El deseo tiene forma de isla Gustavo Taretto regresó al universo de su cortometraje Las insoladas (2002) y lo expandió en este largo homónimo. El resultado es una rara avis para los parámetros del cine argentino, que conjuga una mirada social y un micro clima femenino durante los ’90, antes de que el país comenzara a estallar. Más allá de los resultados, hay dos proezas en Las insoladas (2014); una es de índole técnica, formal, y la otra es de naturaleza actoral. La primera está vinculada al loable trabajo fotográfico, que reproduce el devenir de un día (muy) soleado a partir de una única locación que –sabemos- ha sido trucada a partir de la tan mentada “pantalla azul”. La segunda se reproduce en las 6 actrices convocadas, de diversas formaciones, trayectorias y procedencias, que ponen toda su empatía y conquistan cada uno de los fotogramas. Dicho esto (aquí, solemos empezar por la síntesis argumental), es necesario precisar que el opus dos de Taretto (luego de Medianeras, de 2011) podrá gustar a muchos, pero dejará irremediablemente afuera a otros que se perderán en cierta “experimentalidad” de la obra; la locación única, el elenco de desempeño equitativo (igual cantidad de líneas de diálogo para las figuras y también para las actrices menos populares), el conflicto en buena medida “imaginario” que obstruye la acción secuencial. Sí; todo eso se vio antes. Pero admitamos que el “gran público”, ese que aplaude Relatos salvajes (2014), tal vez no encuentre en esos rasgos una virtud. Dicho lo anterior, Las insoladas reúne a un grupo de amigas (cada una con su personalidad, cada una con su bikini o malla de color particular) en una de las típicas terrazas en la que, cual lagartos urbanos, tuestan su piel durante horas y se relajan ante el inminente torneo de salsa para el que se han preparado todo el año. Es fines de diciembre y las reflexiones están a la orden del día. El pasatismo se impone y, como una mecha que se enciende, surge una idea: ¿Y si al año siguiente, en vez de estar rodeadas de cables y ventanas, no se van al Caribe, más precisamente a Cuba? Esa idea está imbricada en la red de un microclima social, al que Taretto pone el ojo sin caer (en general) en maniqueísmos. Y consigue que esa época no roce la veta historicista (con sus detalles “haciendo ruido”) de un film de época, precisamente. Porque los ’90 pasaron, claro, pero están allí: en el álbum de dos o tres temporadas atrás. Un pasado reciente. A partir de aquella premisa, el film entreteje lo social con lo anecdótico con la misma fluidez que le imprimen las actrices, que se destacan y conforman un verdadero elenco (ellas son Carla Peterson, Elisa Carricajo, Marina Bellati, Maricel Álvarez, Violeta Urtizberea y una sorprendente Luisana Lopilato), aunque también hay momentos poco inspirados. Todo se percibe desde la óptica de esa clase media que, sin ser “postergada” como la clase más golpeada, ve cómo otros toman aviones y proyectan compras en Miami mientras ellas se quedan sentadas. Los chistes más eficaces aluden de forma anodina a los ’90, como aquel en que se menciona a Menem, o se postula la (difundida) tesis de que el comunismo fracasó en los países de clima frío. Pero a no confundirse: no se trata frivolidad en los diálogos, sino de una ligereza articulada con el mundo aludido. Las insoladas resulta, finalmente, un buen pasatismo con algunas ideas hasta ahora no muy exploradas. No es poco.
