Cine evangelizador Que el argot de la crítica haya constituido una acepción peyorativa acerca de los films de los productos del ratón (es una “película-Disney”) permite presuponer que el uso del cine como escuelita de vida y mero transporte de lecciones de civilidad for dummies ha sido una larga tradición. Sin embargo, algo parecía haber cambiado en los últimos años, seguramente producto del contacto directo con el flamante -ya no tanto- director del departamento animado, el hijo pródigo de la factoría Pixar, John Lasseter, con películas más nobles y sinceras. Hasta que llega La extraña vida de Timothy Green para mostrar que aquello fue un mero espejismo, que Disney todavía puede considerar la sala oscura como un aula. La historia comienza con un matrimonio (Jennifer Garner y Joel Edgerton) ante una funcionaria encargada de aprobar o no la adopción de un menor. Según el formulario, el único justificativo para avalar el pedido es “Timothy”. Dirigido por Peter Hedges, el mismo de la muy buena indie Fragmentos de abril y de la menor Dan in Real Life, el film está planteado como la larga explicación sobre aquel fenómeno. Un par de meses antes, frente a la depresión por una primera negativa, la pareja escribe en una serie de papeles las características del hijo ideal. Papeles que luego entierran en el jardín y que al otro día devienen en un niño con hojas en las piernas (CJ Adams) que la dupla inmediatamente adoptará como propio. El follaje (bah, seis o siete hojas) se irá cayendo a medida que avancen los minutos y las situaciones casi evangelizadoras de las que participe el protagonista. Así, le dejará cada una de ellas a las distintas ovejas nuevamente arriadas hacia el buen camino: la jefa de Garner, que pasa de la hosquedad a la bondad más sincera luego de que el niño la pinte; el abuelo paterno, quien a partir de ahora querrá a su hijo; el entrenador del equipo de fútbol, que gracias a Timothy se dará cuenta lo malo que era con los pataduras, etcétera. Película bienpensante, doctrinaria, alegórica, redundante, de trazos gruesos y machacona, La extraña vida de Timothy Green es una de Disney, pero como las de antes.
Los verdaderos héroes nunca mueren A diferencia de otros duros que dejan ver el paso del tiempo, Willis va tras la acción, llegando incluso a cruzar un océano para alcanzarla. Persecuciones memorables y tiros a granel marcan el pulso de un film en el que los rusos vuelven a ser los malos. El aluvión de estrenos internacionales generado por la temporada de premios es una fija de la cartelera estival porteña. Se entiende, entonces, que a lo largo de las últimas semanas llegaran siete de las nueve candidatas (Amour llegará el jueves que viene y Argo lo había hecho en octubre). Tampoco es novedoso el lanzamiento de algunos buenos films nacionales a los que les toca en suerte la competencia contra esa fiebre dorada, tal es el caso de las recomendables Cracks de nácar o El fruto. Lo que quizá sí sea nuevo para estas épocas del año es la seguidilla de films cocinados al calor del fenómeno Los indestructibles. Esto es: películas que hacen de la autoconciencia de los avatares del paso del tiempo un factor central en la construcción de sus personajes protagónicos, tal como ocurre con Arnold Schwarzenegger en El último desafío o la tríada conformada por Al Pacino, Alan Arkin y Christopher Walken en Tres tipos duros. A este último grupo podría sumarse el John McClane de Duro de matar: un buen día para morir. Pero es sabido que el policía de Nueva York actúa bastante lejos de los procedimientos tradicionales, y en este caso no es la excepción. Así, si el comisario interpretado por el gobernator aceptaba la irreversibilidad del óxido recluyéndose en un pequeño pueblo fronterizo para terminar mostrando que aún estaba en forma y el grupete de amigos naturalizaba los achaques físicos y la dependencia de pastillas y dispositivos médicos, el pelado no sólo no le rehúye a la acción sino que va tras ella, llegando incluso a cruzar un océano para alcanzarla. Y cuando lo hace vendrán las repartijas de tiros, los saltos de aquí para allá, los resbalones por cuanta superficie más o menos plana encuentre