Tu cuento me suena Tras el traspié de Nine, una vida de pasión (Nine, 2009), el realizador Rob Marshall entrega una nueva –y digna- película musical, esta vez consagrada al universo de los cuentos de los hermanos Grimm. En el bosque (Into de woods, 2014) mixtura los relatos de La Cenicienta, Rapunzel, Jack y las habichuelas mágicas y Caperucita Roja, y produce algo más que la suma de las partes. Basada en el musical de Stephen Sondheim y James Lapine, En el bosque podrá no gustar a los más acérrimos detractores del musical cinematográfico (que los hay, los hay); podrá, incluso, separar las aguas entre los que aspiran a encontrarse con un producto eminentemente infantil y quienes creen que las fábulas, en tanto universales, pueden ser recicladas para el goce de los más grandes. Porque en En el bosque hay mucha, mucha, oscuridad. En tono paródico en algunos pasajes (nótese la secuencias con la actuación –nuevamente freak- de Johnny Depp como el lobo feroz), en tono más operístico en otras, la película de Marshall expone los deseos de los personajes centrales y poco a poco (con una segunda parte bien definida), se vuelve más “psicológica”, y también menos idílica. Desde el comienzo, con los personajes cantando a viva voz sus objetivos, se suceden una serie de canciones que, ni aspiran al hitazo-a-lo-Disney, ni tampoco buscan la desmesura de Los Miserables (Les Miserables, 2012). Las canciones de En el bosque coquetean muchas veces con el absurdo, pero no se burlan de los personajes, sino que ofrecen toda su dimensión humana en melodías entretenidas. Más allá de los desniveles, se nota en el elenco la voluntad de estar a la altura de la partitura, con un trabajo sobresaliente en la pareja de panaderos que componen Emily Blunt y James Corden, quienes buscan tener un hijo pero nunca lo conciben. Hacia ellos se dirige la bruja mala (Meryl Streep, otra vez demostrando por qué es una de las mejores actrices del cine) y les ofrece la llave para romper con un viejo encantamiento. Desde allí, la trama se bifurca para entrecruzar los caminos de todos los personajes y enfrentarlos a un enemigo en común. El apuntado giro que opera en el film como la lectura en clave más psicológica y realista (con todos los recaudos) invita a deconstruir el elemento fantástico de los cuentos de los hermanos Grimm, con temas tan contemporáneos –y a la vez eternos- como la disolución familiar y la pertenencia de clase. A diferencia de lo que pudo haber hecho Tim Burton, aquí la ambientación es discretamente ostentosa y los efectos especiales están allí, claro, pero no saturan la imagen, en donde sí se destacan el montaje y la puesta en escena. Hay que animarse a entrar a este bosque.
Una relación particular Basada en el libro Jane Hawking, La teoría del todo (The Theory of Everything, 2014) es un producto típicamente oscarizable: historia real de superación personal y tono deliberadamente emotivo. ¿Por qué será que con tanta frecuencia llegan al cine historias sobre personalidades célebres que, atormentadas físicas o emocionalmente, nos dejan su legado? Tal vez, porque son relatos que apelan a la identificación por compasión llevada al extremo y eso, en definitiva, opera con lineamientos narratológicos; cualquier vida puede ser tamizada bajo la norma del drama. Sobre todo para los que desde la adversidad (ya sea el caso de un científico brillante, Edith Piaf o Marilyn Monroe) hacen de su propia vida un camino en donde se pierde mucho, pero hacia el final lo que se gana es superlativo. La teoría del todo, desde ese punto de vista, se amolda a la biopic desde el primer hasta el último fotograma En la película de James Marsh vemos el derrotero de Hawking contado desde el punto de vista de su primera mujer, más algunas incursiones en el ámbito científico. Ambas esferas aparecen simplificadas y se entrecruzan. Y con ello consiguen idealizar la vida de una persona que -para buena parte de los espectadores- se ha prestado de forma políticamente incorrecta a la parodia; el hombre aferrado a la silla de ruedas aparatosa, ese genio que pocos pueden entender pero que, textos de divulgación mediante, se ha ganado el aura del respeto popular. Como el film se basa en el libro de la primera mujer de Hawking, Jane, las “intimidades” del matrimonio se ofrecen bajo una pátina de pudor por momentos exasperante. La convicción de seguir el romance luego del diagnóstico que dejó a su marido con grandes deficiencias motoras (padece esclerosis lateral amiotrófica), la tentación ante la infidelidad con un “hombre bueno” (como para no dejar al personaje femenino demasiado expuesto) y, claro, el consabido qué dirán; tales son los núcleos abordados en la película. Tanto los trabajos de Eddie Redmayne como Felicity Jones (la actriz del momento) se destacan y hacen más llevadero este film elemental. En el territorio amoroso, estamos frente a un drama derivativo del melodrama que se sigue sin sobresaltos, con algunas líneas de ambigüedad que se agradecen pero tampoco se exceden de las normas del decoro. Como exploración de una de las mentes del pensamiento universal contemporáneo, La teoría del todo se revela como lo que es: un producto con la calidad de Hallmark Channel pero bastante mejor hecho.
