para ganarse rápidamente la empatía del espectador, que una vez planteado el desafío no le queda otra que hinchar por él como en un potrero. Más desdibujados –no en el sentido literal: desde ya que la calidad visual es impecable– aparecen sus compañeros, todos esporádicamente graciosos pero sin rasgos particulares, como si operaran en función de la temida enseñanza sobre el trabajo en equipo antes que como personajes autónomos. Bastante más divertidos son Nooth, uno de esos monarcas malvados, avaros y déspotas con tantas ganas de inclinar la cancha que termina arbitrando, y la paloma mensajera que reproduce tonos y gestos de la Reina. Las escenas que comparten son, por lejos, mucho más divertidas que las de los cavernícolas más buenos y menos salvajes del mundo.
El asalto final Las casualidades de la distribución y exhibición hacen que El robo perfecto suba a la cartelera porteña apenas una semana después que La bóveda. Se trata de dos exponentes inscriptos en el subgénero de las “películas de golpes” (“heist movies”), es decir, relatos con centro narrativo en el robo a una institución con innumerables fajo de billetes verdes en su interior. Pero si el del jueves pasado era un thriller de tintes paranormales que regurgitaba algunas de sus fórmulas básicas sobre el molde de una de terror con fantasmitas deseosos de saldar deudas pendientes, dando como resultado un menjurje de difícil digestión, el de éste es una de robos hecha y derecha, rabiosamente clásica. Una que no se anda con vueltas a la hora de ir directo al núcleo cinético de la historia y de construir una tensión alrededor de la suerte de una banda que intenta sacar 30 millones de dólares de la Reserva Federal de Los Ángeles sin que nadie se dé cuenta. El robo perfecto muestra, otra vez, que Fuego contra fuego es una de las películas más importantes de los últimos 30 años, la referencia ineludible de casi todos los (buenos) policiales contemporáneos, entre ellos los una buena porción de los protagonizados por Liam Neeson, con la enorme Una noche para sobrevivir a la cabeza. Los ecos del film de Michael Mann resuenan desde la primera escena. Allí se ve el asalto a un blindado perpetrado por un grupo de enmascarados armados hasta los dientes con una ejecución redonda tanto delante como –y aquí lo importante– detrás de escena. Hay que prestarle atención a este tal Christian Gudegast, un guionista con apellido de museo y poco trabajo (apenas tres largometrajes escritos en los últimos quince años) pero que como director luce un pulso firme y la seguridad de saber muy bien cómo y dónde poner la cámara para clarificar la acción y que se entienda qué está pasando. Algo simple de enunciar pero que el 99 por ciento de los directores, sobre todo aquellos volcados al gran espectáculo pirotécnico, suele olvidar no bien se sienta en la silla plegable. La cara visible de la policía es un comisario interpretado por Gerard Butler, que desde el Leónidas de 300 viene enhebrando papeles forjados en el molde de la testosterona gutural y acá la pasa bárbaro en la piel del uniformado más orgulloso de su condición de fumador y alcohólico que se haya visto en años. Salvo cuando la mujer se harte de los plantones y haga las valijas, porque hasta los más rudos tienen un lado sensible. Así y todo su Nick Flanagan se divierte: ver sino como boludea de lo lindo a un agente del FBI vegano (¡!) en cada una de sus apariciones. Ambos están de acuerdo en que es raro que una banda ultra profesional pifie en algo tan básico como elegir un camión de caudales sin dinero. ¿Buscaban plata? ¿Para qué querrían llevarse el vehículo vacío? ¿Acaso tienen algo entre manos? Obviamente que sí. El bueno de Nick irá a visitar a Donnie (O’Shea Jackson Jr.) con la sospecha que su trabajo como barman es una fachada del verdadero sustento de vida. Temeroso de la cárcel, el muchacho habla, se autodefine como chofer y salpica a su jefe Merrimen (Pablo Schreiber), pero omite detalles sobre el camión vacío. Recién cuando se establezca este triángulo entre cabecilla, conductor y policía, se hablará por primera vez del robo del título y, con esto, de la necesidad del blindado vacío. El film orbitará durante un buen tiempo entre los preparativos del golpe y la creciente Guerra Fría entre Nick y Merrimen, en un duelo que conjuga con inteligencia la asociación entre masculinidad y armas tan arraigada en el cine de acción durante una secuencia en un campo de tiro en la que los dos cruzan miradas, saben quién es el otro y que