Soñé un sueño Los Miserables (Les Misérables, 2012), el nuevo film de Tom Hooper, director de El Discurso del Rey (The King's Speech, 2010), es la transposición a la pantalla del ya clásico musical de Broadway, inspirado en la célebre novela de Victor Hugo. Se trata de una propuesta operística, que por momentos peca de ser demasiado solemne. Sabemos que el pasaje de un lenguaje a otro implica una renovación. A esta altura de la historia del cine, la transposición más conflictiva es la del musical de teatro. En principio, porque se trata del género teatral más masivo en cuanto a su grado de internacionalización. Esta cualidad parece otorgarle un aura especial, como si se tornara más difícil modificar el material de base en pos de un lucimiento cinematográfico que -al mismo tiempo- no traicione a los “fans” de la comedia musical. El hecho de que la historia sea cantada (a veces también coreografiada) constriñe aún más el dispositivo del cine, sobre todo cuando la identidad del relato está dada por grandes coreografías (Chicago (2002), en ese sentido, es el mejor ejemplo). Los miserables (la obra teatral, no el film) ha batido records de público desde su estreno en la década de los ’80, convirtiéndose en uno de los pocos musicales con “contenido social” que capturó la atención de millones de personas. Ya no a partir de coreografías que funcionan como mecanismos de relojería, sino a partir de canciones de corte operístico que cuentan una historia excelsa, plena en pasiones. Hay que decir, entonces, que desde esta perspectiva Los Miserables (ahora sí, la película) se esfuerza en corresponderse con esa historia que aúna novela sentimental y desmesura, esencialmente con una dirección de actores bien definida y con una puesta en escena grandilocuente. Ambas elecciones tienen sus problemas. Pero antes de embarcarse en ello, ¿de qué trata Los Miserables? En la Francia que vivencia los cataclismos sociales post-Revolución Francesa, un grupo de personajes refleja la miseria social que caracteriza al país. Jean Valjean (Hugh Jackman) es un paria, el reverso del “ladrón de guante blanco” que es perseguido obsesivamente por el inspector de policía Javert (Russell Crowe). Tras superar (momentáneamente) su destino adverso, de forma casual tomará contacto con Fantine (Anne Hathaway, la mejor actuación del film), una pobre y desdichada joven que cayó en la más dura marginalidad y lo único que desea es que su hija no corra la misma suerte. La historia se detiene en dos generaciones, y el comentario social se irá agotando, produciendo que todo el espesor dramático se condense en la cuestión amorosa (en esta línea, vinculada a la hija de Fantine y a un muchacho que forma parte de los alzamientos en contra de las autoridades vigentes). Retomando lo que planteamos anteriormente, Tom Hooper construye una puesta grandilocuente, haciendo uso (y abuso) de tomas elaboradas con ayuda digital (planos aéreos, imposibles de realizar sin herramientas sofisticadas, por ejemplo). Todo es desmesurado, todo adquiere una gravedad que se torna excesiva. Y, si bien hay un evidente profesionalismo en la construcción de la imagen, por momentos la película puede resultar aburrida. Sus 157 minutos de duración tampoco ayudan demasiado. En cuanto a las actuaciones, van en esa misma línea. Sin tener la misma destreza vocal que sí deben tener los intérpretes teatrales, no todos los actores del film consiguen emocionar haciendo uso de sus voces para transferir la emoción necesaria y así identificarnos con ellos. El mayor problema está en Crowe, cuya labor carece de matices. Curiosamente, el momento más álgido es el que obtiene Hathaway, quien en una elección minimalista (un único plano) transmite todo su pathos y entrega el momento más emotivo del film. No está exenta de virtudes Los Miserables. Es indudable que será premiada en varios rubros en los inminentes premios Oscar. Pero sus méritos cinematográficos no van más allá de la corrección.