Papá no soy yo El director de After life (1999), Nadie sabe (Nobody Knows, 2004) y Un día en familia (Aruitemo aruitemo, 2008), Hirokazu Kore-eda, propone en De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni Naru, 2013) una historia familiar pero plena en observaciones sociales. Un matrimonio de clase media alta recibe una noticia inesperada: el niño de seis años que crió no es su verdadero hijo. Por un motivo que se develará avanzada la trama, hubo un intercambio de bebés en el hospital y el hijo biológico terminó en la casa de una pareja humilde. Frente a la verdad, se generarán múltiples dilemas y crisis en ambos hogares (resueltos de diferentes formas). De tal padre, tal hijo reconfirma el talento de Hirokazu Kore-eda, realizador capaz de dejar entrever un mundo en un solo plano detalle. Su capacidad narrativa está -una vez más- en función del drama interno; de allí que aún en las decisiones más cuestionables de los personajes siempre haya un espacio para la comprensión. Cada uno de ellos actúa con sus genuinas contradicciones y temores, y la película nunca los juzga. Si aquí se pierde parte del atractivo de una joya como Nadie sabe, es porque el relato se centra demasiado en la consciencia del padre profesional y adicto al trabajo, marginando un poco los demás personajes y apelando a algunas observaciones sociales poco sutiles. La mayor parte de los diálogos apuntan hacia las diferencias sociales en la sociedad japonesa moderna, y en algunas secuencias aparecen aspectos un tanto maniqueístas (él es poco afectuoso y especulativo; el otro padre es pobre pero juega todo el tiempo con los niños y se comporta como uno más). La película grafica la ternura y la angustia que padecen los pequeños, que sin embargo se muestran mucho más proclives al proceso de adaptación que proponen los adultos (todo comenzará con fines de semana en las casas de sus verdaderos padres). El film también sigue (con menor efectividad dramática) el derrotero legal que todos deben enfrentar, pero esa sub-trama también es eficaz para posicionar a los cuatro padres frente al dinero y a la responsabilidad de los otros. Cada uno tendrá su punto de vista al respecto. Desde la perspectiva de una filmografía soberbia, estamos frente a una película de Hirokazu Kore-eda “menor”. Por lo tanto, aún en ese panorama hay gran cine, merced a una puesta en escena concentrada en los gestos mínimos, un trabajo actoral de niños que revela la sensibilidad de quien los retrata, y una mirada justa sobre las contradicciones más decididamente humanas. Se trata, entonces, de un muy buen estreno para comenzar este año.
