Fantasmas del pasado Apenas una semana después del estreno de Al fin del mundo, de Franca González, llega al Gaumont otro film cuyo eje está en la inhospitalidad y la gelidez de la isla de Tierra del Fuego. Dirigida por Lucía Vassallo y estrenada en el Festival de Mar del Plata del año pasado, La cárcel del fin del fin mundo es una suerte de viaje guiado por Carlos Pedro Vairo, director del Museo Marítimo y Presidio de Ushuaia, por la historia de aquella ciudad, uno de los actuales emblemas turísticos australes, pero que durante fines del siglo XIX y la primera mitad del XX funcionó como albergue de ladrones, asesinos y presos políticos de diversa calaña. Vasallo reconstruye la Historia a través de la historia. Esto es, a través del testimonio de los familiares de los carceleros, investigadores y expertos, además de diversas cartas escritas por los presos. Más allá del poco riesgo formal y el formato televisivo, el film se sigue con interés por aquellos elementos subrepticios que irán develándose durante la poco más de una hora de duración. Así, la vinculación entre el pasado y el presente, la tensión entre una sociedad dispuesta a esconder bajo la alfombra -o a más de 3.000 kilómetros de la ciudad- a aquellos elementos que ella considere conflictivo y el peso del legado se conjugan en este correcto documental que, sí, no es de lo mejor que se ha visto en el año, pero que muestra una historia muchas veces invisibilizada.
La historia detrás del film es cuanto menos curiosa. Consagrado como el primer monumento a los pueblos originarios de la Argentina, el tótem del título se instaló hace medio siglo en la Plaza Canadá porteña, donde estuvo hace 2008, cuando el Gobierno porteño decidió quitarlo debido a que, según alegó, su estado era peligroso para la seguridad de los transeúntes. La idea original era restaurarlo, pero finalmente se encargó otro similar a Stan Hunt, hijo del constructor de la pieza original y especialista en el tallado de troncos de cedros rojos igual que él. González y su equipo estaban en el pequeño pueblo canadiense del cual provienen los Hunt para retratar los pormenores de la construcción, hasta que la burocracia hizo de las suyas aplazando el proyecto. Ante esto, el documental cambió de rumbo para focalizarse en el particular carpintero, explorando sus aristas tanto personales (los origines de su familia, el peso del legado) como laborales (las motivaciones e inspiraciones). El principal mérito de Tótem está, al igual que en Al fin del mundo, en su capacidad para aprehender la inhospitalidad y el frío, convirtiéndolos en protagonistas laterales a partir de la utilización de herramientas puramente cinematográficas. El problema es, sin embargo, la sensación de que lo anterior es menos producto de una búsqueda que de la improvisación ante el quiebre contextual y la imposibilidad de poner sobre el tapete la connotación política del símbolo. Así, y más allá del magnetismo de Hunt y de un auténtico interés por una figura enigmática, el film de González termina convirtiéndose, rara paradoja, en algo bastante más tibio que lo que amenazaba con ser.
La cineasta que llegó del frío Al fin del mundo es el desmenuzamiento de los mecanismos urbanos de algo que difícilmente podría reconocerse como tal. Es que la pequeña localidad de Tolhuin, ubicada a 60 kilómetros de Ushuaia, se caracteriza por un frío prácticamente eterno que la convierte no sólo en una geografía inhóspita sino también poco bondadosa para la vida diaria. Franca González construye un documental de observación que retrata a un grupo de pobladores atravesado por el desarraigo, la soledad y la distancia, mostrándolo en acciones tan extraordinarias para los ojos foráneos como normales para quienes viven justo donde la Tierra parece acabarse en una inmensidad infinita. Bello e inicialmente riguroso, con una inequívoca planificación de los encuadres que da como resultado una sucesión de planos con un grado de expresividad notables, Al fin del mundo pierde parte de sus logros adosándole una anécdota argumental que de tan mínima (la realización de un “carnaval de invierno” para alegrar a sus habitantes) termina entrando con fórceps. Con la belleza natural y una cámara siempre pródiga a la hora de hacerle justicia era ya más que suficiente.
