Mapa de sentidos Hacedor de un cine personalísimo, Gustavo Fontán entrega con El rostro (2013) una nueva obra en donde lo sensorial ocupa un lugar primordial. Quienes hayan visto El árbol (2006), La orilla que se abismaa (2008) o La madre (2009), saben que el cine de Gustavo Fontán ha conformado una obra de una coherencia estética apabullante. Lejos de ofrecer lecturas monolíticas, estas películas amplían su(s) sentido(s) en una red que va desde lo impresionista hacia lo conceptual; los detalles revelan nuevos detalles y el espectador muchas veces debe persistir en estos relatos que, sin dudas, alejarán a más de uno de las salas en donde se proyectan. Para quienes ingresen en estas atmósferas sugestivas, en cambio, el resultado será formidable. En El rostro hay un ausente marcado: el rostro, precisamente. En verdad, ¿cuál es el rostro que el relato apunta desde el título? ¿Es aquel que, hacia el final, nos revela el fin de un viaje? ¿Es, entonces, la cámara la que asume un rol testigo capaz de condensar un humanismo poético, abstracto? La película está conformada por una serie de secuencias en las que Fontán recupera la textura como portadora de sentido, en diversos formatos y siempre en blanco y negro; el súper 8, el 16 mm, el video. Son modos de registrar, que aquí devienen modos de habitar. Porque estamos frente a un cine que abre las puertas a mundos personales, que más que presenciarlos nos invita a habitarlos. En este caso, se trata de la ribera del río Paraná. Un río de aguas que oscilan entre lo líquido y lo sólido, lo opaco y lo transparente. ¿El “argumento”? El rostro posa su atención sobre la visita de un hombre, que comienza con la secuencia de su llegada en bote, el arribo a una casa en donde los niños juegan, la posterior pesca y la permanente contemplación. Hay una presencia absoluta de lo sonoro; las palabras están ausentes porque no son necesarias. El cine de Fontán tiene algo de antropológico, de mixtura indeterminada entre la construcción de una comunidad (por pequeña que sea; vale aclarar) asociada a una estética que, tal vez como un reduccionismo, podríamos denominar “video arte”. Es un cine austero en recursos de producción, pero potente en el tratamiento de la imagen y proteico en cuanto a sus significados. Nunca es tarde para descubrirlo.
Detrás tuyo El Pacto (The pact, 2014) narra una historia fantástica con climas sugestivos. Si bien algunas resoluciones de guion son un tanto maniqueas, el film aborda muy bien el fuera de campo y elude los litros de sangre del cine más efectista. A esta altura, nos hemos acostumbrado a la rutina del terror en la cartelera argentina. A saber: las muertes coreografiadas y previsibles de la saga Destino final (Final Destination), los eventuales films de horror con actores “importantes” que dejan de lado, por un momento, los productos oscarizados (Mamá, por ejemplo, con la actuación de Jessica Chastain), o los –por fortuna- cada vez más escasos relatos whodunit, pródigos en golpes de efecto bastante zonzos. El Pacto no se convertirá en un clásico, es cierto, pero al menos logrará que los espectadores peguen algunos saltos de sus butacas gracias a las nobles herramientas que el cine provee. Y con espíritu “indie”: la película de Nicholas McCarthy pasó por el Sundance, dato no menor. Todo comienza con una mujer joven, integrante de una familia disfuncional (ese gen indie por excelencia) que, skype o símil mediante, se comunica con su pequeña hija. “¿Quién está detrás de ti?”, le dice la niña, dando el primer indicio de que estamos ante un film de terror. Lo que sigue es más bien un thriller aderezado, en donde el núcleo es la investigación que emprende la hermana de la desafortunada para saber qué ha sido de aquella. A mitad de camino aparecerá una freak que parece robada del universo de Todd Solondz, una “médium” que potencia el elemento fantástico. Y allí es cuando las cosas se complican. Y no para la protagonista (que ya las tiene bastante complicadas), sino para el espectador, que asiste a algunas resoluciones bastante forzadas (el juego de la copa, ¡ay!). Más allá de los desniveles de su film, McCarthy también sabe generar climas. Y por más que la banda sonora de algunos pasos en falso, con las estridencias habituales, en general sale más que airoso y propone en buena parte del metraje un trabajo con el fuera de campo que sirve para potenciar la sensación de miedo. El Pacto no tiene ni actores famosos ni un presupuesto ostentoso. Pero tampoco lo necesita. Sin torcer los elementos nodales del cine de terror, trabaja sobre lo siniestro (en el sentido más freudiano del término) en cruce con lo fantástico, y, claro, nos produce un par de sustos de los buenos.
