Woody Allen nos acompañó -aunque sea con altibajos- a muchos que supimos seguir a sus películas, que se convirtieron en interlocutoras ideales de un mundo reconocible, estable y hasta familiar. Eso ocurrió por lo menos desde 1977 y hasta 1998 con Annie Hall como inauguradora de un patrón autoral reconocible durante dos décadas. El corte es y no es arbitrario: Annie Hall inaugura un artificio imposible, un imaginario inexistente, pero confortable. Es poco feliz o perezoso hacer un inventario de ese imaginario, pero -nos guste o no- es una marca reconocible donde el existencialismo es el eje que organiza la ética del universo Allen. Con Los secretos de Harry ese imaginario pareció estallar por los aires, cerrándose sobre el propio mundo: todo lo que supo ser encantador ahí se convertía en material corrosivo y celebración narcisista, por lo que la sensación era de despedida, de testamento: no more Mr. nice guy. Desde Celebrity en adelante, la filmografía de Allen no sólo se volvió reiterativa (Ladrones de medio pelo, La maldición del escorpión de Jade, La mirada de los otros, Scoop) y/o solemne (de Match Point a El sueño de Cassandra) sino que pareció abandonar cualquier tipo de reflexión sobre la propia obra, ya que la originalidad no sería el elemento que fuera a primar. Pues bien: Que "la cosa" funcione no es original, no es nueva, es teatral, es impostada, está repleta de personajes estereotipados, pero, sorprendentemente, el artificio vuelve a funcionar placenteramente como no lo hacía desde hacía más de una década, quizás en parte porque lo anacrónico de su ejercicio se deba a que el guión es de 1978 y apenas fue retocado en el presente. Pero… ¿por qué funciona la cosa? Porque aunque todo lo que sucede en ella está visto, Allen vuelve, a lo más interesante de Annie Hall, de Manhattan, de Broadway Danny Rose, de Hannah y sus hermanas y de Crímenes y pecados: misoginia, azar, existencialismo, placeres cotidianos como salvación, el matrimonio como mentira, la conciencia de la propia obra y el lugar ocupado como artista como el último refugio. Allen lo hace con crueldad, con sarcasmo y narcisismo. Muestra un mundo cerrado y muerto, por eso la película, si bien es una visita a un greatest hits museificado, no deja de ser disfrutable: el ejercicio de su anacronía nostálgica dice mucho más sobre la obra del director y la idea (presente) del lugar de sus películas que muchas otras incursiones y aggiornamientos para el nuevo público que lo descubrió desde Match Point. Uno puede discutir una y mil veces con las bajadas de línea de Allen, puede darse cuenta de que sus personajes son marionetas, puede resultarle un ejercicio autoindulgente, lo que es innegable aquí es la identidad, ese lugar seguro al que se va a morir cuando todo se desvanece en el aire.
