Canción desesperada Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis, 2013), la más reciente película de los hermanos Ethan y Joel Coen, reduce la habitual dosis de cinismo que generó tantos amantes y detractores de su cine. Cuenta la historia de Llewyn Davis, un músico que no encuentra su lugar en el mundo. Greenwich Village. 1961. Llewyn Davis (Oscar Isaac, inmejorable) es un cantante de música folk que, con su guitarra a cuestas, emprende un viaje. ¿Hacia dónde? Hacia ninguna parte, tal vez. Lo urge encontrar una salida económica; ni un digno abrigo tiene este joven que, en pleno invierno neoyorquino, deambula de casa en casa porque no tiene ni siquiera una cama propia. Su ex novia (Carey Mulligan), que le brinda con la peor de sus caras un asilo momentáneo, lo detesta. Cree que él es el peor hombre del mundo. No es tan diferente la situación con su hermana. Y en medio de tamaño panorama, Llewyn toca su guitarra y canta. Una música embriagadora, magnética. Aunque, a decir verdad, a nadie le importa demasiado. En este nuevo relato sobre un perdedor (figura que los Coen adoran; recordemos El gran Lebowski y El hombre que nunca estuvo), los cineastas se permiten filmar al protagonista a un costado y no “por encima”, al menos en una buena parte del metraje. La simpatía y la antipatía que éste genera son proporcionales a la magnitud de sus acciones; en una misma secuencia puede resultarnos enternecedor y revulsivo a la vez; como cuando lleva un gato perdido a la casa del padre de un amigo que se suicidó y allí nomás se despacha con una diatriba innecesaria, hiriente. En esa espiral de lugares “de paso” que estructura al film, el guion no cede esa tensión latente que opera por acumulación y que jamás estalla. En tal caso, cada estadio en el derrotero del músico es un pequeño, diminuto, estallido en sí mismo. Sí es evidente que la inclusión de un negrísimo personaje (la tentación de trabajar con un actor icónico en sus carreras: el enorme –en todo sentido- John Goodman) desborda aquello que la película deja bien en claro: el mundo para Llewyn Davis tiene una maldad socarrona. Su casi inválida criatura encarna esa sombra de pesadilla que no sólo lastima, también burla. Pero no aporta mucho al arco dramático. Balada de un hombre común transcurre cincuenta años atrás, pero excede al retrato de época. Hay un conflicto que se podrá resolver con un aborto y un contrincante carismático (Justin Timberlake, sumando créditos como actor): temas en plena vigencia. Los ’60 revelan esa paradoja de prosperidad americana para unos pocos, cuyo reverso es este artista “maldito”, más para los ojos contemporáneos que para los coetáneos al personaje: apenas un perdedor. Como sea, la temporalidad del film nos regala unos temas entonces en boga bellísimos, por más que a su intérprete sólo le den monedas y algún que otro golpe.