el otro sabe quién es él, y exhiben mutuamente su poderío vaciando un cargador en los corazones de los pobres hombrecitos dibujados en el blanco. Desde que llega Nick hasta que se va hay unos cuantos minutos solamente con miradas y gestos entre los archienemigos. Así, con paciencia y acciones antes que palabras, el tal Gudegast había presentado a estos hombres, y así construye su enfrentamiento, inscribiendo su ópera prima en la cada día más angosta nómina de apariciones silenciosas deudoras del clasicismo en la cartelera comercial. Del clasicismo también toma un tempo alejado de la velocidad y el apuro contemporáneo, además de una precisión narrativa que hace que los 140 minutos de metraje se pasen volando. Sobre todo el último tercio, reservado para el robo central, donde todo funciona como un relojito, desde el accionar de la banda hasta un tiroteo en una autopista filmado a puro nervio por un director que hizo lo que había que hacer: volverse invisible y esconder la mano para que sean ellos, los personajes y sus actos, los encargados de dirimir la suerte de un golpe que no será perfecto, pero que sirve para una muy buena película.
Valioso thriller psicológico realizado en coproducción entre Uruguay y Argentina. Los uruguayos Oscar Estévez (guionista de La casa muda) y Joaquín “Juacko” Mauad debutan en la dirección de largometrajes con esta suerte de thriller psicológico-fantástico asentado en la performance de Gastón Pauls y en la capacidad de los directores para crear una atmósfera ominosa y de peligro constante. Escrita por Estévez junto a Federico Roca, El sereno narra la historia de Fernando (Pauls), flamante sereno de un enorme depósito a punto de ser demolido. Los ruidos extraños serán una constante de su primera noche de trabajo, despertándole una curiosidad que soló saciará investigando qué hay detrás de una misteriosa puerta enrejada. Con ecos del cine de Roman Polanski y John Carpenter, la trama irá enredándose a la par de la mente de Fernando, para quien los pasillos laberínticos se vuelven un reflejo perfecto de su estado de ánimo. La presencia fantasmagórica de una mujer desconocida, el peso de las pérdidas del pasado, la parquedad de sus compañeros y diversas situaciones que difuminan los límites entre lo real y lo imaginado son los ingredientes que completan el viaje mental y físico de Fernando. Más allá de algunas decisiones de guión no del todo acertadas y un abuso constante de la música, El sereno termina siendo una digna aproximación rioplatense al thriller alucinatorio.
Los ladrones más inexpertos Dueñas de historias básicas y directas, y con la acción contra el tiempo como único centro narrativo, las “heist movies” (“películas de golpes”) ensayan un regreso sin gloria en este thriller de tintes paranormales que regurgita algunas de sus fórmulas sobre el molde narrativo de una de terror y que se estrena en la Argentina gracias a la presencia de James Franco en un rol de reparto mucho menor al que presagian los afiches y la información de prensa. Difícil entender qué hace un actor reconocido y popular en una película absurda y sin sentido, encerrado en un relato incapaz de construir tensión y mucho menos de asustar, y víctima del guión con la vuelta de tuerca más involuntariamente hilarante que se haya visto en años. ¿Tan mal anda Franco para laburar en semejante film de baja estofa? Algunas teorías: un error, una necesidad económica, la devolución de algún favor o, por qué no, el morboso placer de participar en una producción digna de Tommy Wiseau, aquel director al que le dio vida en The Disaster Artist para recrear el rodaje de la que es considerada la peor película de la historia, The Room. En las heist movies las cosas pueden salir mal. Para evitarlo, nada mejor que planear. Puede ser antes o después del punto cero del relato, pero las bandas llegan al golpe sabiendo, como mínimo, dónde están y qué tiene que hacer cada uno de sus integrantes. Este cronista no recuerda a unos ladrones tan inexpertos como los de La bóveda, salvo en aquellos casos en los que esa inexperiencia funciona como elemento humorístico. Las chicas y los hombres entran al banco sin saber absolutamente nada. Bastaba con googlear para enterarse que allí, unos 35 años atrás, un ladrón terminó prendiéndose fuego junto con los rehenes al verse rodeado por la policía. Fue, según se ve, uno de esos casos históricos que, como el robo al banco de Acassuso en 2006, ocuparon tapas de diarios y revistas durante semanas. Pero los