El peso del pasado Ida (2013) aborda las consecuencias del régimen nazi a través de una historia en donde convergen la religión y la identidad. Pawel Pawlikowski ofrece un relato conciso, sobrio, con un notable esmero puesto en lo formal. Polonia. 1960. En un mismo día, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia que está por tomar los votos religiosos, conoce a su tía Wanda (Agata Kulesza), su verdadero nombre y su religión original: la judía. Todo ello de forma sorpresiva, sin previo aviso. La muchacha (Ida, de allí en más) sale por primera vez del convento para conocer a la única familiar que sobrevivió al horror nazi; una mujer liberal que integró los tribunales del pueblo y que alza la voz cuando lo cree necesario; y fuma y bebe con total naturalidad. Es decir; su antítesis perfecta. Como relato de viaje, el de Ida lo es tanto material como espiritual. Pawlikowski parece inspirarse en el cine de Robert Bresson, comparación que al mismo tiempo nos lleva a la formidable Entre la fe y la pasión (Hadewijch) de Bruno Dumont (por más que el director se niegue a reconocer esa influencia). El parangón está dado por la ausencia sonora y el tono ascético, pausado, alejado de actuaciones sobrecargadas. El nítido blanco y negro no sólo esboza una época, además genera una depuración de la imagen que la acerca al registro documental. El de Ida no es el triunfo de la forma por sobre el contenido; es el de la consumación de uno en el otro. Sírvase como ejemplo la amplia cantidad de planos en donde la cabeza de las dos mujeres está muy por debajo de la mitad del cuadro, generando en el espectador la idea de que el espacio (¿el histórico?) les pesa mucho. Una vez fuera del convento, tanto Ida como su tía (comprometida políticamente con el régimen comunista) irán a la búsqueda de los cuerpos de los padres y el hermano, quienes se habían refugiado con la protección de un hombre que pudo haberlos traicionado. Ambas mujeres irán conociéndose mutuamente, y al mismo tiempo ampliarán su mirada sobre aquella parte del mundo que desconocían. La mayor se encuentra aún conmovida por el aquel pasado que la llevó a comprometerse con una causa; la menor, atravesada por las revelaciones, asumirá estoicamente su destino, y se enfrentará a la exposición de los cuerpos que la religión le ha negado. Revelaciones, por otra parte, en donde emergen las contradicciones de toda sociedad sometida a crímenes de lesa humanidad. Por fortuna, la película nunca se encarga de “explicar” el conflicto interno; más bien de ponerlo en pantalla a través de los comportamientos de los personajes, enrarecidos mediante las tomas picadas y contrapicadas que señalan el momento excepcional en el que viven. Habrá un punto de giro hacia el final que profundizará esta idea, con sus consecuencias en la lectura tanto de Ida como de su tía. Finalmente, ese “momento bisagra” en la vida de Ida promoverá en ella un nuevo descubrimiento: el de su feminidad hasta entonces clausurada. Cuando la veamos soltar su cabello asistiremos a uno de los planos más bellos y más sencillos que el cine más reciente nos ha ofrecido.
