Luego de haber integrado la Selección Oficial de Cannes (en donde Antonio Banderas se alzó con el premio al Mejor Actor), se estrenó el último opus de Pedro Almodóvar, Dolor y gloria (2019), considerada -con toda justicia- como una de sus mejores películas. - Publicidad - La primera imagen de Dolor y gloria nos presenta a Salvador Mallo (Banderas) sentado y sumergido en una piscina. La quietud -veremos con el correr del metraje- lo acompaña aún fuera del agua. Aquejado por múltiples dolores, Mallo ha visto su carrera como cineasta agotarse, quedarse anclada en los títulos que lo convirtieron en un artista valioso. Hasta que un día el pasado golpea su puerta: la Cinemateca lo busca para rendirle un homenaje, a partir de la exhibición de Sabor, una de sus primeras películas. Dubitativo al comienzo, finalmente decide presentarse luego de la proyección para dar un coloquio, pero para eso debe reencontrarse con Alberto Crespo (Asier Etxeandia), el actor que protagonizó aquel film. El detalle –no menor, por cierto- es que con él las cosas terminaron muy mal. “Desavenencias artísticas” que los alejaron e hicieron que no se volvieran a dirigir palabra. Treinta años atrás. Dolor y gloria se conecta temáticamente con La ley del deseo (1987) y La mala educación (2004), dos películas que también hacían foco en el derrotero de un cineasta. Las tres tienen como epicentro el deseo (nombre de la productora de los hermanos Almodóvar y Esther García) en sus múltiples estadios: desde la infancia (con el descubrimiento del placer merced a la contemplación del otro), la adultez joven y el acercamiento de la vejez, en donde -a partir de los recuerdos y del tránsito por el arte- el placer perdido puede ser recuperado. Desde este punto de vista, tal vez Dolor y gloria sea la película más proustiana del director de Todo sobre mi madre (1999). Con esta última también guarda puntos de conexión, vinculados al tiempo en el que el personaje protagónico formó su personalidad y sus afinidades afectivas, en una niñez austera que lo encontró rodeado de mujeres. La presencia de la madre (compuesta aquí por Penélope Cruz) retorna también en la adultez, en uno de los flashbacks más justificados en términos dramáticos de toda su carrera. Almodóvar encuentra en esta película (que tiene mucho de sinfonía, porque cada elemento resulta significativo y entabla un vínculo sensorial con el entorno) un equilibrio notable. Por un lado, recupera su pasión por el melodrama sin dejar de sellar su estilo en cada fotograma (están, claros, esos acordes tan almodovarianos y la predilección por los colores primarios), pero por otra parte se contiene en pos de no correrse de la subjetividad de su criatura. Banderas está estupendamente bien; preciso, sobrio cuando debe estarlo y más álgido cuando el dolor o el placer tocan su cuerpo. Pero sería injusto no decir que está estupendamente bien dirigido. Con esa economía (gestual, pero también de puesta), la película entrega secuencias conmovedoras, como por ejemplo la inicial (de gesta lorquiana), en donde un grupo de mujeres cantan mientras lavan la ropa en la orilla del río; o el momento del reencuentro de Mallo con un ex amante interpretado por Leonardo Sbaraglia, una muestra de cómo puede haber erotismo a flor de piel sin necesidad de exponer cuerpos al desnudo. Dolor y gloria resulta, finalmente, un film hecho de reminiscencias, de segundas oportunidades, pero también de “autoficciones” (como se dice en determinado momento) que ligan inevitablemente a Mallo con su creador, Almodóvar, un realizador que también supo vivir y explotar la “movida” y coquetear con el infierno de los excesos. Es también un relato sobre cómo instalarse –pese a todo- en la cordura, aún cuando debajo haya un volcán a punto de estallar. Como dice el personaje de Banderas a su otrora enemigo, “no es mejor actor el que llora, sino el que logra contener las lágrimas”; una máxima que bien podría graficar la esencia de esta delicada y sentida película.