Busco mi destino En La tercera orilla (2014), la realizadora de Una Semana Solos (2007) y Escuela Normal (2012) lleva a su poética hacia un territorio más sólido y sensible. Su nuevo film aborda las decisiones que tomará Nicolás (Alian Devetac) frente a las acciones que ejecuta su padre (Daniel Veronese), capaces de anular sus deseos. Nicolás es un muchacho que, a priori, tiene una vida cotidiana que no desentona con la de cualquier otro adolescente. Están sus amigos, la protección que le brinda a su hermano menor, y las salidas nocturnas con las que se distrae. Pero Nicolás tiene un padre presente a medias; la mayor parte del tiempo familiar lo vive con su otra familia, la “oficial”. Y aunque nadie en su ciudad lo señale con el dedo, es evidente que la mirada de los otros está ahí, presente. Con apenas dos films previos de ficción, y un documental, Celina Murga construyó una filmografía concisa y (aunque suene demodé decirlo) “elegante”. La elegancia, si se nos permite la salvedad, pasa por el equilibrio entre forma y contenido. Las películas de Murga son transparentes, construyen un fluir que parece arrancado de la vida misma. Es por ello que Escuela Normal, el documental, parezca arrancado de alguna de sus ficciones; con los actores comportándose como personajes entrevistados. Es evidente que la directora supo perfeccionar la fluidez y realismo naturalista de las secuencias, dejar “fluir” los momentos cotidianos y agudizar el sentido de observación para extraer la verdad del drama que nos ofrece. Al mismo tiempo, consigue evitar el melodrama y lo maniqueo. De esta forma, el padre es violento pero la violencia está retratada de forma sutil; Nicolás tiene una actitud pasiva pero comprenderemos que se gesta en su interior una resistencia y, por último, su madre puede llorar por su situación pero no dejar de ser seductora y aspirar a tomar las riendas cuando sea necesario. La tercera orilla es también un relato formado con distintas espacialidades que aportan una mayor dimensión a los personajes. La clínica, la casa, el campo, el “afuera” nocturno; todos estos lugares amplían la mirada que el espectador construye sobre los personajes. Como drama social, el film todo el tiempo ubica al sujeto en un contexto preciso. El padre, como médico, remite a lo genético y a la clase media “respetada”. Pero al mismo tiempo, como hombre de campo, deja entrever esa determinación que muchas veces excede lo racional y tiene algo de primitivo. La película de Murga respira cine, pero se nutre de la dramaturgia de Anton Chejov (por su intimismo) y de Henrik Ibsen (por la afinidad social). Por último, además de los méritos ya apuntados, se destaca una banda sonora presente pero no invasiva, el trabajo fotográfico (con una composición de cuadro que no margina los gestos y detalles) y una tríada actoral (Veronese, Gaby Ferrero, Devetac) que funciona durante todo el metraje.
Había una vez un chico El prolífico François Ozon transpuso la obra teatral El chico de la última fila, de Juan Mayorga, y el resultado es En la casa (Dans la maison, 2012), película en la que indaga sobre el poder de la imaginación y el sentido de la verdad en la familia. En una de las tantas lecturas de los ensayos de sus alumnos que debe corregir con malestar, el profesor de literatura Germain (Fabrice Luchini) se lleva una sorpresa: una de ellas es brillante. Por su nivel de observación, por la destreza narrativa, por el poder de seducción que genera en el lector. Tiene en su clase un pequeño gran escritor llamado Claude (Ernst Umhauer), un rebelde apático que, desafiante, le despliega ante sus narices aquello de lo que, sabremos, él carece: talento literario. El problema no está en el cómo, sino en el qué; el texto es la crónica de la intimidad familiar de uno de los compañeros. Es el resultado de una intromisión. Con una mirada sobre los límites de la ética y la estética comienza este intrigante film de François Ozon. En la casa tiene mucho de fábula moral, pero no es nada moralizante. El foco está puesto en la tan compleja relación entre la fantasía y la realidad, y el modo en el que el artista trabaja con ese material. Se cuelan, como no podía ser de otra manera, reflexiones sobre el “buen decir/escribir” y la labor del escritor. Pero más allá de los apuntes mordaces (algunos, incorporados como intervenciones del propio profesor dentro de las fantasías de su alumno), lo que hace más interesante al film es la mirada (por momentos, demasiado despiadada) sobre la intimidad de la familia, la imposibilidad de vivir en plenitud en una comunidad reducida, y las dinámicas de poder que se tejen alrededor de apenas tres personas. ¿Pero qué es lo que origina esos papeles, el vínculo entre profesor y alumno, y al mismo tiempo barre con todas las categorías sociales (las escolares, las familiares) que afectan al dúo protagónico? Un compañero tímido, con problemas de autoestima, una mujer insatisfecha y su marido preocupado por su negocio. Nada que no esté a la vuelta de la esquina. En la película se cimenta la idea de que “detrás de cada casa hay un mundo”. El plano final sintetiza (de modo un tanto redundante) este aspecto. Detrás del papel y las maravillosas letras de Claude está esa casa que lo intriga obsesiva, neuróticamente, y que deviene en la perdición del profesor; trazará con ese espacio (físico y mental) su propia decadencia. Tras la primera lectura, Germain se transforma no sólo en el mentor, sino en el lector más atento. La moral burguesa, las perversiones y las represiones sexuales, la condescendencia, la miseria, la traición a sí mismo; tales son los temas que se entrelazan en esta fascinante trama en la que, además de las estupendas labores actorales de Fabrice Luchini y Ernst Umhauer, se destacan igualmente Kristin Scott Thomas y Emmanuelle Seigner.