Lejos de sí misma La nueva película de Sergio Mazza (realizador de El amarillo, 2006; Gallero, 2008; y la aún inédita Natal, 2010) tiene como personaje principal a María (Belen Blanco), una inmigrante argentina que vive en Francia y está a punto de ser deportada. Con un tono lúgubre, el realizador sigue sus penosos pasos y consigue transmitirnos toda su desazón. María está en un momento límite de su vida. En Francia, el único consuelo que tiene es comunicarse telefónicamente con su madre, a la que debe mentirle para no generarle preocupación. Las cosas no marchan bien, y no hay confidentes cercanos. Ha decidido alquilarle una habitación a Jérome (Antoine Raux), un pintor recientemente separado que tampoco está en su mejor momento. Con esos apuntes dramáticos, Mazza explora a estas dos criaturas y lo hace a partir de un “realismo intimista” que nos recordará en varios momentos al cine de los hermanos Dardenne. Si bien el film adquiere, minuto a minuto, cierto despojamiento que enfatiza el carácter subjetivista, lo social no queda en ningún momento marginado. Ocupa un espacio relevante a través de la problemática inmigratoria en uno de los países que más restricciones presenta al respecto. El relato le dedica a este asunto dos secuencias particularmente penosas, en donde María (interpretada con sensibilidad por Blanco) debe demostrar en una oficina estatal su condición legal dentro del territorio francés. El realizador concentra estos momentos en planos estáticos, modalidad que pronuncia la tensión dentro del mismo cuadro. Se genera, de esta manera, la sensación de que estamos a un paso de distancia de la desdichada joven. María descubre que Jérome fotografía modelos desnudas, y se ofrece a cambio de mantener su estadía. A partir de allí, se irá produciendo entre ambos una dialéctica que transita la incomodidad, el descubrimiento y –finalmente- una serie de encuentros sexuales en donde se reitera un esquema de dominación masculina. La puesta en escena le imprime a esos momentos una cualidad que elude lo sentimental y enfatiza la fisicidad de los encuentros, como si de alguna manera fueran irrupciones dentro de un clima de latente agobio. Sin llegar a ser abordada a partir de una estética feísta, hay una voluntad estética para que todos los ambientes luzcan aletargados, desprovistos de color. Tampoco hay banda sonora, elecciones estéticas que señalan el drama interno de la joven. Si le va tan mal, ¿qué es lo que finalmente retiene a María en Francia? ¿Por qué Jérome no intenta indagar en su vida, y llegar a mitigar sus penas? Incomodidad podría ser la palabra que mejor defina al encuentro con el otro. Si al comienzo se lo pide como un favor, más tarde no tardará en pedirle que se vaya cada vez que llegue de visita su hijo. No hay gestos de ternura entre ambos, tan solo hay momentos de efímera comunión. Lo que dice María es ínfimo en comparación a lo que calla. Poco sabremos del pasado y el futuro: la postal que configura Graba (2011) es gris y se oscurece cada vez más.
Creo que lo que no he visto es cierto Luego de haber demostrado con Música en espera (2009) tener solvencia para manejar los resortes de la comedia romántica, Hernán Goldfrid entrega con su segundo film una historia oscura que gira en torno a una obsesión. A esta altura, está plenamente demostrado que Ricardo Darín mantiene un affaire con el policial. No sólo por haber protagonizado El Secreto de sus Ojos (Juan José Campanella, 2009), exponente del género que se transformó en uno de los grandes éxitos del cine nacional. Su carrera también ostenta títulos como Nueve reinas (2000) y El aura (2005), las dos joyas de Fabián Bielinsky, o La señal (2007), película que el mismo actor co-dirigió junto a Martín Hodara. Si seguimos esta línea de análisis, Tesis sobre un homicidio (2012) es -dentro de su filmografía- un caso particular. Realizada con excelencia en los rubros técnicos, la película presenta algunas particularidades que la distancian del género. Al menos, en su variante más clásica. El personaje que aquí compone Darín es el investigador del caso, en parte la víctima y, tal vez, el impulso a una serie de acontecimientos turbios. Muy turbios. Abogado retirado, “profesor-estrella” de la Facultad de Derecho, Roberto Bermúdez es esa clase de tipos que son capaces de promover con un único gesto la distancia y el fanatismo, sin medias tintas. Su inteligencia y su discurso, entre soberbio e ingenioso, le han servido para ganarse un lugar destacado en la vida académica. Que, por otra parte, transita sin deshacer su