El sonido me hace libre El documental de los hermanos Javier y Juan Zevallos se concentra en la labor musical de Matías, un joven recién salido de la cárcel. Si no fuera porque lo explicita la síntesis argumental (accesible a todo aquel que se sumerja en la variedad del FIDBA), no todos los espectadores sabrían que Matías acaba de salir de la cárcel. No obstante, hay algunas claves para saberlo. Claves que, afortunadamente, los realizadores ofrecen de forma orgánica, casi “ambiental”, en virtud de que lo que en Estilo libre (2017) importa es el devenir del tiempo, la búsqueda creativa, el interés por iluminar desde el arte determinadas zonas de la libertad y la redención. Freestyle rap es un término perteneciente a la jerga musical, un estilo que se apoya sobre la improvisación y la búsqueda de rimas. Para quienes están habituados al transporte público (subte y tren, sobre todo), el “estilo libre” es cada vez más reconocible dentro del ámbito urbano. Los realizadores se corren de ese centro al que comúnmente se lo asocia y hacen foco en la génesis de un disco. El ambiente elegido es Santa Clara del Mar, fuera de temporada, además de algunos momentos que transcurren en la cercana Mar del Plata. Matías pasa tiempo solo, en una casa frente al mar, recibe visitas de familiares, también de amigos. Se anima a improvisar en la rambla, se tatúa, pasa un tiempo con sus seres queridos. En ese ambiente cercano y coloquial se consolidan vínculos que ya parecen sólidos, y que en el tiempo y espacio retratados adquieren un matiz confesional, íntimo. De forma inteligente, en este documental el trabajo sonoro tiene un espacio central pero casi nunca se parece a la música que Matías hace. La banda sonora oscila entre la gravedad y la melancolía, pero desde otro género. Se trata de un acompañamiento, casi un comentario sobre el cotidiano del joven, a tono con sus movimientos y la singularidad dada por un espacio turístico fuera de temporada. En concisos 62 minutos, Estilo libre concentra los sentimientos del músico no sólo en su quehacer artístico, sino también en las secuencias que lo retratan a tono con lo que lo rodea; la mortecina luz de la costa, las olas que se rompen, la alegría de un carrusel pensado para niños pero reconvertido en escenario amoroso.
Tras haber desarrollado una interesante carrera en el documental (sobre todo, en el dedicado a la música, como en los casos de Rerum Novarum y Mundo alas) y haber dado un primer paso en la ficción con El patrón (2014), el realizador Sebastián Schindel estrena El hijo (2019). Se trata de la transposición del cuento “Una madre protectora”, del escritor Guillermo Martínez. - Publicidad - El rumbo que tomó Sebastián Schindel para su segundo largometraje de ficción es muy distinto al de su primer film. Si en El patrón el relato se ajustaba a un realismo naturalista, óptimo para mostrar con crudeza el maltrato que sufría su personaje protagónico (un casi irreconocible Joaquín Furriel), con El hijo Schindel le da forma a una película que se distancia de la denuncia para amoldarse a una situación pesadillezca. Furriel compone en esta oportunidad a Lorenzo, un ex alcohólico y pintor de obras que rememoran el arte de Goya. Su esposa, Sigrid (Heidi Toini), es una bióloga noruega con la que convive en una casa imponente. Su frialdad tal vez refleje la zona más oscura de su marido, reservada al pasado y la pasión con la que impregna la tela de sus cuadros. Lorenzo tiene también otro problema; tras haberse divorciado de su primera esposa, perdió contacto con sus hijas cuando se fueron a vivir a Canadá. Su deseo, entonces, pasa por tener una paternidad presente. ¿Pero eligió a la persona correcta? Como contrapunto de esta pareja, está la que componen Martina Gusmán (una abogada que supo ser su novia y alumna) y Luciano Cáceres. Ellos lo asistirán cuando, luego de ser padre, comiencen a sucederse una serie de eventos que lo dejan al margen del cuidado de su hijo. Ya como madre, Sigrid seguirá siendo asistida por la compatriota que la ayudó a parir (en su propia casa y a espaldas del padre: dato no menor): una mujer de mirada y actitud dura que encuentra en la máscara de Regina Lamm a la actriz ideal. No conviene adelantar más sobre esta trama que tiene sus puntos de giro y que toma contacto con algunos aspectos de El patrón, como por ejemplo la imposibilidad de actuar en un contexto opresivo (social en aquel film, más íntimo y siniestro –en términos freudianos- en este otro). La síntesis temática de El hijo parece reposar dentro de los lazos entre arte y ciencia, cordura y locura; ejes que condensan el derrotero de Lorenzo. En sus mejores secuencias, la película de Schindel traslada el pesar del pintor hacia la platea y la obliga a repensar cuánto hay de verdad y cuánto de mentira en las presunciones que el relato va tejiendo. El final, a tono con esta observación, reduplica la ambigüedad y deja de este modo la posibilidad de que cada espectador imagine su propio Mal.