Un cuento infantil en el universo ibérico Blancanieves (2012), de Pablo Berger, recontextualiza el célebre relato de los hermanos Grimm en un universo folklórico español y como película muda, en una operación estética similar a la vista en El Artista (The Artist) (Michel Hazanavicius, 2011). El material original se hace más oscuro y conserva, apenas, una pincelada de su halo maravilloso. Los cuentos infantiles son creaciones que en numerosos casos se difundieron oralmente y circularon de generación en generación, hasta que fueron fijados por escritores profesionales. Su carácter universal y muchas veces ejemplar hizo de ellos un verdadero patrimonio del imaginario infantil, con sus héroes y heroínas, los ribetes del palacio y los bosques encantados, la atmósfera de misterio que lo teñía todo. Pablo Berger, director de Blancanieves, obtuvo numerosos reconocimientos con este film que se presentó en el 2012 en la Competencia Oficial del Festival de San Sebastián e inició allí un recorrido festivalero que lo llevó hacia diversos territorios (pudo verse en el Festival de Cine de Mar del Plata). Berger trasladó la historia de la niña que ha perdido a su padre y queda al cuidado de una madrastra perversa, obsesionada con la belleza y la juventud, hacia el territorio español y bajo la modalidad de película muda; en blanco y negro, con intertítulos y un nutrido repertorio de temas de flamenco y sevillanas. El combo lo completa la centralidad del toro, que, por su carga simbólica, adquiere un evidente protagonismo semántico. A priori, este tipo de propuestas “posmodernas”, de reciclaje, homenaje, etc., corre el riesgo de quedarse en el regodeo estético y no ofrecer mucho más que eso. Por suerte, Berger recurre al melodrama como fuerza rectora del destino de su Blancanieves (Macarena García, auténtica revelación), una muchacha sufrida, sí, pero al mismo tiempo valiente, quien le ofrece al relato la pasión que el material literario ya proponía. Como contrafigura perfecta, Maribel Verdú pone toda su expresividad (hay mucho de expresionismo alemán en el film) al servicio de una malvada de antología. La película tiene un pequeño toque maravilloso hacia final, pero lo que aquí se destaca es el sentimiento hispánico, con la corrida de toros como el parámetro para medir la destreza y hombría del torero (al comienzo, el padre de Blancanieves y, finalmente, ella misma). Esta Blancanieves consigue envolver al espectador en su forma singular, para luego llevarlo por los andariveles del drama puro, aderezado con momentos de bienvenida comicidad en donde, claro, los siete enanos logran destacarse.
Vida en pareja La segunda película de Mariano Blanco, director de Somos nosotros (2010), ingresa en la vida de una joven pareja. Los tentados (2013) es una película intimista y generacional. No sabemos de qué trabajan. Tampoco, desde hace cuánto están juntos. Al parecer, se quieren. Son jóvenes, pero tampoco adolescentes. Viven en Mar del Plata y cada uno tiene su grupo de amigos. Sobre esta serie de datos (no demasiado específicos), da la sensación de que Blanco posó su cámara y eligió las secuencias que mejor podían describir la dinámica de esta pareja, compuesta por Lule y Rama. Dinámica que, por cierto, nada tiene que ver con una comedia romántica, género dedicado a la exploración de aquel mundo de a dos. Con apenas 24 años, el trabajo de Blanco lo muestra como un director consciente y a la vez radical. Consciente porque no cede ante su planteo estético: sonido directo cuando es necesario capturar el ambiente (esos bichos del comienzo), luz apenas visible cuando los personajes bailan en un boliche, silencios cuando no es necesario decir nada. Y radical porque esa premisa naturalista se sostiene hasta el final, sin mover un ápice de su curva dramática. Que, por otra parte, se direcciona a partir de hechos intrascendentes, cotidianos. La pregunta es, entonces, cuán estimulante podrá ser para el espectador sumergirse en este universo tan privado; construido con reproches, juegos cuasi infantiles, descansos en la playa, encuentros sexuales (entre ellos y de uno de los dos por separado), etc. Ese discurrir está plagado de climas sugestivos y detalles (verbales, corporales, metafóricos) que el espectador podrá -o no- reponer. Estará aquel que pueda habitar esa medianía con interés y habrá otros tantos que vean en Los tentados una apuesta que genera tedio. No deja de ser un trabajo de una coherencia y una madurez elogiable para tan joven realizador.
