Más corazón que odio - Publicidad - Por primera vez, un realizador dirige dos películas de la saga que tiene a Ethan Hunt como protagonista absoluto. Christopher McQuarrie, quien ya se había destacado con su Misión Imposible 5 – Nación secreta (2015), redobla la apuesta en MI 6 – Repercusión (2018) y entrega un arsenal de secuencias que no dan respiro. Todo comenzó en 1996, cuando Tom Cruise decidió producir y protagonizar Misión imposible, el puntapié de una serie de películas basadas en la serie homónima. El primer director convocado fue ni más ni menos que Brian de Palma, quien le imprimió a su película su estética pródiga en planos secuencias y un montaje capaz de emular un mecanismo de relojería. Más tarde le sucedieron al director de Vestida para matar (1980) John Woo, J. J. Abrams y Brad Bird, hasta que con la llegada de McQuarrie la saga encontró un héroe ya maduro, tanto en su sentido físico como emocional. No por nada, MI 6 empieza con una escena onírica que haría sonrojar al mismísimo Sigmund Freud, pero que en términos dramáticos funciona como un buen comienzo; Ethan Hunt siente cómo su vida sentimental se ve resentida por su trabajo como agente secreto, en medio de un mundo que cada vez requiere más el trabajo de hombres como él. En esta oportunidad, Hunt deberá desarticular -junto a su ya conocido equipo- un posible ataque mundial a cargo de un grupo terrorista. El plutonio será el producto puesto en circulación que tendrán que investigar e incautar pero, como es sabido, nada resulta sencillo en el mundo del espionaje. A partir de una trama llena de simulaciones, puntos de giro, revelaciones y retornos de personajes clave, MI 6 se convierte en un amplio muestrario de escenas de acción de impronta coreográfica, en donde Tom Cruise revalida su título de estrella mundial. Ya sea en las pintorescas calles parisinas (uno de los epicentros del film) o en medio del cielo, en plena contienda a bordo de helicópteros, Cruise hace gala de su destreza física por más que ya haya pasado holgadamente los 50. Pero más allá de la excelencia técnica, lo que le da vida a la película es lo que subyace a ella; la camaradería que se construye en plena tensión, por ejemplo, vital para desear un desenlace que nos deje a todos conformes y a la expectativa de un nuevo llamado al orden. ¿Qué sabemos de la vida de los compañeros de Hunt? Poco y nada. Sin embargo, resultan queribles, y es a través de esta identificación/admiración que MI 6 pone en marcha su motor clásico, su épica individual pero también grupal, con un héroe recortándose del resto a partir de su crecimiento y maduración. Desde este punto de vista, el guión dosifica de forma pausada e inteligente los datos que hacen de él un personaje con sus zonas oscuras, ambiguas, capaces de dotarlo de una humanidad que lo hace un héroe alejado del manual. Por último, cabe destacar que el elenco está integrado por un grupo de actores notables (Henry Cavill, Ving Rhames, Simon Pegg, Rebecca Ferguson, Michelle Monaghan, Angela Bassett y Alec Baldwin), engranajes necesarios de este relato que –a tono con la celebrada melodía de Lalo Schifrin- estimula la adrenalina y nos sorprende con un inevitable y bienvenido estallido.
