Montaña rusa Velocidad no siempre es vértigo. Se puede ser vertiginoso a un ritmo pausado. A su vez, se puede ser veloz en un espacio cerrado. Ya lo había probado Eisenstein allá por la década del '20, hace casi 90 años: la administración del espacio es la que manipula al tiempo. A su vez, el espacio no se puede manipular de cualquier forma sin pagar ciertos costos. Tratar de reponer el espacio fotográfico “real” no sólo atenta contra el realismo sino que es una sentencia de muerte para cualquier simulación: los dibujos animados en su versión caricatura, por ejemplo, desprecian el realismo y es ese desprecio el que refuerza su diferencia; las películas de “simulación de lo real”-como El Expreso Polar o Beowulf- chocan una y otra vez contra la piedra del realismo justamente por ser “más papistas que El Papa”, es decir, por pretender suplantar a la imagen fotográfica. Frente al problema del realismo y la ontología de la imagen, Las aventuras de Tintín parece ser otra cosa. Por diferentes motivos: primero y principal, porque asume su carácter de “comic” con abierta conciencia (ver el plano de Tintín mirando su propio dibujo retratado, al inicio de la película); segundo, porque conciente de su “no-realidad” asume un “realismo” ad hoc al construir un mundo cerrado pero posible de peripecias (ver ese extraordinario plano-secuencia del “escape del embalse” que es un prodigio absoluto de puesta en escena como pocas veces haya mostrado el cine), golpes, saltos, elasticidad y accidentes varios que no le debe a nada a las leyes de Newton pero si seguramente a las de Keaton (Buster); por último, porque en función de las limitaciones de la misma tecnología hay una asunción de no “humanizar” a los personajes ni sus rostros y, sin embargo, generar una corriente de empatía por sus acciones. Las aventuras de Tintín es, centralmente eso que anuncia y más: es una película de peripecias, una tras otra, casi sin descanso, pero es mucho más que su protagonista (lo justo hubiera sido que la película se llamara Las aventuras de Tintín y Haddock, personaje responsable de que la película sea una verdadera borrachera de placer que nos mete en su cerebro afiebrado), ya que lo que propone es una reducción de las aventuras a la mínima escala. De ahí que la película proporcione (sobre todo luego de la primer media hora) la sensación inagotable de una montaña rusa, de un parque de diversiones y que cada una de las distintas escenas de aventuras sea -por lo pronto- un pequeño pelotero repleto de subidas, bajadas, saltos, caídas y una diversidad de posibilidades inagotables de movimiento (autos, motos, corridas, tierra, agua, aire, fuego, arena, máquinas: buena parte de la tabla de los elementos parece convocada en el acto de alquimia que la película es). A su vez, es una montaña que no nos debe información: sus personajes son una pura superficie espejada, casi sin psicología profunda por lo que toda información que se nos brinde es funcional a la construcción de una máquina de narrar casi perfecta (otra vez Theodor Adorno está equivocado cuando habla de cine). Esa idea, la de un cine físico, meramente visual, que genera un placer cinético pero que también es intelectual suele ser históricamente despreciada (así como se desprecia la aventura pura de las Misión: Imposible, las películas de artes marciales de Jackie Chan, las películas de acción de Jason Statham, el salvaje gore físico de Piraña 3D o Snakes on a Plane o la comedia slapstick del grupo Jackass) y el gesto de Spielberg de pensar un cine industrial con presupuestos millonarios pero divirtiéndose con los recursos y el inverosímil folletinesco de una película de clase B no deja de ser una declaración de amor a ese género que supo devolver a la primera línea industrial como el cine de acción y aventuras (aún siendo cosas distintas). En ese espacio anónimo de directores industriales de segunda línea (que tiene a los irregulares Joe Johnston y Stephen Sommers, quienes supieron tener un pasado mejor) es donde se ubica Spielberg con esta megaproducción. No deja de ser una idea subversiva para un director al que se ha canonizado por entregar películas serias: ser libre tiene su precio también (ahí no estaba tan equivocado Adorno).