y, especialidad de la casa desde la notable cuarta entrega, algún que otro helicóptero derribado con métodos no del todo convencionales. Dirigida por el irlandés John Moore, cuyos antecedentes incluyen la mediocre Detrás de las líneas enemigas, la remake de La profecía y la fallida trasposición del videojuego Max Payne, Duro de matar: un buen día para morir comienza con una secuencia de noticieros apócrifos que ubican las coordenadas del film. Allí se cuenta que un tal Komarov (Sebastian Koch, conocido por La vida de los otros) se sentará en el banquillo para comparecer en un juzgado ruso y que un ministro está involucrado en el asunto. Corte a McClane afinando la puntería en un campo de tiro mientras espera información sobre su hijo, del que no tiene noticias desde hace meses. “¿Morgue u hospital?”, preguntará ante la cara de malas nuevas del interlocutor. “Peor”, le responde. El primogénito cayó preso en Moscú. Pero se sabe que este hombre está acostumbrado a la praxis, así que se tomará un avión para ver qué puede hacer al respecto. Menuda será su sorpresa cuando se entere de que el otrora pequeño Jack es un agente encubierto de la CIA que debe proteger a Komarov de... ¿de quién? Las respuestas, en la pantalla grande. A partir de esa novedad, la dupla empieza un largo recorrido por esa ciudad en una secuencia de persecución notable, seguramente uno de los momentos más hiperquinéticos de la pantalla grande cosecha 2013. Moore, que entiende que para McClane no existe nada imposible, construye una película episódica con forma de postas de pruebas físicas de dificultad creciente: de usar el acoplado de un camión mosquito para bajar de un puente, atravesar ventanas sin cortarse, desarmar él solito a una decena de sicarios armados hasta los dientes, pasando por decenas de piruetas imposibles. Pero esa centralización muestra su contracara cuando el irlandés olvida que Duro de matar no es una de James Bond (saga referenciada desde el título original) e intente justificar la hipercacción con una premisa que incluye mujeres tan hermosas como malas, rus@s de caricatura hablando en un inglés ríspido y pomposo e inocentes que, claro está, finalmente no lo son. Hasta que aparece nuevamente McClane. Y ahí sí, que vuelva la fiesta.
Crónica de la Argentina que nunca fue Varios films nacionales de los últimos años se ocuparon, con mejor o peor suerte, de escudriñar audiovisualmente distintos espacios geográficos de la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Basta recordar, sin ir más lejos, la notable Hacerme Feriante (sobre la imponente Feria de La Salada), Centro (con eje en ese espacio nodal de Buenos Aires), Un día en Constitución o incluso la polaca Boxeo Constitución para comprobarlo. En esa línea se inscribe La multitud, Estrenada en una de las secciones paralelas del último Bafici, la ópera prima de Martín Oesterheld se propone establecer un diálogo entre la Ciudad Deportiva de La Boca y el Parque de la Ciudad, dos predios que tuvieron sus años de gloria un par de décadas atrás y que hoy lucen un estado deplorable. Siguiendo esa premisa, el nieto del autor de El eternauta comienza ilustrando ambas geografías con una serie de planos fijos, muchos de ellos de indudable potencia visual (el camión humeante es digno de Reto a muerte), en los que establecen las coordenadas geográficas del relato: allí se verán, entre otras cosas, el particular sub-mundo alrededor de Puerto Madero y el abandono crónico de aquel sueño de magnificencia que fue la Torre Interama. El contraste es aún mayor cuando se vean fotos de la felicidad perimida durante los días de esplendor. Sin embargo, Oesterheld redobla la apuesta. Como si no confiara en la observación si se quiere etnográfica, intenta justificar la elección de ambas locaciones con una pareja de hermanos (¿ficticios?) emigrados del este europeo que viven, claro está, en una villa del sur de la Ciudad y Villa Lugano. Decisión que patea a en contra del film, ya que en esos momentos se detiene el procedimiento habitual, dejando al espectador con la sensación de seguir conociendo aquellos emblemas de una Argentina que siempre quiso ser y nunca fue.
