La esclavitud del siglo XXI Es común que los jóvenes recién salidos de la escuela secundaria -ante la la imposibilidad de conseguir trabajo sin experiencia previa- se vean empujados a los call centers. Córtenla, una peli sobre call centers es justamente aquello que propone su título: una exploración sobre el mercado de las ventas telefónicas y los centros de atención al cliente, un negocio tan redondo para quienes lo diseñan como desgastante para quienes lo ejecutan. El documental Ale Cohen recopila testimonios de varios jóvenes que dedicaron muchos meses a recibir y emitir llamados, abriendo el abanico no sólo a la sobreexplotación y a la precarización sino también a la leonina lógica comercial detrás de estos emprendimientos. En esa línea, el principal hallazgo pasa por las declaraciones de varios jerarcas del rubro, quienes, en sus conferencias, no dudan en ensalzar los modelos laborales instaurados por ellos. El aspecto negativo de Córtenla… está en la ficcionalización del ingreso al mundo laboral de una jubilada que debe ser capacitada por sus jóvenes compañeros. Allí, la apuesta por el trazo grueso y el exceso de lugares comunes atenta contra la riqueza periodística previa. Sin embargo, y pese al reparo señalado, Cohen construye un documental que echa luz sobre uno de los puntos más oscuros del sistema empresarial.
La historieta de forzar una segunda parte Hubo un momento de la historia en el que Hollywood decidió apropiarse de aquel axioma futbolístico según el cual “equipo que gana no se toca” para replicarlo en su industria emblema, convirtiendo la realización de una(s) secuela(s) de cualquier película exitosa –en términos económicos, claro– en norma tácita, independientemente de su pertinencia artística. El problema es que esa fórmula dará buenos resultados sobre el verde césped, pero no siempre en la pantalla. Las excepciones son, por el contrario, aquellas que repiten la formación inicial pero cambian el esquema de juego apostando por el riesgo de una expansión o retorsión del universo previamente definido (algo que hizo, por ejemplo, Sam Raimi con Spiderman o, más atrás en el tiempo, Joe Dante con Gremlins) en lugar de limitarse a la comodidad de la mera replicación estética y temática. Realizada nueve años y 160 millones de dólares después de La ciudad del pecado, Sin City: Una mujer para matar o morir es el más novel exponente del segundo grupo. Dirigida y guionada por Robert Rodriguez, encargado también de gran parte de los rubros técnicos, y el artista gráfico Frank Miller, y basada en la novela gráfica del segundo, Sin City 2 es más de lo mismo. O menos, si se tiene en cuenta que la idea de hacer una película calcando las líneas de diálogo y manteniendo la estética estilizada y rabiosamente artificiosa del cómic podía sorprender una década atrás, pero hoy, con dos entregas de 300, otra de The Spirit en el medio, el efecto tiene gusto a poco. Rodriguez-Miller no hacen demasiado para evitar la sensación de ya visto y construyen un trabajo visual otra vez asentado en un blanco y negro interrumpido únicamente por la coloración de la sangre –pero a veces no–, cigarrillos encendidos –no siempre– o el rouge de las mujeres –sólo de algunas–. Lo cromático, entonces, puesto al servicio del capricho de los creadores antes que al de la funcionalidad narrativa. Ese mismo capricho es el rector de los devaneos dramáticos de las historias que componen el film. Allí estará, por ejemplo, la inclusión del policía interpretado por Bruce Willis, muerto en la anterior pero regresado aquí en modo fantasmita, todo con el fin de salvaguardar la integridad de su protegida (Jessica Alba). Otro que vuelve, envuelto en prótesis, es Mickey Rourke como el matón más escrupuloso de Basin City. Escrúpulos es justamente lo que le falta a Ava Lord, una femme fatale manipuladora capaz de engatusar no sólo a un amante (Josh Brolin), sino también al policía más incorruptible, todo gracias a sus ojazos claros y su aparente fragilidad. Y a sus tetas, claro, ya que Eva Green está a sus anchas exhibiéndolas en casi todos los planos en los que aparece. La capacidad de la otrora protagonista de Los soñadores para el juego y la manipulación (algo que ya se entrevía en 300: el nacimiento de un imperio) es, además, síntoma del intento de Una mujer para matar o morir de concederles a ellas una pequeña revancha reparadora después de la misoginia de la primera entrega. Ese pequeño viraje y el uso de la voz en off para complementar la información visual en lugar de reafirmarla son los únicos puntos altos de un partido en el que, más allá de repetir gran parte de la formación, el equipo de Rodriguez-Miller no pasó de un 0 a 0 fácilmente olvidable.
