Ruptura y cambio El realizador de El reencuentro (Sage Femme, 2017) propone con su film una mirada sobre los vínculos femeninos y el ajuste de cuentas con el pasado. Se trata de una película un tanto esquemática, en la que se destacan Catherine Frot y Catherine Deneuve. Evidentemente, Martin Provost empatiza con los relatos centrados en vivencias y conflictos de las mujeres. Sus films previos (Séraphine, 2008; Violette, 2013) dan cuenta de ello y El reencuentro lo ratifica. Trasladado al París actual, Provost nos presenta la historia de Claire (Catherine Frot), una partera que recibe el llamado de Beatrice (Catherine Deneuve), una antigua pareja de su padre. El reencuentro al que alude el título es el de ambas; la primera, con una vida bien establecida; la segunda, con el deseo de ajustar cuentas con el pasado antes de morir (le acaban de detectar un tumor cerebral). La película es una comedia dramática y el género, por momentos, parece encorsetar o reprimir lo dramático durante los momentos cómicos y lo cómico durante los dramáticos. En parte esto se debe al largo camino transitado por este tipo de estructuras de guión sobre “personajes opuestos que se reencuentran y forzosamente deben convivir o pasar un tiempo juntos”. Provost le extrae lo mejor a estas dos actrices que aquí logran destacarse. Pero en varias secuencias se hace evidente cierto esquematismo que le resta espesor al drama. La progresión en el relato está dada por el impacto emocional que genera esta aparición en la vida de Claire, a quien su entorno inmediato le genera otras “sorpresas”; las que le da su joven hijo y la aparición de un hombre en su vida (el gran Olivier Gourmet, que apareció en varias películas de los hermanos Dardenne y aquí abandona su habitual máscara para encarnar un rol más simpático). Beatrice es su opuesto, pero también la representación de las pulsiones vitales reprimidas de Claire; la primera es desaforada, vital y fabuladora, la segunda es mesurada y normativa. Y a diferencia de la partera, el personaje de Deneuve no tiene una biografía tan “transparente”; gran parte de las objeciones que le hará la hija de su ex pareja refieren al modo abrupto en el que se alejó de su vida y lo dejó en la ruina emocional. Es claro que el fuerte de la película está en el dúo protagónico, cuyo foco de interés deteriora el desenvolvimiento de los roles secundarios. El duelo actoral deja bien parada a cada una de sus partes, más allá de que el final nos dé la sensación de que todo terminó como debe terminar.
El cine como compromiso social El documental de Lorena Yenni indaga en la figura de Fernando Birri, cineasta esencial dentro de la historia del cine argentino. Con películas como Tire dié (1960) o Los inundados (1962), Fernando Birri se aseguró un lugar central en el cine latinoamericano, sobre todo aquel que pondera el trabajo y la reflexión sobre la materia social. El mérito del documental BirriLata, una vuelta en tren (2015) es que trasciende ese pasado e indaga en la manera en la que Birri dejó su marca. Para eso no sólo se concentra en entrevistas a colaboradores y amigos, sino que además retrata parte del equipo de trabajo de su última película, El Fausto Criollo (2011). Suele ocurrir que este tipo de trabajos documentales van apenas un paso más allá de lo meramente informativo. Algo de eso ocurre aquí, en principio por la ausencia (intuímos, adrede) de Fernando Birri, quien aparece en pequeños fragmentos de otros films. Las entrevistas esbozan la imagen de un cineasta comprometido. Muchas veces son acompañadas con imágenes en las que observamos el trabajo de un artista plástico que genera dibujos con un polvo oscuro que, con suma destreza, arroja sobre una tela o papel blanco. Es una buena y potente metáfora del tipo de trabajo del propio Birri. Yenni traza conexiones entre Birri y el conjunto de grandes directores comprometidos de todo el continente; amplía su figura a través del diálogo entre hacedores de festivales y diversos espacios de pensamiento. Otro capítulo fundamental refiere a los ’90 y a su herencia neoliberal, al intento de impulsar un centro cultural en la Estación de Trenes de Santa Fe (menemismo mediante, sin función alguna), a su destino incierto y posterior reactivación cooperativa apadrinada por el mismo realizador. En suma; un trabajo conciso, austero y bien documentado.
