La Chica Material también sabe ser convencional Lo primero que debe hacer el potencial espectador es mesurar las expectativas. Es verdad que el segundo film de Madonna como directora y guionista tiene más defectos que virtudes, pero nada justifica la saña con la que críticos estadounidenses y británicos le saltaron a la yugular durante el estreno en el Festival de Venecia 2011. Por otro lado, la firma de una artista siempre propensa a lo imprevisible, la controversia, la provocación y lo visualmente bombástico invita a esperar una historia al menos arriesgada y políticamente incorrecta. Pero a la hora de la verdad, en la oscuridad de la sala, la Chica Material se despacha con un melodrama romántico tan correcto en su factura como trillado y llevadero en su desarrollo, con buenas ideas formales diluyéndose progresivamente a lo largo de casi dos horas, y con reminiscencias a los productos del ya fenecido Hallmark Channel. Desde la primera escena queda claro que El romance del siglo propondrá una narración en dos temporalidades distintas (los ’30 y ’40 y la actualidad) unidas mediante un montaje paralelo. En la primera está la historia de Wallis Simpson (Andrea Riseborough), aquella plebeya norteamericana dos veces divorciada por la que Eduardo VIII abdicó al trono británico, abriéndole las puertas a su hermano tartamudo Jorge VI, personaje central de El discurso del rey. La segunda sigue a Wally (Abbie Cornish, una Charlize Theron morocha y mofletuda). Nieta e hija de mujeres fanáticas de aquel romance palaciego, encuentra en una exposición de los objetos de su casi homónima, y en un guardia de seguridad que la flirtea con sutileza y perseverancia, una válvula de escape al infeliz matrimonio con un psicólogo al que cuesta entender qué le vio: el tipo es mal educado, descortés, infiel y, por si fuera poco, golpeador. Lejos de las barrabasadas vaticinadas por los colegas del Norte, los primeros minutos prometen. Allí se establece la relación dialógica entre ambas historias sin apremios, manejando la cámara con solvencia y dándoles a sus mujeres el tiempo necesario para que parezcan de carne y hueso. Hasta aquí, entonces, la película parece rumbear hacia la insatisfacción, el apego a las normas sociales y la imposibilidad casi ontológica de los hombres de comprender a las mujeres en su total magnitud. Pero Madonna parece relajarse después de los primeros cincuenta minutos, olvidándose de que todavía hay más de una hora por delante. Así, El romance del siglo vira progresivamente hacia la obviedad y el preciosismo, y el montaje paralelo deja de ser eficaz para volverse insoportable, con planos cada vez más cortos y pegados a reglamento. Lo que no deja de ser una lástima: al fin y al cabo, la cosa pintaba mejor.
Universo digital antes que fantástico Ambientada en la misma Tierra Media de El señor de los anillos, aunque seis décadas antes del periplo de Frodo y compañía, la nueva incursión de Jackson en el mundo Tolkien privilegia la técnica por sobre la narración, que se vuelve pesada. Es probable que el lector ya esté al tanto de las diversas situaciones cocinadas al calor de los días previos al estreno de El Hobbit: Un viaje inesperado. A modo de somero repaso, basta recordar que un artículo de Cinesargentinos.com informó acerca de las dificultades de la distribuidora Warner para lanzar el film de Peter Jackson en las condiciones técnicas ideales debido a la demora del visto bueno de la Secretaría de Comercio para el ingreso al país de una veintena de proyectores aptos para la reproducción en HFR 3D (imagen de alta frecuencia 3D, por sus siglas en inglés). Los diarios Clarín y La Nación malinterpretaron la información, alertando sobre el peligro del estreno o, en el mejor de los casos, una salida en 25 salas, cifra ínfima para una película-evento de esta envergadura. Más allá de las connotaciones políticas de la metida de pata, la noticia es sintomática del producto que la generó. Al fin y al cabo, Jackson armó todo un dispositivo en derredor del poderío audiovisual del flamante formato, concibiéndolo como un chiché visual de grandilocuencia abrumadora cuya preocupación nodal no es el siempre complejo pasaje del texto, en este caso de Tolkien, a la pantalla, sino su trasposición tecnificada. Ambientada en la misma Tierra Media de El señor de los anillos, aunque seis décadas