vertiente más hedonista. Por ejemplo; levantándose a un bella ex alumna con tan sólo una mirada cómplice. Hasta que un día… Gonzalo (Alberto Ammann), un joven argentino que prácticamente ha vivido toda su vida en España, llega a su clase. Vinculado a su pasado (Bermúdez fue, alguna vez, muy amigo de su padre), el muchacho le genera una suerte de desconfianza que se desata cuando, frente a la clase, en el estacionamiento, encuentran el cadáver de una joven. Y ni que hablar cuando ambos se involucren sentimentalmente con la hermana de la chica asesinada, introduciendo el elemento erótico en la trama sangrienta. A partir del momento en el que encuentran el cuerpo la película adquiere una matriz expresionista. El punto de vista excluyente es el de Bermúdez, y la trama entonces se hace más mental, más metafísica. En suma; más paranoica. Y esa constricción le da al relato una identidad propia, al mismo tiempo que lo ubica en un camino un tanto displicente. Porque esa obsesión que la película asume como propia tiene aristas ambiguas. Ese “algo tiene” del alumno con cara bonachona termina convirtiéndose en un rasgo reiterado ad infinitum. A veces, “adición” no implica “progresión” en términos dramáticos. La tensión está tan explicitada que por momentos faltan matices, zonas más calmas que nivelen el drama que acontece y, en definitiva, lo hagan más efectivo. Goldfrid demuestra que sabe conformar equipos. Queda claro con la exquisita fotografía casi publicitaria, o la transparencia que le otorga al film el empleo de planos secuencia. Menos efectiva es la banda sonora, que le impone a la película un desmesurado tono de gravedad que la imagen por sí misma ofrece. Ahora bien, también es evidente que hay algunas elecciones que ponen a Tesis sobre un homicidio al borde de lo arbitrario. ¿Es posible que la guardia que hace Bermúdez frente a la casa del alumno sea en un bar (no digamos una estación de servicio, por ejemplo) abierto toda la noche, y que justo en el momento en el que despierta se encuentre con el joven saliendo de su casa? ¿Es tan acertado que en una película tan oscura todo luzca como salido de una publicidad de cigarrillos importados? Cierto manierismo en la construcción de la puesta se funde con los diálogos, el otro problema del film. La altisonancia y algunos parlamentos en exceso literarios restan verosimilitud. Pese a los defectos apuntados, Tesis sobre un homicidio es una interesante incursión en el territorio del policial. Un caso aislado dentro del género, tan aislado como lo está Bermúdez. La película de Goldfrid es proclive a ser pensada en clave alegórica; termina convirtiéndose en un relato sobre la percepción y el modo en el que nuestros miedos nos llevan hacia la autodestrucción.
El estudiante Tras haber realizado dos films de ficción (Ana y los otros, 2003; Una Semana Solos, 2008) Celina Murga ingresa en Escuela Normal (2011) al terreno del documental. No obstante, allí aborda con sensibilidad algunos de los temas que aparecían en sus dos primeras películas. Si habría que definir las mínimas coordenadas que definen al cine de Celina Murga, no sería inapropiado pensar en el naturalismo y en la sensibilidad que surge desde el universo cotidiano. El primer término (una derivación del realismo, más estudiado en teatro y en literatura) se hace evidente en el modo en el que los hechos se suceden. Las causas y las consecuencias no quedan expuestas de forma estructurada, programática. Por el contrario, en las secuencias de Escuela Normal los diálogos y sus conexiones argumentales se gestarán con un aura de espontaneidad y a través de la mirada de un espectador activo. La sensibilidad viene dada por lo que la realizadora decide exponer: un puñado de momentos de la vida de estudiantes secundarios, a los que filma con discreta distancia en algunos pasajes y con notable cercanía en otros, pero siempre con ternura (jamás impuesta) y sin bajadas de línea. No hay un único protagonista en este documental, pero a medida que avanza el relato se esbozará un protagonista grupal: el sistema educativo. Retratado de puertas adentro, aunque en unas pocas secuencias Murga ingresa a otros escenarios (una radio, la casa de un compañero). Esta decisión genera un micro-clima que deviene familiar, preludiado con un estupendo plano secuencia (hay, en verdad, muchos) con el que comienza la película. En él, vemos a un estudiante ingresando a esta escuela de Paraná en la que funcionan todos los niveles educativos. La misma en la que estudió la realizadora. Y no es casual: la puesta en