Capitalistas con corazón Hay una tradición silenciosa que siempre pugna por salir y lo hace dentro de la producción adocenada de películas. Es la tradición del cine de las segundas oportunidades (también entroncada en ese subgénero de los Has been: personajes que supieron ser alguien en el pasadom pero el tiempo arrasó con ellos), buscadores de redención de algún tipo (aunque en muchos casos no la consigan, como en la brillante Fat City, de John Huston). En ese submundo de personajes con un pasado de gloria se encuentra la sorprendente El juego de la fortuna (título poco feliz). Allí donde la bendita tradición demanda épica, heroísmo, fuerza de voluntad (algo que podemos reconocer en varias Rocky sin lugar a dudas), aquí es especulación, compra-venta de cuerpos y almas, presiones y un sistema diseñado para ahorrarle millones a los capitalistas inversores en el deporte. En este sentido, la película se rige por un principio elemental de la recientemente re-estrenada El Padrino: “no es nada personal, sólo son negocios”. Pero así como El juego de la fortuna abraza el credo capitalista sin dudarlo un segundo (notable la escena en donde el protagonista, Brad Pitt, enseña a su asesor a despedir a los jugadores que el club debe vender o intercambiar), también es una película noble, ausente de todo golpe bajo, conciente de la doble moral de los personajes que tiene en su centro. Esa capacidad la diferencia de las especulaciones moralistas más tradicionalmente maniqueas (la elección entre “los negocios o la vida” sin ir más lejos), optando por una gama rica en grises y semitonos, que se reconocen puntualmente en las subtramas de la película: las relaciones entre pares en el equipo, por ejemplo, pero sobre todo la relación entre el protagonista (Pitt) y su hija, que es de una delicadeza y dulzura triste bastante ausente en el mainstream más tradicional. De ahí que el béisbol como excusa del ascenso funcione como caja de resonancia pública de las miserias privadas. En esa interrelación entre lo privado-público es donde la película se erige como visión compleja, problemática y apasionante, intentando dar cuenta de cómo el dinero vehicula relaciones entre personas. Pero no es el dinero como anatema, sino como un integrante indispensable de las relaciones humanas. Esa osadía -la de aceptar cómo la circulación del capital modela emociones contradictorias entre personas- la convierte en un extraño producto: la épica de los burócratas éticos. En definitiva, un OVNI cinematográfico en forma de estreno de relleno.
El futuro es mujer ¿Un intento de volver a ya extinta comedia a la Italiana? No necesariamente. Si bien hay un coqueteo, una tentativa -en un principio- de atravesar los caminos de la comedia dramática-costumbrista la cosa va por otro lado. Hay, si se quiere, una revisión crítica (que aparece reconocible en la tradición de cierto cine que en Argentina podría reconocérsele a algunos films de Juan José Campanella) de los componentes del cine popular (que mal abordados se convierten en populismo efectista). Es interesante ver como el film de Virzi realiza una parábola invertida: una familia que nace quebrada y se reconstituye con el paso de los años, que se rearma con los restos de los rencores, violencias, celos, pasiones que la vieron nacer. En este punto la película tiene notables puntos de contacto con Roma, de Adolfo Aristarain, Los chicos de mi vida, de Penny Marshall, pero también con cierto tono moralizante que cuestiona las decisiones y libertades sobre el placer, el cuerpo y el sexo que estaban en Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón. Es en esa imposible tradición (sumada a la falaz adscripción inicial a la comedia alla italiana) en donde debe ser pensada La prima cosa bella: por un costado, una crítica feroz a la institución familiar y proponiendo la necesidad de repensar ciertos vínculos establecidos (entre padres e hijos, entre parejas, entre hermanos, etc), a la vez un innecesario subrayado moral sobre las decisiones de la madre del protagonista (subrayado moral que aparece representado por una enfermedad terminal). Ese vaivén -amen de su extensión un poco desmedida, 122 minutos- es el que por un lado permite momentos de genuina y noble emoción (la escena de la reconciliación de los hermanos y la canción cantada a trío entre madre e hijos) y por otro innecesarios castigos físicos, escenas efectistas (las palizas que recibe la madre del protagonista, la sensación de que siempre es manipulada y verdaderamente no decide sobre su cuerpo y sexualidad, algunos ataques propios de la enfermedad mostrados desde una cámara en una grúa generando planos grandilocuentes). En última instancia, estamos frente a una película ambivalente, con un notable y efectivo uso del gran angular como mecanismo de puesta en escena de los saltos en la memoria hechos por el protagonista dentro de la itinerante estructura de flashbacks que se nos propone. En esos recursos formales el espectador puede reconciliarse con las decisiones poco felices. En cualquiera de los casos, esa sensación de ida y vuelta entre distintos registros dramáticos no deja de ser un bienvenido riesgo que no busca recetas ni convenciones fáciles sino busca bucear en el recetario de los lugares comunes para desarmarlos y admirarlos a la vez. El último plano de la película (simbólico, maternal) da cuenta de esa relación compleja con las tradiciones familiares: se las odia para poder amárselas.
