Utopía porcina Con una premisa argumental vinculada al humor absurdo, la película del francés radicado en Uruguay Sylvain Estibal aborda el conflicto palestino-israelí. Cuando los chanchos vuelen (Le cochon de Gaza, 2011), más allá de sus intenciones, resulta una alegoría de trazo grueso. El vínculo entre el debate político y la comedia puede alcanzar casos de feliz comunión en el cine. El más polémico de los últimos años sigue siendo el caso de La vida es bella (La vita è bella, 1997), aquel film de Roberto Benigni en donde se miraba al nazismo a través de los ojos de un padre que debía hacerle creer a su hijo que todo era un juego. En la película cómica de Estibal no se aborda el mismo hecho ni la misma época, pero persiste la problemática política inserta en un territorio por demás complicado: la Franja de Gaza. En aquel lugar acontece este relato. Del lado palestino, el pescador Jafaar (un personaje tan torpe como bonachón, de esos que se “compran” la platea) atrapa con su red a un chancho que –conjetura un amigo- provenía de Vietnam. En medio de una crisis económica que lo pone al borde del ridículo frente a su esposa y sus vecinos (el tono de la película abusa del costumbrismo), el pobre hombre encontrará la manera de hacer negocio con el porcino. Al mismo tiempo, tendrá que ocultarlo de quien se lo cruce, pues el animal es rechazado por las religiones de ambas regiones, insertas en un conflicto que hasta el momento parece eterno. Pero, claro, prácticamente de eso se habla poco y nada. La solución para que nadie descubra su tesoro (prácticamente una mascota) es… disfrazarlo de oveja. Más allá de su tono naif (no necesariamente es erróneo adoptarlo para abordar un tema tan denso), el principal problema de la película es que con éste no consigue hacer del conflicto una zona de exploración. El desarrollo de los personajes es más bien escaso, y los puntos de giro parecen tan sólo excusas argumentales para alcanzar a la alegoría. Las cosas se complican aún más cuando el insólito negocio (vender su esperma a una judía que lo espera ¡del otro lado del alambrado!) comienza a verse amenazado por las inevitables sospechas. Estibal construye una puesta en escena que potencia momentos de lograda comicidad pero, inevitablemente, su vocación alegórica le juega una mala pasada. El paroxismo llega en un imposible enfrentamiento en donde se entrecruzan muletas en el aire como síntesis de la bonhomía universal que, hasta entonces, sólo era una cualidad del protagonista. A tono con la mirada sesgada de la problemática sobre la que se centra el film, hay una coherencia en la construcción espacial, tan “for export”. Pensar en riesgos sería mucho pedir, pero tampoco hay una superación de lo correcto en término de imagen, como si Cuando los chanchos vuelen, con su fotografía tan clara y sus planos generales, pretendiera construir una postal turística a la que habría que agregarle un audio para recordarnos que, de vez en cuando, escucharemos algunos disparos.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Film inconsistente Más allá de los gustos personales, el prolífico realizador argentino Eliseo Subiela ha desarrollado un cine con su impronta. Con recordados títulos como Hombre mirando al sudeste (1986), El lado oscuro del corazón (1992), Despabílate amor (1996), o la más reciente El resultado del amor (2007), su filmografía busca hilvanar lo generacional con un cine fuertemente poético y sugestivo en cuanto a las imágenes. Pero su último trabajo no consigue cohesionar estos rasgos de estilo y deambula entre el tedio y la inconsistencia dramática. En Rehén de ilusiones (2009), Daniel Fanego interpreta a un prestigioso escritor y profesor universitario que un día es fotografiado para una nota periodística por Laura (Romina Richi), quien diez años atrás fue su alumna. Ella, obnubilada por su imagen, lo irá seduciendo hasta llegar a consumar su postergado deseo. La pareja vivirá un romance que él tendrá que mantener oculto por ser un hombre casado. Pero ese pequeño idilio cederá lentamente cuando Laura empiece a manifestar un comportamiento psicótico relacionado con los desaparecidos de la última dictadura militar. Más allá del tratamiento que le da el film a la cuestión de los desaparecidos, sorprende la poca química que se produce en una pareja protagónica que debe batallar con diálogos demasiado literales. Por más que se trate de la historia de un escritor, algunos parlamentos abruman por su solemnidad y escaso vuelo