De traiciones y lealtades El cine de José Celestino Campusano siempre fue visceral y de emociones fuertes. Con El Perro Molina (2014), el realizador quilmeño estiliza su forma pero no hace concesiones con el universo que ofrece desde sus primeros films. A esta altura, José Celestino Campusano es un autor puro y duro. Dos características que bien podrían aplicarse a la violencia suburbana que transitan sus relatos, en donde pululan matones de diverso grado, traiciones varias y mucha sangre. Es el realizador argentino que consiguió una obra prolífica haciendo foco en los barrios de clase baja y media-baja al que el cine nacional no supo o no quiso reflejar. Con obras como Vil Romance (2008) o Fantasmas de la ruta (2013), Campusano ofrece un mosaico de historias que esbozan un mundo cercano, “basadas en hechos verídicos”, como él mismo se encarga de aclarar. El Perro Molina abre otra “épica degradada”; ahora el antihéroe es Molina (Daniel Quaranta), un delincuente en plan de retiro que mantiene determinados códigos. Cuando es necesario, los explicita; sobre todo para marcar distancia y diferenciarse de los “nuevos”. Con un personaje central, la película deambula sobre una delgadísima frontera creada a partir del vínculo entre un comisario corrupto y su esposa, Natalia, quien da un portazo y comienza a prostituirse. Molina será el intermediario entre el proxeneta de Natalia (que no tardará en enamorarse de ella) y su marido; vínculo que abre una trama en donde la traición y la lealtad serán dos posibles caminos. Como en los film anteriores, el realizador construye un universo cohesivo, en el que las consabidas falencias (las actuaciones, sobre todo) terminan configurando una poética. Campusano no le teme a torcer las variables lingüísticas hasta el límite del artificio, a componer situaciones que oscilan entre lo pueril y lo sublime, y triunfa en casi todos los casos. Ingresar a su cine es ser testigo de un universo con sus propias reglas, en donde es posible identificarse con el sufrimiento de un personaje con connotaciones negativas, al mismo tiempo que escena a escena se redobla la apuesta por la violencia. Aquí hay dos jóvenes delincuentes, uno “mesurado” y otro a un paso de la psicosis; hay un dilema moral (traicionar o no traicionar), y una nueva incursión en el mundo de la prostitución (como en Fantasmas de la ruta). La novedad es la estilización a la que aspira Campusano; estilización que, es cierto, hace extrañar el desparpajo y la urgencia de sus primeras películas, pero demuestra que la pulsión y el nervio que tiene su cine resiste cualquier atisbo academicista.
Pasado y presente La realizadora Marina Zeising ofrece con Habitares (2014) un retrato de Herta Scheurle (Sonia Staber), actriz argentina formada en Europa que vio interrumpida parte de su carrera artística tras un accidente. En Habitares hay una principal línea rectora, centrada en la figura de Herta Scheurle, actriz argentina que pudo haberse convertido en la musa inspiradora del director alemán Rainer W. Fassbinder. No sólo la alejó de ese destino el accidente que tuvo poco antes de filmar, sino también la enfermedad de su padre (que la trajo de nuevo a la Argentina). Zeising se propone indagar en aquel viejo anhelo cinematográfico. De la memoria surgirán varias preguntas; sobre la vida, el valor del arte de la actuación en la formación subjetiva, el azar, el destino. El objetivo de Zeising se cumple: efectivamente, la anécdota es atractiva y su film ofrece una mirada ni invasiva ni incompleta de Scheurle, lo suficientemente retratada en pantalla como para que cada espectador encuentre al menos un punto de interés. El problema no está en el objetivo, sino en el recorrido hacia él. Tal vez, porque esa inicial línea de investigación se disipa en torno a la figura de la propia directora, que aparece en cámara para subrayar la idea de búsqueda, de “indagación”. Son sus preguntas las que obturan la espontaneidad del material, así como cierto leit motiv musical que no produce matices en las diversas secuencias. Igualmente disruptiva es la inclusión de ciertos pasajes que, si bien no operan como una ficción (tal como se entendería genéricamente), sí alegorizan merced a la aparición de una niña las vivencias y jovialidad que la actriz aún posee. Hacia la mitad de Habitares, el film intenta trazar una analogía en el destino de las dos mujeres (una, con la propuesta de hacer una pequeña actuación teatral para cumplir con el deseo de actuar; la otra, concediendo esa propuesta y produciendo la finalización del documental). Tal como se ofrece ese trayecto, se genera cierta distancia con el espectador; tal vez, por la falta de espontaneidad que demuestra en pantalla. A nivel visual, la película oscila entre lo testimonial y lo didáctico (con elecciones poco comprensibles, como buscar a Fassbinder en Wikipedia). El relato crece mucho con la presentación de algunas filmaciones en 18 mm que muestran a la actriz de niña y adolescente, o con reflexiones que la definen de forma tangencial (“Los directores no se enamoraban de mí, porque si se hubieran enamorado yo no estaría acá”). En suma, Habitares nos presenta a un personaje atractivo, en una recuperación del pasado con ojos contemporáneos.
