Formas de perpetuar la memoria Basta haber visto al menos alguno de los documentales previos de Carmen Guarini para entender qué tan intensa es la fusión entre sus oficios de antropóloga y cineasta, y cómo el primero condiciona al segundo mediante la recurrencia a tematizar una y otra vez las distintas aristas de la memoria, sus formas de representación y el trayecto que existe entre la memoria personal y la colectiva. Su recuperación era uno de los ejes centrales de Jaime de Nevares, último viaje (1995), H.I.J.O.S, el alma en dos (2002) y sobre todo Gorri (2010), en la que la vida y obra del artista plástico Carlos Gorriarena importaba menos que las formas de perduración de su legado y la relación entre arte y memoria. Esta dupla también se enlazaba en Calles de la memoria, quizás el film más complejo de toda la serie. Allí no sólo mostraba el proceso de un grupo de vecinos dispuestos a rememorar a los desaparecidos a través de baldosas especialmente diseñadas y distribuidas por la Ciudad de Buenos Aires para hacer de una abstracción (¿qué son los recuerdos sino abstracciones?) algo manifiesto y palpable, sino también su diálogo con el que quizá sea el principal medio para registrar, construir y evocar memoria colectiva de los últimos ciento veinte años: el cine. Que Guarini planteara la temática en un taller integrado por alumnos extranjeros no hacía sino complejizar aún más el entramado.Estrenado en el último Bafici, donde participó en la competencia de Derechos Humanos, Walsh entre todos es una derivación temática y estética de su film anterior. Los integrantes del proyecto Arte-Memoria Colectivo buscan mantener vivo el pasado mediante distintas formas pictóricas, desde collages con retratos de las distintas víctimas hasta gigantografías con el rostro del periodista del título. Guarini se introduce en ese universo manteniendo inalterable su metodología no intrusiva y observando con paciencia de entomóloga –de antropóloga, mejor dicho– los actos conmemorativos de los 24 de marzo de los últimos años y las interacciones y discusiones de los distintos miembros del grupo en las vísperas, logrando además algunos momentos de auténtica belleza visual. El problema es que gran parte de estas discusiones están limitadas a cuestiones estéticas y operativas, generando una sensación más superficial que la de Calles de la memoria, en la que los cuestionamientos adquirían ribetes casi filosóficos, tan profundos que por momentos conformaban una suerte de estatuto sobre la viabilidad de patentizar el pasado desde el presente.
Encuentro con el Diablo La recreación del almuerzo de Jorge Rafael Videla con referentes de la cultura en 1976 y la desaparición de Haroldo Conti son los ejes de este film de Torre. Javier Torre se mete con un tema espinoso: en mayo de 1976, poco menos de dos meses después del último Golpe Militar, Jorge Rafael Videla organizó un almuerzo en la Casa Rosada con distintas personalidades de la cultura nacional para señalarles la importancia de este área en su flamante gestión de facto. Allí estuvieron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Ratti, el Padre Castellani y el General Villarreal, este último Secretario General de la Presidencia. La recreación de esos hechos, en paralelo con el secuestro del escritor Haroldo Conti, ocurrido un par de semanas antes, son el centro de El almuerzo. El film comienza con la irrupción de un grupo comando en la casa del autor de Mascaró para saltar luego a los preparativos de los distintos invitados en las vísperas del almuerzo. A muchos de ellos, claro, se le acercan distintos conocidos suplicándoles que eleven sus pedidos por los desaparecidos a las cúpulas militares, permitiéndole a Torre lucirse con los peores vicios del cine testimonial y declamatorio de los años ’80, incluyendo a varios actores inmersos en personajes más cercanos a la encarnación de valores que a algo parecido a personas. Sin embargo, debe reconocérsele a Torre su capacidad para sostener la tensión del almuerzo a fuerza de silencios incómodos y una impostación generalizada. Esto también funciona gracias al trabajo de Alejandro Awada, cuyas interpretaciones de Arquímides Puccio en la serie Historia de un clan y ahora de Videla lo convierten en el gran encarnador del Mal de 2015
Lo del título, pero sin alegría Hay música, amigos y fiesta en Música, amigos y fiesta. Y, por lo tanto, también alcohol, chicas voluptuosas, autazos, drogas naturales y de diseño y lujo, mucho lujo. Lo que no hay son chistes, alegría, pulsión no culposa por disfrutar el puro presente. Porque la ópera prima de Max Joseph no es la comedia zarpada que el trailer y el título local invitaban a preludiar. Por el contrario, la aproximación a esa bisagra muchas veces inaprensible que separa la adolescencia de la adultez está teñida por un desencanto y una amargura casi metafísica, generada por la certeza de que la felicidad es una entelequia. Claro que el protagonista central es el carilindo Zac Efron y difícilmente alguien lo contrate para un dramón. Así que todo ese pesimismo está diluido en un film que es –y no termina de ser– un coming of age, una romántica para adolescentes y una historia de superación.El ex High School Musical encarna aquí a Cole, un joven cuya rutina consiste en reclutar jóvenes para la fiesta semanal