El don de la palabra La película de María Aparicio explora un hecho real desde la ficción, pero con una clara orientación documental. El resultado es óptimo, gracias a su nivel de observación que captura detalles con pertinencia y sensibilidad. Basada en hechos reales, Las calles (2016) exhibe el proyecto que desarrolló Julia (Eva Bianco), única maestra de Puerto Pirámides. Allí, las calles no tenían nombre, y su iniciativa aspiraba a la elección de los mismos de forma democrática. Comprometida con su causa, Julia no sólo le permitió a su pueblo afianzar su identidad, sino que además promovió el diálogo entre generaciones, la investigación de sus jóvenes alumnos, y el conocimiento de figuras relevantes que hicieron su aporte a la historia local. A tono con la proteica elección de buena parte del cine de la post-dictadura de integrar la ficción y el documental, Las calles funciona como una “historia mínima” que, en su recorrido, revela poco a poco un universo único. María Aparicio hace que Puerto Pirámides sea un espacio palpable, cada vez más familiar para el espectador. Y si su propuesta llega a niveles en donde el núcleo duro de lo real vira lentamente hacia una suerte de “lirismo cotidiano”, en buena medida lo logra gracias a la actuación de Bianco, actriz que se destacó en Los labios (Iván Fund, Santiago Loza, 2010), dueña de un rostro y un semblante que inspira candidez y naturalidad. La puesta propone dos movimientos en torno a su figura; por una parte, la “disección” de su cuerpo –en especial su personalísimo rostro- y, por otra parte, el recorrido que produce llevando a sus alumnos a entrevistar a los vecinos del pueblo. Esta doble operación la vuelve cotidiana, a la vez parte y todo de ese espacio tan inhóspito que es la Patagonia. Pero Las calles es mucho más que un ejercicio sobre los límites entre el documental y la ficción. Es al mismo tiempo una película sobre la palabra y su incidencia en la memoria colectiva, escrita “puertas adentro” de una comunidad que ha hecho de la supervivencia un estilo de vida. La realizadora demuestra tener un nivel de observación extraordinario, además de revelarse como una auténtica documentadora de pequeños movimientos, balbuceos, ocurrencias y emociones. De modo que la película no sólo propone conocer un espacio geográfico; también nos muestra una manera de ser y de expresarse. Una de las joyas del 18 Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente - BAFICI.
Muy dentro de mí El realizador Maximiliano Pelosi ingresa con Mariel espera (2017) al universo femenino, a partir de un tema doloroso. El maniqueísmo de los personajes y la puesta televisiva van en detrimento de la profundidad que merecía el film. Mariel (Juana Viale) quedó embarazada. Es, tal vez, el único deseo que le quedaba por cumplir. Junto a su marido (Diego Gentile) buscan un departamento para mudarse y laboralmente no parece irle nada mal. Mariel se desempeña como diseñadora de iluminación y su jefa le confía un muy buen trabajo. Pero ese presente radiante se verá interrumpido cuando llegue la peor noticia: su bebé no se está desarrollando como corresponde y lo único que puede hacer es esperar a que el embrión se desprenda. Si bien recibirá gestos de afecto (de la pareja, pero también de la madre y alguna que otra amiga), nadie ni nada parece estar a la altura de sus emociones. Es claro que la temática de este film deja un muy buen margen para abordar un episodio que sólo una mujer puede experimentar. Episodio que, por otra parte, auspicia una sensible e inteligente lectura del deseo femenino. Pero lejos de ir en esa dirección, Mariel espera opta por “imponer” secuencias, casi como si se tratara de un manual para mujeres que pierden su bebé y sólo deben esperar las últimas páginas en donde está la clave para superar el momento. Todo en este film de estética televisiva parece “de manual”, pero tal cualidad se ve reflejada especialmente en el esquematismo con el que el realizador presenta las secuencias: Mariel en el trabajo, sola y sufriente; Mariel con su madre, sola y sufriente; Mariel con su marido, sola y sufriente… Con ese lógico dolor, lo único que ofrece el relato es su mera representación, como si no se pudiera graficar una fisura, un detalle revelador, una marca ambigua en el personaje que pueda sacar al relato de su unidimensionalidad. Tampoco ayuda la pétrea y bella figura de Juana Viale, que hace lo que puede para transponer alguna emoción en la pantalla, rodeada de esos personajes (la amante del arte que compone Graciela Alfano, un chiché absoluto) tan estereotipados, tan preocupados por volver a la normalidad burguesa que les señala que, claro, hijos se puede volver a tener, sólo hace falta seguir disfrutando del confort y todo lo demás.