Para comerte mejor La nueva película de la realizadora de Pompeya (2010) cuenta una historia de sexo y violencia. La protagonista es una femme fatale sedienta de hombres a los que seduce y asesina. Mujer Lobo (2013) transita una zona poco frecuentada en el cine nacional, y lo hace con efectividad e imágenes de alto impacto. En una de las ciudades del mundo en donde la violencia de género está siendo cada vez más analizada, en donde los avisos pegados en los teléfonos públicos que ofrecen sexo rápido y pago son cada vez más visibles, y en donde la trata de blancas se asienta cada vez más; en esa ciudad transcurre Mujer Lobo. Se dirá que la propuesta de Tamae Garateguy se nutre de la misma violencia que expone, pero como reverso de su universo clase B se esconden esas múltiples violencias que tienen como eje al poder machista y heteronormativo. Lo cierto es que, más allá del condimento social, esta película se inscribe dentro de una tradición esencialmente americana, aquella a la que Quentin Tarantino revivió en más de una ocasión. Garateguy le da un toque porteño al ubicar como epicentro de la historia a la línea B del subte. Ya en Pompeya construyó otro ejercicio de género (cinematográfico) en una zona a la que la literatura argentina supo atender, pero no así nuestra cinematografía. Mujer Lobo nos presenta a una asesina en serie, criatura que desborda cualquier clasificación y es encarnada por tres notables actrices (Mónica Lairana, Guadalupe Docampo y Lujan Ariza). En un blanco y negro que remite a la página de los policiales de diarios de antaño, la mujer fija su mirada en la presa, seduce con su cuerpo, y una vez en su nicho ataca. Cada rostro está matizado por una personalidad: mientras que la mujer-lobo de Lairana, por ejemplo, es la más decidida y bestial, en la versión de Docampo percibimos esa fragilidad que la criatura esconde. Para cada una de ellas, la historia se complica cuando un policía comienza a seguir los rastros de la enigmática mujer, casi como si se tratara de un juego entre gato y ratón. La realizadora filma las persecuciones en una Buenos Aires degradada y mayormente nocturna. Las escenas, a tono con la premisa, no ahorran sangre y sexo que, si bien no es explícito, está filmado en un registro crudo. En suma, Mujer Lobo es una película no apta para espectadores impresionables, pero sí para los amantes de las emociones fuertes. Una apuesta por un universo urbano que aquí aparece deformado y magnificado. Pero que, como espacio simbólico y siniestro, revela esa violencia a la que nuestra mirada se ha habituado.
Me quiere, no me quiere El realizador Santiago Giralt (co-director de Upa! Una película argentina, 2006, y director de Antes del estreno; 2010) aborda con elegancia la fragilidad de los vínculos amorosos en un puñado de treintañeros. Anagramas (2014) se desarrolla alrededor de personajes que oscilan entre el patetismo y un ambiente esnob. Si hay algo que queda impreso en la memoria del espectador, tras el visionado de Anagramas, son los rostros de un puñado de actores (algunos de ellos, sin demasiada experiencia en el cine; otros, lisa y llanamente sin ninguna) dispuestos a explorar todo el pathos de sus criaturas con desmesura y convicción. Una apuesta que los humaniza, en un contexto en donde la comprensión y la paciencia brillan por su ausencia. Tal vez, esa entrega sea el mayor logro de un film que en sus momentos más intensos los grafica con demasiado cinismo, al punto de ponerlos en ridículo. Giralt, quien ya había mostrado cierta filiación estética con el cine de John Cassavetes en Antes del estreno, vuelve a transitar un ambiente que, a tono con el blanco y negro con el que realizó su película, luce puro frenesí, un poco a la manera del gran realizador americano. Compuesta por una serie de capítulos, cual novela sentimental, Anagramas recorre las vicisitudes de tres parejas (una gay, formada por un actor y un joven padre recién separado; un matrimonio con tres pequeños hijos; y la pareja de una joven cansada de su novio, un director con ínfulas de gran creador que maltrata a sus actores). Hay búsquedas nocturnas, infidelidad, reproches, niños que producen discursos de notable madurez y, claro, mucho griterío. A tono con la sensación de ansiedad que define la conducta de los personajes, la película se toma algunas licencias que ponen en jaque la transparencia de la puesta y potencian ese tan contemporáneo malestar. Y no quedan nada mal, como por ejemplo el trabajo sonoro sobre la primera secuencia, en donde la joven que interpreta la siempre sensual Leonora Balcarce se despacha contra su pareja. Se diría que la apuesta de Giralt es sumamente cohesiva pero “juguetona”; no evidencia una única herramienta para transponer este estado en la pantalla, sino múltiples ideas que conviven –aunque suene paradojal- en perfecto equilibrio. Desde la onírica secuencia en un acuario, hasta el montaje disruptivo, hay en Anagramas un espíritu lúdico y grave, literario, por momentos grandilocuente, que transmuta en las actuaciones y no se las lleva puestas. El elenco no tiene fisuras, todos los actores aportan atractivo al relato, pero se destacan las labores de la ya citada Leonora Balcarce, Nicolás Pauls, y una sorprendente Catarina Spinetta.