Distopía canina para pensar la humanidad Desde su primera película, la deliciosa Bottle rocket (1996), Wes Anderson abrió un universo que expandió –con sus correspondientes variaciones, claro- a lo largo de su filmografía. Se podrá conjeturar que con Los excéntricos Tenenbaum (The royal Tenenbaum, 2001) este realizador texano se consagró como un verdadero autor, con sus obsesiones y estilo bien definidos y apreciados por la cinefilia mundial. Con Isla de perros (2018), Anderson ofrece su segundo film animado (el primero fue El fantástico Sr. Zorro, del año 2009), lo que implica una nueva ampliación de sus marcas autorales, sólo que a partir de las herramientas que la animación le provee. Lo interesante es que ambas partes ganan, porque no deja de ser muy atractivo ver cómo se refundan las imágenes que remiten a la iconografía nipona, en este relato que tiene aspiraciones (en todos los aspectos) universales. Y eso se debe a que Isla de perros es una utopía, una “melancólica utopía”, más precisamente, de esas que nos obligan a reflexionar sobre nuestro presente aquí y en el mundo entero. La película recurre a la técnica del stop motion con originalidad; tradición y modernidad son el alma que le da sustento a la historia, en la que late un gen mítico (explicitado en una bella secuencia en la que hay mucho de teatro oriental). A partir de ese componente que lleva el presente del relato hacia el pasado, queda claro que la película hace del tiempo histórico una clave de lectura, fértil para reflexionar sobre los mecanismos de poder y sobre cómo las comunidades encuentran en un determinado momento la capacidad de generar lazos y fundar un horizonte de prosperidad en común. Desatender esa deuda con el pasado sólo puede traer angustia. Y es así como empieza Isla de perros, con un dictador que decide enviar a todos los perros (enfermos con un virus para el que no se conoce vacuna) a una isla llena de residuos. Un chico que decide ir en búsqueda del suyo es la excusa narrativa para enfrentar “el tiempo feliz” con el presente infame. Más allá de sus sofisticados aciertos formales (algún experto en animación sabrá desglosarlos mejor), hay en las voces de la película una entrega y una composición formidables. De más está decir que había materia adecuada en ese rubro, con un casting integrado por Bryan Cranston, Koyu Rankin, Edward Norton, Bob Balaban, Bill Murray, Jeff Goldblum, Kunichi Nomura, Greta Gerwig, Frances McDormand, Scarlett Johansson, Harvey Keitel, F. Murray Abraham, Yoko Ono, Tilda Swinton, Ken Watanabe, Liev Schreiber, Roman Coppola y Anjelica Huston. Todos ellos demuestran cómo un actor es cuerpo y voz, porque por más que no los veamos es un regocijo para el oído la dimensión humana que adquieren los personajes (sobre todo, los perros, vaya paradoja) a partir del trabajo de los intérpretes. La melancolía, esa tinta que delinea los contornos de la “cartografía Anderson”, recorre toda la película, que no está exenta de aventura, romance y reflexión política. Está el tono parco, mesurado, con el que los personajes se comunican; las pinceladas de humor absurdo que exige un espectador sensible pero también inteligente, la alternancia entre plano y contraplano para oponer visiones radicalmente distintas, la paleta de colores que tiñó las secuencias de Los excéntricos Tenembaum, Vida acuática, El Gran Hotel Budapest y otras más. Queda claro que Isla de perros no es un film necesariamente indicado para los niños que disfrutan de la factoría Pixar. Como ocurre con sus películas no animadas, aquí Wes Anderson tensa el par forma/contenido siempre en función de su propia estética, lo que termina por definir una película compleja, nada complaciente, menos aún sensiblera pero notablemente sensible. Una proeza disfrutable aún para quienes preferimos a los gatos, qué más decir.