El cine pensado para la cajita feliz “No se recomienda a quienes elijan ver esta película que lo hagan esperando encontrar en ella el noble espíritu de Pixar, sino que deberán conformarse con un relato clásico y hasta eficiente pero, valga la paradoja, carente de vuelo.” La frase pertenece a la crítica de Aviones, escrita en estas mismas páginas por Juan Pablo Cinelli hace menos de año, pero bien podría aplicarse a su secuela. La cita es, además de una apreciación pertinente, un acto de justicia poética. Al fin y al cabo, si los muchachos de Disney construyen ya no una sino dos películas con retazos de otras anteriores, con Cars y Turbo a la cabeza de referencias, ¿por qué no comenzar escribiendo sobre ella de la misma forma? Dirigida ahora por Roberts Gannaway, el mismo de varios episodios de animación televisivos y spin offs directo a DVD de la empresa del castillo, Aviones 2: Equipo de rescate raspa las piedras para imaginar un film donde a priori no lo había, esfumando las mínimas coordenadas narrativas que identificaban a su predecesora. Eso sí, manteniendo inalterables el antropomorfismo vehicular (como en Cars, aquí todo elemento con ruedas habla) y a su protagonista Dusty, cuestión de aprovechar las bondades del trabajo de marketing realizado un puñado de meses atrás. Lo que no cambia es la carga simbólica de la avioneta fumigadora descastada como representación de los valores estadounidenses: si antes encarnaba la equiparación de oportunidades y la potencialidad del triunfo como premio al esfuerzo y al trabajo, ahora es la vocación de servicio y ayuda al prójimo. Esto porque, ante al cierre de su aeropuerto por falta de seguridad, decide postergar sus aspiraciones de competencia para sacrificarse por el grupo convirtiéndose en un hidroavión. Lo anterior será excusa para la aparición de nuevos personajes visualmente deslumbrantes y con la simpatía y bondad innegociables. Allí están, entre otros, un helicóptero veterano, sabio y recio, aquejado por un pasado traumático; una avioncita enamoradiza y chirriante; y un conjunto de pequeñas grúas tamaño cajita feliz. Con todos ellos, Aviones 2 dispone de un entretenimiento hecho con indudable profesionalismo, con una cota humorística levemente más elevada que su predecesora, luminosa tanto en forma como en contenido, pero demasiado parecido a otros tantos exponentes que pululan con cada vez mayor regularidad por la cartelera comercial.
Una “buddy movie” estilo argento, con olor a naftalina Tarde o temprano ocurriría lo inevitable y el expansionismo audiovisual de Showmatch alcanzaría el último bastión hasta ahora inexpugnable: el cine. Producida por José María Listorti, protagonizada por él y uno –otro– de los inventos emblemáticos del programa de Canal 13 como es Pedro “Peter” Alfonso (el marido de la modelo Paula Chaves) y manijeada por la difusión en todos los programas de Ideas del Sur, Socios por accidente aprende rápido la lección de El Jefe, apostando por aquellas formas –y fórmulas– comercialmente exitosas independiente de su calidad. Es cierto que el advenimiento continuo de sagas y franquicias habituadas a incurrir en los mismos mecanismos narrativos al que el cine estadounidense acostumbró a las carteleras de todo el mundo en los últimos años muestra que el fenómeno no sólo trasciende lo autóctono, sino que además puede dar exponentes del altísima calidad, tal como ocurre con, por ejemplo, varias secuelas de películas infantiles superiores incluso a sus predecesoras. El problema aquí, entonces, no radica necesariamente en la réplica, sino en el modelo basal. Al fin y al cabo, el humor de comedias de acción con tintes policiales al estilo de las sagas de Extermineitors y Brigada explosiva, cuyas raigambres televisivas encuentran filiación directa aquí, lucía obsoleto hace 30 años, por lo que no costará demasiado imaginarse el olor a naftalina que desprende ahora, en pleno 2014. Buddy movie acerca de un traductor ruso (Listorti) empujado a trabajar, situaciones entre ridículas e inverosímiles mediante, con un agente secreto (Alfonso) que además es el novio de su ex, Socios... es un film que nació viejo, carente de timing y vaciado de chispa. Sin embargo, debe reconocérsele que está lejos del auténtico bochorno que podría imaginarse. Esto porque los responsables son dos directores que ya han demostrado su creencia en el cine de género como Fabián Forte y Nicanor Loreti, emblema del terror argento y realizador de Diablo, respectivamente. Quizá por eso, a diferencia de la reciente Bañeros 4: Los rompeolas, otra película concebida únicamente con fines de explotación, el intelecto de los personajes no está reducido hasta la lisa y llana pelotudez, y se trueque el facilismo de “reírse de” por el de “reírse con”. O al menos intentarlo, ya que el resultado se reduce a una sucesión de chistes mayormente fallidos y escasamente originales (una víbora en la selva misionera: nunca visto), todos centrados en la química gélida entre Listorti y Alfonso. Que serán más o menos buenos haciendo imitaciones o bailando/patinando/cantando por un sueño, pero que para comediantes les falta bastante.