En el margen La película de Hernán Rosselli, presentada en la Competencia Internacional del 16 BAFICI, es un drama que ingresa en el universo de Mauro, joven de clase media baja que junto a su socio y amigo falsifican dinero. En los márgenes habita el joven Mauro; márgenes sociales y psicológicos. No tiene una sólida contención familiar (su madre le suministra pastillas para que duerma, pero no le brinda un diálogo para ayudarlo a expresar su drama) ni tampoco tiene amigos que lo ayuden a vislumbrar una vida mejor. Al ya apuntado problema para dormir, se le adosa el consumo de cocaína y una personalidad parca, introvertida, tal vez la respuesta a la apatía del ambiente en el que se mueve. Uno de los aciertos de Mauro (tal vez, el mayor) es de índole formal: Hernán Rosselli sabe ubicar en el contexto a su personaje y, sin regodeos ni efectismos, pone foco en el conurbano sur bonaerense de una forma similar a la que empleó Pablo Trapero en su celebrada El bonaerense (2002). El parangón es, además, generacional; como aquella troupe que Trapero integró, la del denominado “Nuevo Cine Argentino”, al realizador de Mauro le toca trabajar con un personaje de pocas palabras y muchos conflictos. Mauro tiene una ocupación particular. En la casa de un amigo que pronto será padre, trabaja en un taller de serigrafía en donde se falsifican pesos. Los mismos con los que más tarde realizará compras para adueñarse del cambio “auténtico”; actividad que parece sumirlo en una monotonía aún mayor. En una de esas jornadas, conoce a una chica con la que inicia un romance. Tal vez, la oportunidad para mover ese universo interno que lo perturba. ¿Por qué Mauro no termina de resultar una propuesta enteramente sólida? Los problemas son más bien narrativos. Con una primera media hora que genera climas y que, sin redundancias, nos presenta a los personajes, Rosselli arroja cartas con las que luego no juega. O, mejor dicho, con las que se precipita hacia el final, y que apuntan más al entorno viciado de Mauro que a Mauro propiamente dicho. No termina de ser muy convincente la tríada que se genera entre Mauro, su novia, y los amigos/socios. Y, sin perder coherencia estética, el final del personaje parece más la consecuencia de una tesis sobre la sociedad que el devenir de la trama. No obstante, sin lugar a dudas estamos frente a realizador joven que promete mucho, y que ha sabido elegir un casting adecuado y efectivo. Habrá que seguirle los pasos.
Imágenes sobre el deseo femenino Si bien no elude el esquematismo dramático típico de las biopics, la película de Martin Provost acierta en la precisión con la que brinda una imagen de una narradora atormentada, sin caer en el regodeo del sufrimiento ni en el trazo grueso. Tras el estreno de Séraphine (2008), se hizo evidente el interés del actor y director francés Martin Provost por diseccionar el “alma femenina”; en aquel caso, la de la pintora Séraphine de Senlis. Ahora, con Violette (2013), Provost cambia de artista y también de arte; su nuevo film aborda la conflictiva y pasional historia de Violette Leduc, una escritora que supo rodearse de las celebridades literarias de su época, pero siempre (al menos, a través de la lente del realizador) mediante el inconformismo y la angustia. Emmanuelle Devos, compone a Leduc con matices pero siempre al borde del histrionismo catártico, con la suficiente convicción como para no provocar la gracia cuando, en verdad, la biografía de la escritora aspira a la compasión. La primera parte del film tiene un trabajo cuasi documental sobre el contrabando de alimentos, actividad que la artista mantuvo antes de ser reconocida. Hija bastarda, bisexual, ya desde sus tiempos delictivos deliberaba los pequeños actos cotidianos con breves destellos de locura. La imagen con la que Provost la acompañará hasta su consagración es bien gráfica: “afea” a Devos, a su triste departamento en la ciudad; incluso afea determinados espacios elegantes. Bajo la óptica de Violette (la película), Leduc vivió como un signo de su época, pero como un signo negativo. De allí que cada paso hacia su consagración esté retratado como la búsqueda por conocerse mejor, aspecto que la vincula inexorablemente con el existencialismo en boga; por su vida circularon Jean Paul Sartre, Albert Camus, Jean Genet y, muy especialmente, Simone de Beauvoir, quien se transformó en su mentora y mecenas, la responsable de mediar con el influyente Gallimard. La relación entre ambas tiene un lazo entre solidario y tenso; Leduc veía en ella su reflejo agraciado, mientras que de Beauvoir se ocupaba de su trayectoria literaria, acaso por ser condescendiente. Como defecto principal, la película pierde parte de su potencia en la segunda mitad; producto, tal vez, de la misma vida que retrata. El paso a la urbanidad mostrará sus complejidades (en una época conflictiva de por sí, escéptica); al mismo tiempo, aparecen en escena ciertas trabas vinculadas a los mecanismos de validación del arte un tanto subrayadas. No obstante, en esta parte el espectador conocerá a una Violette aún más frustrada y a la vez esperanzada frente a la posibilidad de amar, de ser leída por primera vez, de mirar a su feminidad desde la sabiduría que deja el paso de los años. Y la película acompaña este proceso interno; abundan tomas que la muestran caminando, en pleno tránsito, contrastadas más tarde con primerísimos primeros planos a los que Devos les imprime pura verdad.