El mal en las manos - Publicidad - Transposición de la novela Lady Macbeth de Mtsensk de Nikolai Leskov, Lady Macbeth es un sólido (y sórdido) relato que tiene como protagonista absoluta a una mujer que pasa de la sumisión al egoísmo. Para un espectador desprevenido, puede ser toda una sorpresa ingresar a la sala y, a los pocos minutos de iniciado el film, encontrarse con “otra Lady Macbeth”, ya no la que imaginó William Shakespeare en la era isabelina, sino la que inventó Leskov en la Rusia zarista. El realizador William Oldroyd toma esta fuente y construye un film tenso, implacable, concentrado esencialmente en la percepción de una mujer. No obstante, la relación entre las obras del dramaturgo inglés y del novelista ruso existen, sobre todo en cuanto al eje temático del poder (más específicamente, de saber mover los hilos del poder), la seducción, el crimen y la culpa. Oldroyd mantiene la época, siglo XIX, pero la traslada al norte de Inglaterra. En ese mundo opresivo habita Katherine (ya no Katerina), una joven comprada junto a un lote de tierra para “ocupar” su rol de esposa para un hombre frío, déspota, desapasionado. Reducida a una serie de rutinas prefijadas (no por ella, claro), la joven deberá soportar no sólo el corsé con el que la criada la estiliza, sino también el corsé social, aquel que intenta mantenerla en un estado de sumisión. Cuando su marido se va de viaje, Katherine (una estupenda Florence Pugh) queda bajo la órbita de su suegro; tal vez, peor que aquel. La muchacha se enamora de un empleado de la familia cuya rusticidad está en las antípodas de la aparente civilidad de la casa y, a la par de las voces ajenas que susurran ese romance, la situación con el padre de su marido se tornará aún peor. Bastará un primer crimen para reubicar su posición dentro de la casa y ya nada volverá a ser igual. La propuesta de Oldroyd es casi siempre pictórica; cada plano tiene la elaboración de un cuadro, sobre todo en la materialidad que adquiere la iluminación, capaz de definir cada estado de ánimo y un omnipresente sentimiento de asfixia. En esa amalgama expresionista entre lo que el personaje siente y lo que el entorno, reticente, se niega a reconocer como una genuina pasión se consolida la estética del film, que también sabe aprovechar los espacios interiores –desde la mansión en plenitud, hasta el rancho donde se teje el adulterio- en planos en su mayoría estáticos para dar cuenta del encierro. En cuanto a los aciertos temáticos, vale la pena mencionar la ambigüedad que define al personaje, capaz de tensar su interpretación bajo la luz de algunos debates actuales vinculados al rol de la mujer. Debates que aquí aparecen problematizados cuando se empieza a hacer indiscernible la distancia entre lo lícito y lo ilícito, el sacrificio y el crimen.
Cómo salir del armario y resultar ileso - Publicidad - La película de Greg Berlanti (transposición del best-seller juvenil de Becky Albertalli) retrata la “salida del closet” de un adolescente. Por más que caiga en subrayados innecesarios, Yo soy Simón resulta un más que digno entretenimiento, dirigido claramente al espectador más joven pero disfrutable para cualquier edad. Tal vez porque la idea es acentuar ese momento en el cual un muchacho asume su orientación sexual, en Yo soy Simón todo parece “resuelto”; hay una familia de clase media alta bastante progre, un grupo de amigos cuyos mayores problemas pasan por el ensayo de una obra escolar, y –sobre todo- hay una biografía sana, lo que augura un buen futuro si todo sigue su cauce normal. Pero a Simón le falta algo, y eso que le falta es nada más ni nada menos que “salir del closet”. Vive tenso, esconde esa parte de su vida como un secreto inconfesable y, en medio de ese estado, otro chico (otro como él) revela de forma anónima (vía web) que está pasado básicamente por lo mismo. Junto a una firma apócrifa también adjunta una dirección de e-mail, que se convertirá en la puerta de acceso a una relación epistolar pero en la era de los millenians. En 1997 se estrenó la película Es o no es (In & out, Frank Oz), una comedia que comenzaba cuando un profesor interpretado por Kevin Kline, a punto de casarse con una compañera de trabajo, era “deschavado” por un ex alumno, quien al recibir un Oscar por su composición de un personaje gay le agradecía haber sido una de sus fuentes de inspiración. Por más que parezca un giro ciento por ciento digno de una comedia, la secuencia fue tomada del discurso pronunciado por Tom Hanks al recibir el mismo premio por su interpretación en Philadelphia. Es o no es mostraba un largo beso