Los mandatos y yo Toda una sorpresa es el estreno de esta película africana, dirigida por el tunecino Mohamed Ben Attia. Producida por los hermanos Luc Dardenne y Jean-Pierre Dardenne, La amante (Inhebek Hedi, 2016) se vincula a la estética de los directores de Rosetta (1999) y El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011) y reflexiona sobre el impacto de los mandatos familiares en un joven de 25 años. Más que merecidos fueron los dos premios que cosechó en la Berlinale del año pasado el film de Mohamed Ben Attia; el galardón a la Mejor Ópera Prima y el de Mejor Actor para Majd Mastoura, quien compone a Hedi, un muchacho que trabaja como vendedor de Peugeot y debe afrontarse a un inminente matrimonio del cual su madre ha sido la principal promotora. Frente a este panorama no ayuda para nada su carácter introspectivo, la sumisión con la que acepta todo lo que se le impone, desde las intromisiones de su progenitora hasta la forma despótica con la que lo trata su jefe. Hedi tiene una pasión “oculta”: es historietista. Pero fuera de ese vínculo placentero con el arte, nada de lo que le provee la realidad le permite expresarse. Para colmo, su hermano mayor funciona como un “modelo a seguir”. Así, entre su escaso margen de acción y un presente laboral poco estimulante, el joven pasa sus días casi como si fuera un autómata. La película tiene un quiebre –claro- y ese quiebre se produce cuando aparece en su vida (durante un viaje laboral) una mujer de 30 años, bailarina en el comedor de un hotel. Lo que parece una aventura pre-matrimonial se transforma en un enamoramiento y en la posibilidad para Hedi de replantear su presente y, en consecuencia, proyectar un futuro mejor. Con este planteo, La amante se reafirma como una ficción intimista y dilemática, en sintonía con el cine de los hermanos Dardenne. Mohamed Ben Attia demuestra en su primera película solidez para construir atmósferas opresivas en el seno familiar. Su puesta potencia el drama interno de un personaje que no se caracteriza por su verborragia, precisamente. Lo que pudo haber sido un culebrón de trazo grueso se transforma en un relato conciso (la película dura poco menos de 90 minutos) capaz de desmenuzar las contradicciones entre la modernidad y la tradición y de apuntar contra la institución familiar sin dejar de considerar que es allí donde también reposan los primeros afectos.
El deseo a la deriva Santiago Giralt, el director de Toda la gente sola (2009), Anagramas (2014), y Primavera (2016), entre otras, propone con Jess & James (2015) un relato episódico que se inicia con el primer encuentro entre dos veinteañeros que están en pleno estadio de ebullición sexual. El resultado es dispar, en buena medida por la dispersión de un guión que no llega a definir un foco de interés. Jess & James (2016) Realizador prolífico si los hay, Santiago Giralt se ha hecho habitué de varios festivales. Su cine se ha caracterizado por la abundancia de palabras que, enmarcadas en situaciones de tensión y liberación, formaron relatos genuinamente catárticos. Tal vez sea el caso de Antes del estreno (2010) en donde aquel tándem encontró una mejor síntesis, respaldado además por una soberbia labor de Erica Rivas, la actriz protagónica. Pero el problema principal con Jess & James va más allá de la disociación entre lo que se dice / lo que se hace; la película no logra encontrar un “qué decir”. Se ajusta al formato de la road movie, pero el tan mentado –y necesario- crecimiento dramático que debemos observar hacia el final del viaje se ve jaqueado por la indecisión de elegir un camino (ya no geográfico, sino argumental). La película imita en la primera escena un típico cuadro del western. James, con su sombrero de cowboy puesto y una postura deliberadamente sexy, se recorta de un contexto al que no le presta atención. Apenas se distrae con una niña que lo reconoce como el chico que la atendió en un restaurant. Pronto llega Jess (Gerónimo), otro joven que lo invita a concretar un