El gran truco Enterrado, segunda película de Rodrigo Cortés después de la aquí inédita Concursante y primera de relevancia mundial, había dividido aguas: para muchos, la historia de un camionero norteamericano al servicio del ejército (Ryan Reynolds) que despertaba dentro de un ataúd varios metros bajo tierra era un gran thriller, partes iguales de claustrofobia y tensión. Para otros, en cambio, se trataba de un melifluo ejercicio formal atravesado por una única idea/hipótesis -¿cómo hacer una película enteramente filmada dentro de un cajón?- que, para colmo de males, se engañaba a ella misma rompiendo la coherencia espacial con un travelling ascendente e imponiéndole al guión una vuelta de tuerca engañosa y, consecuencia directa de lo anterior, detestable En ese sentido, Luces rojas tiene también todos los elementos para polarizar opiniones: una historia fantástica y ambiciosa, audiovisualmente rimbombante, que ensaya otra vuelta de tuerca -¿marca autoral de Cortés?- tan innecesaria como simplista. Estrenada en el último Festival de Sundance, el opus tres del gallego comienza con dos científicos y docentes universitarios (Sigourney Weaver y Cillian Murphy) arribando a una casa supuestamente habitada por espíritus. Allí queda claro que su trabajo consiste en validar o no la presencia de fenómenos paranormales, sacando a luz que en la mayoría de los casos se trata de meros fraudes y engaños. Así, a lo largo del primer tercio de película se desenmascararán diversos casos, entre ellos el del mentalista apócrifo interpretado por Leonardo Sbaraglia, entre cuyos defectos está el de ser argentino (“Alguna vez van a averiguar que es argentino. Entonces sí estaremos en problemas”, dirá una de sus asistentes). No pasará demasiado tiempo hasta que la dupla le eche un ojo a un famoso psíquico ciego (Robert De Niro) que planea volver a la escena pública con una serie de shows después de varios años de ostracismo. A partir de ese momento, la pareja comienza el largo camino para develar los mecanismos de la potencial estafa, al tiempo que la atmósfera de la película empieza a dejar de lado la búsqueda de suspenso para abrazar un enrarecimiento en el que todo lo circundante puede ser producto de una manipulación. Así, Cortés hibrida la megalomanía metafísica de Christopher Nolan más “serio” (El gran truco es quizá la relación más directa posible) con la paranoia de Richard Kelly: no es casualidad que el apellido del personaje de Weaver sea Matheson, el mismo del autor del cuento Button, Button, en el que el director de Donnie Darko se basó para su última película, La caja mortal. Ahora bien, si se toma el potencial resultado de la combinación y se la transpola a una película cuyo eje está en la viabilidad de fenómenos metafísicos tan variados como doblar cucharas y desviar el chorro de agua de una canilla hasta la cura de parálisis corporales, el resultado podría ser más bien cómico. Pero Cortés se vale de eso para construir una película cuyo mérito principal es el de creer profundamente en lo que cuenta y muestra, impidiendo así que todo el asunto se desbarranque por el precipicio del absurdo irredento o la chabacanería religiosa. Así, podría decirse que Luces rojas es una apropiación de la histórica dualidad antipódica entre la fe y la razón, el positivismo más recalcitrante y la posibilidad de que la ciencia sea una disciplina insuficiente, atravesada por una cuota de fantasía. Pero Cortés se pasa de rosca con el dogma Nolan del cine como construcción racionalista en la que cada pieza debe encajar a la perfección en la totalidad, recurriendo así a la sobre explicación cartesiana del asunto en una vuelta de tuerca tan inesperada como tranquilizadora. Así, en lugar de ir a fondo con la apuesta, Luces rojas se queda en la medianía tranquilizadora y borra con el codo todo lo anterior. Casi como un acto de magia del que los mismos protagonistas renegarían.