Más extraño que la ficción Hace poco menos de un año, Sandra Gugliotta había estrenado comercialmente La toma. El documental, uno de los tantos que pasaron –y pasan y seguirán pasando– injustamente inadvertidos, partía con la idea de radiografiar las protestas estudiantiles ocurridas en 2012 desde las acciones establecidas en un colegio secundario palermitano. Como toda buena película, su premisa era apenas una excusa para dialogar (o refractar) las particularidades de un mundo: era, entonces, un film cargado de un presente puro y perfectamente distinguible, un relato acerca de los mecanismos de la construcción identitaria individual y grupal en plena hiperpolitización de la era kirchnerista. Es por demás llamativo, entonces, que el trabajo inmediatamente posterior de Gugliotta peque justamente de eliminar cualquier atisbo referencial geográfico, político y cultural: si La toma transcurría inequívocamente en un aquí y ahora palpable, Arrebato es un producto extemporáneo, de coordenadas distinguibles, pero sin funcionalidad narrativa. El protagonista es Luis Vega (Pablo Echarri), un ascendente profesor y escritor de policiales felizmente casado (su mujer es Mónica Antonópulos) y con un hijo, que empieza a escribir un libro sobre un asesinato reciente. Claro que el interés estará menos puestos en las claves de ese crimen que en la excéntrica viuda (Leticia Brédice), a la postre puerta de entrada al universo de la promiscuidad y el intercambio de parejas. Lo que ocurrirá después es la distorsión entre realidad y ficción, la latencia de un crimen anidando en la mente del escritor. Podría pensarse a Arrebato como réplica tardía de los thrillers protagonizados por Michael Douglas y/o Sharon Stone, con Bajos instintos a la cabeza, en los primeros noventa. La referencia al film de Paul Verhoeven no es casual, ya que aquí habrá un hombre que caerá fascinado ante los encantos de una potencial asesina. Arrebato ofrece un protagonista circundando por un entorno aparentemente perfecto que se cruzará con un personaje ominoso que operará como disparador de un quiebre personal, triángulos amorosos, un núcleo policial, verdades que no son tales y una locura creciente. Irregular en la generación de suspenso, predecible en sus vueltas argumentales aunque disfrutable en su desarrollo, el nuevo film de Gugliotta termina convirtiéndose en una correcta propuesta genérica en la línea de Tesis sobre un homicidio y Betibú. No es poco -sobre todo proviniendo de una cinematografía que, a excepción del terror y algún que otro exponente mainstream de comedia, suele soslayar en su mayor parte las narraciones tradicionales- pero tampoco demasiado.