encuentro. Al que no podríamos calificar como muy amoroso; “sumiso” es lo que le llega a decir a su amante, luego de terminar el coito. Por qué inmediatamente luego decide revertir su rispidez, dejar a su novia, embarcarse en una propuesta de viaje incierto, y devenir novio de James, es una decisión que no termina de develarse. Sí, es verdad: hay mucho de pulsión en estos cuerpos, de aquella “liberación” a la que aludimos antes. El problema es que el guión se consagra a justificar estas decisiones, pero lo hace con torpeza y maniqueísmo. Los encuentros entre James y su hermana mayor (la caricatura de una mujer que medita y se ilusiona con su nueva adquisición amorosa) van del trazo grueso a la inconsistencia. Ruta adentro, los jóvenes amantes vivirán esa pasión sin ninguna restricción. Y allí en la película crece, respira libertad, en la observación que hace Giralt de esa fenoménica de los cuerpos apasionados, en el vínculo entre bestial, lúdico y honesto que se establece entre los dos, a partir de una estética que –a diferencia de lo que ocurre con la primera vez entre ambos- se pone al servicio de sus movimientos y no al revés. Más tarde paran en un pueblo para almorzar y se topan con Tomás, un atractivo mozo con el que gestan una relación de a tres. Y con la palabra empiezan otra vez los problemas… Explicaciones inverosímiles (sírvase como ejemplo el motivo por que el que el muchacho no les cobra el almuerzo) y dificultades varias para definir un conflicto. La aparición del padre de Tomás, quien también demuestra cierta tensión con uno de los chicos, no aporta demasiado porque a esa altura ya nada se desarrolla. Mucho menos aporta la antojadiza inclusión del elemento fantástico, cuyo centro neurálgico es una lujosa estancia a la que Jess y James son invitados a ingresar (¡!) por una mujer con aura de misterio. Si se menciona la distancia entre Jess y su hermano, esa mención –que define en buena medida su semblante triste- permite atender con mayor observación el encuentro final entre ambos, en donde la película “cierra” una línea argumental, pero deja el sabor amargo de hacerlo con rapidez, como si ella misma fuera consciente de la escasez de metraje que falta antes de llegar al “The end”.
La humanidad pensada con mente de simios La nueva saga de El planeta de los simios cobra con cada película un mejor y más afinado sentido político. Nuevamente con dirección de Matt Reeves, El planeta de los simios: La guerra (War of the Planet of the Apes, 2017) alcanza genuinos picos dramáticos para conquistar a la gran platea. Con la coronación de Caesar (Andy Serkis) como líder absoluto hacia el final de la El planeta de los simios (R) Evolución (Rise of the Planet of the Apes, 2011, Matt Reeves), se abría la posibilidad de un nuevo enfrentamiento con los humanos, eje de esta El planeta de los simios: La guerra. La incógnita no se instalaba tanto en la trama, sino más bien en el “cómo”; ¿conseguiría la nueva película alcanzar el nivel de empatía con la “platea mainstream” sin por eso caer en el maniqueísmo más ramplón? La respuesta es afirmativa y superadora. Esta nueva visita al universo de los cada vez más numerosos y resistentes simios ofrece emoción e inteligencia, a tono con lo que veníamos viendo en los anteriores dos films. El comienzo de esta nueva aventura nos muestra a un Caesar resistente, líder de un grupo de fieles que se mantienen expectantes ante una inminente invasión. El fantasma de Koba, cual tragedia shakespereana, intenta aplacar su espíritu de lucha. Se avecinan tiempos duros. Ante el ataque que da inicio al film (esta vez, en cooperación con unos simios desertores), Caesar debe reorganizar su lucha y demostrar que lo que busca es la convivencia. Una tarea difícil, sobre todo porque los humanos han recrudecido su ofensiva, liderados esta vez por un despiadado militar (el “Coronel”, en la piel del gran Woody Harrelson) que también tiene sus motivos personales para atacar. Tras el primer enfrentamiento entre ambos