La épica del cinéfilo Un cine en concreto (2017) aborda la pasión por el cine de un humilde albañil entrerriano. Se trata de una película sobre la persistencia y la fe en el arte como espacio de contemplación y reunión. Se define como “cinófilo” pero eso no quita que sea un cinéfilo de pura cepa. Omar, un albañil del pueblo entrerriano Villa Elisa, es el protagonista de este documental que tiene la virtud de acompañarlo en su recorrido y jamás ponerse por encima de él. Esta película de la realizadora Luz Ruciello nos interpela como espectadores, a partir del trabajo de Omar y de algunos apuntes biográficos que él ofrece en primera persona, en donde se vislumbra su bonhomía e interés por compartir su pasión sin esperar nada a cambio. El hombre fotocopia los anuncios que él mismo hace, los distribuye, selecciona las películas que proyecta en un proyector oxidado, limpia la sala (que él mismo construyó, dato no menor), oficia de acomodador. Menos de la producción de las películas, se encarga de toda la cadena que va desde el producto audiovisual hasta el espectador. No comprende las nuevas modalidades de visionado de films (jamás menciona la palabra “Netflix”) porque es consciente de la importancia de asistir a una sala y compartir un relato audiovisual. “Yo no entiendo a la gente que iba todos los fines de semana al cine y que hoy ni siente nada por el cine”, dirá en algún momento. Un cine en concreto pertenece a ese sub-género del documental que hace foco de una “persona singular”, sólo que aquí la singularidad recae sobre el propio dispositivo audiovisual. La “empresa” de Omar es también el testimonio de una época que deja de ser algo para transformarse en otra cosa, y tal vez por eso su oficio se enaltece; resulta conmovedor ver cómo con los recursos que tiene a mano hace lo que, en definitiva, también debería hacer el Estado en todo el territorio (ya sea una gran ciudad o un pequeño pueblo). Es decir: garantizar el acceso al cine, promoverlo como un espacio nodal para la construcción y el progreso cultural. Tal vez, el documental pudo adentrarse un poco más en las concepciones del cine que tiene Omar, de una forma más minuciosa; ¿qué tipo de material considera el más indicado para su sala? ¿Cuál descarta? ¿Por qué? Son preguntas que quedan sin respuestas más bien cerradas, pero que no opacan este retrato conciso y amable sobre un hombre que hizo de su amor por el cine su propia y austera épica.