Kristen Wiig, crack de la comedia n términos futbolísticos, durante años, en Argentina, se solía decir que Velez, River y Newell's eran el semillero de los grandes jugadores que luego son comprados por clubes más grandes o triunfan en el exterior. Sin embargo, en muchas ocasiones, esos jugadores decidieron, contra viento y marea, mantenerse en el club que los vio nacer, acaso jugar a préstamo pero volver lo antes posible. Esa nobleza de mantener la individualidad y originalidad, de jugar en vez de competir deportivamente, es la que uno puede encontrar en Kristen Wiig, lo más parecido a un crack actoral, básicamente una gran actriz pero que el lugar común nos obliga a poner el mote de “gran comediante” porque básicamente la hemos visto hacer comedia. Bueno, con Damas en guerra se cruzan fuertemente dos mundos: el del humor físico y bocasuscia que Wiig vino trabajando desde el semillero que la vio nacer, es decir, el Saturday Night Live, y -por el otro- el humor agridulce de la llamada Factoría Apatow. Como resultado de ese cruce tenemos un híbrido inconstante, pero a la vez plagado de sorpresas. Por un lado, una situación típica de la productora Apatow, casi especialista en períodos transicionales (de la adolescencia a la adultez, de la adultez en soltería al casamiento son las preferidas de la casa) que en este caso cambia el frente y se dedica a contemplar la transición en un grupo de mujeres de 30 y largos (un poco más también) que pasan de la soltería al compromiso. Dentro de ese submundo de posibilidades se concentra el problema que se desata cuando Annie (Wiig, fantástica: estoy siendo redundante) se ve tomada por sorpresa porque su amiga Lillian (Maya Rudolph) se casará en breve. Todo el periplo que va desde la sorpresa inicial al rechazo a las convenciones cursis de un matrimonio forma parte de ese tan típico y conservador aprendizaje apatowiano donde casi siempre los personajes terminan sentando cabeza de un modo bastante poco feliz. Pero bueno, como mencioné antes, el sándwich tiene panes Apatow…pero la mayonesa es de otro tipo. Ahí es donde el tono desbordante de SNL aparece de la mano de Wiig (aquí también guionista). Damas en guerra promete dos cosas que saludablemente no cumple: una de ellas, una guerra intestina absurda entre dos damas de honor (entre ellas hay tensión y gags geniales de competencia pero no hay tal guerra) y, la otra, es el casamiento, que en la película es resuelto saludablemente con una elipsis concentrándose sólo en la post ceremonia. Eso permite que la película sea menos una suerte de análisis sociológico o una comedia más sobre un tema trillado y miles del veces abordado como los celos entre amigos y se concentre más específicamente en el dolor de crecer y ver irse a las personas que fueron importantes en nuestra vida. Lo notable es que la película logra sostener ese postulado, más propio de una comedia dramática que de una comedia a secas, con una serie de recursos claramente reconocibles en la tradición de la Nueva Comedia Americana: escatología, humor físico, incorrección política y humanismo frente a los personajes (quizás los únicos que escapen a esa visión y sean cruelmente retratados sean los compañeros de vivienda de Annie y el amante ocasional, interpretado por Jon Hamm). De ahí que la película no nos escatime en gags sobre diarrea, vaginas, penes, vómitos sumado a un inclaudicable humor físico (la despedida de Annie en la fiesta pre-boda es notable). Si algo sale mal en