bandos, los simios tienen que reorganizarse y sentar las bases de una nueva comunidad, aunque deban utilizar las armas para lograrlo. En medio de tamaña empresa se toparán con la hija de uno de los humanos caídos, a la que no dejarán de lado para evitarle un futuro inevitablemente negro. La pregunta sobre quién invade a quién le ofrece al líder y a los suyos la posibilidad de reflexionar sobre la naturaleza del poder, una cuestión tan abarcativa y ambigua que les producirá una división interna. La grandeza de la película es que nos hace añorar la reunión, el encuentro como acto político en sí, más allá de los desplazamientos individuales. La inclusión de la niña se acerca –tal vez, demasiado- hacia el terreno de lo alegórico; el componente “neutro”, especular frente a las víctimas y los victimarios porque sirve para mostrar que todos están perdiendo algo. El planeta de los simios: La guerra cuenta con una gran producción, utilizada aquí con inteligencia, siempre en función de lo que se está contando, jamás de modo accesorio. Además de un héroe admirable, un grupo de sólidos personajes secundarios y un villano de temer, la película solventa su curva dramática en lo eminentemente visual. Continúa haciendo de los espacios de belleza salvaje un marco ideal para explorar los pasajes bélicos. E introduce la iconografía del campo de guerra a través de un excelente trabajo de arte que sintetiza los núcleos duros de ese lugar tristemente célebre. Pero el corazón de la saga se sostiene aún en la expresividad de los rostros. Es la emotividad de ver la mirada de un simio dejando entrever toda la humanidad que a los humanos les falta.
La inspiración El documental de Nicolás Herzog aborda el contacto que tuvo el autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry, con la familia Fuchs en Argentina –en especial, con las hijas-; fuente de inspiración para su celebrada obra. En determinado momento, alguien informa en Vuelo nocturno (La leyenda de las princesitas argentinas) (2016) que después de la Biblia, El principito es el libro más vendido en el mundo. El dato curioso es que muchos señalan su génesis a partir del contacto del autor con las niñas de la familia Fuchs, oriunda de Concordia. Luego de un aterrizaje forzoso, el escritor fue recibido por los Fuchs en el castillo que hoy es ruinas (el enorme parque que lo rodea completa y a la vez conserva la majestuosidad de antaño). A partir de este encuentro fortuito, Antoine de Saint-Exupéry pasó una temporada allí y generó una amistad con los integrantes de la familia. Las dos pequeñas hijas lo fascinaron; por la sensibilidad y la inteligencia que pudo observar en ellas. Domadoras de zorritos y criadora de serpientes, hay quienes ven en las niñas un motivo para señalarlas como musas inspiradoras de una obra que trascendió la Francia natal de Saint-Exupéry. Singular comparación entabla su obra con la de Lewis Carroll, el autor de otra obra cumbre de la literatura infanto-juvenil, Alicia en el país de las maravillas, quien también se inspiró en una niña. Este dato comparativo ofrece una significación potente. ¿Qué tipo de sensibilidad manifiestan estos hombres (el primero, fascinado por la aviación; el segundo, por la lógica), capaces de “volver” a la infancia para extraer de allí argumentos y temáticas que pueden dar cuenta de la humanidad misma? El documental de Nicolás Herzog no responde de manera explícita esa pregunta, pero –afortunadamente- da vueltas sobre ella. A partir de material sonoro, testimonios, y –sobre todo- un material que el propio Saint-Exupéry le mandó a Jean Renoir, la película va construyendo una imagen del artista y de su pensamiento. De esta forma, Vuelo nocturno (La leyenda de las princesitas argentinas) no sólo se revela como un relato sobre un misterio, sino también como un ensayo sobre la inspiración y la mente de un artista genial; en verdad, un humanista. Ícono cultural que pasó quince meses en Argentina y, por lo visto, extrajo mucho más que fotos para recordar.