Cacería cruzada en la selva misionera Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, la película confirma el interés de su director por lo alterado, lo implosivo, las atmósferas asfixiantes y las criaturas lacónicas, aquejadas por un malestar casi metafísico. “¿Pablo Fendrik, cineasta de la violencia, la inquietud, lo que no encaja?”, escribía en estas mismas páginas el periodista Horacio Bernades en ocasión del estreno de La sangre brota, en mayo de 2009. La pregunta tenía su razón de ser, ya que tanto aquel padre lanzado a la búsqueda de una importante suma de dinero como el director de una escuela que protagonizaba El asaltante estaban imbuidos en sendos tour de force emocionales y físicos. Podía entreverse, entonces, una serie de continuidades estilísticas, temáticas y actorales (la presencia del gran Arturo Goetz) que permitían validar una matriz creativa común y, con ella, una inclinación de la balanza hacia una respuesta positiva. Exhibida por primera vez en la última edición del Festival de Cannes, El ardor es la confirmación de un interés manifiesto de Fendrik no sólo por parte de todo lo anterior, sino también por lo alterado, lo implosivo, lo latente, las atmósferas asfixiantes, las criaturas ominosas, lacónicas y aquejadas por un malestar casi metafísico. La respuesta, entonces, es un sí tan grande como la pantalla. El ardor se presenta como una propuesta tan misteriosa como ese hombre de ascendencia indígena (Gael García Bernal) y constituido como héroe digno de un western. De naturaleza solitaria y errante, lacónico pero seguro, ajado por un pasado poco venturoso del que apenas se revelarán retazos, vagabundea sin rumbo aparente por la selva misionera hasta dar con una pequeña parcela dedicada a la explotación tabacalera habitada por un padre y su hija (Alicia Braga). Ellos están intranquilos: saben que próximamente llegará un grupo de matones (Julián Tello, Claudio Tolcachir y Jorge Sesán) dispuestos a todo con tal de que el propietario firme un boleto de compraventa. ¿Por qué a ellos? ¿Quién los manda? ¿Cuáles son los intereses económicos en juego? Fendrik es lo suficientemente elusivo como para nunca recargar las tintas sobre las motivaciones detrás del “negocio”, pero puede entreverse la presencia de algún poderoso dispuesto a expandir su dominio territorial. ¿Crítica política? Velada y sugerida, como toda buena película anclada y segura de su contexto. ¿Fábula ecologista? Esbozada pero sujeta a la interpretación de cada espectador. Una vez cerrada la transacción forzosa, el trío decide filetear al padre a machetazo limpio y secuestrar a la chica. El visitante, cuyo nombre nunca se menciona pero en los créditos finales se lo bautiza como Kai, iniciará la marcha para su rescate y con él Fendrik comenzará el desarrollo de una cacería mutua en la que los roles gato y ratón se alternarán plano tras plano, dando pie, además, a un ahondamiento en las características personales de Kai –sus ribetes animalescos, la espiritualidad, lo pulsional de sus actos– y en la dinámica grupal del enemigo. Que todo esto ocurra en medio de una frondosidad vegetal genera no sólo una complejidad física en los movimientos y la logística persecutoria que el film traduce en una cámara cercana y nerviosa, sino que le permite al realizador poner en primer plano cuestiones subrepticias en su filmografía previa, como la hostilidad y lo inhóspito. El problema con la flamante geografía es que también sirve como puntapié para una serie de cosas hasta ahora inéditas, con el misticismo y la gran carga simbólica de los distintos elementos a la cabeza. En ese sentido, El ardor encuentra filiación directa en Los salvajes, de Alejandro Fadel, otra película que hacía de su geografía un disparador para la espiritualidad y el autodescubrimiento de los protagonistas. El resultado, en ambos casos, es similar: relatos seguros, ominosos, despojados y secos, que por momentos se empantanan en sus ambiciones de trascendencia.