creativo. En una secuencia el escritor revela su necesidad de “convertir a las mujeres en literatura”, tal vez como una modalidad para poseerlas. Algo similar ocurre en el cine de Subiela, que busca estilizar ciertos temas para elevarlos a la categoría de lo sagrado, pero olvida que cuenta con herramientas cinematográficas para lograr su propósito. De esta manera, recurre imágenes alegóricas poco estimulantes (la secuencia inicial, con los “fantasmas de la creación” hostigando al escritor), esquemas de plano y contraplano, o un encuadre de formato televisivo. Laura poco a poco manifiesta su personalidad fragmentada, y en determinado momento cobra más protagonismo su padre, un personaje siniestro que tuvo un cargo en las fuerzas militares. El relato coquetea con el suspenso, pero todo queda allí. Frente a esta falta de consistencia narrativa, los escasos 80 minutos que dura el film se vuelven eternos. Rehén de ilusiones, en su intención de mezclar una trama amorosa con el terrorismo de estado, no llega a los niveles de irritación de un film como Cómplices del Silencio (Stefano Incerti, 2010), tal vez porque se desarrolla en la contemporaneidad. Es entendible que el guión quiera asumir una relación con lo histórico menos tangible, más vinculada a la consciencia o su degradación. Pero si algo falta en la película es un in crescendo dramático: asistimos a los encuentros entre los amantes y la información que motivaría que la trama genere cierto grado de empatía llega toda junta y de forma arbitraria. Frente a casos como éste, es válido preguntarse cuán bueno es hablar de ciertos temas candentes por el mero hecho de ponerlos en vidriera, y no propiciar relatos interesantes en donde realmente valga la pena generar una dialéctica con el espectador.
Extraña pareja Verdadero batacazo francés (fue la segunda película más exitosa de su país, detrás de Bienvenidos al país de la locura), la película de Olivier Nakache y Éric Toledano es esa clase de relatos construidos sobre la base de lo ya probado (y aprobado) por el público masivo. No obstante, Amigos intocables entretiene y, discretamente, deja entrever una postal que da cuenta de la Francia post-Sarkozy. El blanco y el negro, la riqueza y la pobreza, la adultez y la juventud: oposiciones con las que el cine clásico (en especial el de Hollywood) ha sabido construir una modalidad narrativa en donde el humor condensa la diferencia y la vuelve funcional. A partir de algunos éxitos recientes, Francia no le ha temido a la comedia más física. “Menos intelectual”, diríamos, si prescindiéramos de las sutilezas. Y se ha animado a transitar géneros y estilos más visibles en el cine americano. Aunque en este caso es necesario aclarar que estamos frente a una comedia agridulce, en donde el condimento dramático delinea el pasado y presente de los dos protagonistas. Y ese carácter de comedia a media tinta está vinculado a la génesis del film: la historia real de Philippe Pozzo di Borgo, quien en su libro Le Second Souffle expone la amistad que se fue gestando con su asistente terapéutico. Amigos intocables no comienza con el encuentro de ambos, sino con un flashback a puro vértigo: Driss (Omar Sy) conduce frenéticamente un auto lujoso, acompañado por Philippe (François Cluzet). Interceptados por la policía, Driss detiene la marcha y a grito pelado anuncia que debe llevar a su acompañante, tetrapléjico, al hospital. Luego de que éste finge un ataque de convulsiones, los agentes deciden “escoltarlos” hasta la guardia más cercana. Cuando finalmente se van, aquellos dos ríen al compás de “September”, de Earth, Wind & Fire, y los títulos se sobreimprimen. A partir de ese momento, da la sensación de que los guionistas se tomaron demasiado en serio el juego de oposiciones, haciendo del desinhibido y locuaz Driss una excusa para entregar un chiste cada dos fotogramas (que, gruesos y todo, a decir verdad “funcionan”). Philippe no es solamente un millonario tetrapléjico, es también un hombre melancólico que rememora los tiempos felices junto a la mujer que amó y murió prematuramente. Un alma sensible que gusta de la ópera y del coleccionismo de obras de arte, alguien que tímidamente ha comenzado una relación epistolar intermediada por la redacción de su joven asistente. Nada más alejado de Driss, senegalés de pasado sórdido que se presenta en una entrevista laboral para ser su cuidador personal. Lejos de desear el empleo, le solicita una firma para demostrarle al Estado, su (frustrado) interés