de un club nocturno. Eso y también pinchar discos, ya que su sueño es ser DJ. No la tiene del todo fácil en medio de un entorno compuesto por tres amigos a los que no les importa demasiado ir más allá, hasta que conoce a un DJ algo venido a menos (Wes Bentley) pero dispuesto a cobijarlo bajo su ala creativa. También conoce a su pareja/asistente muy bonita (Emily Ratajkowski, vista en la reciente Entourage, una película con varios puntos de contacto con ésta) con la que rápidamente empezará a haber algo de onda. Mientras tanto, la idea del retrato de una maduración se remarca con un trabajo como vendedor de asesoramiento de bienes raíces, fachada de un empresario buitre para comprar casas al borde del remate a precios usureros.El relato irá campeando entre el vínculo de Cole con sus amigos, el flirteo con la chica y sus avances como DJ y vendedor de bienes raíces. Pero nunca llegará a amalgamarse en un todo homogéneo sobre todo porque, atravesado el Ecuador del metraje, Joseph parece recordar que está en una película made in Hollywood y, por lo tanto, es indispensable que su protagonista aprenda una lección a como dé lugar. La muerte –¿el sacrificio?– de uno de sus amigos, el único al que Joseph le había dado carácter autonómico más allá de su funcionalidad narrativa de apuntalar a Cole, no sólo es un golpe bajo, sino también la muestra que en Música, amigos y fiesta importa mucho más qué decir que el cómo hacerlo.
Otra topología del descontrol La ópera prima del londinense Nima Nourizadeh fue Proyecto X (2012). Aquel film era la crónica de los preparativos, la realización y los resultados de una fiesta estudiantil que el director utilizaba como vehículo para estudiar cómo el orden podía mutar, sin que nadie sepa de qué forma, ni por qué, ni muchos menos en qué momento, en el desmadre más absoluto e incontrolable. Por su parte, Max Landis (hijo de John, uno de los realizadores estrella del firmamento de la comedia más subversiva entre los 70 y primera parte de los 80) había estado a cargo del guión de Poder sin límites (2012), primer largometraje de Josh Trank (la reciente Los cuatro fantásticos), centrado en tres jóvenes no del todo populares que deseaban serlo y que, de buenas a primeras, obtenían una serie de superpoderes que ponían al servicio no del bien común sino del revanchismo y, consecuencia directa de lo anterior, de un rompan todo digno de una de Marvel. ¿Qué podía salir de un film dirigido por el primero y guionado por el segundo? Nada muy distinto a lo que Operación Ultra finalmente es: una –otra– topología del descontrol, de lo felizmente exacerbado.Al igual que los protagonistas de Proyecto X y Poder sin límites, los de Operación Ultra son víctimas de los mecanismos de sus rutinas. Y también de otros ajenos a su control y voluntad. Claro que esta parejita parece estar mucho más cómoda consigo que los adolescentes de las anteriores: Mike (Jesse Eisenberg, cada película con un grado de superior neurosis y locuacidad) es un pueblerino un poco lelo y recontra fumón de novio con Phoebe (Kristen Stewart). Ambos tiene trabajos ganapanes, son felices el uno con el otro y no parece importarles nada más. Hasta que a él sí. “¿Yo soy ese árbol que te está deteniendo?”, le pregunta a ella después de que una de sus ataques de pánico les impidiera tomarse unos días de vacaciones en Hawaii. Ella dirá que no, que lo ama, pero la belleza siempre gélida y enigmática de Stewart deja translucir que quizá haya algo en su pasado que convierte a esa sentencia en una frase oportunista antes que en la puesta en palabras de un sentimiento auténtico.Ese pasado vuelve cuando una agente del FBI aparezca por el minimercado regentado por él con un mensaje a priori indescifrable, pero que empezará a tener sentido cuando Mike descubra a dos agentes poniéndole una bomba a su auto y, sin qué el mismo entienda muy bien cómo, termine asesinándolos, a uno de ellos con una cuchara. Porque Mike reparte piñas y patadas con la ductilidad de Jason Bourne. Y también, al igual que el personaje creado por Robert Ludlum, tiene una imposibilidad de recordar cuándo y por qué adquirió esos conocimientos de combate. ¿Quién es verdaderamente? ¿Por qué el Bureau movería cielo y tierra para dar con él? ¿Qué se esconde detrás de su fachada?Ya sin la cámara en mano para crear el efecto de “ficción filmada como documental casero” de sus películas anteriores, Nourizadeh-Landis patentizan las piezas de aquel pasado en un presente violento y con los servicios secretos dispuesto a todo con tal de cazarlo, incluso a destruir la ciudad entera. La desmemoria y el pragmatismo resoluto a la hora de la violencia física del protagonista convierten a Operación Ultra en hija no reconocida de la saga protagonizada por Matt Damon y Jeremy Renner, aunque sin la gravedad ni la preocupación por establecer vínculos con la coyuntura geopolítica. En ese sentido, el film está más cerca de la adaptación del universo de una novela gráfica, sobre todo por su apuesta deliberada y autoconsciente por la estilización de la violencia extrapolada de cualquier contexto y siempre campeada por una dosis creciente de un humor negrísimo. Negrura que llega a su punto culminante en un operístico tiroteo dentro de un supermercado cuyos hectolitros de sangre causarían la envidia de Quentin Tarantino.