Un cuento de Navidad Siempre es un desafío ensayar una aproximación crítica a una película concebida como vehículo de difusión antes que como expresión artística. Más aún cuando el fin detrás de todo el procedimiento es tan noble y loable como la lucha contra el cáncer infantil. Tal es el caso de Cambio de planes. En ese sentido, quizá pueda abordarse a la ópera prima del español Paco Arango (de amplia experiencia televisiva en aquel país) mediante la subversión de la concepción clásica de una evaluación. Esto es; pensar la película por lo que pudo haber sido antes de por lo que finalmente es. Y el resultado terminará siendo, para sorpresa, bastante satisfactorio. La misma voz en off iniciática encargada de situar el relato deja en claro que se estará ante una fábula navideña. Lo que es lógico, si se tiene en cuenta que el estreno español fue en diciembre del año pasado. Esa época de fiestas no le sienta demasiado bien a Manolo (Diego Peretti). Embarcado en un matrimonio a punto de romperse (su mujer es ni más ni menos que Aitana Sánchez-Gijón) y con dos hijos con los que apenas habla, un día sufre un accidente en la cabeza que lo obligará a realizarse una serie de estudios en un hospital madrileño, donde se encontrará con Antonio Andoni Hernández San José. El adolescente tiene cáncer y necesita sí o sí la firma de un mayor para unos análisis. Ante la ausencia de su madre (Goya Toledo), el mismo Manolo se hará pasar por su padre. A partir de allí, la dupla empieza a establecer una relación simbiótica en la que Antonio intentará contagiarle su optimismo y buen humor al más amargado Manolo, al tiempo que éste último empieza a integrarlo más en el núcleo familiar. El cóctel Navidad + cáncer invitaba a un cúmulo de golpes bajos, manipulaciones, lágrimas fáciles, melodramas de ínfulas televisivas y efectismos, más aún cuando todo se enmarcaba en una película, ¡ay!, “basada en hechos reales”. Pero Cambio de planes evita todo lo que podría presumirse de ella a través de la aplicación de partes iguales de honestidad y lugares comunes, valiéndose de personajes tan caricaturizados como tersos e incorruptibles en sus formas de proceder. Todo lo anterior está atravesado por la sabia de decisión de Arango de trazar una parábola narrativa iniciada en la liviandad de una comedia absurda y mediocre (Manolo debe ir al médico porque ve “una gorda” después de un golpe en la cabeza) a otra más volcada a la feel good comedy tan en boga en épocas de crisis (pensemos desde ¡Qué bello es vivir! hasta la más reciente Amigos intocables). En ese sentido, habrá además un par de personajes secundarios (la madre de Manolo, el vecino Raimundo), cuyas comicidades extrapoladas del universo construido por la película aparece allí justamente cuando la historia parece ladearse al sentimentalismo. Sin embargo, Arango parece no conformarse con la utilización de material radioactivo y desconfiar del poder de las imágenes, adosándole una banda sonora innecesariamente omnipresente y parlamentos que exteriorizan la matriz bienintencionada y moralista del proyecto. Todo eso confecciona una auténtica rareza: una película-vehículo de mensaje que también puede ser cine.
Porque el amor es más fuerte... Casi 25 años después de La amiga, aquella película protagonizada por Liv Ullman, Cipe Lincovsky y Federico Luppi sobre la amistad entre dos mujeres tensionada por la dictadura, Jeanine Meerapfel volvió a la Argentina para retomar gran parte de esas temáticas (el exilio, la búsqueda de afectos) en El amigo alemán. Coproducido con aquel país, el film de esta hija de alemanes radicados en la Argentina durante el nazismo se ambienta aquí a comienzos de la década del ’50. Allí vive Sulamit (Celeste Cid), hija de inmigrantes judío-alemanes, y Friedrich (Max Riemelt, conocido por su papel protagónico en La ola), que no es otro que el vástago de un ex miembro de la SS. No pasará demasiado tiempo para que ellos se enamoren, tensionando así los vínculos con sus familias. El punto culminante será el viaje de él a la tierra de sus ancestros. Viaje que, un tiempo después, también hará ella. A partir de ahí, el film abarcará diversas situaciones históricas, desde el Mayo Francés hasta la dictadura nacional, hecho que abre el trazado de un paralelismo entre los años ’70 argentinos y el nazismo. Basta ver La amiga hoy para percatarse de que Meerapfel mantiene constantes no sólo las temáticas, sino también las formas. Así, El amigo alemán tiene el mismo tono alegórico (¡ay, esos cóndores volando!), subrayado y preciosista de aquel film, preocupándose más por el qué decir (podría resumirse en “el amor es más fuerte”) que en cómo hacerlo.