Sobrevivir y (re)pensar el Holocausto ¿Cómo vivir con el dolor insoslayable de ser víctima del Holocausto y volcar esa experiencia hacia el ejercicio reflexivo y no al odio visceral? El polaco Jack Fuchs perdió a toda su familia (padre, madre y tres hermanos) en Auschwitz. Luego fue a Dachau hasta el desenlace de la Guerra. De allí a Estados Unidos y, varios años después, a la Argentina, donde comenzó a pensar acerca de las consecuencias de la Shoah y la memoria. Desde entonces ha escrito libros, artículos y columnas en diversos medios, además de dar charlas en distintas facultades en las que narra sus experiencias. Justamente esas experiencias son uno de los ejes centrales de El árbol de la muralla, vista en una docena de festivales, entre ellos el de La Habana. El neuquino Tomás Lipgot ya había mostrado en Moacir (film sobre un particular artista brasilero internado durante años en el Borda) y Recta final (sobre el cineasta y escritor Ricardo Becher) que su interés cinematográfico trasciende la pura anécdota personal de sus personajes; que prefiere, en cambio, mostrarlos en su cotidianeidad. Cotidianeidad en la que, claro está, su pasado y la reflexión acerca de él serán uno de los ejes centrales, ya que una buena porción del metraje está dedicada al relato del protagonista y a las sensaciones de su regreso a su pueblo natal de Lodz a comienzos del siglo. “Parece que todo tiene que ver conmigo pero a la vez no”, dirá en medio de una geografía desconocida. Pero no es único eje, ya que lejos de quedarse con esa imagen, Lipgot lo muestra a Fuchs cocinando, hablando por teléfono o lavando, siempre con buen humor, construyendo así una criatura más devota y atenta con el prójimo que consigo mismo. Así, El árbol de la muralla se convierte en un relato acerca de las posibilidades de seguir adelante ante la adversidad y de cómo el pasado es una presencia latente en el presente.
El desencanto de la aristocracia uruguaya La vida de Jorge y Elena parece un sueño: una enorme chacra en las afueras de Montevideo, un asado y toda la familia alrededor. El problema es lo que hay debajo de aquella imagen idílica. Ese “debajo” saldrá a la luz a lo largo de los poco más de 80 minutos de La culpa del cordero, ópera prima del hasta ahora publicista uruguayo Gabriel Drak. La culpa de cordero esfuma su idea larval de establecer un retrato aristócrata. Retrato que debería haber sido fino, delicado, casi implosivo, pero que deviene en barroco debido a la sobrecarga de situaciones que abarcan desde infidelidades y estafas hasta negocios turbios, haciendo que todos y cada uno de los integrantes de la mesa familiar tienen algo que esconder. Drak tampoco acierta al construir un guión demasiado preocupado por que cuadren todas las aristas de sus personajes, obligándolos por momentos a explicitar oralmente las motivaciones de sus acciones. Así, las evidencias del pasado, siempre latentes pero invisibles, aquí están demasiado preocupadas por hacerse carne. Y no precisamente a la parilla.
Con espíritu lúdico Algunos buenos estrenos argentinos siguen colándose por los pequeños resquicios de una cartelera comercial coptada por la inminencia del Oscar. Casualidad o no, la semana pasada fue el turno de El fruto y ahora llega Cracks de nácar, simpatiquísimo documental de Daniel Casabé y Edgardo Dieleke (visto en el BAFICI 2011) acerca de (el entrecruzamiento de) la amistad y la pasión protagonizado por dos setentones con varias aficiones en común: el whisky, los diálogos compartidos y... el fútbol con botones. ¿Fútbol con botones? Claro, de allí el título del film: la dupla recorre mercerías y tiendas especializadas auscultando las pequeñas piezas para quedarse únicamente con aquellas realizadas con ese material, las únicas aptas para disputar los cotejos. Después le seguirá un riguroso proceso de pulido y ajustes con el fin de dotarlas de diversas “habilidades”. Así, los habrá más rápidos, más aplomados pero seguros, otros robustos e infranqueables. Por si no fuera suficiente con las particularidades de ese deporte, los amigos no son otros que los periodistas Rómulo Berruti (sí, el de Función privada) y Alfredo Serra, que en cada plano desparraman esa química que sólo el conocimiento mutuo a lo largo de más de medio siglo puede generar. Casabé y Dieleke alternan fragmentos de anécdotas compartidas y situaciones de sus vidas cotidianas con los enfrentamientos botoneros entre ambos, todo narrado con un tono lúdico cuyo principal efecto es una bienvenida liviandad. Quizá así se entienda por qué Cracks Fde nácar transmite la sensación de que nada del todo malo puede pasar. Documental tan disfrutable como sus protagonistas, el film cae en su parte final, cuando apuesta a un cambio de registro para mostrar un encuentro con dos jugadores brasileños y el posterior partido entre ambas duplas. Es un momento forzado que quiebra la organicidad de lo anterior, que amenaza con sacudir los cimientos de un mundo al que, sin embargo, da ganas de quedarse por un buen rato.