escena da la sensación de que el espacio es conocido milimétricamente por quien lo registra. Si bien Escuela Normal es un documental, es evidente que la realizadora apela a mecanismos narrativos propios de la ficción, del mismo modo que en sus dos películas ficcionales aparecían elementos del cine documental. La narración ofrece diversos ejes, plasmados en diálogos que aparecen como “robados” de la realidad misma. Así, se genera una empatía con los chicos y con los docentes. La progresión dramática está debidamente dosificada, llegando a generar intriga en uno de los temas cruciales: la elección del Centro de estudiantes. La política educativa, las resoluciones ministeriales que condicionan el accionar docente, los métodos para corregir la indisciplina, el cuestionamiento a los contenidos curriculares, los signos patrios; algunos de los tópicos con los que Murga ingresa a esta escuela normal. Siempre con sensibilidad, sin menospreciar los detalles, haciendo de su trabajo un terreno para el debate a partir de un espacio que nos resulta esencial para la construcción de la ciudadanía. Pero que, al mismo tiempo, forma parte de nuestro anecdotario sentimental.
Ella y yo, acorraladas En el día del primer recital en Buenos Aires del tour MDNA se estrena El romance del siglo (W.E., 2011), segundo film dirigido por Madonna. El romance entre el Rey Eduardo VIII (James D'Arcy) y su amante, Wallis Simpson (Andrea Riseborough), llega a la pantalla grande de la mano de la estrella pop. Es curioso que tratándose de una de las artistas más controversiales e irreverentes del mundo, en El romance del siglo la cantante (y directora) Madonna haya cedido ante tal grado de corrección política y de estilo. Naturalmente, la historia-base proveía muchos más vericuetos y puntos oscuros que la trama sentimental a la que –evidentemente- aspiraba retratar. Pero si bien está lejos del desastre que los críticos norteamericanos apuntaron, estamos frente a una película que hace uso y abuso de su consciencia feminista. A medida que la trama avanza, da la sensación de que el film no termina de fluir porque se nota demasiado las ideas que se revelan como su razón de ser. Los espectadores que tengan presente el comienzo de El Discurso del Rey (The king´s speech, 2010), recordarán la abdicación al trono del Rey Eduardo VIII, quien dejó su cargo para poder casarse con una norteamericana con la que inició una relación cuando aún estaba casada. Ese fue el puntapié para la asunción del “rey tartamudo”, personaje central en aquel film. Aquí, el protagonismo se invirtió. Aunque no se trate de uno absoluto, porque El romance del siglo introduce a un personaje contemporáneo e igualmente significativo; una bella ama de casa también llamada Wallis (Abbie Cornish) que admiró siempre a la “Wallis histórica”. Tanto, que escapa de su penosa relación marital yendo continuamente a ver la colección de objetos que pertenecieron a los duques. La dirección de arte es excelsa, preciosista. Muy a tono con esos productos de qualité que a Harvey Weinstein (el productor) le encantan. Esta variable estética llega, por momentos, a exasperar. Es como si Madonna estuviera más atenta a lo tangible que a lo intangible, que cobra en la admiración de la Wallis actual por la Wallis antigua su mayor sentido. No conforme con que las historias “dialoguen” de forma sutil, la trama entrega una serie de encuentros entre las dos mujeres. A las que –se nos recuerda una y otra vez- las une la maternidad frustrada, la violencia de género, la inconformidad cotidiana. También las une el amor prohibido, desde ya. Que el guión obvie los comentarios racistas de la Duquesa y pase muy superficialmente las acusaciones de simpatía con los nazis del Duque, vaya y pase. Pero que analogue aquel romance (“el del siglo”) con el de una joven de clase media alta frustrada y un sensible poeta ruso que custodia la muestra de Sotheby’s es demasiado. Y no porque no se puedan encontrar equivalencias, sino porque todo luce acartonado. Sólo la última media hora consigue que la historia de los duques cobre un poco de vida, y eso ocurre porque Madonna profundiza (sin abandonar su puesta en escena correcta, “a la Hallmark”) el relato centrándose en la mente y contradicciones de Wallis Simpson. Dejando de lado el tono museístico y feminista que la encorsetó hasta ese momento. No es un detalle menor que la película se concentre tanto en mostrarnos –con lujo de detalle, valga la redundancia- sus preciadas joyas, en el pasado y en el presente de la historia. Chica material, le dicen.