antes del periplo de Frodo y compañía, la historia comienza en la ciudad subterránea de Erebor, epicentro de un reino rico en oro y demás metales preciosos. La tranquilidad de sus diminutos habitantes se interrumpe cuando el dragón Smung se apodera del lugar, sometiéndolos a una larga batalla y a un posterior destierro. Un tiempo después, y ante el dato de que el animalito lanzafuegos está inmerso en un profundo letargo, el mago Gandalf (Ian McKellen) y un grupo de enanos guerreros (¿?), encabezados por el príncipe Thorin, nieto del Rey Thror (no confundir con su casi homónimo de la factoría Marvel) reclutarán al hobbit Bilbo Baggins (Martin Freeman) para encabezar la contraofensiva. Contraofensiva de la que aquí se sabrá poco y nada, ya que es sabido que Un viaje inesperado es la primera parte de una trilogía que culminará en un par de años. Habrá, entonces, un flashback introductorio, la dialéctica sarmientina inicial entre la civilidad british del recientemente incorporado y el barbarismo del resto de la troupe, manifestada sobre todo en los modismos gastronómicos, algunos entuertos con unos trolls y orcos, la inhospitalidad de la geografía y un grand finale desvaído que al menos aquí no se adelantará. Un mínimo conocimiento de los mecanismos de Hollywood, en conjunto con los redituables antecedentes del cineasta neocelandés, invita a pensar que la división de un libro en tres películas de casi tres horas cada una –esta dura 169 minutos– encuentra sus fundamentos en razones comerciales antes que cinematográficas. Lo que no es necesariamente negativo, siempre y cuando esto no resienta las costuras de lo artístico. En ese sentido, quizá la consecuencia principal de la partición sea la sensación de estiramiento generada por la poca fluidez del relato. Así, esta primera entrega avanza como auto en la Panamericana durante la hora pico: con lentitud e irregularidad, dosis de vértigo espasmódicas, nunca más allá de segunda marcha y, epítome del tedio, largos minutos con la caja en punto muerto. Es que Jackson por momentos olvida cualquier atisbo de síntesis, perdiéndose en un laberinto de escenas innecesariamente extensas (el encuentro entre Bilbo y sus futuros compañeros) o de nula trascendencia. La pregunta pendiente es si queda material para el DVD, ya que todos los extras parecen integrados al corte final. En medio de ese contexto poco alentador, hay que reconocerle a Un viaje inesperado el mérito de la coherencia interna. Tiene lógica que el personaje más interesante de una película ideada por un tecnófilo y fascinada con la visualización computarizada de la acción antes que con la acción en sí misma sea digital. Creado nuevamente por Andy Serkis –aquí también director de la Segunda Unidad– mediante la técnica de Motion capture, la misma aplicada en El señor de los anillos, Las aventuras de Tintín y la notable El planeta de los simios: (R)evolución, Gollum necesita apenas diez minutos para mostrarse pleno de matices, partes iguales de esquizofrenia, perversidad, autoflagelación y humor retorcido, convirtiéndose así en el único atisbo de vida en universo 2.0 que, al menos hasta ahora, es más de lo mismo. O menos.
De Francia con amor Quizá la mención de la novela La délicatesse, editada aquí por Seix Barrial, no diga demasiado en estos pagos, pero se trata de un auténtico éxito literario en Francia, con más de 700.000l ejemplares vendidos, y una decena de premios. Ni lento ni perezoso, el autor David Foenkinos vio la oportunidad y adaptó él mismo su texto a la pantalla grande, oficiando también como codirector junto a su hermano Stéphane (director de casting de Medianoche en París) y como productor. La protagonista del best seller devenido película es Nathalie (Audrey Tautou), que vive un idilio amoroso con su marido interrumpido abruptamente cuando él muera en un accidente. De ahí en más, ella se aboca a su trabajo, al tiempo que lentamente empieza a dejar atrás el duelo primero saliendo con su jefe (Bruno Todeschini) y luego con su compañero de trabajo Markus (François Damiens). A partir de esa anécdota pequeña, la dupla construye una comedia romántica tan previsible -no elude ningún lugar común de la supuesta magia parisina- como amena y disfrutable en su desarrollo, asentada sobre todo en el carisma de Tautou y Damiens y en bienvenidas dosis de chistes eficaces.