Parábola moral, física y visual Cinco adolescentes que se fugan de un instituto de menores son el centro de un relato de iniciación, en el que el director Alejandro Fadel se enfrenta al problema de mostrar en pantalla los procesos metafísicos de sus personajes. No la tenía fácil Alejandro Fadel. Como si fuera insuficiente el desafío de realizar una película de más dos horas de duración –el corte original era de 130 minutos; éste es de 119– por fuera de los mecanismos habituales de financiación del Incaa, Los salvajes está producida por La Unión de los Ríos, misma compañía detrás del éxito de El estudiante, de Santiago Mitre. Por si fuera poco, ambos debutantes llegaron prohijados por sus trabajos previos en los guiones de varios films de Pablo Trapero, hecho que abría aún más las puertas para una potencial comparación. Pero Fadel esfuma toda esa matriz en común con una película de infinitos matices cuyos únicos puntos en común con El estudiante son la construcción de una enorme maquinaria narrativa y el zarandeo de los cánones tradicionales de ese compendio muchas veces inabarcable que es el cine argentino. Un adolescente visiblemente tensionado susurra rezos con las manos entrecruzadas, otro saca un arma envuelta en un nylon de un pozo de agua, un tercero observa agazapado a través de una ventana enrejada y, finalmente, todos los anteriores y algunos más se echan miradas cómplices durante la oración previa a un almuerzo en un comedor comunitario, rodeados de decenas de otros jóvenes tan chicos como ellos o más. Los primeros tres minutos de Los salvajes son un resumen casi perfecto de lo que vendrá: sofisticación clásica, vocación por narrar a través de imágenes y no de parlamentos, y la requisitoria de un espectador atento, todo atravesado por el misticismo y el peso de la religión. Lo primero y segundo se manifiesta en la entrega dosificada de la información justa y necesaria para construir las coordenadas espaciales y circunstanciales del relato: un quinteto de chicos planea el escape de un instituto de menores ubicado en un terreno inhóspito, con escasos vestigios de urbanización alrededor (de allí una de las posibles interpretaciones del título). La secuencia de la fuga termina con uno de ellos baleando a un guardia-perseguidor en el patio. La cámara lo muestra a través de un plano general estático, configurando así una imagen similar al punto culminante de la escena del tractor que abría Historias extraordinarias, quizá la depuración máxima del cine como maquinaria narrativa surgida de estas tierras. Una vez afuera, el quinteto –cuatro chicos y una chica– caminará largos días por terrenos serranos con un rumbo inicialmente desconocido para el espectador, pero que se develará con el correr de los minutos. Articulado como un western, el recorrido funciona como disparador de tensiones grupales, pero también como abono para el florecimiento de la sensibilidad lúdica escondida bajo una coraza impuesta por la falta de contención emocional, tendencia perceptible sobre todo en el personaje femenino. Basta ver cómo actúa ante un vestido o la explicación de los tatuajes que le da a un compañero mientras retoza desnuda junto a él. “Esta es una Glock semiautomática. Es como la del Counter, ¿viste?”, dirá. Allí está, entonces, la inocencia de la niñez resquebrajando al salvajismo corruptor, segunda interpretación posible del título, quizá la más dual, discutible y, por lo tanto, interesante: lo salvaje equiparado con lo marginal y la baja cultura, sí, pero todo retratado como si no hubiera otra posibilidad ante un mundo que no brinda respuestas a la incertidumbre de un futuro. De esta forma, Los salvajes sería el relato de iniciación que incluye no sólo el recorrido, sino también la búsqueda de un punto de llegada, de una alternativa ante esa suerte de destino manifiesto. El problema pasa, entonces, por cómo mostrar en pantalla esos procesos enteramente metafísicos. Y es a partir de las decisiones tomadas por Fadel (el primer plano de un cielo nublado después de una muerte será el primero) en esta encrucijada donde Los salvajes empieza a empantanarse. Como las criaturas que la habitan, la historia va pasando de la exultación de la mitad inicial a la introspección, configurando un dispositivo de ambición creciente. Así, cargada de simbolismos, Los salvajes construye una parábola no sólo moral y física para sus protagonistas, sino también visual: de la sequedad y frialdad de un thriller de los ’70 al misticismo y la fantasía del último Malick.