Sensatez y sentimiento El realizador de Todos mienten (2009) y La princesa de Francia (2014) hace su primer paso por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata con Hermia & Helena (2016) su película más disfrutable. Habitué del BAFICI, Matías Piñeiro ya presentó su largometraje cinco en varios festivales, entre ellos el de Toronto y Nueva York. Hermia & Helena lo enfrenta, ahora, al público marplatense. Un hecho que habla de la diversidad del Festival, que muestra a un realizador con sello propio pero al mismo tiempo con intenciones de explorar otras tonalidades y nuevas geografías. Rodada mayormente en Estados Unidos y minoritariamente en Buenos Aires, la película continúa con la saga de cruces con la obra de William Shakespeare, lo que demuestra una (bienvenida) obsesión de Piñeiro por establecer cruces, líneas de diálogo entre el cine y la literatura. En esta ocasión, el relato comienza con el regreso de Carmen (María Villar) desde Manhattan, en donde hizo una residencia. Su lugar es tomado por Camila (Agustina Muñoz, actriz de matices y fotogenia exquisitos), cuyos nexos amorosos sirven para hilar ambos territorios. Aunque, a decir verdad, su presencia está atravesada por los viajes, los encuentros, los desencuentros, y, claro, la traducción; rasgo distintivo de su labor en Estados Unidos (allí está traduciendo, precisamente) y de la propia película. Al tono lúdico que Piñeiro le impuso a sus anteriores creaciones, aquí se percibe una mayor naturalidad en los diálogos e, incluso, algunas “notas” nuevas que le aportan más sentimientos a un material que ya ostentaba una marcada sensatez (literatura mediante). En varias oportunidades se ha vinculado a la filmografía del joven director con el cine de Eric Rohmer, sobre todo en cuanto a su afinidad por los diálogos extensos y las caminatas de sus personajes en espacios abiertos. Aquí no solamente hay mucho de eso; hay una serie de sobreimpresiones e intertextualidades (con la literatura y también con el cine) que ofician como una nueva apertura. Tal vez, una apertura en torno a cómo el lenguaje artístico opera como mediador entre la subjetividad y el medio social.; los momentos más emocionales y cotidianos del film se relacionan -directa o indirectamente- con un proceso de lectura o traducción. Finalmente, si Hermia & Helena triunfa en todos los frentes (como comedia de situaciones, como reflexión sobre el arte en la vida, y la vida en el arte) lo hace en buena medida gracias al aporte de Fernando Lockett, el director de fotografía, quien retrata a los actores con encanto coreográfico.
El surgimiento de un autor El trabajo de Peter Braatz se concentra en la génesis de una película de culto: Terciopelo Azul (Blue Velvet, 1986), uno de los primeros films del gran David Lynch. En 1985, Peter Braatz (un alemán de 22 años) le pidió una entrevista a David Lynch, quien le ofreció algo mucho mejor: visitar el set de Terciopelo Azul y convertirse en un testigo privilegiado de la “cocina” del film. Para aquel entonces, Lynch ya se había forjado un público propio -pero aún menor-, gracias a su radical ópera prima Cabeza borradora (Eraserhead, 1977). Luego llegaron El hombre elefante (The elephant man, 1980) y la fallida Duna (Dune, 1984), proyectos que hizo por encargo. A partir de su opus cuatro, Lynch marcó a fuego su sello autoral y lo fue perfeccionando. Una tarea que, a juzgar por su híper comentada Twin Peaks. Tercera parte, no detuvo nunca más. Blue Velvet Revisited (2016) se concentra con detenimiento -31 años más tarde- en la obra de Lynch, pero con marcas lo suficientemente nobles como para no ser subsumida por ella. El registro del rodaje en súper 8 no sólo empatiza con aquel film, sino que además permite su cohesión con las fotografías en blanco y negro (jamás “decorativas”) que se dispersan por todo el metraje. Imágenes de marcada voluntad autoral, como si se contaminaran con el espíritu lyncheano. Se percibe un trabajo meticuloso en la creación de este documental, en donde también colabora la sugestiva banda, plena en un aura de misterio, la singularísima voz de Lynch que dialoga con el making off y las voces de los intérpretes (conscientes de la genialidad del realizador). Por otra parte, la captura del rodaje opera como un efecto de doble extrañamiento; momento en el que se captura el elemento primigenio, integrante de una totalidad que lo enrarece y lo resignifica. Por eso, este film será mucho más apreciado por los que vieron varias veces la película. Construido con retazos, Blue Velvet Revisited tiene la habilidad de mostrar un proceso, que no se entiende como una línea de montaje sino como un espacio de creación en donde conviven la inspiración y las herramientas, el cálculo y la pasión. Percibimos un “sistema Lynch”, no por su cualidad programática, sino por su capacidad de pensar al objeto artístico desde una totalidad que se perfecciona y se vincula con el guión, lo escenográfico, las marcaciones actorales, el sonido, etc., pero también con lo aleatorio. Todos esos elementos ya estaban en Terciopelo Azul, película en donde la inocencia aparece atravesada, lacerada (recordar el comienzo, con esa oreja en medio del pasto) por lo siniestro; aquel terreno en donde Freud construyó buena parte de su teoría del subconsciente y en el que David Lynch volvió una y otra vez.