Diario de una pasión?? Un documental sin riesgos narrativos, pero que logra reconstruir la relación entre el director y su musa con un grado de intimidad notable. Si todo artista tiene una musa dueña de su inspiración, la de Ingmar Bergman fue -sin duda- Liv Ullmann, con quien no sólo filmó una docena de películas, sino también compartió una relación por momentos fogosa, por otros tortuosa, pero siempre atravesada por vínculo inquebrantable forjado a lo largo de más de cuatro décadas. Suerte de diario sentimental y cinéfilo audiovisual, Liv & Ingmar recorre los pormenores de la relación iniciada cuando la dupla filmó Persona (1966) y culminada con la muerte del realizador en 2007. Entre medio, un sinfín de idas y vueltas, de encuentros y desencuentros, de llamadas y visitas inesperadas, que el film recupera a través de cuantioso material de archivo. ??El indio Dheeraj Akolkar se muestra como un realizador poco dispuesto al riesgo –catalogar al film como “documental televiso” es un lugar tan común como acertado-, pero capaz de lograr un grado de intimidad notable en sus entrevistas con Ullmann, quien luce con los ojos más celestes y vidriosos que nunca.
Pesadilla en lo profundo de Asia Un digno exponente del cine de acción, pero con algunos subrayados y alegorías demasiado evidentes. Jack busca nuevos rumbos laborales después de la quiebra de la empresa en la que trabajaba. Nuevos y alejados rumbos, debería decirse, ya que recala en un innominado país asiático limitante con Vietnam (¿Laos? ¿Camboya?). El hombre (Owen Wilson) y su familia tienen la "suerte" de llegar justo en las vísperas de un golpe militar caracterizado por un profundo carácter antinorteamericano. A partir de esa anécdota, el realizador y aquí también coguionista John Erick Dowdle (Cuarentena) narra el derrotero de Jack y su familia durante el desesperado huir de una muerte segura. Sin escape se sostiene en gran parte gracias al pulso del realizador a la hora de construir una acción trepidante, con esa idea tan propia del cine norteamericano post 11-S del mal como entidad ubicua y latente. Si Sin escape no termina siendo una película aún mejor es porque por momentos Dowdle apuesta a una serie de subrayados musicales y algunas alegorías políticas demasiado evidentes y torpes.