la película, además de la misantropía con los personajes mencionados líneas arriba, es esa tendencia que anticipé al principio y que es tan determinante en las películas producidas (aunque también dirigidas) por Apatow: la necesidad de forzar a los personajes a tocar fondo y a “realizar” un aprendizaje. La necesidad de forzar un desarrollo en la trama en vez de dejarla fluir. Entiendo que, si bien el guión no le pertenece a Apatow su mano, si está presente (y sospecho que habrá tenido incidencia en la versión final del guión). Quizás sea por eso que toda la locura que supone el “trance” de la protagonista hasta entender su lugar en el mundo se sienta incómoda cuando se la obliga a un aterrizaje forzoso. A veces, una marca de producción, una necesidad de reconocimiento de producto puede arruinar potenciales obras maestras. Es hora de que Apatow vuelva a jugar y deje jugar al resto, como en el potrero: sin presiones, como si el futuro no existiera, como si fuera el patio trasero de la casa.
Amigos son los amigos Greg Mottola es un escultor. Pero esculpe en una superficie distinta a las tradicionales: su trabajo es sobre un material noble, amable, por eso sus películas tienen esa condición. El tipo esculpe sobre terciopelo. Construye paredes, pisos y techos llenos de calidez, dulzura y las limpia de cualquier forma parecida al cinismo. El resultado es rotundo: cada vez que vemos Supercool o Adventureland: Un verano memorable dan ganas de quedarse a vivir ahí. No porque esos mundos sean ideales ni porque sean maravillosos, sino porque, pese a todos los males que les puedan suceder a los personajes, siempre va a haber alguien que los cuide y nos cuide a nosotros, como espectadores. Bueno: a esa lista sumémosle a Paul. Pero… ¿qué es Paul? Dos fanáticos ingleses de las convenciones de cómics y de ciencia ficción/fantástico se topan accidentalmente con el susodicho Paul (voz de Seth Rogen, que crea un imposible alienígena relajado, porrero y escatológico), ET encarcelado secretamente durante décadas. Tras la sorpresa inicial, el viaje es hacia un punto específico, donde Paul pueda ser rescatado y volver. En el medio, una creyente tuerta (la enorme Kristen Wiig) convertida en una racional boca sucia gracias a los poderes extraterrestres, un par de policías que se comportan como chicos de 8 años, un agente especial con intereses creados (Jason Bateman, impecable como casi siempre) y un cameo de Sigourney Weaver como la responsable suprema de la persecución. Paul, a diferencia de las anteriores películas de Mottola, tiene un tono todavía más algodonado. Su desarrollo de falsa persecución se comporta como un notable exponente de ese genial subgénero que son las road movies, pero en una variante más relajada, como si no hubiera clímax. Pero, a diferencia de aquellas en donde el viaje es un aprendizaje que muestra cambios profundos, en Paul no se apela a esas disposiciones, a esos saltos en velocidad. Quizás por eso los personajes que construyen Nick Frost y Simon Pegg (aquí también guionistas) sean tan queribles. Su “cambio” es imperceptible: no es a los gritos, no es con lágrimas, sino en un tono íntimo, de camaradería. Por eso la película logra integrar “tripulantes” al viaje de los protagonistas: en el fondo el tema es crear un grupo, declararse ese amor tan propio de las “bromantic comedies” (subgénero al que Paul también pertenece) y gritar a los cielos que los amigos son esas cosas que justifican el paso por esta tierra.