El asesino está entre nosotros Transposición de la novela homónima de Claudia Piñeiro, Betibú (2014) es un policial que sigue los pasos de Nurit Iscar, quien junto a dos periodistas indagan en la misteriosa muerte de un poderoso empresario. La película alcanza una alta dosis de intriga, pero hacia la parte final se desmerece un tanto el resultado. Los tiempos más productivos en términos literarios quedaron atrás en la vida de Nurit Iscar (Mercedes Morán). Reconocida novelista de policiales, su única novela romántica fue un fracaso y, desde entonces, quedó fuera del mercado editorial. Relegada al ostracismo artístico, vive del no tan apreciado oficio de “escritora fantasma”. Hasta que un día, el asesinato de un empresario sospechado de haber matado a su esposa la pone en el lugar menos esperado. Tentada por el director del diario El tribuno (su ex amante), Nurit se instala en el country en donde se cometió el crimen para escribir una columna sobre el caso. Junto a Jaime Brena (Daniel Fanego), viejo periodista de la sección policial, y el más novato Mariano Saravia (Alberto Ammann), harán algo más que recopilar información: se transformarán en protagonistas indispensables para resolver el caso. Miguel Cohan (director de Sin retorno, 2010), traspuso junto a Ana Cohan la novela de Claudia Piñeiro, en donde conviven la trama policial, la mirada femenina, y una interesante reflexión sobre los mecanismos de poder vinculados a la corrupción en las altas esferas. La película sigue bastante al pie de la letra los acontecimientos que la novelista entrega pero, paradójicamente, comprime dos núcleos (que, claro está, no develaremos) de forma un tanto antojadiza. O, al menos, endeble en cuanto al desarrollo dramático. La película sí consigue instaurar una química entre los tres personajes principales, que no sólo responde a los ribetes policiales, sino a la encarnadura humana con la que Piñeiro los construyó. Y eso los convierte en seres complejos y empáticos con el lector, cualidad que se mantiene en la pantalla grande. El trío protagónico está muy bien encargado por los actores. Jaime Brena carga con el pesar de haber perdido un puesto que le pertenece a Saravia, más por un capricho de su editor que por una consecuencia lógica. Al muchacho le cuesta “encajar” con la sección que tiene a su cargo y, con desconfianza, acude paulatinamente a los saberes de Brena, transformándose poco a poco en su discípulo. El caso del empresario asesinado los pondrá de frente a un horror que va de lo íntimo a lo público y que testimonia las grietas de una sociedad corrupta. Betibú mantiene la marca de su productora, Haddock films; a tono con sus antecesoras, la película de Miguel Cohan ostenta un cuidado diseño de producción. Resulta poco convincente la elección de casting de los personajes secundarios, que parece responder a criterios más comerciales que artísticos, dado que evidencia el loable esfuerzo de ubicar nombres de peso (Carola Reyna, Gerardo Romano) pero en personajes más bien laterales. En cuanto a la trama, el film cumple con una primera parte en la que la acumulación de datos genera no sólo las herramientas para dar con el responsable del crimen, sino que auspicia el clima ominoso (familiar, pero también político) que se siembra en torno a la primera muerte. Porque, claro, la del empresario es el puntapié de una cadena de hechos para nada fortuitos que en la prosa literaria quedaban mejor concatenados. El desenlace del film deja algunos datos librados a la imaginación de Nurit. Datos que en la fuente literaria quedaban más y mejor expuestos y resultaban, en consecuencia, mucho más verosímiles. La recreación del mundo periodístico es un punto a favor del film; nodal en el desarrollo del relato, la discusión entre las formas de organizar el caos informativo y el rol del periodista en el mundo real (más allá de lo teórico) establecen una red conceptual en donde el caso investigado sirve para exponer algunos desajustes entre la justicia y el saber popular, la corrupción y su vínculo con los medios de comunicación; una pátina de realismo rioplantese, diríamos.