Se viene el estallido Mariano González es el director y protagonista de esta más que interesante ópera prima, que retrata a la paternidad con una rispidez pocas veces vistas en el cine argentino. Una repetitiva labor en una fábrica de globos en el conurbano y un exigido entrenamiento de crossfit parecen ser las únicas actividades de César. Tiene, de tanto en tanto, encuentros sexuales de forma casual, que parecen responder más a una mecánica y no tanto a una necesidad afectiva. César es un hombre joven de poco hablar y mirada dura. Precisamente es allí, en su mirada, en donde podemos apreciar desde el comienzo de Los globos (2016) algo más que una personalidad. Hay un pesar, un sopor, una tristeza, que revelan carencias de afecto y un pasado oscuro. La primera película de Mariano González lo revela como un realizador atento, puesto en servicio de generar tensión ya desde el encuadre. La decisión de no apartarse demasiado de César genera paulatinamente una sensación de angustia que, lejos de disiparse con la llegada (irrupción) del pequeño hijo, se termina pronunciando. Sucede que César estuvo preso por un crimen que la película no aclara (pertinente decisión del guion) y que enviudó joven. El abuelo del chico no se puede hacer cargo de él, y Los globos se concentra en los momentos previos a una posible adopción. La película se ciñe a la teoría del iceberg: ese presente es lo que vemos, pero debajo hay un pasado que no se termina de exponer pero que demuestra que las cosas incluso pudieron haber estado peor. Cuánto de todo ese pasado era no necesario revelar es posiblemente el punto débil de la película; por momentos, tenemos la sensación de que era importante saber un poco más. A las cualidades argumentales apuntadas, hay que agregar la sólida actuación de González, en la piel de un personaje que genera una marcada antipatía pero al que, poco a poco, iremos comprendiendo. Hay, casi hacia el final, una secuencia clave en medio de un bosque que de alguna forma promueve un acercamiento más compasivo hacia él. Una suerte de síntesis de lo mejor de la película en términos formales, con una cámara en mano y un trabajo sobre el fuera de campo equiparable a la puesta de los hermanos Dardenne. Luego de esta película sobre la paternidad y el encuentro con los afectos habrá que prestarle atención a los próximos trabajos de Mariano González.