Gente sexy Hay un juego de simetrías dado, primero por la casualidad y luego por las características particulares de cada caso. Seamos juguetones: Amigos con beneficios es la traducción literal (fea) de Friends With Benefits. Amigos con derechos es la traducción orientada de No Strings Attached (sin ataduras). En ambas estamos frente a mujeres fuertes, decididas, de armas tomar. Ambas mujeres -hablando estrictamente de actrices: Mila Kunis y Natalie Portman, respectivamente- supieron ser esa suerte de tándem, cara-contra cara en El cisne negro (para más datos ambas son extranjeras que desarrollaron su vida profesional en Estados Unidos), como personajes radicalmente simétricos. Bueno, estimados lectores, esa simetría nos va a servir para pensar dos películas muy parecidas como son Amigos con beneficios y Amigos con derechos (aunque nos concentremos, claro, en la primera), pero que se ofrecen como exacta contratara. Dos amigos. Una realidad mediada por el trabajo que luego lleva a una relación más íntima. Momento. Nada de intimidad, sólo sexo. Momento. Sexo y amistad. Gente agradable, rápida, soltera, con ganas de pasarla bien. Sin ataduras (no strings attached). Velocidad. Belleza: Kunis + Timberlake = cometa Halley de las estrellitas hot en ascenso (o ya ascendidas, como gusteis).”Nada más profundo que la piel”, dice Oscar Wilde. Tiene razón. La película es rápida, brillante, poderosa. Pero duda de sus posibilidades, entonces debe mirar su lugar de pertenencia (el género) así como apelar a poco felices líneas secundarias (por ejemplo la relación entre el protagonista y su padre, algo similar al problema que sufría Amigos con derechos, como para seguir con las simetrías). Amigos con beneficios tiene eso que toda comedia romántica quiere tener: velocidad, cuádruples niveles de sentido, sexualidad, piel, más sexo, algún leve comentario sobre el mundo y su solemnidad (pero como quien lo dice al pasar, sin preocuparse demasiado)…claro… el problema es que la película es de 2011 y no de 1938. Y dado que cuenta con una historia (del género) detrás, se ocupa de recalcarnos su conocimiento particular, pertenencia, acidez respecto del código y otros varios. Eso que, tilingería mediante llamamos metadiscurso. Bueno: la reflexividad de la película pasa por postular esta clase de cosas, justo ahí donde se pedía clasicismo, amor por los personajes, limpieza de cinismo. Escuchamos en boca de los protagonistas algunos de los lugares comunes de las comedias románticas adocenadas… pero ellos también actúan ese rol para nosotros, los incautos espectadores. En esa puesta en abismo la película se muerde su propia cola (aunque pide a gritos comerse la de sus protagonistas: hete ahí un tema que pedía más espacio, el sexo como juego libertario) y la cosa termina en ese extraño lugar en el que conviven los lugares comunes y la precisión quirúrgica de quienes conocen lo qué hacen, por qué lo hacen y hacia donde van. Ese lugar de certezas finales es el que nos distancia de la brillante superficie de incertidumbres saludables que nos proponían los primeros 25 minutos de película. Recomiendo comparar los dos planos finales: ver el fuera de campo de Amigos con derechos y su creencia en el género, en sus dobleces y posibilidades y el final de Amigos con beneficios y su lustrosa belleza, que es amable, que no molesta, pero que está condenada al panteón de las grandes ideas desaprovechadas por la jactancia de los astutos, esos que no ven comedias románticas porque “son todas iguales”.