¡Mamita! La nueva película de la directora Anne Fontaine (la misma de Nathalie X y Coco antes de Chanel) aborda una historia en donde los límites dentro de las relaciones se vuelven frágiles. La intensidad dramática brilla por su ausencia. Madres perfectas (Adore, 2013) es esa clase de películas concebidas desde y para el ojo burgués. Films como Chloe (2009), no curiosamente adaptación de Nathalie X, y Pasión inocente (Breathe in, 2013) forman parte de este singular grupo. Se trata de relatos en donde la cámara espía qué ocurre cuando la pulsión erótica va en contra del clima familiar y, claro, las consecuencias son muchas veces autodestructivas. Por lo general, el “happy end” (casi nunca demasiado happy) deviene en moralina pura y dura; se borra con el codo lo que se escribió con la mano y, pasada la turbulencia, todo vuelve al lugar que corresponde. El último opus de Anne Fontaine comienza con una gran elipsis; dos niñas hermosas corren alegres por un sendero, hasta llegar al mar. Antes de zambullirse, una de ellas extrae de un lugar oculto una pequeña botella con una bebida alcohólica, que la otra no se demora en beber. Secuencia mediante, las otrora muñequitas son madres jóvenes y mantienen intacta la belleza. La realizadora va al grano: belleza y una atracción “subversiva” insinuada en plena infancia. Todo (el antes y el ahora) con el imponente mar de fondo; Madres perfectas transcurre en un precioso pueblo costero de Australia. Las niñas devenidas madres son Lil (Naomi Watts) y Roz (Robin Wright), hermosas mujeres que tienen hijos ídem. A diferencia de Lil, Roz vive con su marido, quien no podrá ver (¿no puede o no quiere?) aquello que desde el comienzo late con fuerza; un coqueteo de cada mujer con el hijo de la otra. Pasado el efecto “sorpresa”, decidirán no reprimir las respectivas pulsiones. Ni ellas, ni los “chicos”. Sobre este aspecto, la película tiene un problema central: confunde la “ligereza” con la que las mujeres aceptan sus deseos (con “culpas” que se desmoronan en dos fotogramas) con la “ligereza” que rige al relato. Entonces, no se trata de animarse a habitar un más allá de los condicionamientos culturales, algo que no podría ocurrir en una película que filma a los cuerpos con tamaña pacatería. Cada una de las secuencias parece esforzarse por complicar la decisión inicial de “dejarse llevar” con el mismo rigor al que aspiran las novelas mexicanas. Que en un film de casi dos horas da como resultado un vendaval de situaciones inconsistentes que no profundizan en nada. “¿Le das a mi hijo? Bueno, yo le doy al tuyo. Uy, los chicos se están intentando matar. Bueno, como no se mataron los invitamos a cenar. OK, pero ojo: ya nos van a dejar cuando vean que somos viejas. Y bueh…, seremos buenas abuelas.” Y la lista sigue, hasta los límites de lo inverosímil. Cabe preguntar para quién Madres perfectas es la película ideal. Tratándose de una adaptación, tal vez, para los que conocen el material primigenio (tampoco un best seller mundial). ¿Será para aquellos que se fascinan ante los relatos de la decadencia del orden familiar? ¿O para los que apuestan por las emociones fuertes, percibidas a través de los ojos de mujeres que pasaron los 40 y demuestran que pueden seducir como si tuvieran 20? Da lo mismo: la inconsistencia dramática es tan grande, que para los dos tipos de espectadores las expectativas quedan truncas. No obstante, el dúo protagónico hace lo que puede (no dejan de ser dos buenas actrices), y sus hijos en la ficción (con trabajos actorales… discretos) harán de las delicias de las mujeres. Y de algunos hombres, también.