La hermandad Tras su debut como co-director de La Tigra, Chaco (2008), el realizador Federico Godfrid entrega con Pinamar (2016) la historia de dos hermanos que retornan al departamento familiar en la costa para resolver cuestiones del pasado. Ya es clásico el esquema de films que trabajan sobre dos personajes disímiles, con frecuencia hermanos. Federico Godfrid aborda ese par y le aporta matices locales y un humor con impronta generacional. La hermandad, se sabe, es un vínculo pleno en afecto y tensiones. Más aún cuando cada hermano parece ser el opuesto del otro. Pablo (Juan Grandinetti) y Miguel (Agustin Pardella) reproducen ese imaginario. El primero es introvertido, pulcro, mesurado. El segundo es charlatán y da la sensación de buscar la empatía con los otros, permanentemente. Los dos tienen alrededor de veinticinco años; etapa en donde para algunos la adolescencia se amplía, mientras que para otros ya es hora de asentarse en la madurez. No hace falta señalar hacia qué lugar se orienta cada uno. El motivo que los lleva a Pinamar tiene que ver con el pasado; arrojar las cenizas al mar de la madre y concretar la venta del otrora departamento de verano. Una tarea que los enfrentará a sus propios dilemas, profundizados cuando reaparezca Laura (Violeta Palukas), una bella chica con la que se frecuentaban durante el tiempo de las vacaciones. Como suele ocurrir, el objeto de deseo común permite llevar a la superficie las emociones encontradas; darles corporalidad, hacerlas más evidentes. Aquí no será la excepción, aunque Godfrid y su guionista Lucía Möller hayan tomado la inteligente decisión de no sobredimensionar el drama, sino más bien lo contrario. Hay en Pinamar un espíritu lúdico que entablará una complicidad con los espectadores, casi como si ese espacio y ese lugar, vaciado de su contenido vacacional, los empujara a retornar a un pasado que, en el fondo, añoran. Un pasado de juegos y complicidades amenas. El elenco cumple con solvencia las exigencias de una curva dramática que oscila entre la ternura y la ira; Grandinetti y Pardella abordan sus personajes sin marginar la relación con el otro en ningún momento. El triunfo de sus trabajos orienta y consolida el triunfo del film; sin la afinidad que se genera entre ambos, Pinamar no alcanzaría los picos dramáticos que alcanza. A todo con la propuesta, la música de Daniel Godfrid y Sebastián Espósito es un medido acompañamiento para este relato sobre los afectos y las posibilidades de dar un paso atrás justo cuando parecía que había una única chance, irreversible y dolorosa.