El gran golpe Dirigido a seis manos por Omar Neri, Mónica Simoncini y Fernando Krichmar, Seré millones aborda un hecho auténticamente cinematográfico como el robo a un banco. En este caso, uno real como el realizado al ya extinto Banco Nacional de Desarrollo (BANADE) a comienzos de 1972 por un grupo de militantes del PRT-ERP. Fue, durante años, el golpe más exitoso en la historia nacional con un botín del equivalente a diez millones de dólares. La logística y la preparación del hecho contaron con el apoyo interno de dos empleados pertenecientes a la organización, quienes ocupan el espacio central del relato. Relato que se divide en tres: la narración de los hechos históricos, el casting y la preparación de actores para la recreación ficcional y la reconstrucción en sí. La hibridación entre ficción, documental y metaficción, dispositivo similar al de Caíto, opera aquí como disparador de reflexiones de los protagonistas que, tal como en Cracks de nácar, superan los setenta y parecen llevarse de mil maravillas y conocerse al dedillo, como si los avatares de la distancia generados durante las particularidades del exilio no fueran suficientes para limar los vínculos de un pasado en común. Lúdica sin perder rigor para la reflexión, Seré millones acierta aproximándose a un tema siempre complejo como la militancia en los años ’70 desde un tono fresco y ameno sin que eso implique simplificación. Un mérito para nada menor en el panorama actual del cine argentino.
Con gusto a poco... Lasse Hallström es uno de los directores más propensos a la búsqueda de la lágrima fácil. “Especialista” en comedias/dramas románticas/os, el sueco que alguna vez filmó las notables ¿A quién ama Gilbert Grape? y El año del arco iris tiene también en su prontuario cosas como Chocolate, Casanova, Querido John, Un amor imposible y Un lugar donde refugiarse, todos exponentes en los que el cliché, la idealización y la musicalización en exceso son normas irrenunciables. En esa línea, entonces, se inscribe Un viaje de diez metros. El film comienza mostrando el derrotero de una familia india dedicada a la gastronomía. Esa locación es, como era de esperarse, la oportunidad ideal para que el sueco apelmace imágenes, sonidos y referencias tipificadas sobre la vida en aquel país. Hasta que, obligados por una persecución política o algo así, deben emigrar primero a Inglaterra y después a Francia, donde por esas casualidades propias de Hollywood recalarán en un pequeño pueblo en el que instalarán un restaurant étnico a todo trapo, ubicado justo enfrente -de allí los diez metros del título- del regenteado por Madame Mallory (Hellen Mirren), quien busca desde hace años otra estrella Michelin ¿Alguien dijo Ratatouille? Poco y nada hay aquí del clásico de Pixar, ya que Hallström no parece muy interesado en amplificar la resonancia de su film más allá del mero pasatiempo. Pasados los enfrentamientos iniciales y las disputas, ella empezará a mirar con más cariño a sus competidores, sobre todo después de que descubra que uno de los hijos de la familia, que a su vez le echó el ojo a una de las asistentes, es un auténtico crack del cucharón. Como en Julie & Julia, Un viaje de diez metros propone un paralelismo entre vida y gastronomía, equiparando las sensaciones generadas por la segunda con las vivencias de la primera. Así, entonces, Hallström se despacha con una comedia en la que nada puede salir del todo mal, un crowd-pleaser cuyo principal mérito es abrirle el apetito del espectador. El cine, pues, esta vez deberá esperar.