Dignidad y resistencia Presentado en calidad de premiere mundial en el [19] BAFICI, el documental de Juan Fernández Gebauer, Ignacio Ragone y Ulises de la Orden se concentra en las históricas y brutales represiones que soportaron (y aún hoy soportan) las comunidades qom, wichi y mocoví. Territorio plagado de ecos míticos y paisajes agrestes, el Gran Chaco ha sido testigo de innumerables formas de vejación que el Estado argentino perpetró contra las comunidades originarias. Chaco (2017), documental dirigido a seis manos, pone el foco en las voces de quienes sufrieron esas injusticias y de quienes, de algún modo, las sufren como parte de una herencia cultural. Narrada en buena parte de su metraje en lengua qom, la película tiene como eje gravitacional varios momentos del pasado (el más lejano, pero también el más reciente) en los que el Estado violentó –incluso con muerte- a estas comunidades. Pero Chaco también traza el esbozo de un momento histórico “a futuro”, a partir de la voz de los integrantes de los pueblos originarios que se encargan –con mayor o menor grado de institucionalización- de difundir estas atrocidades, o al menos de conservar los testimonios para evitar que la masacre siga ocurriendo. Juan Fernández Gebauer, Ignacio Ragone y Ulises de la Orden grafican los pasajes violentos (que llegan, incluso, hasta nuestro presente) con animaciones de corte austero pero con una potencia e identidad visual que le da al documental una identidad propia. Tal vez, la única carencia de este relato sea la ausencia de material visual –incluso gráfico- de los “del otro bando”, aunque esta ausencia responde a un criterio claramente deliberado. En sus pasajes más “líricos”, más focalizados en la voz autóctona, la película toma cierta distancia de los ataques de las fuerzas represivas (que insultan, golpean, tirotean, asesinan) y pone en primer plano el testimonio de aborígenes que dan cuenta de su respeto por la naturaleza y de sus costumbres más ancestrales vinculadas a la caza. Es un buen contrapunto con el tema de la violencia institucional, aunque también un buen complemento. Permite observar la dialéctica comunidad/tierra, socavada por diversos estratos gubernamentales, esencialmente por la ambición desmedida que arrasa con tierras y recursos, amparada bajo la norma de la “propiedad privada”.
Basada en un caso real, Marilyn (2018) aporta una mirada sensible (y al mismo tiempo ríspida) sobre las vivencias de un adolescente que explora su sexualidad más allá de la heteronorma. Marcos vive en el campo junto a sus padres (Germán da Silva y Catalina Saavedra) y a su hermano. Allí, la familia entera oficia como casera de un patrón al que cada vez le preocupa más la presencia de los cuatreros. En medio de ese entorno amenazante, Marcos, en secreto, se pone la ropa de su madre y mira en el espejo a aquella persona que en verdad es. O, al menos, una que se ajusta más a sus deseos, por fuera de toda marcación heteronormativa. Tras la muerte de su padre (el único adulto en su entorno que le prodigaba un poco de afecto), Marcos no cederá ante sus deseos. Más bien lo contrario; profundizará en ellos y, entonces, recibirá el hostigamiento tanto de su familia como de casi todo el afuera. Esa negación a no aceptarlo como es (y a maltratarlo, tanto física como psicológicamente) adquiere rostro en la propia madre, que aunque lo deje hacer tareas culturalmente señaladas como “femeninas” se niega a acompañar a su hijo en su etapa de exploración. Su hermano, aún celoso por el trato preferencial del padre, tampoco lo ayudará en nada. Quizás sea su amiga la mejor confidente que Marcos encuentra, aunque ella también –como veremos en una secuencia- será rebajada por un grupo de jóvenes que operan como policías de la “heterosexualidad obligatoria”. Paradoja mediante, es uno de ellos uno de sus sujetos de deseo de Marilyn. Ópera prima de Martín Rodríguez Redondo, Marilyn no se aparta ni un fotograma del realismo seco que profesa desde el comienzo. La cámara, pegada a su protagonista (gran debut de Walter Rodríguez), es testigo de sus momentos de soledad y de sosiego, en los que logra una intimidad fértil para explorarse o para, al menos, imaginar que lejos de ese campo opresivo hay un “más allá”. Ese momento llega con fuerza en el carnaval, verdadero espacio de subversión y liberación en el que Marcos/Marilyn baila. En ese baile se cifra su identidad en potencia. Pero que, al fin de cuentas, no deja de ser una libertad restringida; no sólo la danza parece estar aprobada por la comunidad, sino también el antifaz (el goce, para Marilyn; el disfraz habilitante, para los otros). El realizador prescinde de música para ambientar el derrotero de su criatura; en cambio, potencia el sonido ambiente. Su puesta adscribe a un realismo de tipo naturalista, que encuentra en el campo un espacio ideal. Ya lo supo interpretar así Julia Solomonoff en la estupenda El último verano de la boyita. En este relato, lo rural también encarna la fuerza de liberación que conduce a Marcos hacia Marilyn, en un derrotero que la pone de frente a la felicidad, pero que también la empuja a la tragedia.