Lenguas viperinas Le llevó un par de años al cine sobre mujeres recuperarse del daño perpetrado por esas dos cúspides de machismo travestido de feminismo que fueron las películas de Sex and the City. El proceso pareció cerrarse este año con el estreno de Girls, validando por enésima vez que la producción audiovisual de calidad hoy está mucho más cómoda en la pantalla chica que en la grande. Emitida aquí por el canal premium HBO, los trece capítulos ideados por una de las mentes jóvenes más lucidas del indie estadounidense actual, Lena Dunham, las muestran plenas de matices, laburantes, celebratorias de las bondades de la femineidad, pero también conscientes de sus debilidades en un mundo que no siempre parece estar hecho para ellas. Son, entonces, seres de carne y hueso destinados a esfumar cualquier atisbo de la estridencia menopáusica de Carrie y sus amiguitas. En ese contexto, el apego al estereotipo (la linda, popular e inteligente; la rapidita pero insatisfecha y tristona; la tetona hipertonta) y ciertas dosis de pacatería en su apuesta visual hacen de Despedida de soltera no una desgracia irreversible, pero sí una pequeña recaída. Como en ¿Qué pasó ayer?, referencia tan pertinente como obvia, el nudo argumental está en las alteraciones dentro de un círculo de amigos íntimos en las vísperas del casamiento de uno de ellos. Pero con una pequeña variación genérica, ya que aquí no se trata del grupete del novio, sino de la novia, Becky (Rebel Wilson, la gordita perturbada de Damas en guerra). “Estoy tan emocionada que podría comprar un arma”, dirá ella durante el éxtasis preparatorio. La frase, marcada con el sello McKay-Ferrell, aquí ambos en el rol de productores, es una muestra de lo que Despedida de soltera pudo ser antes de un síntoma de lo que finalmente es. En lugar de seguir el linaje absurdo y delirante de los films de dupla, o la comicidad por exceso y acumulación del díptico de Todd Phillips, Headland (guionista de la serie Terriers, vista aquí en FX) se conforma con una sucesión de chistes más o menos zarpados, más o menos graciosos, más o menos obvios, pero siempre retóricos antes que físicos. Porque en Despedida de soltera se dice más de lo que se muestra: es, quizá, la primera comedia sexual norteamericana visualmente pudorosa desde Porky’s en adelante.
Opera prima del escritor Mempo Giardinelli, codirector aquí con el colombiano Juan Pablo Méndez, El décimo infierno se ambienta en la frontera chaco-correntina, geografía predilecta del autor de Luna caliente, aquí creador del libro en el que se basa el film. Muy cerca de allí vive Alfredo (Patricio Contreras), amigo y socio de Antonio, y amante de su esposa Griselda (Aymará Rovera). La fantasía de matar al marido engañado es recurrente en la pareja. Hasta que un día deciden hacerlo, marcando el punto de partida de una road movie desenfrenada, thriller setentoso con espíritu clase B, en el que los protagonistas recorren en auto las rutas de gran parte del noroeste argentino, al tiempo inician un tour-de-force físico y emocional, con un Patricio Contreras absolutamente desatado. El problema es que el proyecto estaba concebido originalmente como telefilm, y eso se nota en la pereza visual, la abundancia de primeros planos obvios (¡el fuego!) y un montaje innecesariamente veloz.