Una historia sencilla El realizador de La elección (Election, 1999), Entre copas (Sideways, 2004) y Los descendientes (The Descendants, 2011) confirma nuevamente su talento con esta pequeña road movie rodada en blanco y negro en donde se destaca la labor actoral de Bruce Dern y Will Forte. Alexander Payne es un realizador prolífico. Tiene la habilidad de construir una carrera sólida sin concesiones, si bien es cierto que la presencia de actores consagrados (Jack Nicholson, George Clooney) le ha dado cierto espaldarazo. En Nebraska (2013) vuelve a la road movie, aquel género que tan bien exploró en Las confesiones del Sr. Schmidt (About Schmidt, 2002) y Entre copas. Género difundido como aquel que retrata un viaje físico que es a la vez psíquico; es decir, que produce un cambio en la psiquis del protagonista. Bueno, a veces no es tan así, pero lo interesante es que en Payne esa transmutación es tan verdadera que el devenir de sus personajes jamás parece responder a ninguna fórmula. Bruce Dern compone a Woody Grant, un anciano que recibe una carta informándole que ha ganado un millón de dólares. Se trata de un chiste obvio, pero el viejo cascarrabias se obstinará en ir a buscarlo a Nebraska, cual Quijote moderno. Su quejosa esposa y sus dos hijos intentarán, sin éxito, que entre en razón. Finalmente, el hijo menor se ofrecerá para llevarlo en su auto y evitar que su frágil salud se degrade aún más. La película tiene rasgos en común con Una historia sencilla (The Straight Story, David Lynch, 1999), pero también encuentra una afinidad en la narrativa de Raymond Carver. Payne nos ofrece una cantidad de secuencias en donde la observación de lo cotidiano revela capas de sentido más profundas, de forma similar a los cuentos del gran escritor norteamericano. Esto no imposibilita el humor, desde ya, que aparece a cuentagotas y nunca tuerce el límite de lo paródico. En ese sentido, Payne es un gran humanista, que estudia a sus personajes y, aún en sus miserias, no deja de tener una mirada empática. El blanco y negro del film va a tono con su melancolía y adquiere mayor espesor cuando el anciano se reencuentra con un grupo de personas que lo conocieron cuando era más joven. Podremos saber qué fue de cada uno de ellos a medida que van apareciendo, como si la historia condensara el paso del tiempo de manera gradual, integrándose al relato sin sobresaltos y atendiendo a cada personaje. Párrafo aparte, cuesta creer que esta pequeña joya casi no se haya estrenado.