Tras el éxito de El ciudadano ilustre (2016), Gastón Duprat vuelve al universo que ya había explorado en su ópera prima, El artista (2008), sólo que esta vez sin la co-dirección de Mariano Cohn. El resultado es otra nueva mirada desencantada sobre el negocio de las artes visuales, con el foco puesto en la amistad entre un artista y su representante. - Publicidad - Como ocurría en El artista, en Mi obra maestra (2018) el arte es, ante todo, un modo de generar ganancias. La “genialidad” de la obra se explicaba con insistencia mediante la apreciación de aquellos que ponían su precio y, en consecuencia, daban el envión necesario para fundar su valor y habilitar su circulación en el mercado. Más que películas “sobre el arte” (en realidad, en ambos casos uno asume la idea de que hay buenos pintores que hacen obras notables), las obras de Duprat son películas sobre cómo apreciar el arte y cómo saber sacar rédito de ello. En el primer caso, esta característica se hacía evidente mediante la estafa de un enfermero que, apropiándose de las creaciones de un anciano demente al que cuida (el gran Alberto Laiseca), deviene artista cotizado. En este caso más reciente, el artista es consciente de serlo, sólo que su misantropía lo mantiene alejado del éxito que alguna vez tuvo. El Renzo Nervi que compone Luis Brandoni es una caricatura de lo que era; confinado a una casa en ruinas de la que no puede pagar el alquiler, transita su vida enunciando su grandeza pero sin vender una sola obra. Y cuando lo consigue es gracias a Arturo Silva (Guillermo Francella), su representante y dueño de una galería, el único amigo que parece quedarle aunque su paciencia penda de un hilo. En toda la filmografía de Duprat que, por otra parte, es casi toda la cinematografía de Cohn, se apuntó la mirada poco amable que prevalece sobre sus personajes. Por lo general, no muy empáticos y arrojados a enfrentar situaciones que los obligan a sacar lo peor de sí mismos (recuérdese, por citar un caso, el final de El hombre de al lado). A no ser por la antipatía que generan los protagonistas de Mi obra maestra per se, al menos en este caso aparece la amistad como un bien no ganancial, corroída (cómo no) por el negocio puro y duro, algo que se pronuncia cuando hacia mitad de la película ocurre un hecho que pone al pintor en un lugar muy vulnerable. De allí en más, habrá menos confianza en la bondad; el dinero volverá a marcar el norte de las relaciones y un joven español que deseaba ser el discípulo de Renzi (quien lo despreció apenas lo conoció) pasará a ser la “voz moral” de esta suerte de fábula. Una caricatura (y van…) de la bonhomía. Estamos frente a un film que tiene sus méritos. Los gags “funcionan”, hay timming y, sin llegar al trabajo minucioso de encuadre que sí tenía El artista, se percibe un buen trabajo puesto en la composición de la imagen. En cuanto a los déficits, el mayor problema de Mi obra maestra es que este encorsetamiento de los personajes, promovido por la necesidad, la reincidencia, de mostrar a las artes visuales como un nido de víboras, termina por quitarle emoción al relato. Como bien apunta el crítico Horacio Bernades de Página 12, no se termina de saber muy bien cuál es el tema de esta película. Pero, conjeturamos, detrás de los caprichos del guión (¿por qué la voz en off, por qué empezar desde el final?) late una historia sobre la amistad, genuina, sostenida en buena medida por las buenas actuaciones y por la necesidad de creer que entre tanta miseria queda espacio para la humanidad.