Un minimalismo arrollador Estrenadas en el Festival de Mar del Plata 2012 y en el Bafici 2013, respectivamente, Me perdí hace una semana y AB retratan la rutina de una serie de personajes sometidos a los efectos de situaciones ordinarias. Dos películas retroalimentadas por sus similitudes formales y temáticas. Dos películas que afirman y reafirman la decisión de complejizar un universo artístico propio mediante la expansión sensorial de sus protagonistas. Dos películas teñidas del mismo espíritu crepuscular que, como se lee acá al lado, invadía a su director. Dos películas con una cámara que filma emociones, que se mueve con la suficiente sabiduría para detectar el pulso de las situaciones, el peso de los silencios, la preponderancia del gesto, la autenticidad no sólo de la mirada, que se permite mirar y capturar las particularidades del entorno. Estrenadas en el Festival de Mar del Plata 2012 y en el Bafici 2013, respectivamente, Me perdí hace una semana y AB son historias de un minimalismo arrollador dedicadas a retratar la rutina de una serie de personajes sometidos a los efectos de situaciones ordinarias. Pero Iván Fund, parafraseando a Sun Tzu en El arte de la guerra, entiende que la clave está en hacer extraordinario aquello que a priori no lo es, convirtiendo a los aquí y ahora de sus films en el punto exacto en que el pasado se va para convertirse en un futuro hasta entonces inminente. Los cuatro protagonistas de Me perdí hace una semana parecen haberse perdido hace bastante más tiempo que el indicado por el título. La joven pareja, quizás desde el inicio de la convivencia. Se entiende, entonces, el laconismo de ella y los abrazos silenciosos de él, como si supiera que la aventura del techo común no es lo que debería ser. Michi lo está desde que busca a su perro, mientras que el quiebre de Eva (Eva Bianco, también vista en Los labios) llegó ante la certeza de la soledad y el deseo de ser madre otra vez. Fund muestra el entrecruzamiento del cuarteto, dedicándoles el tiempo necesario para oírlos y acercando la cámara hasta convertirla en un sismógrafo de sus sentimientos y angustias –la escena del baño es notable en ese sentido–, todo atravesado por disquisiciones en off de los mismos personajes acerca de las motivaciones detrás de un ejercicio creativo. Disquisiciones que son, tal como afirma el cineasta, las suyas. Así, Fund continúa, como desde la notable Los labios, dirigida junto al aquí coguionista Santiago Loza, explorando, indagando y amalgamando documental y ficción sin que esto implique la conversión de su film en un ejercicio académico o formalista. Surgida de un programa de coproducciones del festival Cph: dox, AB está filmada a cuatro manos junto al danés Andreas Koefoed, pero es una acentuación de todas las constantes del cine del santafesino. Acentuación y depuración. Quizás por la metodología comunitaria o por la cercanía del realizador con las situaciones argumentales, Me perdí hace una semana tendía a un cierto grado de dispersión sobre el desenlace, como si el propio director no supiera muy bien qué hacer con sus personajes. Aquí, en cambio, la preocupación humanista alcanza el punto más alto en toda la filmografía de Fund. Centrada en el acompañamiento de dos amigas (Araceli y Belén, las mismas de Hoy no tuve miedo) a las que se les avecina el final de una adolescencia forjada al calor del compañerismo y la simbiosis generada por miles de hora de rutina compartidas, AB es un sensible retrato elegíaco sobre las elecciones y los cambios de rumbo que éstas conllevan. Su desenlace, atravesado de punta a punta por un extenso relato en off escrito por Loza, es quizás la mejor clausura posible para la etapa de un cineasta a quien, al igual que a sus personajes, se le presenta un futuro pleno de posibilidades delante de sus ojos.