Los traidores No es un hecho frecuente, pero -al menos por una vez- la taquilla estadounidense es consecuencia de algo más que una buena campaña de marketing. Estrenada en agosto de 2010, Los indestructibles había sorprendido a propios y extraños recaudando la friolera de 35 millones de dólares durante el fin de semana de su debut. Dos años después, el lanzamiento de la secuela había rozado los 29 millones en ese mismo periodo. Hace un par de semanas, la tercera debutó con discretos 16 millones de verdes ¿Es justo atribuirle la culpa a la piratería (una copia en alta calidad se filtró bastante antes del estreno mundial) o la competencia desaforada por el monopolio del mercado? En parte sí, pero lo cierto es que el desinterés del público puede explicarse también como un síntoma del agotamiento de una franquicia cuyos méritos basales (la sorpresa, la autoconciencia, la rabiosa maleabilidad física del dispositivo, la sensación de divertimento generalizado en el set) no sólo se diluyen entrega tras entrega, sino que ahora empieza a quebrar aquel juramento hipocrático tácito de revalidación ochentosa. El film comienza con un par de escenas que marcan el rescate y la posterior incorporación de Doc (Wesley Snipes) al grupo de marginales. Son, además, recortes de un mundo alocado y anárquico similar al de Rápido y furioso, un mundo donde todo, incluso embocar una lancha sobre la caja de una camioneta en movimiento, es físicamente posible. La introducción servirá de puntapié para la presentación de una premisa consabidamente básica que consiste, cuándo no, en la caza del malvado de turno. Malvado que no es un dictador latinoamericano ni un militar soviético despiadado, sino un tal Conrad Stonebanks (interpretado por un Mel Gibson felizmente desaforado), cofundador años ha del escuadrón protagónico junto a Barney Ross (Sylvester Stallone) y ahora devenido en traficante de armas. Hasta aquí, entonces, todo más o menos igual que siempre. Las diferencias –y los problemas– surgen cuando Barney decide no trabajar con sus habituales compañeros (Jason Statham, Randy Couture, Dolph Lundgren), sino recurrir a la sangre fresca. Que esto equivalga a la incorporación de un grupo de actorcitos genéricos, con Glen Powell y Kellan “Crepúsculo” Lutz a la cabeza, todos ellos de belleza etéreamente ruda y musculatura trabajada, marca un desapego de las particularidades larvales de la saga. La “traición” es aún mayor si se tiene en cuenta que ellos llegan con una serie de dispositivos hi-tech que difícilmente cuadren en la -perdón por la cacofonía- lógica analógica del ex Rocky y compañía. Quizás consciente de esa contradicción, la película se reservará el regreso de los viejos para el “todos contra todos” final, lo que a fin de cuentas no hace más que reducir el subtexto argumental a un enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, tema varias veces trabajado en mejor forma –y con mayor generación de placer para el espectador– por Clint Eastwood en, por ejemplo, la no del todo valorada Jinetes del espacio. Llegado a este punto, es válido responder una pregunta fundamental ante este tipo de propuestas: ¿Es Los indestructibles 3 una buena película de acción? Ni siquiera eso: el director Patrick Hughes, elegido para la remake norteamericana de The Raid, apuesta a construir las peleas a puro corte de montaje y con planos mayormente cerrados, impiendo cualquier atisbo de emoción e imposibilitando al espectador de algo tan básico como saber quién le pega a quién. Así, el resultado final es un exponente demasiado parecido a tantos otros de la coyuntura cinematográfica. Coyuntura que, para peor, es la presente y no la pasada.
Una experiencia discretamente amena Los tres protagonistas están en pleno recorrido del programa de los 12 pasos para recuperarse de una adicción. Y aunque el film evade tanto una aproximación mística como moralista, navega sin demasiado riesgo hasta atracar en un puerto seguro. Hay muchos títulos injustos o engañosos para con la propuesta del film al que bautizan, pero pocos cuya significación opere como una extensión semántica del tono artístico generalizado en la pantalla. Gracias por compartir, traducción literal del Thanks for Sharing original, es uno de esos casos; una película tan amable, ligera y políticamente correcta como el acto