entre el personaje de Kline y otro hombre, algo que en aquel entonces no era demasiado frecuente en la pantalla grande. Hoy, más de dos décadas después, una película como Yo soy Simón resulta casi naif, y lejos de escandalizar o generar escozor es una puesta a tono con los tiempos aperturistas que corren, por más que sobren en el mundo ejemplos de fobia a cualquier sexualidad disidente. Debe quedar bien claro que el film de Berlanti no cuestiona el patriarcado ni muchísimo menos el american way of life. No le interesa hacerlo y está en todo su derecho. Hasta se podría imaginar una secuela en la que Simón se casa y se enamora de otro… Su vivencia pasa no sólo por revelar su secreto, sino también por conocer a aquel joven que, mail tras mail, lo enamora más. Aquí hay algo interesante: la película no cuestiona la posibilidad de enamorarse sin conocer face to face al objeto de ese amor. Y es ahí cuando asume tal vez su mayor riesgo, en el que formula un pacto de credibilidad -más que de verosimilitud- con el espectador, quien tendrá que aceptar que ese tipo de vínculo es posible y se puede resolver con un happy end. En términos generales, podemos decir que Yo soy Simón supera esa prueba gracias a la empatía de su personaje principal, compuesto por Nick Robinson, ni galán ni looser. Secuencia tras secuencia consigue que nos pongamos de su lado, que seamos sus compinches, que sintamos todo el peso de tener que buscar indicios de quién es el que se roba poco a poco su corazón, como si se tratara de una aventura transportada de alguna novela de Jane Austen, pero escrita hoy y con una singular vuelta de tuerca.
El terror en su punto justo - Publicidad - Verdadera sorpresa para el actual cine de género, Un lugar en silencio (A quiet place, 2017) es, además de un relato contundente, la contracara del terror efectista y lleno de lugares comunes que con frecuencia llega a la cartelera local. Tal como ocurre en Señales (M. Night Shyamalan, 2002), la película del realizador John Krasinski transcurre en el contexto de una invasión extraterrestre percibida de forma “micro”, en las antípodas del taquillero “cine catástrofe”. Pero a diferencia de aquel film protagonizado por Mel Gibson, en Un lugar en silencio los invasores ya terminaron de hegemonizar su presencia en la Tierra. Lo que queda es desolador (no tanto por las consecuencias ambientales, sino por el deceso de la población) y, si bien es posible que existan muchos sobrevivientes, lo que la película nos presenta es la vida cotidiana de una familia, compuesta por los padres (el propio Krasinski y Emily Blunt) y sus tres hijos. La marca distintiva de Un lugar en silencio está vinculada al hecho de que, si bien ciegos, los extraterrestres cuentan con un órgano auditivo sumamente desarrollado. En consecuencia, para sobrevivir hay que evitar hacer ruidos, algo que un integrante de la familia no cumple y lo lleva directo a la muerte. Este aspecto le da al film un rasgo marcadamente experimental; pocas veces vimos una película de género en donde buena parte del metraje transcurre sin diálogos. Tras un comienzo conciso en términos argumentales y dramáticos, lo que continúa es un expansión del relato familiar, en donde se narra la difícil cotidianeidad, el permanente acecho, y –como si se tratara de una bomba a punto de estallar- el inminente nacimiento de un integrante más, motivo de alegría pero también de preocupación; ¿cómo lograr que un bebé no haga ruido? Krasinski demuestra tener pulso narrativo, gracias a una serie de secuencias que trabajan muy bien con el fuera de campo; para que la amenaza impacte en la platea, es necesario cumplir con la dosificación de la información. Al fin de cuentas, propiciar que el espectador imagine qué es lo que genera tanto temor produce que los sustos sean mayores. Regla del buen cine de terror que aquí se cumple a rajatabla. Con un presupuesto bajo para los estándares de Hollywood, Un lugar en silencio sabe explotar los recursos en pos de lo que narra. Colaboran –y mucho- las buenas actuaciones, sobre todo las de los niños actores, todos en su punto justo. Además de las diferencias argumentales con el citado film de Shyamalan, aquí hay una clara intención de eludir el componente moral-aleccionador, tan patente en las películas del director de El sexto sentido y La aldea. Desde este punto de vista, la de Krasinski es una película que, sin dejar de contemplar lo sentimental, tiene un anclaje profundo en la fisicalidad de las secuencias, en el devenir del tiempo y en cómo eso afecta a los cuerpos y, sobre todo, a los cuerpos en convivencia.