muchachxs viven en un termo y reinciden, como si no existiera ese principio básico de la física que dice que la misma acción en iguales condiciones genera una reacción similar. Para colmo, parece que aquel asalto dejó más huellas que las impresas en los medios. Tres empleadas renunciaron porque vieron y escucharon cosas paranormales, tal como le dice el gerente a una de las cabecillas de la banda, infiltrada en el edificio con la excusa de una entrevista laboral. De haberlo sabido, seguramente se hubieran negado cuando un hombre que se presenta como empleado (Franco) les dice que hay más plata en la bóveda. Peleíta va, insulto viene, los ladroncitos terminan dividiendo tareas y bajando hasta el subsuelo. A partir de acá la película le suelta la mano a la trama delictiva para abrazar otra que apelotona lugares comunes del terror, incluyendo visiones fantasmagóricas, posesiones y suicidios inducidos que asustan sólo por los efectos de sonidos que los acompañan. Filmada con la pereza reglamentaria de la chacinería de los sustos, La bóveda reserva para su desenlace una trampita digna del peor realismo mágico.
Un superhéroe negro en plena era Trump El film se hace cargo de un linaje étnico, pero funciona mejor como gesto político que como película. Dieciocho películas, más de una decena de superhéroes provenientes de toda la galaxia, cinco mil millones de dólares de recaudación en taquilla... El Universo Cinematográfico de Marvel (UCM) marcha a todo vapor desde hace diez años, pero recién ahora se calza las botas. Desde la seminal Iron Man (2008), la empresa evitó incluir cualquier elemento falible de interpretarse al calor de la coyuntura, con acciones y personajes circunscriptos a terrenos impersonales y un crecimiento “hacia adentro” del UCM en lugar de “hacia afuera”. Eso hasta ahora. Pantera negra es la primera película de Marvel que parece transcurrir en este mundo y no en cualquiera. Es una película que, además, se hace cargo abiertamente de esa condición ensayando una mirada propia –o todo lo “propio” que pueda haber en un tanque supervisado hasta el último pixel– que dialoga con la actualidad política, social y cultural de los Estados Unidos de la era de Trump. Pero de allí a ser el peliculón que vaticinaban las críticas norteamericanas hay un trecho importante. Una buena porción de esos textos le endilgaron como virtud la de tener “al primer superhéroe negro”, como si nunca hubieran existido el Blade de Wesley Snipes o, más acá en el tiempo, el Hancock de Will Smith. Lo cierto es que este personaje, presentado públicamente en Capitán América: Civil War (2016), no es “el primero” pero sí el más importante, el que efectivamente se hace cargo de un linaje étnico, el único nacido de una superproducción con un director y casi todo un elenco negro. En ese sentido, Pantera negra funciona mejor como gesto político que como película, aun cuando muestre un entusiasmo similar a los de esos jugadores de fútbol que salen a romperla después de pasar una temporada en el banco de suplentes. Corre y transpira por la causa, pero cuando le bajan las pulsaciones exhibe las mismas limitaciones que las del 99 por ciento de sus colegas blancos. A excepción de un par de escenas en Estados Unidos y otras en Corea, el film de Ryan Coogler (Creed: Corazón de campeón) transcurre íntegramente en Wakanda, un país ficticio de Africa que encarna lo más parecido a la concreción del triunfo de la soberanía y la libertad contra el colonialismo. Allí el flamante rey T’Challa (Chadwick Boseman) tiene como misiones más importantes el mantenimiento de la armonía entre las distintas colectividades –hay una en principio “opositora” que mira de reojo al nuevo monarca– y la protección de las riquezas naturales del suelo, en especial de un metal de origen extraterrestre llamado vibranio. Con este material, su hermana Shuri le fabrica el traje de su alter ego superheroico. Que ella tenga toda la simpatía e inteligencia que le falta T’Challa, quizás el personaje menos carismático del UCM, y que a lo largo de las poco más de dos horas de metraje las mayores muestras de bravura y sabiduría recaigan en personajes femeninos, le suman a un film de indudables aspiraciones reivindicativas otro elemento caliente de la actualidad como el empoderamiento de las mujeres. Es un problema –para la película, no para la reivindicaciones, que funcionan bárbaro– que T’Challa sea un sujeto tan poco interesante, con su habla cansina, falta de gramaje emocional y una solemnidad que