aludido en la nominación. Es cierto que la ópera prima del hasta ahora guionista Stuart Blumberg (Divinas tentaciones, el directo a DVD The Girl Next Door y el drama indie Mi familia) es una comedia dramática coral de manual acerca de la autosuperación y el franqueamiento de las adversidades en la que es sabido de antemano que nada saldrá del todo mal. Pero debe reconocerse que el tono deliberadamente amigable y sin un atisbo de trascendencia, sumado a una narración segura y poco rugosa, hacen que ver Gracias por compartir se convierta en una experiencia discretamente amena. Ni mucho más, pero tampoco menos. Los tres protagonistas están en pleno recorrido del programa de los 12 pasos para recuperarse de una adicción. Uno de ellos batalla contra el alcoholismo. Los otros dos no empuñan botellas, sino sus entrepiernas, ya que son adictos sexuales. Los tres hombres son, además, respectivos padrinos espirituales del otro. El primero es Mike (Tim Robbins), devoto esposo de los suburbios neoyorquinos y portador de una vida para él felizmente rutinaria, al que sin embargo se le complica el panorama con el regreso a casa de su hijo. La noticia sería buena, a no ser por el detalle de que el vástago es chorro y drogadicto. Entre los segundos están Adam (Mark Ruffalo, o el actor más mundano de Hollywood) y Neil (Josh Gad), con uno intentando construir una relación amorosa con Phoebe (el bombonazo de Gwyneth Paltrow) y el otro convertido en un masturbador crónico que pierde hasta su trabajo de médico. Lo más interesante de este tipo de planteos es la tematización subrepticia de un potencial quiebre al orden familiar social y políticamente impuesto. Esto, a pesar de los antecedentes poco auspiciosos. Basta recordar la gravedad penitente de Shame: sin reservas o la hipocresía de Entre sus manos, dos películas recientes que borraban con el codo lo escrito con la mano, para comprobar que Hollywood suele mirar de reojo de cualquier factor amenazante del statu quo hogareño. Sin embargo, a diferencia de las anteriores, Gracias por compartir tiene el mérito de correrse del prejuicio procurando acompañar a sus protagonistas sin ametrallarlos con condenas de pacotilla ni mucho menos palmearlos desde una mirada de suficiencia paternalista. El problema es que ese acompañamiento acrítico conlleva la falta de indagación en las causas de las particularidades. Blumberg (sin parentesco con el ingeniero apócrifo) evade una aproximación metafísica y mística (Shame) o moralista (Entre sus manos) del trastorno para, en cambio, enraizar sus consecuencias en la cotidianidad del trío. O, mejor dicho, lo que para el cine norteamericano es la cotidianidad, ya que el ideario neoyorquino obliga a no preocuparse demasiado por cuestiones ajenas al núcleo temático. Así, poblada por personajes bonachones con un grado de sabiduría lingüística tal como para embocar el diálogo justo en el momento indicado, detalle propio de las películas centradas en las vueltas de su texto antes que en la armonía con el resto de los componentes cinematográficos, Gracias por compartir navega sin demasiado riesgo hasta atracar en un puerto seguro, cumpliendo al pie de la letra la hoja de ruta, como quien avanza con el aplomo de dirigirse a un terreno ya visitado.
Para palmearle la cabeza al espectador ¿Hasta cuándo le durará a Rob Reiner el rótulo de buen hacedor de comedias? Es cierto que hace treinta años dirigió This is Spinal Tap, hace veinticinco la icónica Cuando Harry conoció a Sally y, a fines del siglo pasado, la menos mediática pero igualmente sólida comedia dramática Nuestro amor, pero desde entonces sus películas circulan –cuando lo hacen, ya que muchas de ellas no han llegado a la cartelera nacional ni al mercado hogareño– sonámbulas, sin alma, aquejadas por una pérdida total de la capacidad para aprehender el zeitgeist de los vínculos emocionales. Es que Reiner parece haber perdido todo: capacidad para el timing, para la sorpresa, para la provocación, para la tomadura de pelo (¿qué otra cosa era Spinal Tap?) y por sobre todo para la creencia humanista en los contornos de un personaje. La consecuencia fue el empantanamiento en una sucesión de películas mediocres (Alex and Emma, Dicen por ahí) más preocupadas por palmearle la cabeza al público con un brío de esperanza meliflua que por robarle