Encerrados Coproducción colombiano-argentina, Adiós entusiasmo (2017) expone la convivencia de una familia envuelta en un clima opresivo y enrarecido. Margarita pega gritos. Otra no le queda; vive encerrada en un cuarto y solamente gritando podrán escucharla sus cuatro hijos. El más pequeño es Álex (Camilo Castiglione), el único varón, un niño que tiene un rico mundo interior. Tal vez como la respuesta más orgánica a eso que lo rodea. Y lo que lo rodea está alejado de lo “convencional”, pues nadie parece percibir extraño aquello que en verdad lo es. Sus tres hermanas viven en la misma casa y no muestran preocupaciones ni por el trabajo ni por alterar ese orden que, al mismo tiempo, es desorden. Presentada en la Sección Vanguardia y Género del [19] BAFICI, la película del realizador colombiano Vladimir Durán está hecha retazos, momentos que funcionan como una muestra representativa de ese ámbito familiar. Las hermanas (casting perfecto; Laila Maltz, Mariel Fernández y Martina Juncadella) no parecen estar muy atravesadas por el afuera. Ese universo exterior está apuntado en la película por la presencia de dos hombres que pasan casi desapercibidos. Ellos tampoco tendrán una mirada sorprendida sobre la realidad de la madre, como si la casa irradiara una fuerza normalizadora que atraviesa al que entra en ella. Pero Adiós entusiasmo no se repliega sobre su aura de misterio; la presenta y se concentra en el discurrir del tiempo, en el efímero entusiasmo (tal vez por eso, el “adiós”) de los actos que se ensayan para el cumpleaños de Margarita, un evento que terminará de forma no muy feliz. El realizador construye una puesta detenida en el universo sonoro, con una especial capacidad para construir un encuadre que segmenta los personajes y, al mismo tiempo, los inscribe en una secuencia de acciones. Hay en Adiós entusiasmo un interesante arco dramático que no depende tanto de esas acciones sino de los espacios vinculares, en donde también participa la tía (interpretada por la gran Verónica Llinás). Más allá del dolor, en la película también hay felicidad, y –como no podía ser de otro modo- surge de la reunión de los personajes femeninos. Acaso, el universo más indescifrable.
Aguas turbias En los últimos quince años se hizo evidente la intención de varios nuevos cineastas de mejorar las condiciones de producción del cine de terror nacional. Se trató de una búsqueda integral; no sólo había que contar con más fondos u optimizarlos, sino que además era necesario pensar al género a partir de la propia idiosincrasia. Aparecieron una serie de directores, guionistas y productores (los hermanos Bogliano, Nicanor Loretti, Hernán Moyano, Daniel de la Vega, Gabriel Grego y tantos más) que ampliaron el espectro del terror “hecho en casa”. Los olvidados (2017), de los hermanos Luciano y Nicolás Onetti, viene a sumar su grano de arena, esta vez transportando el modelo slasher (furor en el cine norteamericano de los ’80) a un territorio vernáculo. En Los olvidados el escenario es un protagonista más. Se trata de las ruinas de la ciudad bonaerense de Villa Epecuén, tristemente célebre por una inundación de 1985 que la dejó sepultada y en estado de inhabitabilidad. Conocida y frecuentada antes del desastre por sus aguas termales, Villa Epecuén se transformó en el escenario de rodajes sobre relatos apocalípticos; tal es el panorama de su penosa (y potente) imagen. Hacia allí se trasladan seis jóvenes que filmarán un documental sobre esa ciudad. Son bastante estereotipados (está el “canchero”, el cineasta snob, el muchacho sensible y, obviamente, las bellas chicas que los acompañan), aspecto que refiere al slasher. En el modelo genérico que adscribe el film están los aciertos y las debilidades. Por un lado, se hace evidente el profesionalismo puesto en los rubros técnicos, tanto en la imagen como en la banda sonora. Hay una serie de tomas cenitales que muestran las ruinas y a los personajes circulando por ellas, útiles para señalarlos como “conejillos de indias” puestos en las garras de un grupo de dementes sobrevivientes que se las arreglarán para asustarlos, primero, y desmembrarlos después. El problema es que más allá de las marcas nacionales no hay un reciclaje de formas sólido que le aporte al relato una vuelta de tuerca más significativa. En cuanto a la creación de personajes, del lado de los villanos las mejores escenas son las que los muestran en su propia convivencia, antes de que pongan “manos a la obra”. Son secuencias en donde el patetismo y el delirio solapado le agregan al film una dimensión más grotesca y genuina, en oposición de lo que sucede con las víctimas. Se destaca el aporte de Mirtha Busnelli, en un rol bastante infrecuente y revulsivo. Los amantes del género sabrán disfrutar de este cóctel de emociones fuertes. Los que no son tan fanáticos encontrarán un escenario muy bien explotado, que también recurre a la iconografía del arquitecto Francisco Salamone, imponente per se, espacio ideal para el clímax que llega sin demasiadas sorpresas pero, claro, con la contundencia a la que debe aspirar.