Te estaba buscando La comedia de Nico Casavecchia es una coproducción argentino estadounidense sobre el encuentro entre un joven y neurótico artista norteamericano y una bella muchacha argentina. Una película liviana, sí, pero muy disfrutable. Alex Taylor (Sam Huntington) es un artista audiovisual newyorkino, creador de una patética animación de tomates que se viralizó en la web; signo de nuestros tiempos en los que una inventiva “ingeniosa” recorre el mundo en el transcurso de muy poco tiempo. Sofía (Andrea Carballo) es una teórica del arte, que dio con el invento de Alex y posteriormente inició una serie de encuentros vía chat. En medio de una fiesta, Alex compra (sin demasiada conciencia) un pasaje hacia Buenos Aires, en donde irremediablemente termina. Su deseo, claro, es conocer a Sofía, de quien parece estar “enamorado”. Pero una vez aquí, el que lo pasa a buscar es su novio (Rafael Spregelburd, en un papel que le cae como anillo al dedo), un artista plástico ególatra, soberbio, y… peronista. Lo secunda su asistente, una joven que soporta su conducta obsesiva y poco amable, porque –se hará evidente- está enamorada. La película de Casavecchia (por lógica argumental, hablada tanto en castellano como en inglés) es “pequeña” en términos de producción, pero cada uno de sus rubros está muy cuidado. Por la geografía en la que transcurre (el delta), “empatiza” con Vóley, con la que también comparte el apunte ingenioso y cierta mirada generacional, sólo que en este caso lo hace alrededor del mundo del arte. En Finding Sofia hay mucho humor verbal, pero lo gestual también está en primer plano. Cada personaje está muy bien corporizado (desde el vamos, el casting es efectivo), y hay zonas de la película que hasta se conectan con el cine de Woody Allen. Obligado inicialmente a hacerse pasar por un “primo lejano” de Sofía, Alex será recibido con cierta reticencia, pero poco a poco su rol en la casa tendrá mayor peso. La forma en la que lo mira su anfitriona -quien al comienzo se desentiende un poco de ese muchacho con quien mantuvo un vínculo virtual- pasará de la distancia hasta un acercamiento más profundo, que la llevará a replantearse varios aspectos de su vida. Más allá de algunas decisiones “posmodernas” (el empleo de animaciones y pequeñas reflexiones de Alex sobre lo que le toca vivir), la película no ofrece nada demasiado nuevo, pero se posiciona como una comedia cool, hipster, un poco “de nicho”, pero plenamente disfrutable y muy bien actuada. El público adecuado, más que satisfecho.
Lo importante es lo que quiero llegar a ser En Después de la tormenta (Umi yori mo nada fukaku, 2016), el realizador Hirokazu Kore-eda presenta temas ya abordados en su prolífica carrera, como la relación entre padre e hijo, la incertidumbre y la insatisfacción. El resultado sigue siendo óptimo. Si bien el japonés Hirokazu Kore-eda transitó el drama familiar en otras películas más logradas como Un día en familia (Aruitemo aruitemo, 2008) y De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, 2013), con Después de la tormenta confirma su talento para generar climas y construir situaciones plenas en verdad. En su más reciente film, el cuarentón Ryota (Hiroshi Abe) regresa a casa. No es un regreso más; su padre murió recientemente y la madre quedó sola en el departamento –hasta entonces- matrimonial. Aunque no parezca que a ella le preocupe demasiado la viudez (lo deja en claro de forma explícita), el hijo está allí para acompañarla y resolver algunos asuntos económicos. Ryota, que en su momento fue una joven promesa de la literatura, dice trabajar en una agencia de detectives para poder escribir una nueva novela. Pero la verdad es que lo urgen las deudas y su vida está sumida en el desencanto. Su hermana lo trata con cierta distancia, su ex esposa comenzó una relación con un hombre acaudalado, apenas puede ver a su hijo cada tanto, y la forma que encuentra para resolver los problemas es mediante el juego o las extorsiones a sus propios clientes. Pese a este cuadro entre patético y deprimente, estamos frente a uno de esos loosers que de tan mal que les va nos termina poniendo de su lado. Si bien el centro gravitacional de los conflictos recae sobre el derrotero del Ryota, la película se detiene en cada personaje secundario; cuáles son sus incertidumbres, temores y esperanzas. Heredero de los problemas con el dinero que tuvo su padre, él encontrará en los diversos encuentros con familiares y compañeros de trabajo un nuevo motivo para profundizar su pesar, que acarrea con el desencanto propio de aquellos que desean mucho más de lo que obtienen. Ese medio tono del personaje “contagia” al film entero, que por momentos deriva hacia la comedia de situaciones, tono que le sienta estupendo. Hirokazu Kore-eda comprende el drama del personaje y lo aborda mediante una puesta en escena sencilla, alejada de toda artificialidad. Su maestría radica en la construcción del campo, cercana al personaje y por momentos un tanto opresiva. Hacia la última parte, como si la película toda respirara el mismo aire que Ryota, llega el tifón anunciado desde el comienzo y Después de la tormenta adquiere una temporalidad chejoviana. La película, entonces, nos ofrece nuevas perspectivas a partir de un tiempo suspendido, en donde las emociones se ponen en primer plano, ofreciéndose como una epifanía de aquello que estaba sugerido antes de que empezara a llover.