Un minimalismo arrollador Estrenadas en el Festival de Mar del Plata 2012 y en el Bafici 2013, respectivamente, Me perdí hace una semana y AB retratan la rutina de una serie de personajes sometidos a los efectos de situaciones ordinarias. Dos películas retroalimentadas por sus similitudes formales y temáticas. Dos películas que afirman y reafirman la decisión de complejizar un universo artístico propio mediante la expansión sensorial de sus protagonistas. Dos películas teñidas del mismo espíritu crepuscular que, como se lee acá al lado, invadía a su director. Dos películas con una cámara que filma emociones, que se mueve con la suficiente sabiduría para detectar el pulso de las situaciones, el peso de los silencios, la preponderancia del gesto, la autenticidad no sólo de la mirada, que se permite mirar y capturar las particularidades del entorno. Estrenadas en el Festival de Mar del Plata 2012 y en el Bafici 2013, respectivamente, Me perdí hace una semana y AB son historias de un minimalismo arrollador dedicadas a retratar la rutina de una serie de personajes sometidos a los efectos de situaciones ordinarias. Pero Iván Fund, parafraseando a Sun Tzu en El arte de la guerra, entiende que la clave está en hacer extraordinario aquello que a priori no lo es, convirtiendo a los aquí y ahora de sus films en el punto exacto en que el pasado se va para convertirse en un futuro hasta entonces inminente. Los cuatro protagonistas de Me perdí hace una semana parecen haberse perdido hace bastante más tiempo que el indicado por el título. La joven pareja, quizás desde el inicio de la convivencia. Se entiende, entonces, el laconismo de ella y los abrazos silenciosos de él, como si supiera que la aventura del techo común no es lo que debería ser. Michi lo está desde que busca a su perro, mientras que el quiebre de Eva (Eva Bianco, también vista en Los labios) llegó ante la certeza de la soledad y el deseo de ser madre otra vez. Fund muestra el entrecruzamiento del cuarteto, dedicándoles el tiempo necesario para oírlos y acercando la cámara hasta convertirla en un sismógrafo de sus sentimientos y angustias –la escena del baño es notable en ese sentido–, todo atravesado por disquisiciones en off de los mismos personajes acerca de las motivaciones detrás de un ejercicio creativo. Disquisiciones que son, tal como afirma el cineasta, las suyas. Así, Fund continúa, como desde la notable Los labios, dirigida junto al aquí coguionista Santiago Loza, explorando, indagando y amalgamando documental y ficción sin que esto implique la conversión de su film en un ejercicio académico o formalista. Surgida de un programa de coproducciones del festival Cph: dox, AB está filmada a cuatro manos junto al danés Andreas Koefoed, pero es una acentuación de todas las constantes del cine del santafesino. Acentuación y depuración. Quizás por la metodología comunitaria o por la cercanía del realizador con las situaciones argumentales, Me perdí hace una semana tendía a un cierto grado de dispersión sobre el desenlace, como si el propio director no supiera muy bien qué hacer con sus personajes. Aquí, en cambio, la preocupación humanista alcanza el punto más alto en toda la filmografía de Fund. Centrada en el acompañamiento de dos amigas (Araceli y Belén, las mismas de Hoy no tuve miedo) a las que se les avecina el final de una adolescencia forjada al calor del compañerismo y la simbiosis generada por miles de hora de rutina compartidas, AB es un sensible retrato elegíaco sobre las elecciones y los cambios de rumbo que éstas conllevan. Su desenlace, atravesado de punta a punta por un extenso relato en off escrito por Loza, es quizás la mejor clausura posible para la etapa de un cineasta a quien, al igual que a sus personajes, se le presenta un futuro pleno de posibilidades delante de sus ojos.