Un camino hacia la nada La nueva película de Javier Rebollo, director de La mujer sin piano (2009), es el retrato agridulce de Santos (José Sacristán), “un asesino a sueldo que no puede matar”. Una road movie cruda y melancólica que atraviesa gran parte del territorio argentino. El presente para Santos dista mucho de ese pasado cada vez más remoto, en el que su “oficio” estaba en pleno apogeo. Al parecer, extraña demasiado ser un asesino a sueldo. Y se consuela rememorando los nombres y apellidos de sus víctimas. Pero eso no lo inhibe de intentar cumplir con su vieja tarea, aunque su arma ya no sirva para matar. El muerto y ser feliz hace del hermético Santos su centro y destino final. Destino bastante limitado, ya que el hombre atraviesa la fase terminal no de uno sino de tres tumores. Quedan, no obstante, los recuerdos y su Falcon. Los primeros parecen producto de un delirio al que sobrelleva con estoica voluntad, mientras que el segundo implica el contacto con el mundo exterior (más bien limitado) y -en especial- con una mujer que encuentra de forma casual. La película de Rebollo es esa clase de road-movies que no conduce (valga la redundancia) al personaje principal hacia un cambio, sino que opta por acercarnos a él, revelarnos qué otras capas lo definen. Esta decisión está, al mismo tiempo, condicionada por cierto matiz entre paródico y cómico con el que el realizador (también co-guionista) narra la historia. Y mucho de ello tiene que ver la voz en off femenina que apunta y anticipa el destino de Santos. Un recurso que durante la primera parte funciona más que bien, pero que luego se torna reiterativo y denso. Al comienzo, el protagonista intentará cumplir con una última misión que se tornará imposible terminar. Y que tendrá como consecuencia fantasmal la presencia del misterioso hombre que se la encargó (Jorge Jellinek, impregnado en sus pocas escenas en un aire lyncheano). Para peor, Santos debe inyectarse morfina cada vez con mayor frecuencia para mitigar el dolor. ¿Cuál es el resultado de este recorrido que termina siendo un viaje sin destino fijo? El muerto y ser feliz está atravesado por algunas singularidades que pueden acercarnos a una respuesta para aquella pregunta. Ya desde el título (algo disonante) hay una tensión entre la vida y la muerte. “El muerto” bien podría definir a Santos, que está vivo. Y “ser feliz” podría manifestar el deseo que lo lleva a no detener ese viaje. También es singular el recorrido: o bien hay elipsis que no logran ser verosímiles, o bien Rebollo quiso hacer de la geografía argentina una excusa argumental para asociar los paisajes (en mayor parte, decadentes) a la fragilidad de Santos. Porque no es creíble pasar de Mar Chiquita al norte argentino en tan poco tiempo. Sí, en cambio, resulta más orgánica la propuesta de introducir algunos personajes de forma directa y antojadiza, de “imponerles” conductas extrañas (la golpiza en el bar santiagueño, mediada por un paso de baile), de aportarle a la voz en off algunas observaciones sobre la voluntad de Santos de “argentinizarse”, o de proponer dos finales. El recorrido es, entonces, una de las formas posibles de ingresar al mundo del personaje principal. Finalmente, lo que aleja al film de sus fallas y potencia sus virtudes es la actuación de Sacristán. En medio de un guión tan artificioso adrede, el actor le da a su criatura toda la ternura y compasión que necesita para que la platea lo quiera y lo acompañe, con gusto, en este viaje hacia la nada.