Un paraíso para Berlusconi El director de Il divo (2008), Paolo Sorrentino, entrega con La grande bellezza (2013) un relato barroco y paródico sobre la clase acomodada de Italia. Los ecos de la época de Berlusconi son más que evidentes. Jep Gambardella (Toni Servillo) es un periodista cultural, un dandy con un aura de respeto conseguida gracias a la única novela que publicó tiempo atrás. Más allá del intercambio de opiniones que tiene con algunos intelectuales (en general, snobs y tilingos), a Gambardella lo podremos ver en fiestas dantescas, que Sorrentino filma con travellings cuasi publicitarios. Primer gran acierto: el comienzo del film da la idea de continuidad, de “orgía perpetua” (gracias, Mario Vargas Llosa) impregnada de cierto patetismo. No tardaremos en comprobar que esos encuentros son recurrentes. Y aunque nunca se lo nombre, el decadente ex presidente Silvio Berlusconi sobrevuela ese ambiente, el de una Italia ostentosa a tono con ese grupo sobre el que el film posa su mirada. Y así se suceden una colección de secuencias a las que no les es ajena el sexo, la decadencia física y moral, las miserias del mercado del arte, etc. Poco a poco, la película devela los rincones más “humanos” de Gambardella y de varios de los que lo rodean. Y allí aparece el “primer gran defecto”: Sorrentino no puede dejar de ser irónico, no puede abandonar la mirada por momentos unidimensionada que tiene por sus criaturas. Por eso, su película coquetea peligrosamente con la frivolidad que al mismo tiempo parece condenar. No le basta con mostrar en secuencias más intimistas el hastío que aqueja al protagonista, que está excelente. Necesita sobrecargar el relato con flashbacks que en general no aportan demasiado. Y mira a los personajes secundarios con desdén, a veces innecesario (el caso de la mujer que tiene un hijo borderline, y así termina…). En otros momentos del film, los diálogos mordaces son más efectivos y allí hay otro acierto; por ejemplo, la cena con la longeva monja que visita Roma, una parodia de la Madre Teresa de Calcuta, el ¿reverso? de la ostentación italiana. Es indudable que Sorrentino es un cineasta que sabe generar climas, que puede manejar un relato con varios personajes aportando pequeñas pinceladas de singularidad a cada uno de ellos, que genera una estética cohesiva que bordea una suerte de “realismo surreal” comparado por varios críticos con el cine de Federico Fellini. El problema es qué consigue con todo eso, hasta qué punto estamos frente a un realizador original o uno más bien pretencioso. Por el momento, mal no le va: lo veremos subir al escenario del Kodak Theatre cuando en el momento de la Mejor Película Extranjera alguien diga: “… the Oscar goes to…”.
La mujer misterio En su ópera prima, el joven realizador Iván Vescovo trabaja a partir del cruce entre un romance y un acto delictivo. Errata (2012) presenta virtudes y también pasos en falso. Ulises (Nicolás Woller) es un joven fotógrafo que acaba de ser dejado por su novia. Apenas unos segundos más tarde conoce a Alma (Guadalupe Docampo), una bella estudiante de Letras que lo deslumbra. No es un dato menor que él sea fotógrafo y ella se dedique a la literatura, pues en este film las nociones de la realidad y los modos de copiarla y de lo real y lo ficcional son centrales. Errata es una ópera prima ambiciosa. No todas las primeras películas lo son. Hay un tratamiento fotográfico muy elaborado (imagen en blanco y negro, estética delineada con pulso milimétrico), actores famosos en roles secundarios, citas a la obra de Jorge Luis Borges. Todo, en unos compactos 75 minutos, puede ser demasiado. El idilio amoroso va a devenir en caso policial, cuando Alma desaparezca e ingrese su hermana en el relato, haciendo que Ulises tenga una acompañante que lo ayude a buscar algo de luz y desentrañar el misterio. Que, como es de esperar, comenzará a multiplicarse. Es cierto que el policial trabaja a partir de estereotipos. Aquí, el más evidente es el de la femme fatale, a la que Guadalupe Docampo le aporta su solvencia actoral (se destacó en La Tigra, Chaco, de Juan Sasiaín y Federico Godfrid, 2009) y su innegable sex appeal. Los roles inherentes a este tipo de género aparecen en el film: están los investigadores (Ulises y la hermana de Alma) y los sospechosos y ayudantes, que alimentan no sólo el primer misterio (la desaparición) sino otro más, vinculado a un codiciado ejemplar autografiado de El jardín de los senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges. Asunto que involucrará a un profesor de la joven (Claudio Tolcachir) y a su empleador (Arturo Goetz) en la librería en donde está el codiciado libro. Como vemos, intriga no sobra. Vescovo la desarrolla y alterna algunos pasajes oníricos, buscando de este modo que los temas borgeanos vinculados a la historia (la copia, el doble, lo laberíntico) queden plasmados en la imagen. Los problemas de Errata son esencialmente dos. En primer lugar, las abundantes menciones a esos temas y el regodeo excesivo con los movimientos de cámara (que devienen artificiosos) hacen que el relato se repita y pierda parte del interés que al comienzo generó. El segundo problema es consecuencia del primero: exceptuando a Docampo y en menor medida a Goetz, el resto de las actuaciones están un tanto deslucidas, y los diálogos no ayudan a que el todo sea más verosímil. Pese a ello, Errata es una película –repetimos- ambiciosa, que muestra a un joven director con ganas de experimentar a partir de un género con amplia trayectoria. Habrá que seguirle los pasos.