Estrenada en el Festival de Mar del Plata 2011, Una mujer sucede es la primera película bolivariana de la Argentina. Esto dicho porque tanto su director (Pablo Bucca) como el autor de la notable novela homónima en la que se basa el film (Luis Lozano), editada hace algunos años por Sudamericana, son oriundos de la localidad de Bolívar, ubicada a 330 kilómetros de la Capital Federal. Justamente allí transcurre esta ópera prima en la que acción se desarrolla alrededor de un féretro. Allí reposa una ominosa mujer (Viviana Saccone) cuyo nombre se desconoce, pero los tres hombres que están en el lugar (el empleado municipal y dos transeúntes ocasionales) suponen saberlo. Así, para uno de ellos (Fernández; Alejandro Awada) será una periodista que alguna vez lo entrevistó y con la que más tarde iniciaría un romance. Para Santos (Eduardo Blanco), en cambio, será una antigua amante, mientras que Villalba (Oscar Alegre) verá en ella a un viejo amor. Esas tres historias serán recuperadas a través de flashbacks mientras se juega un partido de truco. Bucca acierta al adosarle una pátina de humor negro (ver sino los tres hombres usando el cajón como mesa) a un película que por momentos se circunscribe a una puesta en escena demasiado teatral, evitando la oxigenación visual de la trama. Atravesadas de punta a punta por la nostalgia y el dolor de irrecuperable, la ubicación narrativa de los tres historias genera confabula contra la tensión -y atención- del espectador. Así, se pasa del misterio de la primera a la inverosimilitud de la última, que incluye a Viviana Saccone disfrazada de anciana.
Con un planteo de clásica fábula infantil Se sabe que el marketing reconfigura a diario los usos y costumbres de la sociedad globalizada, acostumbrándola, por ejemplo, a ingerir gaseosa negra casi como un acto ontológicamente humano. Sin llegar a ese extremo, El origen de los guardianes (a no confundir con la reciente La leyenda de los guardianes, de Zack Snyder) es otro eslabón más de esa larga cadena: un film de animación estadounidense destinado a los menores de ocho o nueve años, con personajes propios de la cultura popular anglosajona y centrado en las posibilidades de creer de un grupúsculo de chicos de aquellos pagos. Lo que no estaría mal, a no ser por la confusión germinal entre lo lúdico y lo pueril y esa pretensión universalista inherente a diez de cada diez producciones hollywoodenses. Así, los engranajes del dispositivo rechinan por esa tensión entre lo local y lo global, de-sinflando una historia cuya premisa era al menos curiosa. Como en la notable Skyfall, la escena inicial de El origen de los guardianes incluye una inmersión profunda en aguas abiertas. Inmersión que en ambos casos tiene una significación similar, clausurando un ciclo y abriendo inmediatamente otro. En el caso de Jack Frost implica el pasaje del mundo de los vivos al mitológicofantástico, ya que desde su muerte es el responsable de las nevadas y la consecuente alegría de los más pequeños. ¿Que no es un personaje propio de estas latitudes de clima cada día más caribeño? Bueno, mucho menos conocido es Sandman, protector de los buenos sueños en las culturas celtas y el norte del río Bravo. Ellos dos, junto con Papá Noel, el Hada de los Dientes, equivalente a nuestro Ratón Pérez, con chiste incluido al respecto, y el Conejo de Pascuas integrarán una comitiva destinada a defender a los menores del más mundializado Cuco, que vuelve dispuesto a acabar con la magia del mundo. La media hora inicial del debut como director en la pantalla grande del hasta ahora animador Peter Ramsey es la más interesante. Hay un planteo clásico de fábula infantil, personajes buenos muy buenos y malos muy malos, un trabajo visual con una paleta de colores infinita y un 3D usado como herramienta funcional a la creación de la profundidad de campo y no como chiche-ferial-arrojador-de-cositas-a-la-platea. E incluso hay una saludable intención de destruir la iconografía tradicional de los protagonistas, reimaginando a Papá Noel como un híbrido entre dirigente soviético de la perestroika y un vikingo otrora poderoso, o al Conejo como un fornido luchador de tai chi de casi dos metros de altura. El problema es que Ramsey parece no confiar en la potencia de su mundo ni muchos menos en la inteligencia de los bajitos y cede ante la tentación demagógica del subrayado y la condescendencia. Se entiende, entonces, el uso de frases tales como “si los chicos dejan de creer, todo se evapora” o que el objetivo del quinteto sea “vigilarlos y llevarles asombro y sueños”. Todo eso hace que El origen de los guardines deje atrás su idea germinal de ser una película para chicos para reconfigurarse en otra que se autocomplace palmeándoles la cabeza.