cualquier atisbo de una sonrisa. Allí está la crepuscular Antes de partir, anterior estreno comercial en la Argentina de su filmografía. En esa línea se inscribe Juntos... pero no tanto. Quizá el peor título local en años, es además el punto más bajo de su espiral descendente, aunque debe reconocérsele la instauración de un nuevo subgénero dentro de las comedias geriátricas, como puede ser el de las comedias geriátricas románticas. Protagonizada por un Michael Douglas haciendo por enésima vez de viejoricocascarrabias y por una Diane Keaton cada día más alejada de aquella actriz que supo inspirar los mejores trabajos de Woody Allen, Juntos... tiene en el primero a un agente inmobiliario detestable, pero que en el fondo es pura manteca. ¿Por qué? Porque es viudo, todavía llora a su mujer y está cerrado al amor o algo así. Lo mismo que su vecina, una cantante que lagrimea a moco tendido cada vez que recuerda a su marido fallecido. Los dos inicialmente se odian, pero una de esas vueltas de guión propias de Hollywood (la aparición de una nieta de nueve años, cosa que les pasa a nueve de cada diez espectadores) hará que descubran que son tal para cual, que se amen, vivan felices y coman perdices. Lo que habrá en el medio es un crowd pleaser erigido sobre los cimientos de una fábula esperanzadora acerca del amor en la tercera edad y las posibilidades de cambio, exhibiendo así la peor faceta del cine, aquella que lo entiende como un mero transmisor de conceptos antes que como la articulación de una cosmovisión, ideología y forma. Poblada por una sucesión de chistes apolillados, Juntos... yerra feo al confundir inocencia con tontería. Nobleza obliga, debe agradecérsele la ausencia de chistes sobre Viagra.
Géneros degenerados Scott Derrickson sorprendió hace casi dos años con Sinister, una de esas historias clásicas sobre una mansión poblada por fantasmas aquejados por un desenlace terrenal trágico, cuya falta de originalidad era suplida por la destreza del director para crear suspenso donde a priori no lo había y su capacidad para dosificar la información. El resultado, entonces, era una película pequeña, concentrada en una anécdota mínima, inquietante y que, por sobre todas las cosas, asustaba en serio. Parte de esos logros se repiten en Líbranos del mal. Acompañada del temible rótulo de “basada en una historia real”, la película narra la investigación de un policía neoyorquino (Eric Bana). Mejor dicho, de tres investigaciones cuyos puntos en común están en la presencia de tres involucrados en un mismo batallón durante la guerra de Irak. Involucrados que, tal como se ve en la primera escena, han entrado en un particular trance después de observar una inscripción en una pared. Derrickson muestra la inmersión del policía en los casos, el develamiento de sus puntos comunes y el progresivo enrarecimiento de la cotidianeidad, todo con un clasicismo poco presuroso y con buenas dosis de sustos asentadas principalmente en esa torsión rutinaria antes que en el golpe de efecto, al tiempo que la presencia de un cura experto en exorcismos (Edgar Ramírez) magnifica el carácter ominoso y oscuro del film. Hasta aquí, entonces, Líbranos…. es una propuesta sólida, eminentemente climática, filmada con el nervio de los mejores exponentes del género (de allí que El exorcista y la reciente El conjuro sean inevitables referencias). Pero Derrickson quiere más y muestra también el resquebrajamiento de las bases familiares generado por el descuido del policía para con su esposa (Olivia Munn, la hermosa morocha con pecas de The Newsroom) e hija, además de ensayar una crítica velada al sistema y esbozar una serie de traumas acarreados por los protagonistas. Son elementos que, bien trabajados, aportarían complejidad y sentido, pero que aquí, encajados con vaselina, operan como síntomas de un film demasiado ambicioso que yerra al no querer ser simplemente una buena película de terror. Ya sobre el final, Líbranos del mal se convierte en uno de los tantos exponentes del género, carente de la potencia inicial y con un guión con demasiados puntos irresueltos. Para colmo, se percibe un tufillo adoctrinador, como si todo lo anterior hubiera sido construido con el objetivo de mostrar la conversión religiosa de un agnóstico y no con el de contar una digna historia plena de buenos sustos.