Grandes ideas hundidas por la grandilocuencia Pasa algo extraño con Alex de la Iglesia. Es uno de esos directores que tiene el talento, la originalidad, la creatividad visual intacta como para crear un universo rico, un imaginario rocambolesco, una verdadera suspensión de la incredulidad (elemento central en la que quizás sea su mejor película, El día de la bestia) a cada paso. Sin embargo, ese mismo director y guionista talentoso (aún con sus profundos altibajos) es aquel mismo que se ve incapacitado de escribir una historia sin la HISTORIA detrás. Ahí, lamentablemente, De la Iglesia no se diferencia mucho de esos unitarios testimoniales que dirigía Alejandro Doria, en donde se nos decía, en clave metafórica (pensar en películas como Los miedos, de 1980) “cómo somos nosotros, qué nos pasa”. Bueno, justamente ese es el mayor problema de esa película demencial que es Balada triste de trompeta, que vuelve a la historia una metáfora tan elemental con respecto a la Historia (con H mayúscula). Hace algo parecido a lo que mostraba Muertos de risa pero en clave extrañamente más solemne y delirante al mismo tiempo. Es que ahí donde el sistema de fuerzas antitéticas, de duelos personales que solía tener a la historia de España como colofón aquí invierte los términos (aunque De la Iglesia no quiera que se note, por eso lo rocambolesco, demencial y espectacular del desarrollo argumental, que si no fuera una mera estrategia para borronear el peso de la HISTORIA realmente sería un hallazgo: sin ir más lejos ver la subtrama de la huída a los bosques por parte del protagonista) Para entender este sistema de solemnidad delirante basta un botón: la película comienza en 1937, en plena guerra civil española, donde el padre del protagonista es incluido de prepo en el bando republicano. Se extiende durante los 60’s y 70’, con los últimos años de vida de Franco. Termina en una paroxístico final en la punta de la cruz de la abadía del valle de los caídos, monumento en donde es enterrado Franco (y que a la sazón es testimonio franquista de los muertos por la guerra civil). A eso sumémosle un final en donde una mujer (léase España) entrelazada en una tela roja muere como producto del enfrentamiento de dos hombres (léanse bandos violentos de extrema izquierda y extrema derecha) que dicen querer “lo mejor para ella” pero que incapacitados de comprenderla sólo sostienen un enfrentamiento sin límites, de una violencia impredecible, de un sadismo pocas veces visto en el director. El resultado es una suerte de parábola gigantesca sobre la violencia y el autoritarismo, que incluye -cuando no- atentados de la ETA en medio de la gigantesca ensalada. Y ahí reaparece el problema: la película cuenta con notables ideas (el ya mencionado escape a los bosques, el ataque a Franco, la automutilación, la presentación de la película con el ingreso del bando republicano al circo, la masacre cometida por el payaso padre-gran cameo de Santiago Segura-, y otros varios), pero ahí donde el sistema pedía libertad, continuidad, locura, ramificación, impredictibilidad, la HISTORIA cierra las puertas, nos lleva al final trágico con los dos payasos, destruidos ante la muerte de su amada, en los albores de la transición hacia la democracia. De la Iglesia quiso hacer una película grande y sólo le salió grandota.
Un maestro atrapado (¿con salida?) Que uno de los grandes directores que iniciaron sus carreras en la generación del ’70 esté de vuelta en pantalla grande es un acontecimiento. Si ese director es un hombre cuya filmografía se fue espaciando, convirtiéndose en un outsider de la industria, más acontecimiento aún. Si ese director tiene una filmografía construida en torno a una relación amorosa con los géneros clásicos, el acontecimiento es único y quizás irrepetible. Para aquellos que amamos la narración clásica y encontramos en John Carpenter uno de los últimos exponentes vivos de aquella vieja tradición, el estreno de Atrapada (título acertado en su doble juego dentro de la película, ya que de haberse llamado El pabellón la cosa hubiera empeorado) merecía un lugar especial en el corazón cinéfilo. Bueno, esto es lo que nos pasa cuando depositamos demasiadas expectativas: la caída puede ser todavía más feroz que si no hubiéramos conocido a su director. Atrapada tiene una media hora inicial que, pese a algunos desajustes actorales y cierta estereotipación de la fantasía de mostrar un hospital psiquiátrico por dentro, funciona como un relojito y parte de una premisa muy simple: una joven con un bloqueo en su memoria tras haber incendiado -aparentemente- una casa es internada en una clínica psiquiátrica donde suceden hechos extraños. Por ejemplo, que algunos de sus pacientes desaparecen sin dejar rastro (algo que conecta involuntariamente a la película con La isla siniestra, de Martin Scorsese), generando en la protagonista una paranoia que la lleva a investigar los sucesos. Sumamos a este dato que de la clínica es difícil pero no