Buenos ingredientes, un plato fallido “No hay nada más aburrido que un joven tonto.” Es una lástima que una película que a los quince minutos espeta una línea de diálogo tan cargada de verdad ponga todas las herramientas cinematográficas al servicio de su refutación. Porque Georges Duroy, protagonista absoluto de Bel Ami, tiene muy poco de la seducción que promete el subtítulo local. Quizá sea por la parálisis facial y la consecuente imposibilidad de transmitir una mínima expresión del siempre desangelado Robert Pattinson, quien sigue en su cruzada por despegarse de la abulia sufriente del vampirito de la saga Crepúsculo (basta ver en estas mismas páginas la crítica del estreno más importante de la semana para comprobarlo). Pero ése no es el problema. O al menos no el único, ya que hay otro de carácter si se quiere germinal: la guionista Rachel Bennette y los directores Declan Donnellan y Nick Ormerod pretenden contar una historia atravesada por la pasión sin siquiera atisbarla. Basada en una novela de Guy de Maupassant, la primera película de la dupla inglesa se ambienta en París a fines del siglo XIX. Veterano de la reciente guerra con Argelia, solitario y sin un franco partido al medio en el bolsillo, Duroy vagabundea por los burlesques hasta que tiene la suerte de cruzarse con un ex compañero de batalla, quien luego de compadecerse lo invita a cenar. La mesa será compartida con tres mujeres de alta alcurnia, menos influyentes por méritos propios que por el rótulo de “esposa de”. No llegan a los postres y el galancete, ávido de poder y dinero, ya les tiró los perros a todas y cada una de ellas. La primera que cae es Clotilde, madre estoica con el porte eternamente aniñado de Christina Ricci, cuya sensibilidad la ubica como la única integrante del cuarteto protagónico que parece creer en su personaje y en lo que se está contando. Después vendrá la mujer del compañero de trinchera de Duroy y autora de la frase del principio, Madeleine (Uma Thurman), quien pasa de un no terminante a un sí festivo en apenas segundos. El último turno será para Virginie, esposa aplomada, tímida y conservadora, interpretada por una Kristin Scott Thomas en plan de trabajar para llegar a fin de mes. El planteo inicial de Bel Ami promete una triangulación entre ambición, poder y sexo. Combo que, así escrito, promete. Pero para cumplir con las expectativas sería necesario saber qué hacer con esos ingredientes y cómo combinarlos. Se trata, en fin, de tener en claro qué se quiere contar. Y ni siquiera la misma película parece conocer su destino. Porque la guerra y el colonialismo decimonónico son apenas excusas argumentales, evadiendo así cualquier tipo de connotación política. Porque el poder de la prensa no supera el estereotipo. Y, último y no menos importante, porque si el personaje central tiene una capacidad extraordinaria para la seducción, el levante y el sexo, deberían explicárselo a quien lo interpreta. Robert Pattinson, teléfono.