Filmar la injusticia El notable cineasta Jafar Panahi, realizador de El globo blanco (Badkonak-e Sefid, 1995) y Offside (2006), fue condenado por el gobierno iraní a 6 años de prisión y a 20 años de prohibición para filmar, dar entrevistas y viajar al exterior, por el simple hecho de oponerse a sus ideas. En Esto no es un film (This is not a film, 2011), codirigida con Mojtaba Mirtahmasb, retrata la espera del resultado de su apelación, mientras está con arresto domiciliario. ¿Cómo filmar la injusticia? ¿Cómo retratar el régimen totalitario de un país sin recurrir a lo obvio? ¿Cómo transponer en una obra la desazón social a partir de un caso íntimo? Todas estas preguntas están respondidas (sin una intención “adrede”) en Esto no es un film, filmado en secreto en el propio departamento de Panahi mientras espera el resultado de su apelación. Este documental fue hecho con una cámara HD y un celular, y llevado en un pendrive de manera clandestina a Cannes, el puntapié para un recorrido por festivales que incluyó el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. La película no tiene un sesgo experimental, pero inevitablemente refleja el modo de actuar frente a un hecho excepcional para cualquier ser humano: la interrupción de su libertad. Por ende, seguir el derrotero cotidiano de Panahi genera en el espectador una empatía inmediata. Sobre todo, cuando dialoga con gente de su entorno inmediato. Allí nos sentiremos como acompañantes y, aunque no esté en una cárcel tradicional, el mero transcurrir del film nos instaura en una situación plomiza, tensa. El director nos abre la puerta de su hogar y allí lo vemos dialogar por teléfono con su abogada (en una charla no muy esperanzadora), cuidar a su mascota (una iguana), y hacer otras actividades cotidianas. Pero claro que Esto no es un film es más que un “registro”; es un relato que indaga la ontología del cine, la especificidad del dispositivo cinematográfico para dar cuenta de una verdad como consecuencia del trabajo sobre el plano. En esa misma línea, la secuencia en la que Panahi desarrolla un guion trazando líneas en el piso es conmovedora y a la vez honesta: a través de la explicitación de un contenido imaginario se distancia de lo documental y dialoga con la ironía del título: esto no es un film. Ironía, claro, destinada a aquel régimen que condena a Panahi y le pide que deje de hacer films.