Un relato sobre fantasmas pensado para nuestro presente El notable realizador de Irma Vep (1996), Los destinos sentimentales (Les destinées sentimentales, 2000) y El otro lado del éxito (Clouds of Sils Maria, 2014), entre otras, entrega con Personal Shopper (2016) un relato sobre los fantasmas que se niegan a desaparecer, en tiempos en donde la fugacidad y los vínculos virtuales imperan. La comunión que se establece entre la cámara y la figura de Kristen Stewart es de esas que van más allá de la fotogenia (cualidad que, por otra parte, adscribe tanto a las mejores películas como a las más elementales publicidades). Olivier Assayas lo sabe. Y tal vez por eso (y porque, además, la ex chica “Crepúsculo” es buena actriz) decidió convocarla para su último film, por el que ganó el Premio al Mejor Director en el último Festival de Cine de Cannes. Tras haberla dirigido en El otro lado del éxito en un rol importante, pero co-protagónico (allí también estaba la estupenda Juliette Binoche), era hora de explotar ese romance con la imagen cinematográfica en un film que, paradójicamente, hace de la ausencia su razón de ser. En Personal Shopper, Stewart interpreta a Maureen, quien trabaja precisamente de eso: es la asistente de compras de una celebridad ególatra y poco amable, que la manda de un lado a otro en búsqueda de joyas y ropa en las mejores tiendas. Maureen hace su trabajo con solvencia, pero queda claro que no es lo que más le interesa hacer. Tal vez, es un buen pasatiempo para no pensar tanto en la ausencia de su hermano, quien murió recientemente de una afección al corazón que ella también padece. Pero aquí los muertos no se van del todo, o al menos ese muerto; hay varios signos que indican que está allí presente, al comienzo en la enorme casa en la que vivió (y que su hermana intenta vender) y más tarde en otros lugares más. Assayas es un director “autoral”, pero siempre se mantuvo atento a los géneros. Aquí se nutre del género fantástico y también del policial, sobre todo en la última parte de la película. Tal como hizo el gran Manoel de Oliveira en Singularidades de una chica rubia (Singularidades de Uma Rapariga Loura, 2009), aquí los efectos especiales son los mínimos y necesarios. Hay algunas apariciones y también hay indicios de que sobrevuela “algo del más allá”; tazas que se rompen, sonidos que se escuchan en medio de la noche. El interés de Maureen por encontrar un sentido a ese retorno del hermano (o, mejor dicho, su intención de no irse del todo) se nutre y se contamina de una fugacidad mucho más palpable y visible para el resto de los mortales. Es por eso que, además de los tránsitos por la ciudad (que poco y nada dejan para la protagonista), el realizador hecha manos a múltiples capas de virtualidad (el chat, las páginas web, los mensajes de texto, etc.) que dan cuenta de un presente ajeno a la espiritualidad. El vínculo indescifrable y ominoso, tan fascinante como ambiguo, que establece la joven con él o los espíritus (imposibles de cifrar en un único mensaje o en una única forma de vincularse) le dan a Personal Shopper un aura de misterio que ubica al espectador en un lugar incómodo, sí, pero tan intenso como fascinante.
Andar y desandar Con otro gran trabajo de Isabelle Huppert, El porvenir (L'Avenir, 2016) aborda temas universales como el paso del tiempo, la madurez, la pérdida del idealismo y el diálogo generacional, a partir de las vivencias de una profesora de filosofía. Mia Hansen-Løve, directora de Un amor de juventud (Un amour de jeunesse, 2011) y El Padre de mis Hijos (Le père de mes enfants, 2009), nos ofrece con El porvenir otra prueba de su talento, sobre todo a la hora de graficar el impacto de las emociones en la vida de sus personajes. Aquí el eje está puesto en Nathalie, una profesora de filosofía un tanto desencantada con su trabajo y con sus alumnos, a quienes los ve un tanto ingenuos. Mientras que ellos actúan merced a su prédica contestataria e idealista, ella ya tiene una vida estandarizada y metódica, concentrada esencialmente en el universo familiar. Tal vez (como más adelante se lo harán saber) sea su cotidiano burgués el responsable de que no pueda comprender aquella efusividad juvenil. Si bien la película gira en torno a los temas ya apuntados, no existe uno más importante que otro. Hay una clara concentración en el devenir de los múltiples asuntos, que son varios: el alejamiento de los hijos, la ruptura matrimonial, la enfermedad de la madre y el encuentro con un ex alumno (y la observación de su forma de vida). En suma: el paso del tiempo, con su modo de “sacudir” lo que hasta entonces ofrecía estabilidad. Nathalie –con esa máscara tan parca y fría, tan huppertiana- hará lo que pueda para poner calma a cada uno de los problemas, pero el drama interno no cederá y tanto en sus risas como en su llanto se verá el resquebrajamiento de su mundo interior. El porvenir es una película “de personaje”, pero al mismo tiempo tiene una variedad de secundarios que ocupan un lugar jamás accesorio; los hijos, el marido, la madre, el alumno. Cada uno de ellos nos permite comprender más a Nathalie. El hecho de que su especialidad sea la filosofía habilita que la película nos provea un debate por las ideas. Ideas a las cuales ella parece haberse aferrado, con la finalidad de sostenerse en su sistema de creencias. La película -que, por momentos, mira con ironía el idealismo juvenil- no las cuestiona. Con madurez las exhibe, las pone en debate. Y de ese modo nos invita a conocerlas y repensarlas, a identificarnos con algo por lo que pasaremos, por lo que ya hemos pasado, o por lo que –suponemos- pasaremos alguna vez.