a estas alturas aburre. Un problema que el guión intenta sortear poniéndole no uno sino dos villanos. Igual que en Thor: Ragnarok, el film anterior de Marvel, inevitablemente uno de ellos pierde peso narrativo. La buena noticia es que se impone Erik Killmonger (Michael B. Jordan) por sobre Ulysses (Andy Serkis), un cultor de la supremacía blanca que no ve con muy buenos ojos al flamante rey pero que se vuelve un recuerdo para cuando inician los créditos finales. Partidario de la lucha antes que de la unidad, Killmonger está vinculado a T’Challa por un pasado que no conviene develar, y por lo tanto tiene derecho a luchar por el trono, según las normas de la comunidad. Se trata de un (anti)héroe complejo y trágico, que piensa y siente y lo mismo que su gente, y cuya villanía surge por una cuestión metodológica y de origen antes que por ideales opuestos. Son, pues, las caras de una misma película.
Sexo, mentiras y carne asada Siguiendo la fórmula del cine argentino más exitoso en lo comercial, la comedia de Guerschuny y Stuart junta a unos matrimonios sin apremios económicos pero con unos cuantos problemas de pareja, que irán asomando mientras la carne se dora a la parrilla. Asentado históricamente en dramas y melodramas, el cine argentino de aspiraciones más comerciales modificó su norte hace unos cuantos años y, desde entonces, está como esos perros que giran en círculos persiguiendo su propia cola. Los lanzamientos fuertes de las primeras semanas de 2018 sirven como ejemplo de un abanico formal y temático cuyos límites asoman tan claros como difíciles de superar: adaptaciones literarias de thrillers o policiales de “gente como uno en situaciones extremas” (Las grietas de Jara), un buen puñado de apuestas de género fantástico y/o terror más preocupadas en replicar modelos que en darles una impronta personal (No dormirás) y, último pero no menos importante, comedias sobre parejas y/o familias de clase media-alta. A este último grupo pertenecen los títulos más exitosos de 2016 y 2017 (Me casé con un boludo, Mamá se fue de viaje), y ahora se le suma la flamante Recreo, dirigida a cuatro manos por Hernán Guerschuny y Jazmín Stuart y protagonizada por ella misma y un buen grupo de actores conocidos como Fernán Mirás, Carla Peterson, Juan Minujín, Pilar Gamboa y Martín Slipak. Es llamativo que la plata sea un elemento dramático –un problema– ausente en el cine mainstream de un país donde se habla de ella (o su falta) prácticamente todo el tiempo, a cualquier hora y lugar. A cambio hay personajes en una posición económica de holgada para arriba y una acción narrativa movida por los deseos reprimidos y secretos silenciados durante años. Deseos y secretos que generalmente pasan por lo sexual/sentimental en medio de una crisis de mediana edad. En ese sentido, lo que se propone Recreo –como los exponentes recientes más exitosos del género– es empardar ese malestar con el de cualquier hijo de vecino. El film comienza con la llegada de dos parejas al caserón del campo de Leo (Mirás) y Andrea (Peterson) para pasar un fin de semana a todo trapo. Hasta tienen un empleado que hace el asado por ellos. Lo que no tienen es mucha comunicación con su hijo preadolescente que, cuando no duerme, deambula por las reuniones como un zombie. Mariano (Minujín) y Guadalupe (Stuart) también esconden cosas debajo de la alfombra. Él acaba de dejar su trabajo en una agencia publicitaria para armar un emprendimiento propio, mientras que ella anda con una depresión galopante generada tanto por su reciente maternidad como por una pareja que no parece quererla ni comprenderla demasiado. Completan el sexteto Nacho (Martín Slipak) y Sol (Pilar Gamboa), a cargo no de uno ni de dos sino de tres críos de cinco años. Todos ellos se conocen… bueno, desde hace bastante tiempo, según se deduce. No le hubiera venido mal a Recreo más profundidad en ese pasado en común: a fin de cuentas, toda amistad tiene una pata en el presente y otra en los recuerdos compartidos. La velada marchará de maravillas durante las primeras horas, con charlas sobre proyectos personales y laborales de cada uno salpicado con situaciones de comedia entre clásicas y gastadas. Pero a medida que avance el reloj y la intimidad afloje las clavijas de las fachadas, asomarán los malestares internos y el desgaste de la vida durmiendo de a dos. Los personajes, entonces, se convierten en personas. Y, con esto, la película adquiere una humanidad que salva el asado justo antes de que empiece a chamuscarse.