El río arrastra cabezas El realizador Paulo Pécora construye con Marea baja (2013) un relato de aristas pesadillezcas en el delta del Paraná. Muy buen trabajo de Germán de Silva, Susana Varela y Mónica Lairana. Un extraño llega a un ambiente selvático. Su deambular connota una marginalidad delictiva; un pasado que, como la peor de las pesadillas, se niega a desaparecer. Allí, en medio de una naturaleza que parece no haber sido tocada, encuentra a dos mujeres entre las que se ha tejido una cotidiana rivalidad. En el medio de su estadía de “descanso”, quienes lo persiguen arriban sin ninguna buena intención. Marea baja es una historia de seres erráticos, pero su centro de irradiación está puesto en la naturaleza, en la transmutación de la fallida existencia humana en el ambiente; y viceversa. Tal vez por eso, el omnipresente sonido de los insectos devenga tan funcional y de esta manera nunca aparezca como una “molestia”. Más bien lo contrario: en sus compactos 73 minutos, hay secuencias que se asoman a la redundancia, momentos en los que el drama de los personajes queda opacado por el hastío ambiental. Los encuentros personales están teñidos de desconfianza, pero al mismo tiempo de la urgencia propia de los hombres desencantados. El acto sexual entre el hombre y la primera mujer que encuentra allí no resultará nada sorpresivo; un desahogo en medio de la poco amable existencia. Curiosamente, Paulo Pécora elide ese momento de su metraje. En cambio, se detiene en los insectos y en el río, que parece detenido para siempre. Pero que cuando tiene marea baja, como dice uno de los personajes, revela las cabezas que andan por allí perdidas. La película tiene una buena tarea de composición actoral, lo cual se agradece, dada la concisión gestual que se magnifica ante tanta preponderancia del universo selvático y el detalle con el que es expuesto. Porque Marea baja prescinde de las palabras en la mayor parte de la historia; bastan algunas miradas y actos mínimos que al mismo tiempo son tan reveladores. Al fin de cuentas, el malestar se hace gráfico con sólo mirar alrededor y pensar en sobrevivir. Una suerte de relato de Horacio Quiroga registrado con la lente de David Lynch.