Filmar el goce El desconocido del lago (L'inconnu du lac, 2013) fluctúa entre el melodrama y el policial, tamizados por un erotismo a flor de piel. Pocas veces el cine ofreció un testimonio tan fascinante sobre la sexualidad y la masculinidad, binomio que no significa lo mismo que “sexualidad masculina”. La película de Alain Guiraudie se niega a arrojar una mirada tautológica o clínica, cifra su encanto en lo inasible y en el roce, en la exposición del deseo en pleno tránsito. Porque de transitar se trata: el deambular de cuerpos hacia un lago bellísimo activa en los personajes distintas modalidades del goce; el del cuerpo desnudo en la naturaleza, el del voyeur, el goce del sexo entre varones, o el de la contemplación del otro. Está el lago, en donde se nada; la orilla, en donde se toma sol y se expone el cuerpo; y un bosque inmediatamente cercano en donde una buena parte de la comunidad gay aledaña se congrega para tener encuentros casuales o, simplemente, ponerse a mirar. Hacia ese espacio paradisíaco llega Frank (Pierre Deladonchamps, en una labor soberbia), joven gay que se enamora a primera vista de Michel (Christophe Paou), conocido por todos los que se bañan allí. Michel es un eximio nadador, y su cuerpo testimonia horas de entrenamiento. En un atardecer, Frank se queda observándolo y presencia el momento en el que ahoga a su pareja. Desconcertado, vuelve al otro día como si nada hubiera pasado y entabla un encuentro sexual que, poco a poco, mutará hacia un vínculo más estrecho. Nunca sabremos lo que ocurre fuera de aquel lugar; el espectador recibirá unos pocos datos a partir de las alusiones de los personajes. A los dos ya apuntados se agrega Henri, hombre poco agraciado y heterosexual que purga las penas de un amor que quedó en el tiempo sentándose frente al lago y meditando. Henri es uno de los personajes más melancólicos y fascinantes que arrojó el cine. En varios diálogos que mantiene con Frank surge una amistad singular, como no podía ser de otra forma en tamaño paisaje. Ese vínculo tiene mucho de El banquete, antiguo texto que versa sobre el amor. Porque de eso se trata: del amor que emerge de la palabra. Cual filósofo socrático, Henri niega al cuerpo e interpela al joven e idílico Frank. Y de alguna manera lo protege o alerta sobre el peligro que está allí, a unos pasos de distancia. Poco a poco, la trama potencia su intriga en el espectador y en la mente de Frank, sobre todo cuando un inspector comience a “inmiscuirse” en ese mundo que no le pertenece. Este personaje ofrece una mirada transversal sobre un fenoménica del goce entre varones que el film naturaliza durante la primera mitad. Es por eso que el juego de identificaciones entre la mirada de Frank y la del espectador se unifican; a Alain Guiraudie le interesa lo explícito como condensador de pasiones, no como signo pornográfico. Las escenas de sexo funcionan como modulaciones de ese deseo irrefrenable. Mientras que en el cine pornográfico son meros rituales para el receptor, aquí lo que se acentúa es su vinculación con la esfera emocional del personaje. Una decisión inteligente, que se integra a este universo tan fascinante e inevitable como el deseo mismo. Sin lugar a dudas, estamos frente a una de las obras maestras de esta temporada.