El subgénero de chicas jóvenes sobreviviendo al ataque de feroces tiburones tiene un nuevo exponente en este básico, pero eficaz film del inglés Roberts, del que ya se está preparando una secuela (A 48 metros). Tuvo que llegar un tal Steven Spielberg para que los tiburones se convirtieran en una de las criaturas cinematográficas más atemorizantes de la historia. Más de cuarenta años después de Tiburón, y con decenas de variantes entre medio (uno de los últimos éxitos había sido Miedo profundo, con Blake Lively), los escualos siguen dándoles unos cuantos sustos a los turistas desprevenidos. A 47 metros es la historia de cómo unas vacaciones de ensueño pueden convertirse en un calvario en un par de segundos. Las protagonistas son Lisa (Mandy Moore) y Kate (Claire Holt), dos hermanas que, atraídas por unos lugareños, viajan hasta el medio del mar mexicano para nadar con tiburones en una jaula de buceo. Pero algo tiene que suceder para que haya película. Y lo que sucede es digno de una pesadilla: la polea de la jaula se rompe y las envía hasta la profundidad del título, iniciando una carrera contra el tiempo que debe culminar antes de que se vacíe el tanque de oxígeno. Filmada casi en su totalidad bajo el agua, A 47 metros construye una tensión tan básica como angustiante con pocos elementos: la posibilidad de un rescate, la presión del aire en constante disminución y, claro, los tiburones dispuestos a almorzarse a las chicas. Sin ser original en su propuesta, y aun con algunas decisiones de guión manipuladoras, el film de Johannes Roberts es un digno entretenimiento veraniego. Eso sí, se recomienda verla después de las vacaciones en la costa.
Citizen Getty perdido en su laberinto El gran actor canadiense, que a último momento debió reemplazar al caído en desgracia Kevin Spacey, es el centro gravitacional alrededor del cual gira la nueva película del director de Alien, ahora dedicado a narrar el famoso secuestro de John Paul Getty III. Un director de amplísima trayectoria e intérpretes conocidos al tope de la marquesina; una historia basada en hechos reales que entrevera secuestros, dramas familiares, una investigación policial de largo aliento y la disputa por los billetes de un magnate petrolero; un Globo de Oro ganado y una nominación para el Oscar….Los ganchos de venta Todo el dinero del mundo son múltiples y variados, y así y todo una buena porción de público se acercará a ella menos por lo que tiene que por lo que no. La historia es conocida: las denuncias contra Kevin Spacey por abusos sexuales empezaron a llover durante la etapa final de la edición y a pocas semanas del estreno, obligando al director Ridley Scott y a los productores a tomar una de las decisiones más drásticas que recuerde la industria, borrando la participación de la ex estrella de House of Cards y volviendo a rodar todas las escenas de su personaje con otro actor, Christopher Plummer. Con los resultados finales a la vista, deben decirse dos cosas. La primera es que, a excepción de alguna escena resuelta a puro plano y contraplano, el ensamblaje entre las tomas “originales” y las “agregadas” es perfecto, invisible, digno de un realizador de indudable eficiencia y pericia como Scott, que a sus ochenta años filma con una velocidad y constancia que envidiaría más de un sub-40. Y lo segundo es que Plummer, a los 88 años, cumple y dignifica. El gran actor canadiense funciona como