Gestos mínimos para una pequeña historia rural El estreno de El fruto es, antes que nada, una muestra del grado de esquizofrenia de la distribución y exhibición nacional. Lanzar un film pequeño en una sala fuera del circuito mayoritario el mismo jueves en que lo hacen tres de las máximas candidatas al Oscar a Mejor Película es casi una inmolación en materia de difusión, a la postre un factor fundamental para que cada película, en particular las de este tipo, encuentre su público. Pero en este caso es también una lástima, ya que el debut en el largo de Miguel Baratta y Patricio Pomares está bastante por encima de la media del centenar de producciones nacionales escupidas en fila a lo largo de los últimos meses. Pequeña historia rural, de esas que parecen discurrir antes que transcurrir, El fruto merece bastante más atención que la que tuvo y que seguramente tendrá. La secuencia inicial muestra el accionar cotidiano de una empaquetadora de fideos. Vale la pena tomar nota de esa apertura aparentemente inconexa, ya que la regularidad e inalterabilidad (en este caso de lo físico y sonoro de las máquinas) serán claves para la lectura de lo que vendrá. El proceso se irrumpe con un primerísimo primer plano de los pliegues de un codo bajo la ducha. Se trata de un sesentón –quizás setentón– solitario (Juan Carlos Maidana) de rostro curtido por la intemperie y el paso del tiempo. Es el mismo hombre que más tarde pululará por las calles de la localidad bonaerense de Carlos Keen con un pequeño árbol-obsequio para la curandera Filomena. La cámara lo seguirá a mesurada distancia, observándolo desenvolverse con sus vecinos en medio de las circunstancias más cotidianas: un diálogo metafísico al paso, la compra de una botella de agua en un almacén, el deambular cansino por las calles terrosas. Y justamente ahí está uno de los principales méritos de Baratta y Pomares, en encontrar en el gesto mínimo, en la rutina ordinaria, la reverberación de lo extraordinario, valiéndose en casi todo momento de recursos propios del registro documental, como por ejemplo el retrato naturalista, casi etnográfico, del entorno. Así, el film se erige sobre las bases del universo retratado, apropiándose del tempo de sus no actores para masificarlo a la película entera. Pero si El fruto no es la gran película que pudo haber sido es porque por momentos el procedimiento luce despojado de una lógica. Como si los directores estuvieran demasiado pendientes de la invisibilización del artificio y en la exacerbación de lo rural antes que en la suerte de su protagonista.
Reírse de todo No sería errado decir que Jack Reacher-bajo la mira es una de acción. O que el australiano Christopher McQuarrie dosifica con sabiduría el suspenso, dándole a todo el asunto el tempo narrativo de esos thrillers paranoicos en los que nadie es quien dice ser. Tampoco que la actual coyuntura estadounidense, la misma que obliga a Obama a quejarse públicamente por la regularidad de sus visitas a velorios de estudiantes asesinados a mansalva en escuelas públicas, hace de esta película, cuyo inicio muestra a un joven francotirador disparándoles a civiles desde una cochera, una aproximación crítica de indudable actualidad a los tejes y manejes del poder político, militar y económico. Aunque quizás la mejor definición posible para este film provenga de la figura de su productor y protagonista absoluto, Tom Cruise. Al fin y al cabo, Jack Reacher es un personaje hecho a medida de la etapa artísticamente festiva, plena de autoconciencia y diversión en la que se encuentra el galancete de los ’80 desde Una guerra de película en adelante. Basado en un personaje-franquicia creado por el escritor Lee Child, quien ya lo utilizó en ¡17! libros, el ex militar del título es la confluencia de la ética al menos cuestionable de esos policías de los ’70 con la perspicacia e inteligencia de Sherlock Holmes, la técnica para el combate a trompada limpia del mejor Jason Bourne y la seducción innata marca 007. Y es, además, un auténtico outsider del que casi no hay registros oficiales más allá de su notable performance con la ropa de fajina. Así y todo, el joven acusado de masacrar a cinco transeúntes pide por él. Y él aparece, solito y sin que nadie lo llame, para sorpresa del fiscal (el todoterreno 4x4 Richard Jenkins) y sobre todo de la abogada defensora (Rosamund Pike), quien decide contratarlo para que investigue un caso a priori perdido. Pero si fuera así no habría película, así que Cruise empieza a desovillar una larga red de complicidades