El dolor como un motor de aprendizaje La directora dibuja con justeza el desmoronamiento de una pareja de mujeres desde un punto en el que las mira y acompaña sin jamás enjuiciarlas. Las actrices Claudia Cantero y Mara Santucho se lucen entregando hasta sus ojos a los personajes. Ofelia se depila en el baño de su casa. El maquillaje resalta sus farolazos verdes y el rouge, un par de labios carnosos que dibujan una sonrisa pícara, dejando entrever que semejante esfuerzo de producción tiene como destinatario a su pareja desde hace siete años. La otra parte, sin embargo, responde a la seducción confesando un engaño con otra. La escena posterior es de un realismo desolador: son, al fin al cabo, dos seres que sienten la extinción progresiva del amor aun a su pesar, que procuran embarcarse en la aventura de poner en palabras los vericuetos insondables del corazón. Lo anterior bien podría corresponder al desenlace de cualquier película sobre el descascaramiento de una relación, pero se trata del inicio de Amar es bendito, sorprendente opus tres de la cordobesa Liliana Paolinelli. Sorprendente por la elección de su punto de partida, pero también porque debajo de esa premisa anida un compendio de particularidades que abarcan desde una narración libertaria e impredecible hasta la focalización naturalista en un tema que, todavía hoy, hace arrugar la nariz de aquellos portadores de idearios sociales decimonónicos. Porque la pareja de Ofelia se llama Mecha, y la otra, María Laura. El film propondrá una elipsis de seis meses para encontrar a Mecha (Claudia Cantero) trabajando en su taller textil. Ofelia (Mara Santucho, uno de los rostros emblemáticos del llamado Nuevo Cine Cordobés) la visita y le propone ir a dormir una siesta juntas, síntoma de que la infidelidad es un triste recuerdo relacional. Esto aunque ambas carguen en las miradas el peso de una herida. Punto a favor, entonces, para las actrices, quienes entregan hasta los ojos a sus personajes. Pero Mecha sigue viéndose con su amante. Todo indica que la separación es inminente. O no: a partir de ahí, Ofelia se obligará a acostarse con un hombre con el único fin de enrostrárselo a su pareja. Pareja con la cual, vale aclarar, sigue compartiendo el techo. La irrupción de María Laura y del flamante encame masculino completarán las coordenadas de un cuarteto amoroso cuyo derrotero será un crescendo de situaciones por momentos forzadas –habrá intercambio de parejas, robos e incluso un secuestro–, aunque siempre motorizadas por la preocupación de Paolinelli por la suerte de sus mujeres. Es coherente la decisión de la cineasta de ubicarse en un justísimo punto medio, mirándolas y acompañándolas sin jamás enjuiciarlas. “Me interesa explorar algún problema”, aseguró la directora en estas mismas páginas. En ese sentido, y si la distribución y exhibición de cine argentino no fuera un auténtico cocoliche de desprolijidades, podría pensarse el estreno simultáneo de El tercero y Amar es bendito como dos narraciones cuyos planteamientos son complementarios. Es que si en la primera Rodrigo Guerrero propone un universo plástico cuyas criaturas (una pareja homosexual y un adolescente al que conocieron en un chat) parecen moverse regidas por lo pulsional, el deseo y el juego, la realizadora de Lengua materna apuesta por otro mucho más desprolijo, cotidiano y auténtico, en el que lo físico es casi un aspecto secundario. Esto dicho no porque se esfume la viabilidad de una atracción, sino porque los comportamientos impulsivos de las chicas se cifran como anticuerpos ante la certeza del virus de la rutina y la rotura de un vínculo. Así, el “problema” que explora Paolinelli va mucho más allá del mero arrojamiento a los placeres carnales; el “problema” son los sentimientos contrapuestos, la incertidumbre ante lo no recíproco y, como bien remarca un justísimo y sorprendente desenlace, la certeza de que en la escuela de la vida, el dolor es el principal aprendizaje en cuestión de amores.
La ley del deseo El primer plano de El tercero muestra a dos jóvenes chateando. Hablan del tamaño de sus miembros, de qué le haría uno al otro, de sus preferencias sexuales. Tratan, en fin, de calentarse. Claro que uno de ellos está en pareja. Pareja que, ante la viabilidad de un encuentro, se sumará al chat para dar el beneplácito. Así, el adolescente terminará en la casa de los otros con la excusa de una cena. El punto de partida del segundo largometraje del cordobés Rodrigo Guerrero (El invierno de los raros) amenaza con convertirse en uno de esos thrillers eróticos menores, un acto de representación de fantasías antes que una película. Pero aquí hay bastante más. Filmada en una serie de largos planos-secuencia, El tercero retratará con naturalidad un encuentro bautismal, aprehendiendo el arco de las vibraciones que van del nerviosismo inicial a los diálogos mucho más descontracturados del final de la noche, cuya culminación inevitable será un largo ménage à trois retratado con una crudeza más provocadora que funcional al desarrollo psicológico de los personajes. Más allá de eso, Guerrero ensaya una buena aproximación al deseo masculino, articulándolo con un coming-of-age acerca de la maduración y la construcción de una identidad y mostrando que los vínculos emocionales van mucho más allá de los imperativos sociales.