La comezón del séptimo año (y del décimo film) Con Amor en juego, los hermanos Farrelly generaron un inconveniente: hasta ese momento, su filmografía, rica en freaks de toda índole, venía enriqueciéndose, complejizándose, ingresando en zonas inexploradas de la propia comedia, haciendo, en definitiva, del humanismo una bandera. El inconveniente que planteó Amor en juego fue el siguiente: ¿Cómo se continúa por la vía de lo freak sin perder humanidad ni originalidad? Ahí la respuesta la dio ya no el código de un género visitado por los hermanos (la comedia romántica) sino la decisión de convertir a lo freak en un tono, en una actitud y no en un elemento determinante físico o psíquico de un género puntual. De esa forma, tirando la pelota hacia delante, los Farrelly concebían una película que tenía tanto de encargo como de inquietud de un cine personal. Poco tiempo después llegó La mujer de mis pesadillas y ahí, por primera vez en casi una década de establecimiento de una forma de hacer comedia, el cine de los hermanos comenzaba a reciclarse -conducta habitual pero nunca tan explícita en la obra del dúo- pero quizás lo peor es que comenzaba a resignar humanidad y visión problemática del mundo en función de la efectividad de los gags (elemento que la emparienta con la problemática Loco por Mary). En esa encerrona -y tras la postergación del tan ansiado proyecto sobre Los tres chiflados- tiene su punto de partida el proyecto de Pase libre, que pareciera ser una proclama, un cruce de caminos con una proposición: cambio y adaptación a otros tiempos o persistencia en lo mismo y olvido. El resultado es lo mismo pero empeorado: muchos gags, pocas personas, poco mundo, desprecio (elemento que estaba en la ya mencionada Loco por Mary). Lo notable es que la película casi no realiza el más mínimo esfuerzo por darle a cada personaje entidad de algún tipo, sino que son meros estereotipos con cargo de conciencia (y autoconciencia de su estereotipación: dato no menor en una película fallida sobre los estereotipos) aquellos que ocupan el centro: dos cuarentones algo sexópatas que extrañan los “buenos y viejos tiempos” y obtienen una suerte de carta blanca, durante una semana, para hacer lo que quieran con las mujeres, con la aceptación de sus esposas, que ven en la saciedad de ese deseo (aunque afuera de la pareja) la recuperación de sus maridos a un tipo de sexualidad de pareja más adulta. Pase libre, es además, una extraña combinación y versión libre de ¿Qué pasó ayer? y La comezón del séptimo año, en la que aparece un segundo problema: a la falta de freaks, a la ausencia de humanismo (o, en todo caso, a la presencia de un humanismo culposo y no uno libertario), se le suma un giro de un conservadurismo sorprendente, que recuerda, inclusive, a las peores decisiones del imaginario pequeñoburgués de cierto cine de Judd Apatow, en espacial Virgen a los 40 años, en donde el tópico del crecimiento y el abandono de actividades “juveniles” parece ser la salida para muchos personajes. En esa decisión conservadora, los Farrelly ya no sólo pierden su propio norte (sobreactuado en la reaparición de escatologías de todo tipo), sino que abandonan a sus personajes, los dejan a la deriva de un aprendizaje forzado. En medio de ese abandono, el moralismo del matrimonio monogámico como principio de construcción de la pareja, la defensa irrestricta de la familia y, por último, la deshumanización de la sexualidad (en otras películas el sexo se vivía sin culpas pero con humor, aquí el sexo es garante de cierto malestar): en definitiva, una antítesis de todo lo que construyeron en los últimos 15 años. Dentro de la obra de los Farrelly, Pase libre es un retorno a lo conocido, pero empeorado, como una sucesión de poses y pasos de baile sin vida. En el medio, sin embargo, hay grandes actores que buscan sostener con su propio carisma lo que la película no les entrega, que es carácter, originalidad, calidez y al mismo tiempo complejidad, inquietud, molestia con el lugar que les toca ocupar (en tanto personajes). En este sentido, resulta brillante e ilustrativo el plano final con la resistencia a la confesión y la última frase, en boca del talentoso Sudeikis. Ese timing para romper un tempo y un modo de la resolución parece ser el antídoto que los mismos directores inoculan a cada película: nunca ser previsibles, siempre encontrar algo que nos quite de lo común, lo reconocible y que el humor sea el centro reparador de tanta miseria del mundo. Pero aquí llega tardísimo, en el último segundo. Extraño y decepcionante: la miseria vino aquí de parte de los mismos padres de la criatura, que la dejaron atrapada en un atolladero sin salida moralista, previsible y poco efectivo, algo letal para cualquier comedia inteligente, algo que Pase libre, definitivamente, no es.