Mi tierra En el documental El impenetrable (2012), sus directores retratan el viaje de uno de ellos al Paraguay, país en donde busca tomar contacto con las tierras que heredó de su padre para donarla a los nativos. Las cosas no le resultarán nada fáciles. Daniele Incalcaterra dice en el comienzo de El impenetrable que su trabajo es “hacer películas”. Junto a Fausta Quattrini dirigió este registro de su viaje, en el que la recuperación de las tierras que compró su padre y que tanto él como su hermano heredaron se torna un tanto densa. Como todo buen trabajo documental, lo que su peripecia pone en evidencia es mucho más que eso. Es un viaje que pone en vidriera a los efectos de la dictadura de Stroessner, un panorama del penoso trato que reciben los pueblos originarios y el triste estado de la fauna y la flora local. Daniele llega con las escrituras y lo primero que comprendemos junto a él es que el calificativo “impenetrable” tiene su razón de ser. Que más allá del asfalto se extiende un camino de tierra que desemboca en un territorio tan frondoso como rico, a los que un puñado de poderosos (no tantos) aspiran a explotar perpetuamente. Es por eso que, además de conmovernos, su intención por devolver las tierras “a la tierra”, como dice en determinado momento, nos puede resultar un propósito casi de otro mundo. A través de una serie de encuentros con abogados, políticos, un hombre que –aseguran- “es el más rico del país”, el mismísimo ex Presidente Lugo y varias personas más, el director y protagonista de esta historia nos atrapa con una película que, de convertirse en ficción, no debiera desdeñar nada de lo que la realidad le provee. En poco más de una hora y media, el documental despliega secuencias que desnudan la desidia burocrática y el sistema cuasi feudal que aún sigue vigente en América Latina. Por fortuna, los realizadores se han cuidado de no hacer de este panorama un motivo para caer en golpes bajos, poniendo el foco en la cuestión legal sin dejar de perder de vista el drama (social, histórico, natural) que funciona como contexto de la búsqueda por el reconocimiento de las tierras. Si bien en determinado momento es un tanto abrumadora la cantidad de información legal que el espectador recibe, no menos cierto es que los realizadores se las han ingeniado bastante para que el relato fluya. Tal vez, no está bien apuntado cuánto tiempo ha pasado desde la llegada hasta el destino final de Incalcaterra, o es un poco cuestionable la no aparición de habitantes aborígenes (que, por otra parte, son nombrados casi por todos), pero nada de esto le quita a El impenetrable sus méritos. Aquí, lo informativo y lo dramático (al fin de cuentas, en el documental también hay drama) están muy bien dosificados, en un trabajo que parte de lo personal para ampliarse y fundirse en lo comunitario.