El lado oscuro de la vida La nueva película del director de El Ganador (The Fighter, 2010) y El lado luminoso de la vida (Silver Lining Playbook, 2012) es un amargo retrato social de Estados Unidos, el revés de la tierra del sueño americano. Grandes actuaciones para un film interesante, pero menor. David O. Russell ha logrado convertirse en uno de los realizadores más alabados por la crítica. Y méritos no le faltan. Hay en sus films una mezcla perfecta entre espíritu independiente y factura mainstream, ambivalencia que ha asumido con destreza. Su estética conserva una pátina del cine de los ’70, pero al mismo tiempo su sensibilidad es profundamente contemporánea. En Escándalo Americano (American Hustle, 2013) hay muy buen cine, pero también cierto regodeo cool que le resta efectividad al relato. El film narra una historia de estafas basada en un caso real que aconteció hacia finales de los ‘70. Pero también es un estudio sobre la codicia, la corrupción en las altas esferas, el sentido de la familia en una sociedad materialista, el deseo como motor de la autodestrucción, el revés del tan mentado sueño americano. Russell se interna en el círculo íntimo de Irving Rosenfeld (estereotipado Christian Bale), un estafador que junto a su socia y amante (excelente Amy Adams) es descubierto por un agraciado agente del FBI (Bradley Cooper) y obligado a cooperar con un plan de desbaratamiento mucho mayor. Al mismo tiempo, la inestable esposa de Rosenfeld (Jennifer Lawrence) se transforma en la mayor amenaza para él y “los suyos”. El principal problema de la película es que, avanzado el relato, los temas más arriba apuntados se notan; es evidente que [#Persona,4228.Russell] aspiraba a la ambición y, en cierta medida, la misma historia lo dejó un poco corto. Pese a ello, lo que consigue el director no es menor: haciendo gala de su conocimiento de las herramientas del cine (en varias secuencias, al borde del regodeo) nos interna en este sub-mundo, con la capacidad de ofrecer un elenco de alto nivel interpretativo y haciendo foco en la psicología de cada personaje. Tal vez el gran relato de Russell sea la integración familiar, siempre al borde del resquebrajamiento. Pese a los desmadres del caso, todos queríamos ver a la familia “del campeón” feliz e integrada en El Ganador; al igual que en El lado luminoso de la vida, en donde más allá de los gritos y neurosis varias el espectador terminaba bogando por una segunda oportunidad para la pareja protagónica (sin saber muy bien cuánto tiempo podría funcionar esa unión). Escándalo Americano entra en esa línea. No es una gran película, es una obra “menor” magnificada por las modas y la temporada de premios. Pero supera holgadamente la media del cine americano actual.
Y un día Eugenio se fue El misterio de la felicidad (Daniel Burman, 2014) muestra el cimbronazo que genera la desaparición voluntaria de Eugenio, socio de Santiago (Guillermo Francella) y esposo de Laura (Inés Estévez). Se trata de una comedia con un trasfondo existencial que consigue arrancar sonrisas sin abandonar su universo melancólico. Ellos comienzan la mañana de igual forma. Desayunan de igual forma. Saludan a los empleados de la casa de electrodomésticos que tienen de igual forma. Caminan de igual forma, como si fueran figura y espejo. Hasta se diría que sienten lo mismo; pero no. Debajo de Eugenio (gran labor de Fabián Arenillas) laten pulsiones mucho más poderosas que lo alejan de su universo cotidiano. Aquel que es en apariencias “funcional”, ese que comparte con su socio y amigo, y también el marital. Y por eso desaparece. El cine de Burman siempre se interesó por la dialéctica entre distintas generaciones. En films como El abrazo partido (2003) o El nido vacío (2008), el prolífico cineasta trabajó sobre el vínculo entre padres e hijos, siempre desde una narrativa clásica. Aquí, en cambio, no hay descendencia. Pero sí hay una pátina generacional, una mirada sobre los adultos que pasaron holgadamente los cuarenta años y que ya pueden contar frustraciones y deseos incumplidos. O, mejor aún, comenzar a descubrirlos. En ese sentido, la relación que se teje entre Santiago y Laura es interesante; son casi desconocidos