La imposibilidad de no mirar atrás Asghar Farhadi, director de La separación (A Separation, 2011), vuelve a profundizar en El pasado (Le passé, 2013) su mirada sobre los vínculos maritales. Su nuevo film conserva el tono áspero e intimista del anterior. Ahmad (Ali Mosaffa) llega a París por pedido de su ex mujer. Marie (Bérénice Bejo), para quien es crucial firmar el divorcio. Sin embargo, más allá de esta necesidad, es evidente que algo no está funcionando; lejos de sentirte más tranquila, persiste en ella una sensación de urgencia y nerviosismo. Los reproches a su ex pareja no tardarán en llegar, al mismo tiempo que se hacen evidentes las tensiones de su nueva vida junto a Samir (Tahar Rahim). Ahmad se convierte en testigo de ese vínculo aún no del todo definido, de la conflictiva relación que ella mantiene con el hijo de su nueva pareja y sus propios hijos (los dos de padres diferentes), en especial con la adolescente Lucie. Más allá de este panorama tenso, hay un pasado oculto vinculado a la ex mujer de Samir, quien vive en un permanente estado de coma y posiblemente no pueda despertar nunca más. Farhadi confirma con su nuevo opus su capacidad a la hora de detenerse en lo vincular, de trazar una red simbólica en la que los gestos y los comentarios en apariencia intrascendentes cobran un sentido mayor en una nueva secuencia. Aquí redobla la apuesta, dado que hay más personajes y el drama interno de cada uno de ellos está imbricado en una intriga sobre la que el film gira en la segunda mitad. Si al comienzo se insinúa una persistente molestia en Marie, ese malestar se deslizará poco a poco hacia Samir, a quien la presencia del ex marido perturba no sólo como un si se tratara de un fantasma displicente, sino como el contrapunto que lo enfrenta a su propio hijo. Ahmad viene de Teherán, y algo de ese “exotismo” sirve para desestructurar el universo cotidiano en donde todo parece destinado a la rutina. Otra cualidad del film es el trabajo con los espacios principales, que son la casa de Marie en donde conviven hijos de tres padres distintos; la lavandería de Samir, en donde ella lo conoció cuando él aún vivía junto a su esposa; y la farmacia en donde Marie trabaja. Los tres espacios están abordados como espacios de tránsito, sólo Ahmad pareciera instalarse con mayor comodidad en la casa de su ex mujer. Paradojalmente, él es el extranjero y el destino que le cuaja es el de instaurar o promover un orden que parece ser cada vez más utópico. La segunda parte, como hemos dicho, es la que está más centrada en la intriga. A partir de allí, lo más enriquecedor del relato se vincula con la forma en la que éste alterna puntos de vista; los espectadores saben lo mismo que los personajes, hasta que uno de ellos revela algo hasta el momento ignorado. Tamaño punto de giro que nos lleva a un nuevo panorama. En suma, Farhadi consigue una vez más una película que aborda temas trascendentales (sin por eso ser una historia de aspiraciones “importantes”) y con diversos niveles de sentido. No es una obra mayor, pero su solidez narrativa y actoral introducirá al espectador en un estado de bienvenido desconcierto.
Torrente pasional Transposición de la obra teatral Cita a ciegas, de Mario Diament, Inevitable (Jorge Algora, 2013) cumple con la premisa de poner el acento en lo cinematográfico, más allá de su origen. Es la historia de un vínculo que surge como una aventura y muta hacia un final inesperado. Un viejo escritor ciego, sentado en una plaza. Un alto ejecutivo bancario de mediana edad, con una vida rutinaria. Un cruce casual entre ambos y una serie de hechos que se precipitan de allí en más hacia la tragedia. Y en el medio, tres mujeres: la del propio empleado, la que pudo ser el amor del escritor, y un joven artista que es la hija de la segunda. Todo en Inevitable está conectado; de allí que se hable tanto de los encuentros, de lo casual y de lo probable. Y en esa conexión está la mirada (aunque suene paradójico) del escritor ciego, que no es otro que el mismísimo Jorge Luis Borges, interpretado con verdad por Federico Luppi. Inevitable sigue con detenimiento cada uno de los sucesos de la obra de Diament, que en la puesta ofrecida algunos años atrás en el Teatro Cervantes (actualmente la obra está en cartel en otro teatro) dividía el espacio escénico en varios espacios dramáticos. Una cualidad que muchos críticos señalaron como “cinematográfica”. Tal vez por ello, la película fluye y no se advierte la génesis teatral. A la vez, se hace evidente un trabajo eminentemente fílmico; en la secuencia inicial (que vuelve una y otra vez a la mente del escritor) y en otros momentos no presentes en el texto dramático. La historia comienza como una reflexión sobre los “laberintos de la vida” pero desde una mirada plácida, se diría levemente inofensiva. La historia de Fabián Ladner (Dario Grandinetti) tiene mucho del Bartleby, aquel personaje que dice “preferiría no hacerlo”. Sólo que él… lo hace. De la vida rutinaria del trabajo a la vida rutinaria familiar, con su esposa psicoanalista (Carolina Peleritti, en una muy buena actuación) que en su consultorio bucea en la vida de Olga (Mabel Rivera). Ella es una mujer de avanzada edad que funciona como un reflejo especular de lo que podría ser su propia psicóloga si se entregara al pesimismo. Alicia (Antonella Costa), la hija de Olga, es una artista con poco éxito, tema central de sus sesiones que devendrá en la perdición de Fabián. Lo que no termina de convertir a Inevitable en una propuesta sólida son, precisamente, algunos momentos que en la obra eran aludidos, y que aquí no se cohesionan con la propuesta integral. Cuesta mucho ver en la obsesión de Fabián un signo humorístico, por más que algunos diálogos tiendan a buscarlo. Como también cuesta no ver en el final una precipitación innecesaria resuelta con flashbacks. Un recurso que se percibe forzado y algo obvio, y resume el torrente pasional con escenas pueriles que relegan el luminoso plano final en un encuentro poco trascendente, cuando es allí en donde se cierra la trama amorosa.