Más Julio Verne que J. M. Barrie Joe Wright no se anda con chiquitas. Conocido –y reconocido– internacionalmente desde mediados de la década pasada gracias a su adaptación de Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, el realizador británico cimentó una carrera basada en el supuesto prestigio legado por traspasar a la pantalla grande a varios pesos pesados de la literatura. Así, entonces, le siguieron Expiación-deseo y pecado (2007), sobre novela de Ian McEwan y –después de probar suerte en arenas más convencionales con El solista (2009) y Hanna (2011)– ni más ni menos que Anna Karenina (2012), opus máximo de León Tolstói. En esa línea se inscribe Peter Pan, universo que si bien fue originalmente concebido por el británico J. M. Barrie para una obra teatral en 1904, alcanzó su apogeo gracias al cine, la televisión y una buena cantidad de libros.Hace ya unos cuantos años que Hollywood puso el ojo en los clásicos infantiles para exprimirlos aún más. Esta nueva ola incluye a Maléfica, La chica de la capa roja, Blancanieves y el cazador, Hansel y Gretel: cazadores de brujas, Cenicienta y ahora, claro está, Peter Pan. El film muestra a Peter (Levi Miller) viviendo en una Londres en ruinas durante la Segunda Guerra Mundial. Hasta allí llegan los piratas al mando de Barbanegra (un Hugh Jackman felizmente exacerbado) dispuestos a reclutar mano de obra esclava para encontrar un polvo de las hadas que alarga la juventud. ¿Acaso no era el pibe quien no envejecía? Sí, pero el film de Wright opera como precuela a lo previamente conocido: Peter es aquí un mortal común y corriente y Hook, también esclavo y posterior aliado en la cruzada libertadora.El paso de los corsés y los amores contrariados, prohibidos y decimonónicos a una épica de aventuras más tradicional y clásica en línea con Indiana Jones no le sienta del todo mal a Wright, quien sin embargo confunde relectura con aggiornamiento. Así, moldea su materia prima sobre la base de buena dosis de modernidad formal pop, los habituales valores de producción inflamados y deliberadamente visibles y sonoros de todo tanque norteamericano y un soundtrack que incluye reversiones colectivas de Nirvana y The Ramones, elevando así la autoconciencia del artificio de Anna Karenina y que en su momento le había valido una comparación –ahora algo más pertinente– con el Moulin Rouge!, de Baz Luhrmann.La segunda mitad del film va un poco más allá de la obsesión por el color y el trabajo sonoro. Ocurre cuando sobre esa superficie sobrevuela un sentido de la aventura que por momentos remite a Julio Verne. Como en Viaje al centro de la Tierra, Wright apuesta a naturalizar la fantasía hasta convertirla en elemento fundamental de la narración, con cocodrilos gigantes, sirenas y unos pajarracos huesudos, todos de notable invención visual y perfectamente integrados a la acción.
Un policial que pierde rápidamente el rumbo "¿Cuán lejos llegarías por amor?”, plantea el afiche de Baires, intentando lograr lo que el desarrollo narrativo no: empujar al espectador a un dilema similar al de su protagonista, Mateo (el chileno Benjamín Vicuña), quien llegó a Buenos Aires junto a su novia Trini (Sabrina Garciarena) para hacer “unos trámites personales” y, de paso, vivir una luna de miel adelantada. Ese tour idílico, que el film no hace más que subrayar con no menos de media docena de tomas aéreas de lugares emblemáticos de la ciudad, rápidamente muta en otro mucho más oscuro cuando ambos se descubran secuestrados por un narcotraficante local (Carlos Belloso, destacable en plan de malvado afectado). Que en un principio los tórtolos luzcan llamativamente calmados invita a pensar que quizá no sean dos perejiles elegidos al voleo, sino que en ese traslado ilegal podría cifrarse la verdadera razón del viaje. Pero cuando unos minutos más tarde aparezca Juanita Viale regenteando un hotel para extranjeros con look hippie chic y acento indescifrable, quedará claro que la sensación fue involuntaria consecuencia de falencias interpretativas antes que el resultado de un mandato de la dirección actoral.La instrucción es simple: Mateo deberá llevar unos cuantos kilos de cocaína hasta España y, una vez entregados, ellos liberarán a la chica. Ya en las vísperas del control policial en el aeropuerto, él tiene la suerte de cruzarse con la oficial más bondadosa del mundo, capaz de saltearse cuanto protocolo de seguridad exista con tal de satisfacerle su deseo de no subir al avión y dejarlo volver a la ciudad. La misma suerte había tenido un par de días antes, cuando el punguista que le robó la cartera a Trini cayó de boca al suelo gracias al tackle del subcomisario Nacho (Germán Palacios), que por esas casualidades tomaba un café a metros de su mesa. Y también cuando, ya regresado nuevamente a Buenos Aires, se cruce con un remisero que pasa de las puteadas a la comprensión en dos planos, dando por pagado el viaje con un par de líneas del botín. O cuando Nacho acepte ayudarlo desinteresadamente a recuperar a su chica. Y ni hablar del detalle de que ningún miembro de la pata española se percate de que nunca llegó, incluso cuando pasa casi un día desde la partida que no fue.Baires está llena de huecos, arbitrariedades, omisiones y buenas intenciones. El realizador y guionista Marcelo Páez Cubells apuesta por concentrarse en la anécdota y eludir cualquier intento de ir más allá de su carácter policial, pero yerra cuando ni siquiera la lógica de ese mundo ficcional parece importarle más que el avance de la acción. Así, el film desecha ese tono entre demodé y orgullosamente clase B que consigue sobre la mitad del metraje y en el cual parecía sentirse más cómodo para sumarle una serie de vueltas de tuerca inexplicables.