Premiada en Berlín, candidateada al Globo de Oro a la Mejor Película Extranjera y al Oscar por la misma categoría, Una mujer fantástica se perfila como una de las películas más trascendentes de Latinoamérica. Una trascendencia que, claro, viene dada en buena medida por la identidad sexual de su protagonista. ¿Golpe de efecto? No, en absoluto. El cine es capaz de poner en relieve temas o abordajes contemporáneos, sensibles, y es evidente que las múltiples sexualidades y/o formas de vivenciar la sexualidad son hoy en día motivo de debate en el mundo entero. Su director, Sebastián Lelio, ha alcanzado un nivel de internacionalización importante, dado no sólo por este film, sino por su anterior película rodada en Chile, Gloria, estrenada en numerosos países y fuente de una remake que él mismo dirigió y que protagoniza Julianne Moore, ni más ni menos. La mujer fantástica del título es Marina (Daniela Vega), una joven trans que está en pareja con un empresario bastante mayor que ella, con quien mantiene un vínculo sólido. En las pocas escenas que comparten, se hace evidente que se aman y planean una vida en común. Pero ese plan queda trunco cuando él muere de forma súbita, y entonces ese momento de inicial idilio que nos presenta en film deviene en un penoso derrotero para Marina, quien queda bajo la prejuiciosa mirada de la ex mujer de su pareja, su hijo, y todos los agentes constrictores con los que debe mediar (el médico, los carabineros, una agente judicial, etc.). Marina reclama su derecho a despedir a un ser querido, un pedido que se ve obturado por una sociedad que, aún en pleno proceso de apertura, sigue arraigada en la heteronormatividad. Una mujer fantástica tal vez sea el producto audiovisual más visible en relación a los debates LGTBI en Chile, pero no es el único. Así lo ponen de manifiesto películas como Nunca vas a estar solo, de Álex Anwandter, inspirada en el caso Zamudio, o Naomi Campbel, de Camila José Donoso y Nicolás Videla, entre otras. Si el film de Lelio ha alcanzado el nivel de distribución que logró es porque trabaja con emociones primarias, auténticas, que operan desde la conmoción y la identificación con su personaje principal. En las escenas más impactantes todo el pathos de Marina se transmite de forma fluida a la platea, y el director no teme apelar a recursos que rozan lo onírico (el enfrentamiento con el viento en una vereda de Santiago, por ejemplo) para graficar la lucha y las convicciones de su criatura. En otros pasajes apela al orden de lo sublime, homologando de alguna manera la fuerza vital de las Cataratas del Iguazú (nodales para la compresión semántica del drama) con el rostro de Marina mientras realiza su canto lírico. Ella pide que se la llame por su nombre y no por aquella nominación que aún persiste en su documento de identidad; es amable pero si debe levantar la voz, lo hace. Soporta estoicamente la ira de los familiares de su ex, y lejos de violentarse con ellos intenta tan hacer valer lo que le corresponde. Ella, la mujer fantástica, pertenece a la estirpe de personajes que impactan por su nobleza y se hacen más valiosos por su sensibilidad, y en ese punto hay que agradecerle a Sebastián Lelio la mesura con la que la hace transitar los diversos estadios hasta su mejor resolución, que finalmente llega. Váyase a saber qué hubiera hecho un Lars Von Trier con tamaño drama. Más allá de cómo aparece dosificado el componente dramático, la clave de la película está en la piel de Daniela Vega, soberbia intérprete que logra esa alquímica empatía que no siempre se transmite en la pantalla. Casi sin experiencia actoral, se hace notorio su romance con la cámara, que en más de una ocasión la encuentra mirando frontalmente, u observándose en uno o varios espejos, aunque nosotros sepamos, claro, que ella es única.