El (des)encanto de la publicidad Es complicado. No hablo del argumento de la película (de serios y problemáticos puntos de contacto con esa cumbre de la arbitrariedad disfrazada de complejidad llamada El Origen) sino que me refiero a la dificultad de encontrar fundamentos para buscar cine ahí donde hay un vulgar despliegue publicitario. 2046, de Wong Kar-wa,i también tenía ese bichito de la publicidad encubierta pero cuando menos, por encima de ese desfile banal de imágenes perfectas, lustrosas, coloreadas por post producción, todavía sobrevivía una historia con densidad propia, con peso específico. El problema de la publicidad en el cine, valga aclarar, quizás no sean los manierismos formales, sino que lo cinematográfico se convierta en una mera excusa de lo publicitario. Sucker Punch padece esa limitación, que es la de los formalismos arbitrarios. Allí donde la publicidad se vale de los procedimientos para la venta, el cine debería poder valerse de la publicidad para otra clase de cosas. El problema es que Snyder, a diferencia de películas anteriores, filma jerarquizando procedimientos de la publicidad (la obsesión con los travellings circulares, con el detalle milimétrico de las superficies, la negación de la profundidad de campo, el uso brilloso del color y el contraste). Por eso, toda narración posible queda suspendida en la negación: y es allí donde aparece el inconveniente ya que, al contrario de ser una cerebral película de guión (algo de lo que se la podría acusar por sus giros y vueltas de tuerca), resulta un producto de diseño, bidimensional, publicitario. Pero al no abrazar a la publicidad como punto de partida, como posicionamiento consciente, reflexivo (algo de eso había en 300, del mismo director), es esa misma negativa la que se deglute lo cinematográfico. El resultado: diseño de producción deslumbrante que provoca apatía. Esa focalización en el diseño niega tres veces: se niega a narrar, se niega a generar inestabilidad alguna en los personajes o en el espectador, y finalmente niega toda exterioridad posible a los tópicos de la publicidad. Sucker Punch es un mundo cerrado: renuncia a narrar mediante una recurrencia cíclica de eventos símil videojuego al pasar de un nivel a otro; esa renuncia nos lleva a una renuncia nueva, que es la negación de la más mínima posibilidad de peligro físico o psíquico (el diseño de producción trabaja con una perfección formal de la nitidez de imagen que se complementa con una tendencia a conservar el foco casi constantemente, generando una sensación de irrealidad calma: un mundo de explosiones y esquirlas que acarician la piel tersa); por último, esa renuncia al peligro es la renuncia definitiva al mundo, porque en el film de Snyder todo es acolchonado en su moralista obliteración de violencia o sexualidad (la violencia no lastima y la sexualidad es de muñequitas de piel brillosa y polleritas levantadas, no más que eso) y esa sola idea se da de bruces con cualquier pared de ladrillo. Quizás ése sea su peor problema: el contar un mundo no sin realidad sino carente de fe en su imaginario. Sin ese mínimo grado de credulidad, la interacción entre los cuerpos y el mundo que los rodea es imposible, precisamente porque sus caminos son divergentes. Por eso, los procedimientos virtuosos, exhibicionistas, los movimientos de cámara son los que buscan restituir el estatismo de estampita del mundo muerto (que ni la publicidad ni el CGI pueden construir). Quizás porque, a diferencia de películas como Avatar o inclusive la nueva película de Spielberg sobre Tintín, en Sucker Punch nada ni nadie interactúa con su medio. La película, en ese punto, ni siquiera expone a su protagonista a las posibilidades del azar sino que siempre se guarda un fuera de campo salvador. Ahora: ¿es incoherente este planteo en una película acerca de un personaje encerrado en un neuropsiquiátrico y que quiere escapar? No, no lo es. Pero el cine es mucho más que un despliegue cerebral, algo que, ni siquiera salva a Snyder del abismo de su propia banalidad visual.