Diario de un cura rural argentino La religión ofrece demasiados ribetes como para que el cine no le pose periódicamente sus pupilas electrónicas. Allí están, entre otros temas, el choque entre las pulsiones y el espíritu, el intento de apaciguar las primeras en pos de satisfacer al segundo, la disyunción entre la Palabra escrita e inalterable y un empirismo cotidiano en constante movimiento, e incluso muchas veces en oposición directa a ella. Esos ejes, subyacentes en Elefante blanco, por ejemplo, se manifiestan con más claridad en El cielo elegido. Pero esto no implica necesariamente un mejor tratamiento. En ese sentido, la película de Víctor González adopta la prolijidad formal y el tono sepulcral para enhebrar una tras otra las dudas y vicisitudes de un cura chocándose de frente contra los vericuetos de la institución y las tentaciones terrenales. El padre Pablo (Juan Minujín, muy bien como casi siempre) tiene el ímpetu de lo novedoso. Joven en la vida y presumiblemente novel en el noviciado, divide su tiempo entre las misas y las confesiones. Una de las asistentes habituales es la bonita Cecilia (Jimena Anganuzzi). Y se sabe: la carne es más débil que el espíritu. Junto a Pablo viven dos curas posicionados en veredas diametralmente opuestas en lo que respecta a la concepción de la fe y las prácticas y sacrificios que ésta conlleva. Así, si Orbe (Osmar Núñez) es la rectitud y el apego a las normas eclesiásticas, Claudio (Osvaldo Bonet) se erige como un modernista negador irredento. “¿Cogieron? Entonces no es tan grave”, lo tranquilizará a Pablo cuando éste vuelva cargado de culpas después de una jornada con su feligresa preferida. A partir de ahí, la película apuesta a develar progresivamente las tensiones pasadas, pero de consecuencias presentes, entre Orbe y Claudio. Pablo, aquí testigo de la disputa, será también el vértice de otra relación triangular, en este caso entre Cecilia y Dios. Así, a medida que afloren las diferencias entre sus colegas, también lo hará el deseo por la chica y la consecuente puesta en abismo de la vocación de servicio. Correctamente filmada e interpretada con solvencia por los cuatro protagonistas, las falencias no pasan precisamente por los aspectos técnicos. Al contrario, quizás el gran acierto de González y su equipo esté en la generación de un tono en correspondencia directa con el derrotero emocional de Pablo. Bastará prestar atención a cómo las atmósferas se enturbian a medida que esos triángulos empiezan a deformarse. La cuestión está en la aglomeración de situaciones y el exceso acaparador de un guión con demasiados huecos –que Claudio sea paralítico e intente suicidarse en los primeros minutos del film son quizás las dos primeras situaciones sin respuestas– y que nunca termina de definir cuál de todas las aristas del conflicto explorar. Incluso da la sensación de que El cielo elegido escamotea los elementos necesarios para la constitución de una historia sin fisuras. Aquí no se trata, entonces, de la requisitoria constante de un espectador atento que complemente lo que se ve en pantalla, sino de otro dispuesto a rellenar los vacíos con materia propia. El problema no es la subjetividad de quien mira, sino su potencial falta de imaginación.