A partir de un guión que escribió junto a Sergio Olguín y Rodolfo Palacios, Luis Ortega da su primer paso “mainstream” (al menos en el cine, en televisión hizo Historia de un clan) con El ángel, sobre la vida y los crímenes que cometió Carlos Robledo Puch antes de ser enviado a prisión a comienzos de la década del ‘70. El resultado es un relato sólido, de cuidada producción, que tiene osadía pero toma distancia de las apuestas más autorales del director de Caja negra (2001) y Dromómanos (2012). - Publicidad - “Vagando por las calles, mirando a la gente pasar, el extraño de pelo largo sin preocupaciones va”, dice la letra de El extraño de pelo largo, precisamente, de La joven guardia. Con este tema icónico empieza y termina El ángel, en una elección que no es nada casual. Las estrofas invitan al espectador a pensar qué (se) sabe y qué no (se) sabe de uno de los jóvenes pelilargos más famosos de la cultura popular nacional, aunque hoy sepamos que nada queda de esa melena rubia que enmarcó un rostro angelical. No hay que buscar en esta película una “explicación” sobre la psicología criminal. A Luis Ortega no le interesa predicar tesis alguna. Casi como al pasar, como mero apunte contextual, aparecen en el relato algunas hipótesis criminalísticas (bastante caducas hoy, por cierto) sobre el prontuario de Robledo Puch. Pero a decir verdad nada sirve para comprender de forma positivista qué pasaba por la mente de quien asesinó a once personas y cometió tantísimos robos. El director nos arroja a un tour de force en donde importa lo momentáneo. Ni siquiera el personaje roba por necesidad o se interpela demasiado sobre la materialidad de aquello de lo que se apropia. No es importante. El trayecto de sus crímenes aparece marcado a fuego por la presencia de su amigo Ramón (Chino Darín), su objeto de deseo. En su seno familiar (enrarecido, intrigante, en buena medida gracias a las impecables actuaciones de los padres, compuestos por Daniel Fanego y Mercedes Morán) se empieza a perfilar todo el delirio que finalmente decanta como pura pulsión de destrucción. Es en esa casa derruida en donde se gestan los robos, en una sociedad en principio tripartita (Ramón, su padre y “Carlitos”) en la que finalmente ingresará un integrante más (Peter Lanzani). El ángel también puede ser pensada como una película que, a partir de la fantasía y el derrotero de su criatura, señala la hipocresía y la decadencia de un modelo familiar al que el personaje se rehúsa a pertenecer. El andar cansino de sus padres (interpretados por el chileno Luis Gnecco y Cecilia Roth) sintetiza el agobio de la clase media aspiracionista y es la contrapartida de su paso juguetón, aniñado. Podemos decir que su mirada sobre los crímenes que comete resulta más “amoral” que “cruel”. La estilización de la violencia que propone Ortega nos ubica de frente a los deseos del ángel, a su necesidad de habitar el mundo que él mismo quiere construir, casi como si se tratara de un niño que aún no comprende las reglas que el mundo adulto le impone. Reglas para él y para a todo aquel que se precie de vivir en civilidad. En la estupenda actuación del debutante Lorenzo Ferro colabora mucho el trabajo sobre la mirada; indolente cuando se trata de matar (porque allí no hay vidas, sino impedimentos) pero fantasiosa cuando percibe a Ramón, lo que le permite a la película explorar la tensión homoerótica que se suscita entre ambos. Aunque no tenga las aspiraciones autorales de su obra previa, El ángel confirma a Luis Ortega como un director pleno en ideas. No todas llegan a tener un gran nivel, pero en cada secuencia se percibe el riesgo, la búsqueda constante, la intención de extraer del lenguaje del cine las mejores herramientas. Hay algunos momentos que nos recuerdan al mejor Scorsese, como la secuencia del accidente en el túnel, en donde al casi quirúrgico trabajo de montaje se le suma la voz de Palito Ortega en la bella y triste La casa del sol naciente. Una síntesis de la osadía y el encanto que asumió este Robledo Puch, sin lugar a dudas tamizado por la poética que el realizador propone, en el que se condensan el encanto de un niño, el peligro del criminal y la figura del poeta maldito.