El precio del poder En El ministro (L'Exercice de l'État, 2011), el realizador Pierre Schöller introduce al espectador a un tour de force de las miserias, estrategias y caos de la cocina política de un gobierno. Muchos conocerán a Olivier Gourmet por su participación en Rosetta (1999) y El hijo (2002), films de los hermanos Dardenne (aquí productores). De rostro adusto y enorme presencia, se trata de uno de los grandes intérpretes del cine que por este rol fue merecidamente reconocido en la edición 2011 del Festival de Cine de Mar del Plata. Schoeller utiliza todos sus recursos para conducirlo en este implacable relato sobre el “ejercicio del Estado”, título original del film (el Estado se ejercita, no es solamente un sustantivo; significación no menor). Gourmet le da vida a un ministro de transporte que debe lidiar con varios conflictos, con sus superiores y sus subalternos. El principal de ellos está relacionado con la posible privatización de este servicio, a la que él se opone. Al mismo tiempo, su desbordada mente tendrá que intentar apaciguarse para salir lo más indemne posible. Tarea nada sencilla que es retratada con solvencia narrativa por el realizador, que le imprime al relato un aire entre claustrofóbico y paranoico, merced a una puesta en escena en donde hay muchos planos secuencias y un trabajo fotográfico que “achata” los espacios interiores. Hay varios puntos de giro vinculados a las mezquindades de la política, a los que los espectadores accederemos a través del punto de vista del ministro. En ese sentido, la película bien puede leerse como un thriller, pero también como un descarnado drama en el que un hombre se debate entre el “deber” y el “poder (hacer)”. Un accidente que lo tiene como protagonista (secuencia implacable, contundente) hará que las decisiones deban tomarse con mayor rapidez, y que el entorno (el gobierno, los ciudadanos) se ajuste a tal circunstancia. El ministro abre un debate en torno a las limitaciones y beneficios del sistema democrático actual, tema que no se circunscribe solamente a la realidad política francesa, sino que se amplía hacia todos los países que tienen ese sistema de gobierno. Por lo tanto, bienvenido sea este film riguroso desde lo formal y dialéctico desde lo argumental, un entretenimiento sólido que nos hará reflexionar.
Ficciones escondidas Basada en un hecho real, la tercera película de Ben Affleck confirma aquello que se sostenía desde la primera: que es mucho mejor director que actor. Argo (2012) funciona como un mecanismo de relojería, aunque su patriotismo resulte un tanto irritante. El 4 de noviembre de 1979 la reciente revolución iraní tomó como rehenes a los trabajadores de la embajada de los Estados Unidos en Teherán. Los militantes, enardecidos porque ese país había ofrecido asilo al depuesto Sha Reza Pahlevi, tomaron control del edificio e iniciaron un largo cautiverio para 52 norteamericanos. Ignoraban que seis de ellos habían logrado escapar y alojarse clandestinamente en la casa del embajador canadiense. A partir de aquí, la “historia oficial” daba cuenta de la operación “Argo”, lo suficientemente exitosa como para traerlos con vida. Tras las más que interesantes Desapareció una noche (Gone baby gone, 2007) y Atracción Peligrosa (The town, 2010) Ben Affleck demuestra que sus capacidades como narrador cinematográfico siguen intactas, redoblando la apuesta al ingresar a un territorio más político y ambicioso, aunque no del todo convincente. En Argo trabaja de forma muy calibrada la tensión, la dialéctica entre campo y fuera de campo y la dirección de actores (hasta él mismo se luce actoralmente). Affleck interpreta a Tony Mendez, agente de la CIA que es convocado por el gobierno para resolver la situación de los seis trabajadores de la embajada, con el único objetivo de que vuelvan a tierras estadounidenses. Tras varios planes de improbable efectividad (hacerlos pasar por maestros de idiomas cuando éstos estaban prohibidos en ese momento, por ejemplo), elije “el mejor plan entre los peores”: organizar el falso rodaje de una película llamada “Argo” y hacerlos pasar por productores, guionistas y directores de arte del film. Primero, él mismo debía llegar a territorio iraní en representación de una ficticia productora canadiense (“todos aman a los canadienses”, dice en un momento). Y luego, debía asesorarlos para que el retorno se haga efectivo. El plan, sabemos, funcionó, pues en aquel entonces proliferaban los films como Argo. Largometrajes que, intentando emular el éxito Star Wars, producían verdaderos engendros con alienígenas, héroes y princesas en remotas tierras desérticas. Para dicha empresa contacta a dos productores (Alan Arkin y John Goodman, que iluminan cada fotograma), quienes lo ayudan a poner en funcionamiento tamaño delirio. Delirio que, por otra parte, el film explora con detenimiento. Más allá de que lo eminentemente político sea el “trasfondo” de la película (el comienzo, explicando con animaciones