El último adiós La nueva película de Gustavo Fontán no sólo es la última parte de una trilogía compuesta por El árbol y Elegía de abril, sino también una virtual contracara de Abrir puertas y ventanas. Como en la ópera prima de Milagros Mumenthäler, el eje del film está justamente en los espacios habitacionales de una casa -en este caso se trata de la paterna del cineasta, ubicada en la localidad bonaerense de Banfield-, en las evocaciones emocionales, casi fantasmagóricas, que despiertan los vericuetos de su geografía y en la consecuente nostalgia ante la latencia de un presente que impone la clausura de un pasado. La diferencia entre ambas está en el punto de vista desde donde se evoca: si en Abrir puertas y ventanas la casa operaba como herramienta para una rememoración ejecutada por terceros (las tres hermanas); aquí parece ser la misma casa la que evoca su pasado resplandeciente. La sensación se acrecienta a medida que trascurre un metraje construido casi en su totalidad en planos subjetivos, como si la lente encarnara los ojos de la construcción mientras observa impotente cómo la mutilan llevándose sus puertas, apuntalándole sus paredes y derruyendo sus cimientos con las poderosas palas mecánicas. Así, los planos adquieren la habilidad de transmitir el dolor de ya no ser, convirtiéndose en los quejidos mudos de una bestia de ladrillo devenida en escombros y basura. Y el último de ellos, bello, sutil, justísimo, es el retrato fiel del único legado físico de una presencia ahora impalpable, la última estación de un viaje propuesto por Fontán que cada lector/espectador decidirá si está dispuesto a hacer. (Esta reseña se publicó durante el BAFICI 2012, donde el film compitió en la sección Cine del Futuro)
El tiempo recobrado Algunos días atrás, en su nota de presentación del reciente DocBuenosAires, Horacio Bernades destacaba que el buen nivel del género documental no es sólo un fenómeno exterior, sino también vernáculo. “Si hubiera que nombrar, aquí y ahora, las diez películas argentinas del año, está claro que Tierra de los padres, Papirosen y El etnógrafo no podrían faltar en la lista”, escribió el crítico de Página/12. Si bien Sibila es una coproducción chileno-española, la presencia del cordobés Martín Sappia como coguionista y productor, junto con la actual residencia de la directora en aquella provincia mediterránea, hacen viable el otorgamiento de una doble -o triple- nacionalidad. La excepción estará más que justificada: Sibila es quizá el gran documental de este año. Ganadora de la Competencia de Derechos Humanos del último BAFICI, la ópera prima de Arredondo sigue a su tía Sybila, viuda del escritor peruano José María Arguedas, con quien la cineasta vivió luego del exilio sufrido por su familia tras el golpe de Pinochet. El problema surgirá después de la muerte de su marido, cuando Sybila empiece a involucrarse en el accionar de Sendero Luminoso, vínculo que culminará con una pena en prisión de casi 15 años decretada en un juicio sumario durante la gestión de Alberto Fujimori. Teresa era una niña y desde entonces convivió con la presencia fantasmagórica de su tía, patentizada por el manto de silencio familiar. Ya adulta, la cineasta se propone indagar en las motivaciones de quienes la rodeaban a través de imágenes de archivo de diversas cadenas televisivas y fotografías y entrevistas personales a sus padres, tíos y primos, contorneando así las complejidades en apariencia inaprensibles del personaje ausente. Podría pensarse, entonces, a Sibila como una película concebida como la reconstrucción de un vínculo que se quebró en algún momento cuya exactitud cuesta definir. "¿Por qué nunca me hablaste de ella, siendo tu única hermana?", lo interpela al padre al inicio del film. Pero también se trata de la familia como entidad rectora del quehacer cotidiano y la dialéctica entre la ideología como conjunto de normas rectoras teóricas y su transposición a la práctica. "Nadie podía entender cómo podía haberse metido a Sendero", responde él. Conciente del objeto de estudio de su film, Arredondo se mantiene en un respetuoso plano secundario apenas irrumpido por sus preguntas. La sonoridad urgente y veloz de esa verba, la voz quebradiza de sus interlocutores, los diálogos perceptiblemente dubitativos e incómodos connotan la faceta catártica del dispositivo. Pero esa suerte de personalismo familiar no implica endogamia. Por el contrario, sobre él se asienta la extraordinaria tensión -narrativa, ideológica, generacional- de Sibila (película). Tensión que encuentra su punto culminante, claro, en la parte final del film, cuando Sybila se corporice. La oscilación entre la imposibilidad de comprender -de intentar comprender-, la admiración y el amor nostálgico por ese pasado irrecuperable se concentran en este documental que se gana un lugar en la selecta lista del principio. Y lo hace con la potencia arrolladora de las armas del buen cine.