Vicios repetidos y reconcentrados Un detalle objetivo sirve para posicionar al potencial espectador en la subjetividad propuesta por La cola: uno de sus protagonistas es el aquí también codirector debutante en el largo Enrique Liporace (el otro es Ezequiel Inza-ghi), actor cuya carrera cinematográfica comenzó en los ’60, languideció en los ’70 y volvió con fuerza en los ’80 y ’90. Sin menospreciar la calidad artística de sus trabajos (el CV incluye films muy buenos, como Tiempo de revancha y Ultimos días de la víctima), se sabe que la década iniciada en la primavera democrática no fue precisamente la más fructífera para el cine vernáculo: el apego al estereotipo, el costumbrismo entendido como sucesión de gritos, puteadas y eses comidas en barrios de clase media–baja de la Capital, la equiparación de la función de la banda sonora con la de un resaltador fluorescente, o el plano y contraplano como única posibilidad de construcción formal eran algunos de los vicios de aquellos años. Mismos vicios que, hoy, veintipico de años después, vuelven a (re)concentrarse aquí. Un Sucesos argentinos apócrifo muestra las coordenadas socioculturales en las que se desarrollará la historia. Félix Cayetano (Alejandro Awada) nació dos meses antes de lo pautado mientras su madre peregrinaba los últimos pasos rumbo al altar del Patrono del trabajo. Saludado por el mismísimo Perón como un “bebé de la paz, el pan y el trabajo”, aquel icono devino en cincuentón caído de la clase media e instalado en una pensión, que dedica sus días al oficio de colero. Esto es: se gana la vida guardando lugares en filas de colegios, estadios u oficinas burocráticas, al tiempo que ahorra cada peso con el único fin de visitar a su hija supuestamente instalada en París. Aunque ella tampoco la pasa mejor. Aquel viaje nunca existió y hoy vive en una habitación rentada con una amiga y gasta su tiempo –y su dinero– yendo de audición en audición buscando la oportunidad actoral de su vida. Oportunidad que aparentemente llega cuando da con el productor indicado. De allí en más, La cola seguirá en paralelo el derrotero de ambos personajes. Esto bien podría disparar la exploración de la tensión entre vida laboral y emocional, pero, en cambio, apenas sirve para incluir una galería de personajes secundarios construidos a brochazo limpio, casi como una versión de pantalla grande de la tira Buenos vecinos: los dueños de las pensiones son seres demoníacos (a ella la dejarán literalmente de patitas en la calle), el productor interpretado por el propio Liporace denota lascivia y chantada en cada frase, los colegas de Félix son unos buscavidas irredentos y, Everest de la chabacanería, el sobrino posadolescente de uno de ellos (Nazareno Mottola) es lo más cercano a una cloaca lingüística que haya dado el cine argentino en años, con puntaje perfecto de diez guarradas cada diez palabras. Habrá, además, chistes sobre olores de baños, un Antonio Gasalla de cura y una analogía entre los coleros y las hormigas machacada desde la segunda escena. Que se explica, claro, cuestión de que nadie quede afuera.
Viejos son los trapos Antes que malas o buenas, las películas de David Frankel son Cajas de Pandora en las que los verdaderos ejes de las historias subyacen bajo la superficie poco rugosa de una narración simple. Simpleza que, al menos en estos casos, nunca implica simplismo. Piénsese en El diablo viste a la moda, donde el director alambicaba la pertinencia del self made man -o woman, en este caso- en el siglo XXI con el tradicionalismo genérico de un coming of age, o Marley & yo, reflexión sobre la maduración, la familia y las proyecciones personales travestida de película familiar sobre los avatares de un perro incorregible. Incluso la recientemente editada en DVD Un gran año, comedia con freno de mano puesto, hibrida una admiración masculina rayana a lo bromático con un romanticismo heterosexual gruesamente adolescente, todo patinado con un tono y premisa mínima wesandersoniana. Con todo ese bagaje a cuestas llega el opus cinco de Frankel ¿Qué voy a hacer con mi marido?, fea e inexacta traducción de Hope Springs. El título original hace referencia a una pequeña localidad donde atiende un renombrado terapeuta de parejas (Steve Carell). Hasta allí llegarán Kay y Arnold, quienes buscan reavivar la pasión después de más treinta años de