La libertad que habita en uno El documental del Diego Gachassin retrata del apasionado trabajo del abogado y escritor Alberto Sarlo y de Carlos Mena, un ex preso. Ambos se dedican a la tarea de promover la literatura y la reflexión filosófica en una cárcel de máxima seguridad. Ellos están allí, cumpliendo una pena que les impuso la justicia. Pabellón 4 (2017) no habla de qué hicieron para llegar a la cárcel de Florencio Varela, porque no es lo importante. En más de un momento se hablará sobre la naturaleza del crimen (si es que la hubiere), sobre qué pasa en la conciencia de un hombre que atraviesa el umbral que divide lo legal de lo que no lo es. Y de eso sí habla este documental, porque uno de sus temas es la conciencia y qué hacer con ella cuando parece que no se puede hacer nada. El riguroso trabajo que realizan Alberto Sarlo y Carlos Mena no tiene nada de demagógico. Como el primero advierte en determinado momento, él no trabaja para la no reincidencia en el mundo del crimen aunque, claro, no ignora que las estadísticas demuestran que esa es una de las consecuencias del trabajo social en las cárceles. Lo que Sarlo y su asistente Mena hacen es algo más profundo, y radica en la posibilidad de otorgarle sentido a la reflexión. El primero, que también les ofrece a los presos clases de boxeo, lleva a cabo la tarea de publicar libros que compendian textos escritos “muros adentro”. Son el resultado del compromiso de los alumnos en torno a un espacio que se vincula más con la pedagogía del taller que con la clase “propiamente dicha”. Tal vez hubiera resultado más equilibrado que aparezcan las opiniones de los alumnos, más que de Sarlo y Mena, pero queda claro que Pabellón 4 persigue otro objetivo. Sartre, Nietzche, Hegel, Heidegger son algunos de los nombres que se escuchan en las clases, que son coloquiales pero no por eso menos rigurosas, y que abren la posibilidad de construir pensamientos profundos. Muchos de ellos se detienen en la relación entre el hombre y la libertad, palabra que no sólo refiere a la condición legal sino a una más metafísica y personal. En tiempos en los que se pregona la “mano dura” y se lleva a instancias legislativas la cuestión de qué hacer con los presos, un trabajo como Pabellón 4 resulta de visionado imprescindible.
Ese universo llamado Martel El documental de Manuel Abramovich retrata el minucioso trabajo de Lucrecia Martel en la dirección de su obra maestra Zama (2017). Se trata de una sucesión de planos fijos que revelan un mundo. Muchas veces, en el arte del cine (ya sea ficcional, documental, ensayístico) basta en buena medida con saber elegir desde dónde posar la mirada, sin más operaciones que la contemplación en su tiempo y espacio más justos. Algo así ocurre con Años Luz (2017), cuyo comienzo es puramente verbal. Nos sentamos en la sala, se apagan las luces, y leemos una serie de mails entre Martel y Abramovich que culminan con la aceptación de la primera de que el segundo realice un documental sobre ella y su rodaje. A medida que avanza el metraje, es posible que nos preguntemos si Años Luz es una buena película porque Zama también lo es. En buena medida, sí. Lo cierto es que Abramovich se las ingenió para ser testigo del trabajo obsesivo, meticuloso, de una de las realizadoras más interesantes del mundo. Es posible que quienes hayan visto su última película (estrenada casi una década después de la anterior) disfruten más de este compendio de secuencias del rodaje. Aparece, por ejemplo, el detrás de escena del “momento de la llama”, que a juzgar por los resultados finales es de una composición magistral. El documental también tiene la virtud de desglosar, a través del trabajo de Martel, los diversos elementos que integran un film, que van desde la dirección de actores, la escenografía, el vestuario, el sonido y la concepción espacial (sobre todo la interna al plano; el trabajo de la directora salteña en cuanto a los movimientos de los actores es equiparable al oficio de un orfebre). Años Luz le quita un poco el aura de “artista inaccesible” que tiene para muchos la directora de La ciénaga (2001) y La niña santa (2004), y nos revela una mujer precisa pero amable, amorosa, que no traiciona su mirada pero es permeable a las sugerencias. Como todo buen trabajo documental, a partir de una sucesión de fragmentos nos revela todo un mundo.