por conseguir trabajo, necesario para mantener el seguro con el que subsiste. Previsiblemente es contratado, y la primera media hora de la película es tan sólo una excusa para recordarnos cuán diferentes son. Como siempre, son los puntos de ambigüedad los que “salvan” a estas propuestas del mero maniqueísmo, llevándolas un paso más allá del entretenimiento. A diferencia de la sobrevalorada El discurso del rey, en donde la historia servía para instaurar la idea de que el proletariado podía hermanarse con las clases superiores bajo la condición de no perder su aura bufonesca, aquí el vínculo se desarrolla más horizontalmente. Hacia el final, la película nos muestra a un Philippe abrumado tras la partida de su cuidador, a quien él mismo le sugirió su retiro para ocuparse del cuidado de un niño díscolo, integrante del clan familiar. Barbudo, ojeroso, estancado en su propio circuito de lujo y conformismo, el retorno con gloria será el de Driss, quien pudo condensar sus recientes vivencias en una apuesta por el futuro. Es él quien viene a proponer una nueva mirada, ya descontaminada del ocio, mucho más humana y “responsable”. Una idea que, hoy en día, en una Francia en donde la xenofobia ha desarrollado fecundos lazos con el poder estatal, puede sintetizar un mensaje de feliz incorrección política.
Publicada en la edición impresa de la revista.
Reírse en serie Cultores de un humor que mezcla golpes y picadas de ojos con crítica social, los tres chiflados se ganaron un espacio en la historia del entretenimiento televisivo. Con una relativa efectividad llegan a la pantalla grande. Larry, Moe y Curly, esos tres freaks tan entrañables que, en blanco y negro, protagonizaron cerca de 200 cortos para la Columbia Pictures entre 1934 y 1958, hasta pasar a la televisión, medio que los hizo célebres en todo el mundo. Tres tipos pobres a los que cuesta decirles “pobres tipos” porque, al fin de cuentas, entre tanto golpe había bonhomía, ternura, compañerismo. ¿Qué resultado podría arrojar el cruce de ese universo con el de los hermanos Peter y Bobby Farrelly, aquellos que entregaron con títulos como Tonto y retonto (Dumb & Dumber, 1994), Loco por Mary (There's something about Mary, 1998) o Amor ciego (Shallow Hal, 2001) momentos de incorrección política en estado puro? Los tres chiflados (The Three Stooges, 2012) –la película- es un acercamiento “respetuoso”, con aggiornamiento incluido. Es decir, una película que recrea lo más característico de la serie (están las caídas, los accidentes domésticos, el humor verbal construido grupalmente, etc.) recontextualizado en una trama más extensa. Abandonados en un orfanato (la película no dice nada del origen judío de los personajes), ya desde su infancia mostrarán su tan particular personalidad. Si en la serie sus peripecias nos mostraban la abundancia e idiotez de los ricos en tiempos de crisis, aquí algo de eso queda, aunque en determinado momento se nota “la trama”. Es decir, la voluntad por hacer que esas marcas de estilo entren a la fuerza dentro de la historia. El tiempo de crisis llegará en la adultez del trío, cuando las monjas que los cuidaron durante toda su vida comuniquen que, por no tener fondos, el orfanato cerrará sus puertas. Tamaña desazón les genera la noticia a Larry, Moe y Curly, que saldrán al mundo exterior para buscar una solución, sin imaginar que terminarán metidos dentro de un siniestro plan familiar. Nuevamente: la humanidad está del lado de los “tontos”. Esta excusa argumental para ponerlos en acción entrega varias secuencias rutinarias, pero otras tantas con gracia y solvencia actoral. Como por ejemplo aquella breve estadía en el zoológico, o la inclusión de Moe en un reality show (posiblemente, la mayor “osadía” de esta re-lectura). Hay que reconocerles a los poco conocidos actores que interpretan a los tres chiflados (Chris Diamantopoulos como Moe, Sean Hayes como Larry y Will Sasso como Curly) la capacidad ya no sólo de buscar una “mímesis”, sino de hacerlo de forma orgánica, tratando de superar la mera copia para hacer que ese material viva en otro formato. Lo han logrado. Y hay que decir, también, que el humor más celebrado de los Farrelly ya ha quedado un poco anacrónico, como si hubieran empleado toda su fuerza creativa en los ’90 y allí se les agotaron los recursos. Hoy en día, Los tres chiflados puede pensarse como un hiato a una carrera que muestra signos de agotamiento, pero que tal vez sea el puntapié de algo nuevo. El tiempo dirá.