matrimonio, varios de ellos con régimen de cuartos separados. O más precisamente es ella la que buscará inicialmente recomponer el vínculo: la primera escena la muestra intentando seducir a un marido que, claro está, la rechaza. “Siento que estamos yendo hacía la nada”, dirá en un momento a su compañera de trabajo. Que ella al otro día lo espere con el desayuno preparado, una sonrisa en la cara y deseosa de una muestra de cariño que jamás llega habla de una devoción y abnegación digna de la Francesca Johnson de -de pie, señoras y señores- Los puentes de Madison. Más aún si ella es Meryl Streep, quizás la actriz de mayor contundencia gestual del cine norteamericano. Esa suerte de dualidad de la que se habló al principio también estará presente en ¿Qué voy a hacer con mi marido?, que oscilará entre el drama de un matrimonio oxidado y una feel good comedy adulta. Los primeros minutos de la película se dedican a construir al personaje femenino, mostrando un inconformismo tan manifiesto como contenido, mientras que él asoma más como una caricatura de todo lo peor que la rutina matrimonial puede generar, durmiéndose mirando programas de golf en la televisión o besando a su mujer en la frente. Pero todo cambiará cuando finalmente lleguen a las sesiones matrimoniales. Allí, con la lentitud propia de los actos resistidos, el aplomado Arnold (Tommy Lee Jones, excelente como casi siempre) empieza a soltarse y mostrar una insatisfacción repleta de matices generada sobre todo por la incapacidad de zanjar las diferencias genéricas y comunicacionales con su mujer. Lo que no estaría mal, a no ser porque al mismo tiempo ella empieza a desdibujarse, a mutar ese desamparo inicial por una estupidez lisa y llana. Como se hubieran ensamblado dos películas que no terminan de cuajar o, aún peor, la versión de un guión falto de ajustes. Así, Hope Springs deja reverberando la sensación de que es apenas una película menor al lado de lo que pudo haber sido. Eso y, claro, que la adultez le sienta de maravillas a Elisabeth Shue, que, a sus casi 49 años, es el retrato más fiel de una estrella que nunca llegó a ser.
Cuando el mal no tiene fronteras El último film del brasileño Fernando Meirelles, ladero de Alejandro González Iñárritu en su cruzada a favor de las coproducciones transnacionales de qualité latinoamericanista for export, es otra muestra de ese cine petulante y de trascendencia autoasumida cuya única preocupación es la exhibición impúdica de qué malos y miserables podemos ser –o, mejor aún, somos, porque aquí el Mal es intrínseco e inexorable– los seres humanos. ¿El cuidado de las formas? ¿La sutileza? ¿La mesura ante lo alegórico? Bien, gracias. Ya la sinopsis habla de una película que “abarca todo el planeta y todos los idiomas”. Y es que esta adaptación de La Ronda es justamente eso, una mixtura de tonalidades y geografías. El guión de Peter Morgan (Frost/Nixon, la entrevista del escándalo; Más allá de la vida) exhibe un collage de criaturas lastradas por un pasado culposo o el abismo de un presente inminente: allí están una joven eslovaca dispuesta a prostituirse, cuyo cliente tentativo es un ejecutivo británico (Jude Law), quien a su vez está casado con el personaje de Rachel Weisz, quien a su vez lo engaña con un brasileño veinteañero y fachero, quien a su vez tiene una novia carioca que decide volverse a sus pagos cuando se descubre cornuda. El avión, claro está, tendrá escala en varias ciudades de Estados Unidos, cuestión de que puedan sumarse más y más historias: junto a la chica viaja un padre británico en búsqueda de su hija desaparecida (Anthony Hopkins, lo mejor de la película) y, un poco más atrás, un violador recientemente salido de la cárcel. Violador que, voltereta argumental mediante, irá a parar a un hotel con la joven despechada. La lista continúa... Las criaturitas se moverán por todo el planeta, convergiendo o divergiendo según la voluntad de Meirelles y Morgan. Oscilando entre la vergüenza ajena y la comicidad involuntaria, 360 es aún peor que las hermanas mayores de González Iñárritu. Es que allí al menos hay una estética miserabilista acorde con el tono general de las historias. Acá, por si fuera poco, Meirelles filma, funde y pega sus planos buscando generar una suerte de belleza visual new age. Belleza que, claro está, nunca encuentra, ni siquiera dando la vuelta al mundo.