uno de los centros gravitacionales del relato interpretando Jean Paul Getty, quien ganó un lugar en la historia de los magnates por haber sido el primero en convertirse en híper multimillonario allá por los primeros años 70, cuando la crisis del petróleo abrió nuevas vetas comerciales con los países árabes. Pero el foco del último film del realizador de Alien: el octavo pasajero y Blade Runner no recae en su persona ni en los métodos que le permitieron agregarle varios dígitos a la fortuna familiar, sino en el rol durante el secuestro de su nieto “preferido”, John Paul Getty III, ocurrido en la ciudad de Roma en 1973. Las comillas se deben a que tan preferido no debía ser. O no en términos convencionales, puesto que ni bien llegó el pedido de 17 millones de dólares del rescate, Getty Sr. se negó con la excusa de que, si efectivamente pagaba, incentivaría a que sus otros trece nietos se conviertan en un potencial botín de intercambio para las bandas delictivas. Con la billetera abroquelada, inició así una Guerra Fría con negociaciones, desgastes, tires y aflojes similar al que aplicaba para cerrar sus siempre beneficiosos acuerdos, con la salvedad que aquí el beneficio no es otro que la prolongación de su sangre. ¿Al empresario le importa más el dinero que la familia, o hay algo detrás? Plummer asoma, en principio, como un escollo racional, frío e inteligente tanto o más temible para la supervivencia que los propios secuestradores, cuya cara visible y voz en el teléfono es Cinquanta (el francés Romain Duris hablando en inglés con acento… italiano). Pero durante las poco más de dos horas de metraje, el guión de David Scarpa –basado en el libro Painfully Rich: The Outrageous Fortunes and Misfortunes of the Heirs of J. Paul Getty, de John Pearson– es lo suficientemente ambiguo para dejar a Getty flotando en la nebulosa de la dualidad y la contradicción, moldeando sus aristas con partes iguales de excentricidad, ambición y avaricia, pero también de soledad, fragilidad y aislamiento ante una de las pocas situaciones cuyo control está más allá de su radar. No por nada vive encerrado en una mansión digna de Charles Foster Kane, el recordado protagonista de El ciudadano. A la que tampoco puede controlar es a su ex nuera Gail (Michelle Williams, toda una especialista en roles dolientes). Poco le importan los números y la racionalidad a esa madre que sólo quiere a su hijo con vida. Sin diálogo directo con Getty ni con su ex marido –el hijo de Getty–, Gail tiene como único nexo a Fletcher Chase (Mark Wahlberg), un empleado multiuso del emporio que tiene la consigna de recuperar al nieto con el menor costo económico posible. Con los tres en escena, y después de una larga introducción con saltos temporales que ilustra los métodos de negociación de Getty y la relación con su nieto, el relato arranca una marcha a velocidad constante –toda una marca de las películas de Scott, que podrán ser mejores o peores pero difícilmente mal narradas– que no se detiene hasta el inicio de los créditos. En el ínterin abraza la investigación policial clásica, con infinitas pistas y la creciente sospecha de un grupo de anarquistas, el thriller político/empresarial que transcurre en la gélida propiedad del magnate y hasta el drama familiar detrás de todas las acusaciones cruzadas entre esa mujer tenaz y aquel hombre con puño de hierro dispuesto a todo con tal de ejercer su voluntad.