Extraña y desaforada debilidad Elle - Abuso y seducción (Elle, 2016) es una película provocadora, en donde se aúnan la excelencia de Isabelle Huppert y la precisa dirección de Paul Verhoeven. Desde su estreno en Cannes, la última película del realizador de Bajos Instintos (Basic Instinc, 1992), Showgirls (1995) y El libro negro (Black Book, 2006), entre otras, no ha dejado de suscitar elogios y premios en todo el mundo. Tal vez, el único paso el falso fue el que dio en la última (y particularmente cuestionada) entrega de los Oscar, en donde Emma Stone le arrebató el premio a Isabelle Huppert, quien venía arrasando en otras premiaciones. Más allá de este dato (que no opaca en nada la soberbia labor de la actriz francesa), Elle - Abuso y seducción está destinada a ser un clásico, un film que permite el lucimiento de un gran director difícil de encasillar y una figura estelar que le viene como anillo al dedo a esta historia que tiene erotismo, thriller, drama familiar, y un bienvenido –y necesario, tal vez- toque de comedia negra. Michèle es una de las dos dueñas de una importante empresa dedicada al diseño de videojuegos, encargada de supervisar cada detalle de los productos que allí se gestan. Si bien tiene todo el rictus distante y quirúrgico que Isabelle Huppert le puede imprimir, hay dentro de ella una caldera, un deseo sexual que –se intuye- reprime un poco, entre tanto compromiso laboral y encuentros más bien informales con un hijo que está a punto de ser padre y debe buscarse un trabajo precario, una madre que tiene un novio joven (más parecido a un gigoló que a una pareja genuina), el ex marido (con quien mantiene un buen vínculo), y un amante que ya ha empezado a aburrirla. Pero aquel deseo es estimulado, arrancado a través de una violación, uno de los actos más deleznables que se puedan cometer contra una mujer. Michèle no lo ignora, pero lo que se gesta entre ella y aquel encapotado que ingresó a su casa adquiere ribetes impensados que exceden lo que –a priori- entendemos que debe ser la mirada entre una “víctima” y un “victimario”. Transposición de la novela Oh..., de Philippe Djian, Elle - Abuso y seducción –a los méritos ya apuntados- tiene la habilidad de tensar aquella ambigüedad a la que aludimos, en el extraño vínculo que se produce entre la protagonista y el violador, sin dejar de ahondar en la psicología de los personajes. Si bien es allí en donde la película adquiere su identidad, el guión presenta unos muy sólidos (y bien interpretados) personajes secundarios, además de aportar información sobre el duro pasado familiar de Michèle de forma dosificada; información necesaria para comprenderla y –por qué no- quererla un poco. Consciente de la vejación que sufrió, se dedicará durante una buena parte del metraje a tratar de descubrir quién la ha violado. Elle - Abuso y seducción puede ser pensada también como una puesta en crisis de los valores burgueses, un poco a la manera de los films de Claude Chabrol, con quien Huppert alcanzó varios picos de su carrera. Pero como todo gran relato, esconde distintos niveles de análisis, que ponen foco en el vínculo entre lo social y lo privado, la complejidad de las relaciones familiares y de amistad, y esa eterna y universal disputa entre lo civilizado y lo salvaje.