Una road movie tan lisérgica como inescrutable Niño mimado de los festivales más importantes del mundo cinematográfico actual, el filipino Raya Martin sentía que la profesionalización asfixiaba la libertad artística de sus trabajos. Fue de visita a España y se encontró con el cortometrajista y crítico Gonzalo de Pedro, con quien decidió volver a las fuentes primigenias, las mismas que cinco años atrás le habían permitido crear Autohystoria y elevarse, con apenas 23 años, a las cúspides festivaleras. Quería una película entre amigos. Anhelaba un regreso a ese cine personal, sin créditos estatales, ni fondos de ayuda a la producción, ni presiones de cinéfilos ni programadores. Salir a la ruta y ver qué surgía, decía el asiático. Y así se despachó con Buenas noches, España, road movie lisérgica filmada en soportes prácticamente en desuso (Súper 8 y Hi-8) y menos preocupada por la construcción de una narración que en la experimentación visual y sonora, que se verá hasta el miércoles 29 en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530). Característica inherente a gran parte del cine experimental, el resultado final está más próximo a las artes plásticas que al cinematográfico. Aquí, al fin y al cabo, la historia es lo de menos. Esto dicho no necesariamente como un juicio valorativo, sino porque la misma película no parece demasiado preocupada en establecer un hilo conductor narrativo. Lo único es la idea de teletransportación (¿?) planteada desde la sinopsis y atisbada en las escenas de apertura y clausura, pero que en el resto del metraje es apenas un esbozo fantasmagórico nunca del todo concretado. Lo que sí es concreto es la presencia de un hombre –Andrés Gertrudix– y una mujer –Pilar López de Ayala, protagonista de Medianeras y musa de Manoel de Oliveira en El extraño caso de Angélica– que viajan en un auto, flirtean en un bosque, caminan, pasean, recorren el Museo de Bellas Artes de Bilbao para luego culminar el recorrido en un espacio que es preferible no develar. Esas situaciones darán pie para un bombardeo de manipulaciones a la materialidad del fílmico. Casi como una cruza del romanticismo urbano de Antes del atardecer con el Hunter Thompson más lisérgico, habrá sonidos distorsionados hasta el agotamiento auditivo, imágenes alteradas para modificar la secuenciación cronológica, repeticiones con virajes a un único color, otras al negativo, entre otras cosas. El problema es que esas decisiones están regidas únicamente por el arbitrio del cineasta y no por la construcción de un todo coherente. Ver por ejemplo cómo la tonalidad cromática de las imágenes, que aparentemente se corresponden con un determinado punto de vista pero que se modifican sin que se sepa muy bien por qué. Lo que sí se sabe es la importancia que la Historia tiene para Martin. Cineasta habituado a vincular sus trabajos con la genealogía social y política de su Filipinas natal, aquí decide abrir la película con una leyenda de José Rizal, médico, escritor y uno de los grandes héroes de aquel país. Leyenda que además permite esbozar una posible línea interpretativa de los próximos setenta minutos. Es que aquí, en el cosmos de Buenas noches, España, lo inescrutable es un peligro latente.
Por un cine hipnótico, fascinante y radical Mucho se habla de la relación entre el cine y el resto de las disciplinas plásticas y audio(y/o)visuales. El compositor de ópera, poeta, artista, fotógrafo y cineasta Lech Majewski llevó al extremo esa conexión al articular fotografía, literatura, pintura y teatro en El molino y la cruz. Basado en un ensayo del crítico de arte norteamericano Michael Gibson, el film es el resultado de un proceso de producción homérica de más de cuatro años montado por el polaco para elaborar un minucioso análisis iconográfico del cuadro El camino al calvario, en el que Pieter Brueghel representa el Vía Crucis de Cristo ambientándolo en la ocupación española de Flanders a mediados del siglo XVI. Para eso, Majewski toma al mismo Brueghel (interpretado por Rutger Hauger, viejo conocido del cine de acción de los años ‘80) y a una veintena de personajes de los más de 500 retratados en la obra -entre los que están Jesús y la Virgen María (Charlotte Rampling)- para reconstruir a través de ellos el contexto social, político y cultural de aquel poblado. Una experiencia visualmente hipnótica, sensorial y fascinante, pero también un fuerte manifiesto sobre el poder del artista en el marco social. Articulado prácticamente sin diálogos, entremezclando escenas rodadas en locaciones reales con otras en las que la propia pintura sirve de marco geográfico, El molino y la cruz es una de las experiencias más radicales del año.