Variaciones sobre una espera porteña La directora de Diletante tiene la virtud de convertir un film de tema lúgubre en una celebración vital, gracias a una sofisticada y colorida puesta en escena que, a pesar de sus espacios cerrados, nunca se vuelve claustrofóbica. “¡La puta que lo parió! ¡Qué mierda!”, se escucha en el contestador del teléfono de un amplio departamento palermitano que la mujer recostada en el sillón ni siquiera amaga con atender. La escena continúa con un acercamiento de la cámara a ese rostro monopolizado por dos ojazos celestes visiblemente resquebrados por los pequeños hilos de sangre que proceden al llanto, y termina junto al primer indicio de movimiento ante una segunda llamada. El plano secuencia inicial de Vergel funciona como declaración de los principios éticos y estéticos que regirán los próximos ochenta minutos, a la vez que demuestra el control formal absoluto que la polifacética artista Kris Niklison (coreógrafa, bailarina, directora teatral) aplica en su segunda incursión en la realización de largometrajes después del muy buen documental que fue Diletante (2008). Dos películas que, a simple vista, podrían haber sido filmadas por personas distintas aun cuando en ambas resuenen los ecos de un tironeo entre la vida y la muerte, entre la certeza de la finitud y la posibilidad de un futuro. La mujer (la brasileña Camila Morgado) tiene motivos más que suficientes para llorar: lo que era un viaje de placer a Buenos Aires se convirtió en una pesadilla después de la sorpresiva muerte de su pareja, y ahora está varada física y emocionalmente en el departamento de una amiga mientras intenta sortear los infinitos vericuetos de la burocracia mediante llamadas a juzgados, secretarios y casas velatorias, siempre a través del mismo teléfono que sonó al principio y que funcionará como uno de los dos contactos con el exterior. De allí provienen la voz de su madre, otras que anuncian más demoras en el proceso jurídico y costos astronómicos de servicios fúnebres, y hasta una con una indudable tonada cordobesa (Daniel Araoz, alargando las vocales como nunca antes en su vida) con pedidos de perdón por algún episodio que la mujer desconoce y que involucra a la locataria original, situación que le abre las puertas a una subtrama de comedia absurda sin demasiado espesor narrativo pero que diluye la amenaza de un relato lúgubre sobre el duelo. Porque Vergel es menos un film mortuorio que uno sobre la espera. Una espera amenizada con lo que se tenga a mano, desde largos baños de inmersión, un programa de tv japonés de trasnoche y el análisis de los recovecos del departamento que funciona como una única locación, hasta la observación de un vecino músico en el edificio de enfrente y de un grupo de chicos siempre de fiesta en el balcón… Una espera sin tiempo (¿Cuántos días pasan? ¿Siete? ¿Quince? ¿Veinte?) aunque con espacios definidos. No es casual que Niklison sea también coreógrafa. Bien lejos de la sencillez visual de Diletante, Vergel podría ser una de Almodóvar en clave minimalista e implosiva, con una sofisticada puesta en escena que, a pesar de sus espacios cerrados, nunca se vuelve claustrofóbica, su minucioso trabajo sobre los colores fuertes (Morgado tiene un vestido rojo en la primera escena), los planos calculados hasta el último pixel y una cámara dispuesta siempre cerca del cuerpo de la protagonista, como si quisiera auscultar su dolor silencioso, personal e intransferible cediéndole la totalidad de la imagen. El segundo contacto con el exterior se da a través del balcón-terraza que funciona como epicentro geográfico de la segunda mitad del film, cuyo inicio coincide con el ingreso a la historia de una vecina recientemente separada de su novio (Maricel Alvarez) y encargada de regar las innumerables plantas que decoran el lugar. Pura locuacidad e inocencia que contrasta con la depresión galopante de una visitante, en principio, visiblemente molesta. Pero el vínculo lentamente empieza a adquirir otras tonalidades. Vergel deja atrás la espera y el duelo para arrojarse, junto a su protagonista, a los brazos del deseo. Se arroja no una, sino dos, tres, cuatro veces, convirtiendo a ese balcón-terraza selvático en una metáfora algo obvia de la pulsión física como motor del triunfo de la vida sobre la muerte.