Sobriedad para evitar el melodrama El director Josh Boone toma la sabia decisión de hacer del cáncer uno de los elementos constitutivos del film y no el epicentro, convirtiendo a sus protagonistas en chicos antes que en enfermos terminales. En el final, eso sí, se pasa de explicaciones y moralejas. “Hazel no se despega de su tanque de oxígeno, Gus de su pierna ortopédica. Ambos se conocieron en un grupo de ayuda para pacientes de cáncer.” La sinopsis oficial de Bajo la misma estrella es una invitación a fruncir el entrecejo y a la risa socarrona. Más aún si se tiene en cuenta que se trata de la enésima adaptación de un best-seller infanto-juvenil y que Hollywood suele hablarles a los adolescentes como seres inferiores antes que como adultos en formación. Así, el melodrama lacrimógeno sobre un amor crepuscular de esos que aturden a fuerza de violines y la búsqueda de la emoción únicamente como consecuencia del golpe bajo tenía gustito a certeza. Pero, para sorpresa de los desconfiados, Bajo la misma estrella es, al menos durante sus dos primeros tercios, una película que gambetea la tentación de lo falsamente descarnado y lo sensiblero con sobriedad, respeto y naturalidad. ¿Que qué tan natural es la viabilidad de esa relación? En la lógica del film, mucho. Al fin y al cabo, Josh Boone (el mismo de Un lugar para el amor, estrenada aquí el último diciembre) toma la sabia decisión de hacer del cáncer uno de los elementos constitutivos de su opus dos y no el epicentro, convirtiendo a sus protagonistas en chicos antes que en enfermos terminales. “No quiero la vida que tengo”, refunfuña Hazel (Shailene Wood-ley), poniendo de manifiesto la insatisfacción ante los condicionamientos de la enfermedad. Sus pulmones destruidos a raíz de un cáncer de tiroides, un respirador como compañía permanente y la insistencia de su madre (notable Laura Dern) son razones más que suficientes para buscar apoyo en un grupo de contención. Grupo de contención al que también asistirá Gus (Ansel Elgort), quien perdió una pierna a raíz de un osteosarcoma. El flechazo es instantáneo. Como en nueve de cada diez películas románticas, se dirá con razón. Lo que es menos habitual es la coherencia del punto de vista adoptado por Boone. Esto es, hablar de los arremolinamientos de la adolescencia no desde el paternalismo supuestamente sabelotodo de la adultez –o de cómo piensa un adulto que piensan y sienten los adolescentes–, sino desde la altura emocional y cultural de la parejita, priorizando y respetando sus inquietudes, descubrimientos y rebeldías en lugar de enjuiciarla. Llegado este punto, podrá achacarse el exceso de miel e idealización circunvaladas por un contorno social arbitrario y apegado a las normas del prototipo imperante de familia yanqui. Pero la inteligencia del film está en leer ese statu quo a través de la mirada naturalista e inocente de su protagonista. Protagonista que es sencillamente extraordinaria. “A muchos les recuerdo a mucha gente”, dice por ahí Hazel, como si fuera plenamente consciente de que el rostro de la mujercita detrás del personaje es demasiado normal, demasiado ordinario, demasiado poco bombástico, para convertir a Woodley en la gran actriz de la generación sub-25 que merece ser, puesto ocupado por la mucho más mediática y oscarizada Jennifer Lawrence. Al fin y al cabo, lo que en la segunda es imposición y avasallamiento (Lawrence es, con perdón de la misoginia, un camionazo), en la primera es una construcción desde lo cotidiano y lo genuino que la convierten en una de las pocas intérpretes que parecen actuar siendo ella misma. Ver si no la genial y aquí inédita The Spectacular Now, otra película que les hablaba de vos a vos a los adolescentes. Queda claro, entonces, que la adaptación de la novela homónima de John Green no sólo comprende los avatares de sus criaturas, sino que se toma la molestia de no menospreciarlos ni subestimarlos. Y con eso, a su público. Hasta que... lo hace. Sobre el último tercio, un viaje simboliza el quiebre madurativo de la narración y la imposición de los mandatos del mainstream juvenil, trocando lo mesurado por una andanada de explicaciones y moralejas sobre la importancia de vivir el presente y demás. Una lástima, porque arruina un film hasta ese momento potente y humanista, cualidades que Hollywood muchas veces se empecina en despreciar aun cuando las tiene servidas.