El género en disputa La última ganadora de la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, Pelo Malo (2013), se presenta en Competencia Internacional en el 28° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Esta película venezolana aborda, a partir de una anécdota en apariencias poco significativa, la cuestión del género. Junior vive junto a hermano menor, un bebé, y a su madre. Pese a ser muy joven, ella ha enviudado recientemente y, para colmo, fue separada de su trabajo de guardia de seguridad. Subsiste como empleada doméstica, pero apenas comienza el film un traspié la pone nuevamente en situación de desempleo. Todo se hace más difícil desde que Junior se ha obsesionado con hacer que su pelo deje de tener motas y sea lacio, como el de una estrella pop. El objetivo es poder sacarse la foto que necesita en su retorno a las clases, pero con la apariencia que él quiere. Probará varias maneras de lograrlo, tarea que preocupará aún más a su madre. Pelo Malo explora, a partir del empecinamiento de Junior, el desarrollo de su sexualidad. Que será visto como anómalo por su madre, quien en plena crisis económica y laboral ve en el deseo de su hijo un defecto para corregir. Mediante la búsqueda de ambos (el de él, por alcanzar su goce estético; el de ella, por subvertirlo) el espectador podrá conocer los márgenes de una Ciudad de Caracas hostil, alejada de la postal. Es interesante que Mariana Rondón, la realizadora, no encapsule el conflicto en un simple juego de opuestos. Por ello, aún en sus decisiones más cuestionables, es entendible el oprobio de la madre, quien también creció en un ambiente sexista. Igualmente interesante es el papel de la abuela, de la que es difícil aclarar si “fomenta” los comportamientos asociados culturalmente a las niñas en Junior, o sin tan sólo no juzga sus deseos. En el medio, hay un inescrupuloso debate por su tenencia que complejiza la mirada de la abuela pero le da, paradójicamente, un espacio al niño para poder explorarse. A medida que la película avanza se reiteran algunos elementos del guion, restándole efectividad al planteo dramático. Si Pelo Malo sostiene su tensión es en buena medida por las actuaciones de Samantha Castillo (la madre) y Samuel Lange en el rol de Junior. La puesta de la realizadora captura sus gestos, y es interesante la claridad con la que la mirada del niño construye su objeto de deseo. Así, unos pocos planos en un partido de fútbol dirán más que todas las diatribas que Junior recibe a diario. Y que, además de señalar la falta de comprensión y el dolor, dejan entrever un mundo maravilloso para descubrir y compartir, alejado de los prejuicios.
La vida del cine (y la vida en el cine) La segunda película de Rosendo Ruíz, director de De Caravana (2010), ofrece una mirada sobre el cine a través de uno de sus canales de difusión: los festivales. ¿Quién iba a imaginar que tras su vibrante ópera prima, una cuidada producción con aire “popular”, el cordobés Rosendo Ruíz se iba a despachar con un film como Tres D (2014), tan próximo al público más cinéfilo que la apreciará en este nuevo BAFICI? A primera vista, el opus número dos pareciera adoptar una senda estética totalmente diferente. Pero en una lectura un tanto más detenida, ya había en el film anterior una pasión cinéfila, no tan autoconsciente, pero sí evidente; la pasión por el género, tamaña factoría de producción cinematográfica con la que De Caravana lograba enganchar a un público más “amplio”. Las dos obras quedan unidas por la reflexión sobre el cine. Los resultados son igualmente nobles. Tres D muestra tres jornadas del ascendente Festival Internacional de Cine Independiente de Cosquín a través de la mirada de Matías y Mica, jóvenes técnicos con ganas de hacer carrera en el mundo del cine. El primero ha sido contratado para filmar el making off del evento; recorrerá salas, entrevistará a realizadores y críticos, y luego entregará el resultado de ese recorrido. Mica, su amiga, lo ayuda en este trabajo que, al mismo tiempo, los pone en contacto con agentes del medio. Matías está buscando la forma de concretar su proyecto cinematográfico y los contactos, se sabe, son bienvenidos. ¿Es Tres D una película “para cinéfilos”? Indudablemente, los múltiples y lúcidos testimonios de los realizadores, críticos y programadores, (podemos mencionar a Nicolás Prividera, Gustavo Fontán, Jorge García) serán mejor apreciados por el público interesado en el debate por las estéticas emergentes, el modo de concebir al cine, el vínculo que establece el cine actual con el del pasado, etc. Pero Ruiz hace que esos testimonios se hagan funcionales a las secuencias dialogadas, sin precipitar acciones ingeniosas o vueltas de tuerca forzadas. Al dúo protagónico se le suma una chica que está en problemas con su novio y el mismísimo José Celestino Campusano, director de Vil Romance (2008) y Fantasmas de la ruta (2013), quien aparece más allá del apartado documental para hablar de su cine y formar parte de los dos momentos más cómicos de la película. Tres D propone, entonces, un arco dramático pequeño y lúdico. Se concentra en lo mínimo y arranca momentos en donde conviven las nuevas generaciones del medio (que va más allá de los críticos; pocas veces el cine nacional centró tanto su mirada sobre los técnicos), la ternura, y una, acaso, interrumpida historia de amor. Como en el cine de Eric Rohmer, la red de vínculos se enriquece desde lo que en apariencias es intrascendente; los diálogos pasatistas, la largas caminatas, las esperas. Tres D se pregunta qué es el cine, y a tono con sus propios y cercanos personajes, lo hace mientras se construye la vida misma.