imposible el escape. OK, nada nuevo bajo el sol, pero Carpenter jamás pierde el pulso y siempre sabe dónde poner la cámara. El minuto 30 y pico nos brinda uno de los típicos planos Carpenter con el temor a la profundidad de campo en medio de una ducha con demasiado vapor. Ahí, cuando comenzamos a disfrutar de lo conocido, aparece un integrante (lamentablemente) novedoso: el golpe de efecto en primer plano sonoro. Extraño: Carpenter no hacía estas cosas con el sonido, al contrario, cualquier espectador con sentido común podrá recordar la sofisticadísima construcción sonora de Halloween sin ir más lejos. Pero en Atrapada esa sutileza queda fuera. Algo molesta: es como si una sucesión de malas decisiones formales, de procedimientos (sobre todo sonoros) poco felices tendieran a borrar con el codo lo que la mano-cámara del director había construido. Si a esto le sumamos asesinatos filmados con rigor de principiante (amén de cierto disfrute sádico que pueda haberse buscado con los modos de matar) y una sucesión de vueltas de tuerca que comienzan a acumularse, podemos pensar en una hipótesis preliminar: Carpenter ha abandonado el clasicismo. Pero abandonar un programa narrativo no tendría que ser un problema: ya en En la boca del miedo o incluso en la menospreciada obra maestra Los fantasmas de Marte el director había probado alejarse de moldes narrativos convencionales y había funcionado fantásticamente. Quizás el mayor problema de Atrapada es que lo que se muestra es una desconfianza en los materiales, una suerte de cansancio, una necesidad de explorar otros moldes pero, paradójicamente, sin alejarse del todo de lo clásico. Esa indefinición, ese quedarse a mitad de camino explica la arbitrariedad de los giros de guión: ahí donde las imágenes encontraron un límite se busca auxilio en la planificación, en las ideas, y más precisamente, en el cerebro. Esa nueva confianza en lo cerebral pareciera explicar el énfasis en los mecanismos efectistas: la imagen y el sonido quedan supeditados al shock perceptivo de una esquizofrénica con múltiples personalidades (elección por cierto bastante demodé). Pero por más lógico que esto sea no quiere decir que sea logrado. De ahí que no es correcto hablar de Atrapada como una película psicologista, sino de una fuertemente cerebral, algo que, revisando la obra de Carpenter en perspectiva, es una novedad ¿Acaso todo esto es una interpretación reaccionaria por haber abandonado el mundo de lo clásico en donde el director siempre supo moverse con comodidad? No, pero es un llamado de atención: nada nos indica que Carpenter comience a mirar con cariño a construcciones narrativas como las de Identidad, El Origen o Sucker Punch (películas con las que dialoga), pero cuando menos este paso en falso plantea dudas. No hay peor lugar para quedarse atrapado que en el propio cerebro: veremos si el camino sin salida es nuestro frente a un cambio en su cine o es el mismo Carpenter el que se encerró en un callejón.
BURÓCRATAS La nueva película del director de La novia siria tiene algo de aquella: la tendencia a la bajada de línea, la discursividad y el ánimo de hablar sobre “temas importantes”. En ese caso, le suma un perfil de comedia negra-dramática que mezcla algo de Guantanamera, Después de hora y Pequeña Miss Sunshine (extendida en tiempo y espacio) y el resultado se caracteriza dentro de ese subgénero esquivo que podríamos llamar “comedias sobre burocracias” (algo que el cine argentino de la década de los '80 también supo tener). El encargado de recursos humanos de una empresa panadera debe hacer frente a una campaña de difamación ante el asesinato de una empleada de la compañía, sin familiares visibles que reclamen el cadáver. Lo que inicialmente parece un asunto de mero papeleo se convertirá en un viaje absurdo que comienza en Israel y finalizará en los restos de la antigua república comunista de Rumania (justamente con esos restos del megalómano aparato estatal y sus ineficiencias varias es que juega el director: el Estado como un pulpo burocrático, multiplicador de problemas y pesadillas en las vidas de los ciudadanos), pasando por ex esposo, hijo díscolo, diversos diplomáticos y una abuela perdida en un pueblo ignoto. En ese plan es que Una misión en la vida atrasa, por lo bajo, dos décadas: muestra un problema que hoy por hoy no supone tensión alguna, como la supervivencia de los ciudadanos en un Estado que hace décadas ha dejado de ser comunista (aunque hay algo de especulación equiparable a los “temas” que el nuevo cine rumano ha explotado con ese imaginario en diversos festivales), supone una retahíla de lugares comunes sobre el reencuentro de la familia, sobre el valor moral de la vida por sobre las obligaciones laborales y plantea una serie de definiciones sobre la inmoralidad de lucro empresarial que se prevén desde el minuto 2 de película. En definitiva, una excursión a un país viejo, conocido, desvencijado pero con insólitas pretensiones de novedad.