Verdadero prodigio del cine norteamericano, Clint Eastwood aún filma con regularidad a sus 87 años. Identificado por su admiración hacia el western (con aquel pico alto en su carrera que es Los imperdonables), el director de Los puentes de Madison y Río Místico ha conseguido el aplauso aún de aquellos que no apoyan su ideología. Es uno de los pocos integrantes de la comunidad artística en Hollywood que apoya a los republicanos, y en más de una ocasión sus dichos han encendido la alarma del pensamiento de izquierda. Sea como sea, la nobleza y el clasicismo de su cine conquistaron a varias generaciones, y es cierto que aún en sus trabajos menores se nota pasión por el cine. Hecho el prólogo, ¿qué podemos decir de 15:17: Tren a París? Al igual que su película a anterior, Sully, el realizador reconstruye un caso real. En ambos casos aparece la noción del honor, la fidelidad a las propias convicciones, y el gesto heroico instalado en “gente común y corriente”. Ahora bien, ¿por qué la última película genera resquemores? Porque mientras que Sully abordaba estos temas “puertas adentro de Estados Unidos” (recordemos: se basa en la historia de un piloto de avión que logró, osada maniobra mediante, evitar la muerte de decenas de pasajeros), el nuevo opus se traslada a Europa para poner foco sobre el accionar de tres jóvenes (dos de ellos integrantes de las milicias) que lograron evitar un atentado a cargo de un terrorista de Oriente Medio. En este punto, Eastwood produce un gesto interesante al haber convocado a los propios protagonistas de la historia para que se interpreten a sí mismos. Una elección interesante, pero no debemos olvidarnos del carácter representacional; se “representan a sí mismos”, ingresan en la órbita del director/observador. Este recurso ya había sido explorado en uno de sus mejores films, Medianoche en el jardín del bien y del mal, por el personaje de la travesti, sólo que aquí lo utiliza para todo el casting principal. La película comienza con la infancia de los tres jóvenes, quienes ya desde aquel tiempo tenían –en mayor o en menor grado- conciencia de su amor por las armas. Conciencia que, casi inevitablemente, se hace evidente de forma lúdica, pero que se adosa también al amor a Dios, porque –claro- en el universo Eastwood ambos elementos aparecen fusionados. Los tres (Alek Skarlatos, Anthony Sadler, Spencer Stone) sufren bullying, son los “rezagados” de la escuela (los directivos parecen detestarlos), pero en la amistad encuentran un motivo para sentirse mejor. En este punto, la película confirma la mirada del director sobre la amistad masculina, que responde a la mejor tradición del western americano, y que encuentra reminiscencias en otros films, incluso los que son bien distintos a este, como el caso de Jinetes del espacio. La película nos ofrece una muy elemental descripción del viaje por Europa de los tres amigos (boliches, coqueteos con chicas, selfies, resacas…) para recordarnos, claro, que son en definitiva tres muchachos comunes y corrientes, buenazos diríamos, que tuvieron la mala (o buena, váyase a saber) suerte de subirse al tren en donde aquel 21 de agosto de 2015 viajaba un terrorista. En uno de los peores aciertos formales de su carrera, Eastwood lo presenta con un acorde musical que es más propio de un clásico de Wes Craven que de una película basada en hechos reales, en el contexto de una película que luce sobria, se diría hasta despojada, lo cual no tiene nada malo per se. 15.17 Tren a París dice mucho del mundo del realizador y de su afecto por