El pasado los condena El debut como director del actor australiano Joel Edgerton es un auspicioso thriller psicólogo que por momentos cae en lugares comunes del cine de terror. El regalo es un inquietante y efectivo thriller psicológico, pero también una película de terror del montón, que pisa el palito de los lugares comunes de ese género. Felizmente, en la ópera prima del actor australiano Joel Edgerton (Éxodo: Dioses y Reyes, El Gran Gatsby) se prioriza más lo primero que lo segundo, dando como resultado un producto por demás satisfactorio. Simon (Jason Bateman) y Robyn (Rebecca Hall) son un matrimonio aparentemente feliz recién mudado a los suburbios con el objetivo de comenzar una nueva vida después de serie de eventos recientes poco venturosos. Allí se cruzan con Gordon Mosley (el propio Edgerton, también productor y guionista), quien conoce a Simon del colegio secundario. Él, en cambio, no lo recuerda –o dice no hacerlo- ni parece demasiado interesado en restablecer el vínculo. Gordon, por el contrario, aparecerá una y otra vez en la flamante casa de la pareja, siempre con curiosos regalos en mano y con intenciones –bastante torpes y evidentes, por cierto– de seducir a Robyn. Durante esta primera parte, el film adopta el punto de vista de ella, apuntando a una suerte de obsesión de y por Gordon y convirtiéndolo en potencial eslabón disonante dentro de la apacible vida del matrimonio. Después se verá que las cosas no son como aparentaban, sobre todo cuando se develen los hechos del pasado en común entre Simon y Gordon, haciendo de la historia una compleja telaraña de engaños y verdades silenciadas durante años. El problema es que esto se hará no sólo a través la propia dinámica de la relación de los personajes y todos los cambios que ellos exhiben durante el metraje, sino también de algunos sustos innecesarios creados a fuerza de golpes de sonido.
Una aventura de altura El director de Volver al futuro, Forrest Gump y Náufrago toma la espectacular historia de Philippe Petit para rendirle un homenaje a las Torres Gemelas. La historia es conocida y su desenlace, también. Tal como contó Man on Wire, el documental de James Marsh emitido aquí en el canal de cable I-Sat y ganador del Oscar, el equilibrista y artista circense francés Philippe Petit alcanzó la fama y el reconocimiento mundial en 1974, cuando se balanceó y caminó durante 45 minutos en una cuerda floja atada entre las dos Torres Gemelas del World Trade Center, a más de cuatrocientos metros de altura y sin red que lo protegiera ante una eventual caída. Esa anécdota es la que recrea Robert Zemeckis (Volver al futuro, Forrest Gump, Náufrago) en En la cuerda floja. El primer tercio es un “relleno” para el plano fuerte y, como tal, carente de sustancia. La apertura está a cargo del Petit (Joseph Gordon-Levitt), quien habla desde la Estatua de Libertad para recapitular sus orígenes personales y vocacionales, incluyendo la falta de apoyo de su familia y la relación con su flamante novia y su “maestro” Papa Rudy (Ben Kingsley, en el enésimo papel con acento estrambótico de su carrera). En un lejano pero fundamental segundo plano de esa primera escena pueden verse a las Torres Gemelas. Que la imagen final funda a negro sobre ellas marca que Zemeckis entiende la lógica vehicular de los géneros norteamericanos. Al fin y al cabo, En la cuerda floja toma como modelo una historia clásica de superación para ser en realidad otra cosa, en este caso una suerte de “homenaje” a las torres, pero sobre todo una elegía a un tiempo pasado que empezó a irse el 11-S y está cada día más lejos de volver. El film se vuelve definitivamente más interesante sobre la segunda mitad, cuando replica el modelo narrativo de una de “robo a bancos”, con el proceso de reclutamiento de la banda, los preparativos, los inevitables imponderables y toda la tensión durante “golpe”. Golpe en el sentido más delictivo del término, ya que, vale aclararlo, Petit realizó su gracia sin autorización alguna, lo que le valió una cantidad importante de cargos policiales levantados a raíz de la enorme repercusión mediática. A lo largo de este tramo, Zemeckis saca el máximo provecho del 3D ampliando la sensación de peligro inminente ante el vacío, convirtiendo a En la cuerda floja en una de las pocas películas cuya magnitud se amplía gracias a los anteojitos.