Los jóvenes de hoy Tilva Ros (2010), del realizador serbio Nikola Lezaic, se centra en la apática vida de un grupo de skaters practicantes de la autoflagelación al mejor estilo Jackass, pero desde una mirada contemplativa. En una zona balcánica en donde alguna vez la actividad minera impulsó un crecimiento económico ahora detenido, un grupo de adolescentes skaters pasa el tiempo desentendiéndose de los reclamos del mundo adulto. No sólo usando el espacio para recorrerlos sobre ruedas, sino emulando al grupo de Jackass, filmándose en maniobras de mediano y alto riesgo. Actividad que da cuenta de la camaradería e ímpetu irreverente de la masculinidad adolescente, aunque en determinado momento las flagelaciones se vuelvan más serias y por lo tanto mucho más atendibles. Tilva Ros tiene como protagonista a uno de esos jóvenes, en disputa con su mejor amigo (quien le prestará más atención a una amiga recién llegada) y en disonancia con el mundo adulto en general. El mayor problema del film es que esas rutinas se tornan repetitivas, y por momentos el caos del mundo representado repercute sobre la puesta. Lo que queda suspendido en algunos momentos muy bien logrados, como el plano secuencia en el supermercado, en donde parte de esa efervescencia juvenil traspasa la pantalla. Con sus logros y desaciertos, Tilva Ros es una propuesta a tener en cuenta ya sea por ser parte de una cinematografía a la que rara vez se tiene acceso -y que siempre es bienvenida- o por poner al espectador en dialogo con la complejidad de un universo distante por el que nunca está de más darse una vuelta.
Las otras postales del Primer Mundo El documental de Sylvain George (premiado en el BAFICI 2011 como la Mejor Película de la Competencia Internacional) es un áspero y riguroso testimonio sobre la inmigración que elude el didactismo y aleccionamiento. Con Figuras de guerra, (Qu'ils reposent en révolte (Des figures des guerres), 2011) el cineasta y activista político Sylvain George entrega un documental político puro y duro, aunque la política en su sentido más institucional aparezca con fuerza recién hacia el tramo final. En blanco y negro se despliegan una variedad de secuencias que capturan las tristes experiencias de vida de un grupo de inmigrantes ilegales en el norte de Francia. Provenientes de África, buscan cruzar el Canal de la Mancha para llegar a Inglaterra. Alejado del formato televisivo, George evita en la mayor parte del metraje al testimonio directo a cámara, centrándose en las acciones más elementales del ser humano (comer, dormir, refugiarse, etc.). Los fundidos en negro le dan a su documental un sesgo episódico, tensando la espera que para estos hombres resulta abrumadora. Esa sensación de hastío y de no pertenencia es transmitida de forma efectiva, y si tenemos en cuenta las dos horas y media de duración de la película, estamos frente a un riguroso material audiovisual no apto para todos los públicos. Una propuesta visceral que deja oír las “otras voces” del Primer Mundo, con algunos momentos de una validez testimonial enorme, como aquel en el que se queman los dedos con un tornillo caliente para borrar sus huellas digitales. Una dura imagen de nuestra contemporaneidad. Pese a esa aspereza que se sostiene desde el trabajo formal, el realizador recupera lo más esencial del ser humano mostrando su negación. En el ocultamiento de la identidad, se encuentra la imagen más conmovedora de Figuras de guerra; casi un llamado a la reflexión mirada desde una óptica humana, construida sobre la base de un permanente estado de emergencia. En ese sentido, el documental aborda desde el registro cinematográfico dos conceptos que la filosofía moderna se ha venido replanteando desde hace algunos años: el campo de concentración como nomos de lo moderno (central en Giorgio Agamben), es decir, la continuidad de los mecanismos que posibilitaron Auschwitz pero en la contemporaneidad, institucionalizados bajo nuevos preceptos. Y la idea de “no lugar”, en el sentido de un lugar sin pertenencia ni marcas de individuación, los espacios en donde estas comunidades luchan para encontrar un sentido a sus existencias. Figuras de guerra es, en resumen, un trabajo de notable solidez formal en donde conviven lo político y el detallismo, que, a tono con varias ficciones francesas de los últimos años, cuestiona los mecanismos de poder del Estado y el aberrante sistema de represión a las corrientes inmigratorias.