cuyos potenciales participantes están literalmente en todos lados. Leído así, podría pensarse que el opus dos de McQuarrie –su primera película es un policial seco y violento llamado Al calor de las armas, estrenado aquí en 2001– es Michael Clayton meet Bourne. Y algo de eso hay, salvo por el pequeño detalle de que nadie parece tomarse del todo en serio todo este asunto. O sí. Al fin y al cabo, el australiano se apropia de los lugares comunes del género para retorcerlos y exacerbarlos hasta obtener una comicidad por enrarecimiento, sin que esto jamás le impida perder el pulso de lo que originalmente se narra. ¿El objetivo? Reírse de la carga de heroísmo y la facilidad para ejercer la violencia de sus protagonistas, de la inocencia tontuela de la defensora, de los parlamentos moralistas habituales en los antihéroes, de las vueltas de tuerca, con un aparentemente bueno que, claro está, no lo es del todo. Reírse, en fin, de los usos y costumbres de este tipo de films, materia en la que Tom Cruise, creador de una caricatura perfecta de los m
Tres realizadores para seis historias Podría haber sido un pastiche grandilocuente y, sin embargo, funciona: con un presupuesto de cien millones y al comando de un elenco igualmente ambicioso, el trío de directores consigue articular varios niveles y estilos de relato de modo coherente. Desde los seminales Lumière hasta los Dardenne o los recientemente renacidos Taviani, el cine ha sabido bastante acerca de dos directores, generalmente vinculados por la sangre, que conjugan sus miradas en una única historia. Muchísimo menos habitual es encontrarse con películas que hacen de su realización una actividad tricéfala. En ese sentido, el rol compartido entre el alemán Tom Tykwer y los hermanos Lana (ex Larry: ahora es transexual) y Andy Wachowski convierten a Cloud Atlas: la red invisible en una auténtica rareza. Y no sólo por ser una de las producciones independientes más caras de la historia, con un presupuesto de cien millones de dólares provenientes de un puñado de inversores alemanes e incluso de los bolsillos de los cineastas, sino porque es imposible imaginarse una película formal, técnica, artística e ideológicamente desmesurada como ésta manejada por menos de seis manos. El jugueteo temporal y metafísico propuesto por los creadores de la trilogía Matrix junto al director de Corre, Lola, corre se balancea durante casi tres horas en el abismo de panfleto teológico-mítico-new age. Por si fuera poco, el film tiene a medio star system hollywoodense (Tom Hanks, Susan Sarandon, Halle Berry, Hugh Grant, etcétera) con kilos de maquillaje alternando papeles en diversas geografías, autosirviéndose en bandeja para un potencial escarnio crítico. Escarnio que, al menos en este caso, no será tal. El trío no sólo decide quedarse en tierra firme gracias a su profunda devoción en lo que cuenta y en los resquicios de su andamiaje, saciando así el habitual pecado de la ambición con una película a la altura de sus propias circunstancias. Ya el planteo argumental muestra que los directores no se anduvieron con chiquitas a la hora de pensar una historia. ¿Se dijo una? Perdón, seis. Articulada como una de esas coproducciones corales en la que todo está vinculado con todo, pero sin la tendencia al miserabilismo biempensante de los Iñárritus o Meirelles, Cloud Atlas entrelaza una serie de sucesos que abarcan desde el siglo XIX hasta una poscivilización moderna. Allí están, entonces, un notario estadounidense regresando a sus pagos californianos durante el siglo antepasado, un compositor homosexual dispuesto a dejarlo todo por su vocación en plena época de entreguerras, una periodista pugnando por destapar una red mafiosa en los ’70 y un grupo de ancianos que planea la fuga de su geriátrico, en lo que es la única historia ambientada en la actualidad. El puzzle se completa con los distópicos Nuevo Seúl de 2144 y el inicio de una nueva civilización después de un hecho que allí se denomina La Caída. El gran acierto del film es la diversificación de tonos y estilos según las formas habituales del cine para cada tipo de historia. Tanto así que el mundo en pantalla parece erigirse sobre los cimientos no de uno real, sino sobre otro puramente imaginado: si el cine, como todas las artes, es un espejo que refracta las circunstancias de una coyuntura mundana, Cloud Atlas operaría como el reflejo de ese reflejo. Así se entiende que el romance del compositor con otro hombre esté atravesado por la pompa casi litúrgica con la que el cine suele mirar las