Una voz en tiempos de soledad La última película de Spike Jonze, recientemente galardonada con el Oscar al Mejor Guion Original, transcurre en un futuro no muy lejano. Ella (Her,2013) se interna en la vida de un hombre que se enamora de una voz, producto de un sofisticado sistema operativo informático. Tal vez porque no puede desprenderse de su ex pareja, tal vez porque no encuentra nada que lo entusiasme, Theodore Twombly luce “apagado”, sumergido en una melancolía cotidiana. Su mente, sin embargo, trabaja para imprimir emociones en un papel, que son aquellas que otros no pueden expresar con su convicción y destreza narrativa. Claro, sabe cómo dominar el discurso y lo explota, por eso se desempeña como “escribiente de cartas emotivas” que luego –tecnología mediante- se imprimen con la letra de quien las encarga. Theodore está interpretado por Joaquin Phoenix, uno de los mejores actores de su generación, quien aquí es capaz de dejar entrever todo un mundo tan sólo con una mueca. La película se llama Her (ella), pero él lo es todo. Casi como un artilugio más (como esos “Tamagochis” que conocimos en los ’90) llega a su alcance una herramienta que asombra por su (¿aparente?) inventiva y nivel de subjetividad. Ella es Samantha, tan sólo una voz (la de Scarlett Johansson) que le ofrece lo que él necesita: compañía. Igual que en Inteligencia Artificial (A.I. Artificial Intelligence, Steven Spielberg, 2001), aquí el dilema pasa por saber cuál es el límite, cuán profundo es el nivel de mímesis entre lo humano y lo tecnológico y, lo que es más interesante, si esa zona liminal puede degradarse hasta fundirse en una misma cosa. Mientras que en ¿Quieres ser John Malkovich? (Being John Malkovich, 1999) y El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002) Spike Jonze llevaba a imagen guiones de desbordante inventiva, casi como si la idea fuera superar los puntos de giro ad infinitum, en Ella traslada su premisa “ingeniosa” hacia un espacio más intimista. En ese sentido, su último film es “conciso” si lo comparamos con el resto de su filmografía. Ella contempla el devenir entre ese hombre solitario y esa mujer sin cuerpo, la forma en la que se descubren, se enamoran y flaquean en su vínculo, las posibilidades amatorias que exploran e, inevitablemente, las amargas consecuencias. Pero la concisión de Ella va necesariamente más allá del guion; de allí que su visión deje al espectador cautivo de ese pobre hombre solitario. Hay un excelso pero nada superfluo diseño de arte; la ciudad “futurista” encandila por su transparencia, como casi transparente es el departamento de Theodore, con sus enormes ventanales que muestran edificios enormes en los que no parece habitar nadie. Hay una deliciosa banda sonora, que muchos habrán descubierto por el segmento musical de los Premios Oscar. Y además del ya apuntado sensible trabajo de Phoenix, hay una pequeña pero significativa participación de Amy Adams, amiga de su personaje, y justas intervenciones de Rooney Mara y Olivia Wilde. Versiones de esa mujer corpórea que al protagonista le es esquiva, a diferencia de la soledad. Tamaña compañía.