Anodino relato sobre Miguel de Unamuno Presentada en la Competencia Internacional del 30 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, la película del joven realizador español Manuel Menchón Romero es paradójicamente “vieja”. No en torno a su fecha de realización, claro, pero sí en su forma de construir y abordar la vida de una figura destacada. Durante la dictadura de Primo de Romero, el escritor y filósofo Miguel de Unamuno debió exiliarse en la Isla de Fuenteventura. Para aquel entonces, su pluma desafiante ya lo había consagrado como una verdadera amenaza para cualquier gobierno totalitario. Trasladado sin más remedio hacia aquella ínsula, Unamuno pasó algunos años en los que se ganó el respeto de sus habitantes. La ópera prima de Manuel Menchón Romero comienza con lo que ocurrió diez años después, pero –racconto mediante- imagina la estadía del destacado intelectual y se concentra en una serie de sub-tramas. La que ocupa más metraje refiere a la imposibilidad del pueblo de conseguir agua potable, con la previsible resolución que servirá para remarcar las bondades de la bonhomía y el compromiso social. La isla del viento resulta un compendio de los peores males que se asocian a este tipo de cine histórico: puesta en escena televisiva, metáforas obvias (el sombrero que vuela hasta el mar, ¡ay!), actuaciones acartonadas, corrección política, música altisonante, pintoresquismo for export. Es de suponerse que estas producciones aspiran a un reflejo valorativo de una personalidad histórica, y que proyectan desde el guión aquello que “es necesario saber”. El punto es por qué no lo hacen con una mejor forma; si no se pretenden “innovadoras”, que por lo menos tomen algo de riesgo. Aquí no hay ninguno. Resulta igualmente incomprensible que frente a una más que interesante Competencia Internacional los programadores hayan elegido como representante por España a esta película. En la misma sección, por citar un caso, se ha exhibido Eva no duerme (2015), una película que se anima a pensar la historia desde el lenguaje cinematográfico y no pese a él.
Detrás de las risas La superproducción de Roschdy Zem, que obtuvo dos millones de espectadores en Francia, es una biopic sobre Rafael Padilla, un artista circense negro que gozó de mucha popularidad a comienzos del Siglo XX. Aún sin saber que Chocolat existió, cuesta no ver Monsieur Chocolat (2016) sin darse cuenta de que se trata de una biografía cinematográfica. Es decir, son muy identificables las marcas de la consagración artística, la reconstrucción de la época, las consabidas secuencias que aportan una mirada social e histórica sin dejar de graficar el drama personal del sujeto en cuestión. Eso no necesariamente es un defecto, aunque es evidente que todas esas características le dan un esquematismo a la película que, por momentos, la vuelve un poco obvia. Nacido en Cuba y con un origen como esclavo, Padilla (Omar Sy) encarnó a Chocolat, quien en dúo con el payaso Foottit (James Thierrée) conoció el aplauso del público, pero también las paradojas de un espectáculo que aspira a las risas pero tiene mucho de esfuerzo y de sumisión. Hay un punto interesante en este film, y es justamente que muestra con mucha claridad esa contradicción, en donde el núcleo duro está puesto en el esquema del “payaso blanco que maltrata al payaso negro”. La comedia y la tragedia, aunadas en un acto. La película, claramente, se concentra más en Chocolat, y margina un tanto a Foottit; por momentos, demasiado. Decide concentrarse no sólo en el universo circense, con todo su mecanismo mercantil puesto en función del dúo, sino también en el racismo de la época, que hoy se puede conectar con el avance del pensamiento de derecha y la “retórica del odio”. Gana, y mucho, al retratar las ambivalencias del artista, quien fue seducido por el mundo nocturno, el juego y las drogas, sin olvidar que también fue víctima del contexto en donde se gestó su popularidad. Con luces y sombras, Monsieur Chocolat tiene una factura técnica irreprochable, una reconstrucción de época detallista, y una muy buena labor de Omar Sy que se ajusta a la atormentada vida de su criatura. Podrá cautivar a los amantes de las emociones fuertes e interesar, seguramente, a los que aman al circo en particular y a la comicidad en general.