Ruptura de mandatos Basado en las vivencias del actor paquistaní Kumail Nanjiani y guionada por él y su esposa Emily Gordon, el film narra sin estridencias dramáticas el enamoramiento de sus autores. ¿Existe hoy la comedia romántica en Hollywood? Con cada vez menos exponentes en la pantalla grande, las historias de parejas batallando contra el entorno (y, muchas veces, contra ellos mismos) para tirarse de cabeza a la pileta del enamoramiento encuentran su principal canal de salida en series. Series en su mayoría más rugosas, menos idealizadas y con situaciones más cercanas a las de cualquier hijo de vecino que empujan los arquetipos históricos al baúl de los recuerdos. Así lo hacen Love, Master of None y la deformante The End of the F***ing World, por ejemplo. Retroalimentada por todo ese bagaje seriéfilo, Un amor inseparable –abominable título local del mucho más preciso The Big Sick– es, pues, un buen ejemplo de cómo ese romanticismo funciona en formato película. Un romanticismo que opera menos por proyección (el cuentito del millonario fachero enamorándose de la chica buena no va más) que por la empatía de sus criaturas y que elige volcarse al tono agridulce y melancólico antes que a la risa desaforada. Dirigida por Michael Showalter, uno de los guionistas y protagonistas del film de culto Wet Hot American Summer (2001), Un amor inseparable cuadra con lo que los norteamericanos llaman “dramedy”, dramas vestidos de comedias sobre gente normal tratando de encajar en el mundo de la mejor forma posible. El gran responsable de este tipo de híbridos es Judd Apatow, quien aquí funge nada casualmente como productor y en cuya filmografía como director suelen aparecer las recurrencias del género romántico aunque atravesadas por la fragilidad emocional. Un amor… tranquilamente podría ser una película de su autoría también por una duración que roza las dos horas. Basado en las vivencias del actor paquistaní Kumail Nanjiani (el Dinesh de la serie Silicon Valley), tal como demuestran las fotografías de personajes originales en los créditos finales, y guionada por él y su esposa Emily Gordon, el film narra, siempre en modo “lo-fi”, sin estridencias dramáticas ni épicas, el progresivo enamoramiento de sus autores. Nadie se preocupa por ocultar el origen personal del proyecto: la parejita ficticia se llama Kumail y Emily, y a Kumail lo interpreta Kumail. Como en Master of None, del indio Aziz Ansari, la raigambre familiar asoma como la enemiga a vencer. Aspirante a comediante (otra moda de la era Netflix) sin demasiado talento, es hijo de paquistaníes ultra ortodoxos radicados en Estados Unidos hace años aunque empecinados en casarlo con alguna compatriota. Alguna que les guste también a ellos, tal como consiga el matrimonio arreglado que rige en la cultura de aquel país de Medio Oriente. Pero a él le gusta, y mucho, una chica de ojazos azules (Zoe Kazan) que conoció en un show y que mamá no aprobaría ni por todo el hummus del mundo; por lo tanto, la relación permanece como su secreto mejor guardado ante la familia. “Me enfrento a 1400 años de Historia; vos eras fea en la secundaria. Hay una gran diferencia”, le dice Kumail durante la inevitable ruptura, mientras asoma en el espectador un temor a los convencionalismos que la aparición de un virus fuera de control dentro del cuerpo de Emily un par de minutos después no hace más que aumentar. Pero los convencionalismos no llegan. O no al menos de esa subtrama hospitalaria. Por el contrario, Un amor…debe ser una de las pocas películas que interna a su protagonista durante una hora y pico y no tira ni un golpe bajo ni ensaya quiebres abruptos de guion. Aparecen en escena los papás de Emily. Él (Ray Romano) es inseguro, torpe, conciliador y algo nabo; ella, (Holly Hunter), una topadora emocional que tiene entre ceja y ceja a su ex yerno. El espesor emocional del triángulo irá creciendo alrededor de la figura ausente, con tiempo compartido, charlas y reflexiones sobre el complejo proceso de vivir y crecer. Los convencionalismos provienen, en todo caso, de la trama centrada en la rotura de los mandatos de Kumail y la posterior reacción de esa familia paquistaní que, aunque conservadora y anclada en un mundo que ya no es, lucha motivada por miedo y no por maldad. Convertir al clan en villanos es una tentación que los Kumail y Emily guionistas deciden no abrazar… porque prefieren abrazarse entre ellos.