Reescrituras Continuar no es lo mismo que rehacer. Rehacer no es lo mismo que reescribir. Pero borrar con el codo no es escribir. Desde el vamos, la idea de una continuación, de una segunda parte es un punto de partida fallido: esta versión de ¿Qué pasó ayer? es precisamente eso: una versión, una reescritura, pero no una continuación ya que no se recuperan ejes abiertos de la película anterior. Al mismo tiempo, en tanto relectura y reescritura, estamos ante una película deliberadamente salvaje, mucho más orgiástica que la original, pero al mismo tiempo sumida en una paradoja: aunque en Bangkok las cosas que pasan multipliquen por 20 lo sucedido en Las Vegas, la sensación de peligro, de inestabilidad, de duda que había en la primer película se desvanece por completo. Y no creo que se deba que en esta película la novedad de la borrachera ya no sea el centro, como si podía serlo en su predecesora, sino que en ¿Qué pasó ayer? Parte 2 hay algo de cálculo, de frío escalpelo de guión, que muestra sus dientes y costuras: ahí en donde la salvajada era una apertura a lo desconocido, aquí se resuelve con relativa rapidez. Quizás entre otras cosas se deba a que en la “primer parte” la cantidad dejaba paso a la calidad de los enigmas, algo que permitía estirar el suspenso y la ambigüedad. Aquí en cambio son tantas las barbaridades y giros de timón de la noche de juerga que es la misma duración de la película la que termina poniendo coto a la desesperación por reconstruir una noche de amnesia. Al mismo tiempo hay un detrimento mayor: ahí donde ¿Qué pasó ayer? ponía en el centro las fantasías y frustraciones de cuatro hombres adultos y un niño grandote, como es el personaje de Galifianakis-desaprovechado y convertido en una marioneta perfecta pero sin un ápice de humanidad-, aquí concentra todo en el personaje de Stu (el gan Ed Helms), dejándode lado al resto, haciendo así que esa historia de represión, matrimonio y vida adulta de la película original de paso a su versión lavada, un poquitín moralista y por qué no, simplificada (mientras en la primera los personajes se liberaban de algún modo gracias al encuentro metafórico de la bestia dormida interior que despliega Galifianakis, aquí el asunto es más bien un error de cálculo). Quedan, claro está, notables ideas en el camino hacia la reconstrucción total de los hechos: un mono (fumador) vendedor de droga con una camperita de los Rolling Stones, un monje budista que ha presenciado todo el descontrol pero se ha sumido en pacto de silencio, un tatuaje y un incendio, varios travestis alegres, una ciudad infernal, secuestros, dedos cortados y el pene más diminuto del mundo. No voy a negar que el asunto funciona, pero mucho menos. La máquina se fuerza demasiado para llegar a donde llega y lo hace sacrificando originalidad, personajes y calidad en los gags, además de complejidad en su premisa sobre el matrimonio (algo que la predecesora de esta “saga” mantenía como lazo con la otra gran película de Phillips que es Old School). El resultado no es insatisfactorio, pero de haber una tercera, quizás Phillips debería pensar en pegar el gran salto: una noche que no se recosntruya jamás y de la cual sólo queden vestigios ambiguos e imposibles de reconstruir: es la pesadilla de la monogamia como moral rectora la que se lo impide y nos niegue, quizás, una verdadera salvajada.