lo que había ocurrido en Irán, es indicio de lo lateral que es este asunto), la verdadera cuestión política de Argo pasa por mostrar la cocina del espectáculo cinematográfico. Una “cocina” que tiene varios puntos de contacto con el gobierno de Estados Unidos, a tal punto que podría pensarse a la historia norteamericana como la historia de las elipsis, las puestas en escena y la construcciones de heroísmos varios. En las secuencias que van hacia esta dirección, Affleck obvia el patrioterismo por momentos ramplón que le resta inteligencia a su relato y consigue algo más que un entretenimiento. Argo propone una dialéctica entre ficción e historia, pero no se anima demasiado a profundizar sobre cómo esa historia está empapada de una ficción aún mayor, que es la construcción de cierto tipo de heroicidad norteamericana que, lejos de haber producido actos humanitarios, ha condensado lo peor de la política moderna. En algunas secuencias o elecciones del guión, en cambio, cierto matiz “fabulesco” obtura esa omisión e invita a interpretar al film como un ritual de pasaje en donde Mendez, un hombre común, consigue transpolar un imaginario infantil para reconstruir su imagen en un mundo que le es hostil. No por nada, lo que subyace a la trama central es la historia de un padre que no vive con su hijo (está “distanciado” geográfica y emocionalmente de su esposa). Si algo ha producido la iconografía de ese cine que Argo (el proyecto de la CIA) imitó, es precisamente la ilusión de que la infancia está allí, tan solo con estirar la mano y tomar un juguete que amamos. Y dejarnos llevar a un mundo de aventuras mucho menos terrible que aquel en el que vivimos.
Los Fóbicos La araña vampiro (Gabriel Medina, 2012) es un película sobre la silenciosa conversión de Jerónimo, joven que pasa del miedo y la fobia a la búsqueda de su salvación. Con un notable trabajo de Martín Piroyansky, la segunda película del director de Los Paranoicos (2008) es una rara avis del cine argentino que vale la pena ver. Al comienzo sólo hay un paisaje virgen, casi sin marcas humanas. Las sierras ofician como telón de fondo, es difícil imaginar que tendrán implicancias mucho más serias para el desarrollo de la trama. En un automóvil viaja Jerónimo junto a su padre (Alejandro Awada). La luz solar descubre, de a poco, el rostro del joven. Hay algo de apático en él, preanunciando su personalidad anti-social y fóbica. Tal vez, el motivo del viaje busque hacer más cercana la relación entre ambos. En el final de la película, el mismo plano nos mostrará al personaje con un cambio notable. La narración de ese cambio es lo que nos presenta La araña vampiro. Tras ser picado por una araña, Jerónimo es atendido por una médica que le aplica corticoides. Pero él sabe que no hay solución. “Cosas de neuróticos”, podría decirse. Pero lo único que queda claro es que la situación va a empeorar, sobre todo cuando la pequeña herida se transforme en algo mucho peor. Luego, un lugareño le advierte que fue picado por la araña mala, que por algunos es conocida como “la araña vampiro”. “Pibe, te estás muriendo”, le dice. Y allí la película se internará en un espacio en donde coexiste lo mental y la acción. Algo que el joven ha hecho –deducimos- pocas veces en su vida: actuar, dejar de preocuparse para empezar a ocuparse. Gabriel Medina entrega, desde ese momento, un relato que tiene mucho de film de horror, pero en donde lo que es verdaderamente siniestro pasa por la procesión interior, casi como si se tratara de un film de David Cronenberg. Aparecerá Ruiz, un personaje marginal, alcohólico, mezcla de delirante místico y voz de la consciencia a-cultural que compone Jorge Sesán . Será el encargado de llevar al joven hacia su singular cura: para evitar la muerte, tendrá que ser picado por una araña de la misma especie. Hay algo religioso en la película de Medina. No en forma explícita, ni mucho menos referido a alguna religión en particular. Sino religioso en el sentido de re-ligar al protagonista con un estado de conciencia más pleno, menos material, más vinculado a la búsqueda de valores internos que prescindan del rivotril al que se ha acostumbrado. En consonancia con esta zona, el film hace de la peripecia un hecho trascendental y no tanto un sub-trama de acción propiamente dicha. Los personajes son pocos (a los ya mencionados, se agrega una joven de pocas palabras, enigmática, interpretada por Ailín Salas) y sirven como un contrapunto de Jerónimo. Mientras transita su lenta, ardua, penosa búsqueda, asistimos a una conversión. La naturaleza del converso, sabemos, implica la revisión y superación de los valores que lo definen. Por fortuna, Medina no explicita nunca esos valores, los hace evidentes en las marcaciones actorales y en la banda sonora que acompaña y acompasa el trayecto de Jerónimo. Cuenta, claro está, con Martín Piroyansky, uno de los mejores actores de su generación que ha sido el justo ganador del premio al Mejor Actor en el último BAFICI.