La parábola de la evolución Tras una primera y exitosa entrega del 2011, El planeta de los simios: Confrontación (Dawn of the Planet of the Apes, 2014) funciona como película de entretenimiento solventada en una narrativa clásica. Una de las mejores películas “majors” del año, que ofrece un puñado de personajes creíbles. Y, la mayoría, muy queribles. Ellos dudan sobre la existencia de los humanos. Pero más allá de esa incertidumbre, han sabido conformar una comunidad con un líder bien definido, César, que acaba de ser padre y se ha ganado el cariño de todos. Es un grupo de simios organizados, pero las amenazas son moneda corriente. Al fin de cuentas, la naturaleza es así. Hasta allí, estamos ante un muy buen comienzo para esta continuación de El planeta de los simios (R) Evolución (Rise of the Planet of the Apes), en esta oportunidad con la dirección de Matt Reeves; realizador que hace gala de un conocimiento de las herramientas del cine sin caer en los efectismos que, sabemos, colman las salas de cine. Esta nueva película (la octava, contando los films de sagas anteriores) demuestra que se puede hacer de un relato de entretenimiento una reflexión política, sin perder su nivel de masividad ni la empatía con el espectador más “ingenuo”. En buena medida, esto ocurre porque los personajes tienen credibilidad. Ni más ni menos. Reeves se toma su tiempo, claro. La primera parte, apuntada en el párrafo anterior, ocupa alrededor de 20 minutos y no sobre ni uno. Ni siquiera el hecho de que no aparezca el lenguaje hablado la convierte en aburrida o trivial. El realizador también prescinde de arrojar todo el arsenal de efectos visuales en la primera hora; El planeta de los simios: Confrontación se toma su tiempo, hace de cada secuencia un motivo para “inspeccionar” gestos, temores, insinuaciones, que estallan cuando los simios descubre que sí, que quedan humanos, y que algunos son buenos pero otros… Ya saben. Vale mencionar que el film es una proeza en términos de desarrollo visual. Tan cuidados son los ambientes (tanto los naturales, como los urbanos: apocalípticos) como los simios mismos; diseñados con mano de orfebre aunque sean el producto de la más alta tecnología. Andy Serkis, quien interpretó al malvado pero querible Gollum en la trilogía de El señor de los anillos, vuelve a destacarse aquí como el loable César, al igual que el resto del casting que completó la vida de los otros simios con versatilidad física y gestual. Cálculo y emoción; medidas justas para entretener y ofrecer una reflexión sobre el poder y el modo de ejercerlo. No sería erróneo comparar el film con las tragedias shakesperianas, si bien es cierto que allí están los núcleos trágicos que en buena medida alimentaron los relatos más álgidos a nivel dramático de todas las grandes historias. El malvado Kova, cual Ricardo III, supera el modelo de villano estereotipado; su pensamiento opera como el reverso del pensamiento del héroe pero, desde su punto de vista, queda plenamente justificado. Del otro lado, los humanos funcionan como el esquema especular de los simios, demostrando que las mieles del poder no reconocen especie.
El cazador cazado Enorme éxito en su país de origen, la película de Giuseppe Tornatore es un thriller centrado en un antipático agente de subastas de obras de arte, compuesto por Geoffrey Rush. La mejor oferta (La Migliore Offerta, 2013) consigue atrapar al espectador, pero su aura de producto de calidad y su evidente cálculo le quitan efectividad dramática. Virgil Oldman (Geoffrey Rush) es un especialista en obras de arte que oficia de subastador. El sonido seco de su martillo es, de alguna manera, una réplica de su carácter. Cuesta imaginar pasión en este hombre quejoso, distante; pero hay un secreto que esconde y es allí en donde reposa su mayor grado de sensibilidad. Virgil, con ayuda de su amigo Billy (Donald Sutherland), se ha ido apoderando de los retratos de las mujeres más codiciados por todos. Y con frecuencia observa, cautivado por tanta belleza, esas adquisiciones. En la más rotunda soledad. La mejor oferta hace de Virgil el epicentro de un relato que reincide una y otra vez sobre las simetrías, las obsesiones, los mecanismos del engaño. Él puede emocionarse frente a un conjunto de obras de altísimo costo, pero de las mujeres en la vida real… Bien, gracias. Hasta que recibe el llamado de una misteriosa mujer que, sabremos, sufre de agorafobia, y que le pide asesoramiento para vender una numerosa cantidad de piezas que ha heredado de sus padres. A partir de allí se irá gestando una red de encuentros, desencuentros, y engaños por doquier. ¿Qué intenciones se esconden detrás de esa misteriosa llamada? Al mismo tiempo, en ese juego hermenéutico, la trama oficia como reveladora de un proceso de liberación de Virgil (un tanto obvio, por cierto). La última película del celebrado Tornatore (sobre todo, a partir de su canonización cinematográfica con Cinema Paradiso, 1988) emula la sofisticación y el agobio del personaje central, merced a una puesta en escena en donde todo aspira a la excelencia. Desde la fotografía, la música (compuesta por Ennio Morricone), el montaje; todo se ofrece como un mecanismo de relojería. En cuanto al guion, una de sus virtudes es lograr que el espectador empatice con un personaje tan poco simpático. Pero esa densidad propia de su aura de cine de qualité le resta emoción al resultado final, tan proclive a que todo encaje, como si la película no fuera más que una concatenación de efectos con un mensaje previsible. El autómata que se construye en la película (en una sub-trama que, obviamente, se integra junto a las demás en el final) es como una metáfora del efectismo que modela este thriller: quítese ese elemento y verifíquese qué se gana y qué se pierde. Así, entre acordes excelsos, obras de arte, elementos amorosos, actores consagrados y aspiraciones a grandeza, transcurre este film que atrapa en buena parte de su metraje. Y que a varios hará recordar a Nueve reinas (2000), maravillosa película argentina que con más austeridad ofrecía mejor cine.