En su cabeza Trasposición del best seller de Gillian Flynn (aquí, guionista), Perdida (Gone girl, 2014) ofrece una intriga potente en comunión con el mejor David Fincher. La filmografía de David Fincher (con grandes obras como Pecados Capitales y Zodíaco, otras buenas como La habitación del pánico y Al filo de la muerte, y un único traspié: El curioso caso de Benjamin Button) da cuenta de su capacidad de generar climas de incertidumbre mediante una puesta en escena “ascética”, en el sentido de su transparencia, su clasicismo cinematográfico. Es cierto que muchas de sus películas apelan a lo mórbido, a lo tenebroso o truculento, pero en ellas importa más el contexto que el efecto en sí. A tono con esa premisa, aquí el realizador quiere que observemos la desencantada historia de Nick y Amy como si fuéramos analistas, poniendo en entredicho cualquier gesto empático de sus dos amargas criaturas. “Cuando pienso en mi esposa, siempre pienso en su cabeza”, sueltan las primeras líneas del libro y de la película también. Quien reflexiona es Nick Dunne (un preciso Ben Affleck); el objeto de su reflexión en Amy, una bella mujer. Ella fue el objeto artístico de sus padres, quienes ficcionalizaron buena parte de su infancia en una serie de libros infantiles; además de ser esposa y ama de casa, es “la maravillosa Amy”. Por eso, cuando desaparece no sólo tendrá en vilo a su familia, sino también a todo un país que la ha conocido indirectamente. Pero, ¿qué hay en esa cabeza? ¿Cuánto de lo que se presupone de compartido es, en realidad, un rechazo reprimido? ¿En qué momento esa persona a la que se le ha otorgado el rol marital se revela como un espejismo? Perdida, además de un efectivísimo thriller hitchcockiano es (tal vez, por eso mismo) un drama sobre la identidad que le pega una patada al matrimonio, institución nodal que aún se mantiene, firme, aunque el estado del mundo refleje un caos tras otro. La película transcurre en una buena parte de su metraje (casi dos horas y media) en ese tipo de espacios consagrados al american way of life, en donde el epicentro es la casa familiar. El ojo de Fincher filma con discreta distancia aquellos lugares; sin artificios pero tampoco con pobreza televisiva. Su película ofrece una mirada sobre el reverso más duro; los efectos devastadores del capitalismo, con su lógica de acumulación y asfixiante decadencia económica, que genera no sólo malestar inmediato sino también la degradación de la consciencia. El dinero, el materialismo, el poder de ostentación, aparecen aquí de forma tangencial; todo cobra un espesor distinto cuando vemos que tan cerca de esa casa soñada hay un centro comercial cerrado, atestado de parias; “los otros”, “los que no pudieron acceder”, o “los que fueron expulsados”. Gillian Flynn transpuso su novela manteniendo su esquema espacio-temporal, que consagra fragmentos del tiempo real con la objetivación de las situaciones que Amy ha dejado escritas en su diario íntimo. En determinado momento, el espectador (que proyecta sobre cada personaje los indicios, las conjeturas, las hipótesis que le aporta el otro) tomará contacto con la resolución de la intriga. Pero el misterio no cesará. Esencialmente, porque la película y el libro formulan dudas más profundas que, liberadas del corset del policial, permiten generar una reflexión (amarguísima) sobre el amor conyugal. Ayudó –y mucho- la decisión de eliminar una serie de personajes secundarios y seguir al pie de la letra aquello que ya tenía en el libro un potencial cinematográfico. Y, además del apuntado trabajo de Affleck, es destacable la labor de Rosamund Pike, una maravillosa Amy.