Vigilar y castigar Interesante el giro estético que el coreano Kim Ki-duk da en La red (Geumul, 2015), película que se concentra en una historia “pequeña” pero plena en resonancias políticas. A partir de Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (Bom yeoreum gaeul gyeoul geurigo bom, 2003), el coreano Kim Ki-duk comenzó a ocupar un lugar de relevancia en el mapa de los festivales de cine, a escala internacional. Tal es así que se transformó en uno de los pocos realizadores coreanos en lograr ser estrenado en distintos países del mundo (Argentina, entre ellos). Pero sus sucesivos films fueron perdiendo el consenso que tuvo aquel batacazo, posiblemente a causa de ciertas reiteraciones a la hora de representar el sufrimiento de sus atribuladas criaturas. La (sobre) estetización de la violencia fue, acaso, el principal blanco de los críticos. Con La red el realizador vuelve a trabajar sobre el sufrimiento, pero esta vez elude las marcas de violencia más gráficas y toma partido por mostrar aquello que “alcanza”; esta vez, la representación del dolor se ciñe al drama y no cede ante el capricho del director. La red sigue el derrotero de Nam Chul-woo (Seung-Wan Ryoo), un humilde pescador de Corea del Norte, la Corea regida por el régimen comunista. Todas las mañanas, el hombre sale a pescar y regresa para darle de comer a su familia, compuesta por su esposa y su pequeña hija. Que sea un pescador no es un dato menor, en esta película que opone pequeñez a grandeza, pobreza a riqueza. Oposición en la que entra en juego la cuestión política, de lleno y con dureza una vez que la lancha de Nam Chul-woo se avería y –corriente mediante- termina encallado en las costas de Corea del Sur, la capitalista. A partir de ese momento, el pescador sufrirá las vejaciones propias de un relato kafkiano. Tomado prisionero por una agencia estatal que opera con violencia (física, pero también psicológica), el hombre será considerado presunto espía y ante sus ojos verá todo el fanatismo y la paranoia propia de los regímenes más crueles. La película tomará la senda de la fábula moral, más aún desde el momento en el que el prisionero es llevado a las calles de la opulenta ciudad y tendrá contacto con dos personajes-clave para comprender los vicios y las contradicciones del capitalismo. En medio de este doloroso periplo, Nam Chul-woo tendrá la defensa y comprensión de su custodio, un joven surcoreano que se propondrá mirar “más allá” de la lógica a la que adscribe su propia comunidad. La red no es una película “redonda”, claro está. Por momentos, el sesgo alegórico le pesa, porque los personajes que giran en torno al pescador parecen más “ideas”, “representaciones”. Son los riesgos de la fábula, que aquí no sólo es moral (por fortuna, jamás moralizante) sino también un tanto pesimista. Pero que ese pesimismo encuentre al realizador apelando a la comprensión de un personaje tan noble como complejo, tan comprensible, a esta altura de su carrera es un verdadero hallazgo. Kim Ki-duk nos muestra cómo el odio entre dos territorios tan cercanos y a la vez antagónicos replica en el más humilde, como si el núcleo duro de la política más nefasta se mostrara así, a lo bruto, ante la mirada menos contaminada y a la vez más perjudicada de ese enfrentamiento histórico.