Las amigas y la distancia El joven y prolífico realizador Iván Fund, en co-dirección con Andreas Koedfoed, amplía con AB (2013) su poética y sumerge al espectador en un mundo que oscila entre lo cotidiano, lo poético y lo sagrado. AB: A de Arita, B de Belencha. Pero también AB de inseparabilidad, de continuidad. De un lazo de amistad que frente al dilema “irse o quedarse en el pueblo” plantea una posible ruptura. También existe la posibilidad de otro viaje, uno que no la alejará de Entre Ríos; un viaje espiritual. Por algo, una de las chicas visita un convento y dialoga sobre la posible conversión. La otra la invita a otro recorrido, que en buena medida define la estructura de AB (al menos de “A”, la primera parte): la perra ha tenido cachorros y hay que distribuirlos. A esa primera parte Fund y Koefoed le imprimen un naturalismo que va de los momentos simpáticos (coqueteos, secuencias graciosas con los cachorros) a otros más tediosos. El espectador conoce a estas amigas en tránsito y es destacable que la pregunta por la distancia entre la ficción y el documental, para entonces, resulte bastante lateral. Esa confianza en el registro, en la toma desprolija, “choca” cuando los realizadores dejan la cámara fija y, paradójicamente, en vez de borrarse terminan poniendo en evidencia que están detrás de la cámara. La segunda parte, “B”, es más lírica, menos narrativa, y a través de una voz en off ofrece una suerte de despedida nostálgica. Lo llamativo es que está hecha en efecto 3D. La profundidad de campo ganada con este efecto genera secuencias de una belleza más realista, en una especie de epílogo que compendia algunos de los lugares que ya conocimos en la primera parte pero esta vez percibidos bajo la mirada de un pasado que comienza a construirse.
Buscando mi interpretación En su nuevo film, el joven y prolífico director Iván Fund aborda los límites entre realidad y representación y se interpela sobre la ontología del cine. Me perdí hace una semana (2012) es una película que desconcertará a más de un espectador. Iván Fund no teme experimentar. Más bien lo contrario: con cada película da la sensación de que teme a lo convencional, lo rechaza. Los labios (2010, co-dirigida con Santiago Loza), en ese sentido, es hasta la fecha su experimento más convincente; conceptual pero a la vez subyugante. En su nuevo film vuelve al cada vez más tenso (y por lo tanto, interesante) límite entre la ficción y el documental. La idea de “registro” se desestabiliza: ¿qué es lo que se representa? En consecuencia: ¿cuál es el texto y cuál es la glosa? Librada a la materialidad de los actos, su película se torna un juego entre aquello que los actores/personajes hacen y la posibilidad de que estén sintiendo, más allá del lugar que ocupen. Esos seres que conforman el relato son cuatro: una pareja de jóvenes que están por separarse (aparentemente, los actores que los encarnan atraviesan el mismo estado), una policía, y un tarotista gay que ostenta el mayor histrionismo en el film, y que busca –sin mucha suerte- a su perrito perdido. Los cuatro viven en el mismo barrio, y conforman el universo que Fund explora y que en algunas secuencias complementa con voces en off de los mismos intérpretes. Más que hermética, Me perdí hace una semana es una película enigmática. Y eso no es un problema, sino –a priori- una virtud. Lo que desconcierta es la intrascendencia de algunas secuencias que se extienden en demasía, y que más que complementarias a la premisa del film terminan siendo disruptivas: cuesta encontrarles un sentido. Menos arbitraria es la decisión de yuxtaponer imágenes de objetos o locaciones en medio del discurrir reflexivo de los actores. Una propuesta que implica a un espectador no sólo activo, sino capaz de concretar una operación asociativa similar a la que hacen los propios intérpretes en torno a lo real y a lo ficcional (aún sin que sepamos bien cuál es cuál). Se trata de preguntarse, una vez más, sobre la trascendencia del cine en un mundo plagado de actos intrascendentes.