De egoísmo y soledades En 3 (2012), el uruguayo Pablo Stoll se detiene en la vida de Ana (Anaclara Ferreyra Palfi) y sus dos padres divorciados. Cada uno, a su manera, intenta encontrar una vida más intensa, menos gris. 3, más que desarrollar una trama, disecciona las rutinas y oportunidades de cambio de Ana, Rodolfo (Humberto de Vargas) y Graciela (Sara Bessio ). Cada uno de ellos, con su cotidianeidad a cuestas, intenta cosechar un “algo más”, ese toque de gracia que puede hacer que la vida sea más que una sucesión de actos que cumplir. Es así porque Ana, por más inteligente que sea, ve perder su año escolar a costa de llegadas tardes o inasistencias, sin importarle demasiado nada. O que a Graciela, frente a la angustiosa convalecencia de una tía que no tiene otros familiares, no le quede otra opción que ser su única cuidadora. Y qué decir de Rodolfo, tal vez el más “caricaturizable” de los tres, el padre que se asoma a la que fue su casa e intenta generar una empatía, claro está, sin demasiado éxito. Así son las criaturas sobre las que Stoll posa su cámara, construyendo por momentos una puesta teatral, absurda, casi didáctica. Cuesta no tomar un poco de distancia frente a tales cuadros, pero el mérito es que cada uno de ellos terminen siendo queribles, hasta familiares. La compulsión sexual de Ana –varios intentos de conquista mediantes- transita desde la infidelidad hasta la exploración de sí misma, convirtiéndonos en “cómplices” de sus salidas furtivas. Su madre mirará con un poco de distancia esos libros de autoayuda, tan simplificadores, que lee su compañero de banco en el sanatorio. Pero que, finalmente, se transformará en su pareja. Cuando esas páginas se transformen en lectura en voz alta, sentiremos algo más que mensajes ramplones, sino compañía pura. Así, mostrando un panorama sórdido y haciéndolo más humano, 3 evita moralizar o condenar a sus personajes al estatismo o al maniqueísmo, aunque en el caso del padre esto tarde en ocurrir. Al igual que en su film anterior, Whisky (de 2005, codirigido con Juan Pablo Rebella) hay un aire al cine de Kaurismaki, pero con una tonalidad “uruguaya”. Los espacios exteriores tienen esa cualidad pausada de una ciudad que a diferencia de una metrópolis avanza de manera más relajada. La afinidad con el cine del realizador finlandés también está dada por la forma sutil en la que Stoll hace de cada gesto una ventana al mundo de sus personajes, en una apuesta por la construcción dramática que podría considerarse “minimalista”. Auténtica “comedia triste”, 3 también tiene algo de aquel Nuevo Cine Argentino de los films de Martín Rejtman y Ezequiel Acuña. Es una exploración de mundos cercanos, familiares, pero a la vez separados por una barrera (generacional, vincular, espacial) a la que el relato expone. Por más que a Ana la puedan dejar sin viaje de egresados, o que la pérdida de una tía la cargue a Graciela de un trabajo excesivo, o que el finalmente querible Rodolfo “no pegue una”, las oportunidades aparecen. Como le pasa al personaje de Jorge Jellinek en la también uruguaya La vida útil (Federico Veiroj, 2010), a veces tan sólo hay que poner música y animarse a unos pasos.