Elogio de la incomodidad Danny Boyle es uno de esos directores que si fueran animales se asemejarían a las anguilas: eléctricos, imposibles de agarrar, difíciles de clasificar, movedizos. Su filmografía está repleta de altibajos en los que siempre el tono es altisonante. Es, si se quiere, un director amarillista, pero consciente de ese posicionamiento. En este contexto, la aparición de la historia que da vida a 127 horas cabe como anillo al dedo a la filmografía de Boyle: la historia de un accidente, un extravío, un sacrificio y una redención. Algo que, de un modo u otro, también es un tema en el cine del director. Pero aquí el cambio es otro y el tono entre distanciado e irónico de otras películas anteriores se convierte, desencanto mediante, en una película de un inusitado humanismo (no exento de cierto moralismo, siempre presente de manera irrisoria en otras películas de Boyle), donde el director se acerca extrañamente a ese experimento notable de Robert Zemeckis llamado Náufrago, con el que comparte abiertamente la necesidad del show unipersonal con todas las variaciones posibles de personalidad en un espacio y tiempo acotado. Pero ahí donde la premisa se vuelve un mero gancho comercial (Enterrado sería un caso evidente de esto), Boyle ve el modo de escapar del lugar común. Lo hace con la increíble metamorfosis de James Franco, que va de la arrogancia prepotente a la indagación reflexiva en muy pocos días pero también lo hace con un recurso poco feliz, que quizás sea lo que desentona: los flashbacks como sostén dramático, como espesor narrativo de ese momento central, el del punto límite, el de la decisión de sobrevivir al costo de arriesgar la integridad del propio cuerpo. Pero no seamos injustos: el modo en el que esos flashbacks se encadenan se mezclan con las alucinaciones que el protagonista comienza a sufrir en medio del desierto. Y la historia, que quizás reclamaba una lógica más apegada a los hechos “reales” comienza a adquirir un tono de fábula, de cuento moral antiguo, tanto como la historia que el protagonista cuenta sobre su encuentro con la roca, sobre como ambos estaban predestinados al encuentro. Ese relato que cuenta (una cámara manejada por el mismo protagonista, Aron graba el proceso de supervivencia) se asemeja mucho a ese que narrara Byron Orlock, el personaje de Míralos morir (Peter Bogdanovich, 1968), que a su vez es un cuento de Las Mil y Una Noches: el cuento narra la historia del hombre que pensando que eludía a la muerte al escapar de ella en un encuentro fortuito en una ciudad terminó encontrándola en otra, que era el destino que estaba realmente programado. Ese tono es el que permite que muchos de los peores momentos de las películas de Boyle peguen un giro repentino. Y se conviertan en esos artefactos inclasificables que hacen que su cine carezca de medias tintas. Para quienes no hayan visto la película, sabrán, el personaje sólo puede escapar mutilándose de forma terrible. No puedo revelarles cómo lo hace y si lo logra, lo que si es notable es cómo el director opta, dentro del tono onírico que la película va tomando (lo que la relaciona extrañamente con una compañera en los Oscar, El cisne negro, que no es sino otra película sobre procesos interiores exteriorizados) por una descripción cruda, salvaje, realista, sucia, difícil. Sobre ese terreno resbaladizo la película se mueve sin poder asirla. Molesta por momentos, conmovedora en varios, incómoda en el momento sangriento, dubitativa sobre la efectividad de sus recursos, se me hace imposible decir que es una película más. A su vez, no puedo sino sentirme profundamente manipulado. Hete aquí el secreto de Boyle: nunca dejarle el control al espectador.