historias de amores contrariados, que los ’70 sean pura intriga, paranoia y sequedad, o que los ancianos tengan esa simpatía y liviandad tan british de las comedias de la tercera edad. Pero no sólo de la pantalla grande beben Tykwer + Wachowski. En tiempos en los que la televisión marca el amperímetro de la industria audiovisual, el último y más interesante par de historias remite casi enteramente a las series de ciencia ficción modernas. Como en la inglesa Black Mirror, la Juana de Arco oriental que pugna por liberarse de la opresión de un sistema orwelliano marca las paradojas de la tecnologización de la cotidianidad desde un futuro no del todo lejano. A su vez, la historia del renacimiento de la civilización se apropia de la fenomenología retro-futurista y el convencimiento por el verosímil absoluto de lo que se está contando propio del mejor J. J. Abrams. Parecido que incluye una voracidad narrativa constructora de un mundo que da la sensación de ser infinito y por momentos inexplicable incluso para su creador. En ese sentido, Cloud Atlas es una película eminentemente pos Lost (con su Wiki incluida: ver http://clouda tlas.wikia.com). Con todo lo bueno y lo malo que eso implica, porque, tal como ocurría con los isleños, el desenlace se resuelve a los ponchazos y subrayando, cual Christopher Nolan en El origen, los mecanismos principales de todo el dispositivo. Riesgos de hacer una película más grande que el cine mismo.
Errores del sistema, pero con moralina Disney Seis años y ocho meses. Ese es el tiempo que pasó desde la incorporación de John Lasseter como mandamás del departamento de animación de Disney para que se notara su marca autoral. Personajes tan buenos como imperfectos, la imaginería visual, la ubicación en un cosmos circundante al de los humanos y la dosificación del humor ubican a Ralph el demoledor más cerca de los productos habituales de Pixar, compañía de la que Lasseter supo ser uno de los principales referentes dirigiendo las dos primeras Toy Story, Bichos y Cars, entre otras, que de los históricamente concebidos por la factoría del castillo. Pero que esté “más cerca” no implica necesariamente que sea “una de”. Al fin y al cabo, aún perviven ciertos atisbos marca Disney que se confabulan para que ésta no sea la gran película que pudo ser. O al menos una mucho mejor de la que en definitiva es. Tiene su lógica que un fanático confeso de los videogames como el operaprimista Rich Moore opte por un (anti)héroe cuya existencia se desarrolla exclusivamente en mundos imaginados a 8 bits. El primer mérito del histórico director de animación de Los Simpson, The Critic y Futurama es no intentar una película-homenaje ni mucho menos, sino usar esa pasión como propulsión para llegar a todos los públicos. La acción principal está en el juego Fix-it Felix, donde Ralph (voz original de John C. Reilly) es el encargado de destruir una y otra vez un edificio a trompadas limpias para que el reparador del título lo componga. Hastiado de obrar para el reconocimiento de un tercero y no del todo satisfecho con las terapias grupales con otros colegas –escenas de tónica similar a las del corto Small Fry, aquel que precedía a Los Muppets y donde Buzz Lightyear compartía sus penurias con otros juguetes amenazados por el desuso–, el gigante de torso y manos desproporcionadamente grandes alla Donkey Kong decide que es tiempo de resarcirse. No tiene mejor idea que hacerlo demostrando su valentía en un juego 3D Shooter. Obviamente, las cosas salen mal y el protagonista desata una plaga de insectos que amenaza al resto de las máquinas. Que la principal compinche de Ralph sea Vanellope, literalmente un “error” del sistema de un juego de carreras, es sintomático del interés de Moore por aquellas criaturas marginales, casi caídas del mapa de sus universos habituales. Y si se tiene en cuenta que ambas son imperfectas, pero de nobleza infinita y buenas incluso a su pesar, se verá que el espíritu Pixar está presente. El problema es que Disney metió la cola, adosándole esa pátina de moralina tan habitual en sus productos, con enseñanzas y moralejas parlamentadas por los personajes. Así, lo que comienza como un viaje a través de la reconstrucción de una identidad, el enfrentamiento entre la voluntad propia y lo impuesto por el contexto y la aceptación o no de las circunstancias, termina ladeándose a hacia el manifiesto machacón y redundante. Por último, un dato de color: la voz en español de Vanellope es la de María Antonieta de las Nieves, más conocida como La Chilindrina.