Un amor a medida Jonathan Dayton y Valerie Faris, los directores de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006), construyen con Ruby, la chica de mis sueños (Ruby Sparks, 2012) un relato sobre la ficción a partir de un vínculo amoroso. Calvin (Paul Dano, un acierto del casting) tiene mucho tiempo libre. Aunque, se sabe, el tiempo en quienes se dedican a crear siempre es relativo. Está la posibilidad de ir tejiendo una red de ideas que culmine en una obra cuando, en apariencias, no se está haciendo nada. En ese sentido, él ha sabido emplear el tiempo de forma productiva, pues pese a ser muy joven muchos lo consideran un muy buen escritor. El problema de Calvin no es el tiempo que emplea para crear obras, sino el que no utiliza para crear su propia vida. Hasta el cuidado de su pequeño perro lo hace con hastío, amigos no le sobran y –claro- tampoco hay “candidatas” para conquistar su corazón. Hasta que un día, sueña. Más precisamente: sueña con una chica “común y corriente” a la que llamará Ruby (Zoe Kazan, también guionista del film). Las películas “sobre la creación” conforman a esta altura una suerte de sub-género. Dentro de las más recientes, podemos mencionar a El ladrón de orquídeas (Adaptation, 2002). Con esa película, Ruby, la chica de mis sueños tiene no sólo en común este rasgo, sino también una marcada intención de reflexionar sobre el sentido de la ficción y la forma en la que nos transforma. E indagar sobre la permeabilidad de aquel sentido en la propia experiencia (amorosa, social, incluso filosófica). Durante la primera media hora la película no está del todo lograda, resulta un tanto reiterativa. Pues el mero retrato del escritor consigue que la puesta devenga esquemática, como si el espectador supiera de antemano qué es lo que se le va a contar. Las cosas se pondrán más interesantes cuando un día ese sueño empuje a Calvin hacia su máquina de escribir (es un looser anacrónico). Y al poco tiempo se aparezca Ruby, la chica de sus sueños, en carne viva. El guión se concentrará, a partir de entonces, en el impacto que genera la relación del escritor y su musa/novia en los demás personajes. Y, desde ya, en su propia vida. Otra vez, cierta previsibilidad se apodera de la película, que no termina de “cerrar” como comedia (los diálogos entre él y su hermano, un típico canchero, son bastante flojos). Como contrapartida, comienza a gestarse una interesante vertiente más existencial en torno al dilema de tener una vida a la medida de uno o dejar que todo siga su curso normal. Porque Ruby es bonita, generosa, amable. Pero, en definitiva, es una entidad que, mutatis mutandi, desarrollará sus propios deseos y contradicciones. Que le jugarán en contra a Calvin. Ruby, la chica de mis sueños, consigue hacia el tramo final superar su planteo ingenioso y dotar de humanidad a los dos protagonistas. En el resto del elenco no se percibe ese detenimiento, tanto el hermano como la madre (Annette Bening) y su pareja (Antonio Banderas) están construidos de forma estereotipada. Para Calvin, especie de Próspero moderno, el mayor conflicto surgirá cuando tenga que tomar una resolución ética sobre su capacidad creadora. Va a lidiar con su neurosis (que nunca dejó de estar), sólo que meditando y dejándose afectar por su propia obra. Que, como toda obra, lo interpela, lo señala, lo obliga a ser mejor artista. Y, afortunadamente, un mejor hombre.