Familia muy normal Una serie televisiva de los ’60 es la excusa que tomó el genial Tim Burton para volver a regalarnos su muestrario de freaks y ambientes siniestros, con la maestría visual que lo caracteriza. Pese a tener algunos puntos débiles en el guión, Sombras Tenebrosas (Dark Shadows, 2012) termina siendo un film disfrutable. Ya sea el joven manos de tijeras, el atormentado Batman que recreó en dos películas, o el siniestro Sweeney Todd que andaba por la vida degollando gente, las criaturas de Burton pueden ser oscuras pero esconden su lado “querible” o, por lo menos, una parte que los humaniza y por momentos enternece. Barnabas Collins (Johnny Depp, en su ¡octava! participación en un film del realizador) no es la excepción. Inglés de nacimiento, tras arribar en 1752 al “Nuevo Mundo” (la ciudad norteamericana de Maine, en este caso, célebre por ser el lugar en donde transcurren varias novelas de Stephen King) junto a sus padres, sufrirá una maldición a cargo de Angelique Brouchard, la malévola sirvienta a la que rechazó sentimentalmente. Luego de matar a sus progenitores, encantó a su prometida para que se arrojara desde un acantilado ante los propios ojos del joven, quien se completó el cuadro trágico arrojándose sobre ella. La muchacha murió en el acto, pero él fue transformado en un vampiro, por obra y (des)gracia de Angelique. Finalmente el pueblo enardecido, incentivado por la bruja (en un cuadro que nos recuerda a Frankenstein, de Mary Shelley) lo enterró para que pase una triste eternidad. Su retorno al mundo social es en la década del ’70 del siglo XX, cuando una obra en construcción produce la apertura de su féretro, con final previsiblemente triste para los trabajadores. Casi simultáneamente llega Victoria Winters (Bella Heathcote), una joven con pasado igualmente ominoso (“entre freaks nos entendemos”, podría ser el axioma burtoniano), motivo de una secuencia de títulos con la deliciosa Nights in white satin, de The moody blues. Como abstraída de la humanidad circundante, con una tez tan pálida como la de Barnabas, desde su propio cuerpo pre-anuncia la afinidad que los terminará uniendo, en una vuelta al “eterno retorno” del que alguna vez escribió Friedrich Nietzche. Victoria viaja para ser la institutriz de David, un niño de la familia Collins, o lo que queda de ella… El pequeño acaba de perder a su madre en un hecho confuso, lo cuidan su tía Matriarch Elizabeth Collins Stoddard (Michelle Pfeiffer); Roger, el padre poco congratulado con su angustia (Jonny Lee Miller); su prima en plena adolescencia (Chloe Moretz), una psiquiatra alcohólica (Helena Bonham Carter), y dos sirvientes. Ricos venidos a menos, subsisten penosamente en la gigante pero corroída mansión familiar, otrora el reflejo de una poderosa empresa portuaria que ahora no es ni sombra de lo que era. Y en mucho de ello tiene que ver Angelique, quien no tardará en revivir viejas pasiones cuando sepa del regreso del vampiro. Que, por supuesto, marchará directo a su residencia, en donde primero será mirado como un loco, pero poco a poco resultará esencial para el progreso de los Collins. Sombras Tenebrosas tiene una excelente banda sonora y un humor bien dosificado, construido en buena medida sobre dos tiempos anacrónicos: el de Barnabas, que contrapone los tiempos coloniales con los ’70 (hay una escena graciosísima, cuando descubre un cartel gigante de McDonnal´s), y el del espectador, que se zambulle en el espíritu retro tamizado por la mirada de Burton. A tal punto, que la película se asemeja bastante a un ejercicio de estilo, en donde éste se impone de manera demasiado drástica al relato. En ese sentido, el guión es el punto más débil. En primer lugar, porque hay demasiados personajes, y en segundo porque hay varias arbitrariedades. En determinado momento se hace muy evidente que hay que “cerrar” las sub-tramas y hay decisiones bastante arbitrarias para conseguirlo. Esto le quita fuerza al conflicto principal, que radica en las fuerzas oscuras propiciadas por Angelique (una sensual y deliciosamente malévola composición de Eva Green), que obturan la posibilidad de que el vampiro se reconcilie con la existencia (para no decir la vida). En otro nivel de lectura hay, solapadamente, una crítica al materialismo norteamericano y al idealismo setentoso, que en ningún caso congenian con asuntos más románticos como, por ejemplo, el desmesurado amor del vampiro. Barnabas asesinará para sobrevivir a proletarios, hippies e incluso burgueses. Sombras Tenebrosas no es la mejor película de Burton. Pero no deja de ser un buen entretenimiento que ostenta más ideas que el promedio de las películas de Hollywood. Y, en definitiva, es una buena oportunidad para encontrar a un realizador divirtiéndose con sus muñecos darks, cual niño en su juguetería preferida.