que lo que saben el uno del otro está dado por la información que recibieron del ausente. Pero los dos están desencantados con la vida. Mientras que en ella impera la negación (señalada en parte con el consumo de pastillas de diverso color), en él hay una carga casi invisible; el conformismo que se revela como un absurdo cuando su cotidiano cae a pedazos. Casi como un clown que perdió a su compañero de números, Santiago se encuentra con un vacío y, frente a él, una nueva incógnita: ¿cómo se enfrentará al cambio? Pensada de forma superficial, El misterio de la felicidad parece una propuesta unidimensional. Pero detrás de sus diálogos (bastante ingeniosos, algunos en la línea de Woody Allen) y su puesta en escena transparente hay capas de sentido a las que las aúna ese sepia que tiñe toda su fotografía, y que estalla en una secuencia final de resonancias épicas. Y si de épica se trata, lo que hay antes de ese the end es su vacío: no hay heroicidad en lo cotidiano, no hay materia trascendente en la reiteración, apenas hay sueños incumplidos. Y Burman alterna ese presente aletargado con otro absurdo: la investigación, a menos de un investigador retirado, un amante del buen comer interpretado con gracia por Alejandro Awada al que llegan los dos “abandonados”. A esa trama le corresponde encauzar la diplomática amistad entre ellos, con sus inevitables conflictos (Laura ocupa el lugar de su marido y se empecina con la idea de vender la empresa, algo que Santiago rehúsa hacer). Todo el relato ofrece una mirada sobre Santiago y Laura superficial al comienzo, para ir revelando sus personalidades en pequeños gestos o actitudes. Esta amarga comedia irradia simpatía y no carcajadas; a medida que conocemos el destino de Eugenio (“el misterio de la felicidad”) somos testigos del revivir de la nueva pareja. Burman entrega su película más modesta en términos formales, pero la más impresionista, la más introspectiva. Y en ella se destacan Francella y Estévez, en clave cómica y melancólica, como la película misma.
Una caminata salida de Billiken Caminando con Dinosaurios (Walking with Dinosaurs, Barry Cook y Neil Nightingale, 2013) es una propuesta en la que impera el didactismo y no llega a generar una curva dramática atractiva. Si debiéramos considerar a Caminando con dinosaurios a partir de una mirada sincrónica, no podríamos dejar de señalar su anodino desarrollo técnico. Lo que no significa que el fuerte esté puesto en el guion, ni que visualmente “cumpla” y nada más; ni la historia es interesante (aun reconociendo que apunta a un público muy pequeño, y en consecuencia debe aspirar a lo sencillo, que no tiene por qué ser malo), ni puede justificarse el poco elaborado diseño de imagen. La película es un relato enmarcado, que comienza cuando un tío paleontólogo lleva a sus dos sobrinos a un campo en el que hay fósiles. Un pájaro se presenta ante el muchachito y le cuenta la trama “detrás del diente fósil” que tiene el tío. Lo que sigue es una historia de superación, una suerte de Pie pequeño en busca del Valle Encantando (The Land Before Time, Don Bluth, 1988) que sigue el derrotero de Patch, pequeño dinosaurio vegetariano (como siempre, los depredadores son malísimos) al que le matan al padre y debe aprender a crecer a los ponchazos mientras se enamora de una hembrita compañera de viaje. Al ya apuntado escaso atractivo visual, se le suma la torpeza de poner algunos carteles que dan cuenta de mínimas explicaciones sobre las especies que aparecen el film y la decisión (extraña, en el universo que la película propone) de que los animales hablen, ¡pero no muevan la boca! Lo que ubica a estos dinos en el terreno de la telepatía... Caminando con Dinosaurios remite directamente al imaginario del espectador de más de diez años, como mínimo, quien ya experimentó la destreza narrativa de Steven Spielberg en la saga de Jurassic Park. Para él, este producto ofrece más oportunismo y didactismo demodé que ideas. Para los más pequeños, puede ser que el resultado sea más auspicioso, siempre y cuando no pasen por la sala de al lado, en donde estén proyectando Frozen, una aventura congelada (Frozen; Chris Buck, Jennifer Lee, 2013), por ejemplo.