esos seres que cumplen con una suerte de destino manifiesto. Del mundo contemporáneo, dice poco y nada. No hay comentarios interesantes sobre el aparato militar yanqui, puesto al servicio de la formación de jóvenes tan nobles como los que aquí retrata pero también encargado de instalar un sistema que emplea al terror como modalidad represiva internacional. El “otro” es otro amenazante, es lo infranqueable, lo oscuro. Y allí la película se queda en su discurso y se clausura a sí misma. Aún en sus films más controvertidos había espacio para la ambigüedad, como en el caso de la citada Río místico. Aquí no hay nada de eso, apenas un relato bien dosificado, con algunos temas que revisitan la filmografía de un gran realizador. Es cierto que no se le puede exigir a un artista que haga lo que uno quiere; al fin de cuentas, Eastwood tiene todo el derecho a construir los héroes que a él le interesen. Pero no menos cierto es que el cine, en tanto herramienta que sirve para pensar la cultura, opera mucho mejor cuando deconstruye. El camino inverso, al querido Clint, no parece interesarle demasiado.
El documental de Rubén Plataneo, estrenado en la Sección Derechos Humanos del [19] BAFICI, disecciona el crimen de tres jóvenes rosarinos que fueron asesinados “por error” en una trama de venganza. Triple crimen (2017) más que exponer la trama de un crimen, lo disecciona. El 1° de enero de 2012, luego de que balearon a su hijo, el narcotraficante “El Quemado” decidió salir junto a su banda para masacrar a los responsables. El resultado fue la muerte de Jeremías “Jere” Trasante, Claudio “Mono” Suárez y Adrián “Patóm” Rodríguez (un cuarto joven logró escapar de las balas), asesinados “erróneamente”, pues nada habían tenido que ver con el primer crimen. El hecho ocurrió en la Villa Moreno de la Ciudad de Rosario, donde hace mucho tiempo se instalaron bandas de narcos que ponen en vilo a toda la población. La intención de Plataneo es denunciar los mecanismos que posibilitaron tamaño acontecimiento. Es decir, su mirada es revisionista y, al mismo tiempo, “a futuro”; el realizador traza una serie de correspondencias entre lo que ocurrió en aquel barrio humilde y los procedimientos financieros a escala mundial que siguen condicionando nuestras posibilidades para vivir mejor. Por momentos, su intervención en off se torna didáctica en exceso y, si bien sus observaciones son pertinentes, ameritan mucho más metraje del que Triple crimen tiene. La película recurre principalmente a los testimonios de familiares y amigos y a diversos momentos del juicio en donde los responsables fueron condenados (aunque, en una instancia posterior, algunos recibieron una pena menor). Están muy bien dosificadas las intervenciones de aquellos que estuvieron vinculados afectivamente a los tres jóvenes y la inclusión de testimonios de especialistas en materia penal y social. En determinado momento, el documental –en su intención de romper cierto esquematismo- recurre a recursos un tanto obvios y más cercanos al formato televisivo, como cuando expone los intentos fallidos de un policía por empezar a hablar frente a cámara. Tampoco resulta muy convincente la inclusión de secuencias de un film clásico de Hollywood, mediante el cual el director intenta establecer analogías con el crimen. Más allá de algunos puntos débiles, el film de Plataneo funciona en varios niveles: en su trama informativa, como documental de denuncia con estructura policial y como análisis socioeconómico que parte de lo regional y asciende hasta el orden mundial.