Lo trash (y como lograrlo) Este tipo Caruso es simpático. O deberíamos hablar de la simpatía de sus películas, en realidad. Es, a su modo, una suerte de hijo menos talentoso de un Larry Cohen, el histórico rey de la clase B. La cuestión es que, dentro de una filmografía limitada a unas pocas películas, este hombre va formando de a poco un camino reconocible: sus películas (al menos con Paranoia y Control total) tienen una marca, un estilo que las hace únicas, como si en producciones adocenadas el director hubiera encontrado un tono especial. ¿De qué forma? Partiendo de lugares comunes hiper previsibles (un vecino asesino descubierto por un tercero a quien nadie cree, un joven que ve conspiraciones paranoicas gubernamentales muy complejas y casi imposibles, un extraño que debe adaptarse al contexto de tierra extraña), reuniendo todos los estereotipos posibles en torno a esos universos remanidos, dejándolos actuar durante un tercio de película y luego poniendo cuarta a fondo, sacando el freno de mano y dejando que la película entre en un espiral delirante, haciendo estallar todo verosímil posible por los aires. Aquí, en Soy el número cuatro. la propuesta no es distinta a los casos mencionados. Pero da la sensación de que todo el plan se hubiera maquinado deliberadamente para llegar a ese delirio final. Esa sensación hace que el primer visionado se la película sea agradable y sorprendente (sospechando que la película se fue al demonio), pero ante una segunda visión pueden percibirse los giros de timón. Pero… ¿acaso eso la hace menos divertida? Para nada, quizás demasiado conciente, pero sin evidenciarlo hasta bien avanzado el metraje, el gustito del film de Caruso es el de la sensación de lo trash que se paladea en la boca. La sensación de fiesta entre amigos (que recuerda al tono lúdico y burlón de esa gran película despreciada que fue Aulas peligrosas, de Robert Rodriguez) permite disfrutar de la suspensión de la incredulidad más grande que un espectador pudiera pedir. Anoten: extraterrestre que escapa de perseguidores (por ahí ronda un tono sentencioso y cursi a lo Smallville, la serie de TV sobre el joven Superman) + cacería implacable a lo Terminator por parte de alienígenas de 3 metros de altura + película de adolescentes hormonales y sensibles que se enamoran y encuentran su lugar en el mundo (una suerte de tono Dawson's Creek pero con Kriptonita) + festival de one liners (el mejor, sin lugar a dudas, el de la bebida energizante, frase del año hasta ahora) + monstruos de CGI sacados del diseño del imaginario de las primeras Harry Potter. El resultado es una delicia que tiene menos de placer culpable que de placer irresponsable. La película tiene unos veinte minutos finales hilarantes, que redondean el tono fresco e imposible de un cine que ya no se hace, que es desvergonzado, que juega a ser malo pero no es más que una arquitectura trash de insólita simpatía. Son esas cosas que suceden los jueves en que nadie quiere estrenar, cuando todos están pendientes de los Oscar. Pero la "basura", ni falta hace aclararlo, también es cine.
Sangre, sudor y vísceras El cine precisa del físico. Sin el físico no existiría John Cassavetes, ni Jean Eustache ni Jackie Chan pero tampoco H.G.Lewis, el creador del gore. El cine físico, material, pide sensaciones, pide excesos, no tolera el orden y el control sino que es siempre un torrente. En ese sentido, el efecto 3D es un ejemplo determinante en la historia de los excesos. O, inversamente, lo excesivo es determinante en la historia del cine 3D. El 3D es una tecnología que pocos saben manejar, ya no técnicamente sino expresivamente, dando al recurso una función lógica y no convirtiéndolo en un mero recurso publicitario. Es en este aspecto que el gore, como subgénero dentro del cine de terror, pedía a gritos un uso imaginativo. El 3D, hasta el momento, tenía en James Cameron a uno de los pocos directores que pensaron renovadamente el modo de construir la puesta en escena. Cameron fue director de Piraña y salido de esa fábrica de no tirar un solo centavo llamada Roger Corman. Eran las producciones baratas de esa celebridad de la clase B de los '60, '70 y '80 las que lograban encontrar un tono entretenido en el exceso (quizás no tan cerca de William Castle pero en el mismo equipo) y que supieron aprovechar directores como Joe Dante y el mismo Cameron. Pero hace más de dos décadas terminaron los '80. Y, si bien el procedimiento 3D existe, lo que se había extraviado era el tono (un tono que sólo quienes hicieron carrera como directores de segunda unidad pueden entender, como David R. Ellis, con cuyas películas dialoga Piraña 3D), eran los modos, en síntesis, una idea de hacer el cine, una idea plenamente física. Y es ahí en donde reingresa a escena el tono clase B, el cine físico, pero también el gore, la comedia negra, la exhibición de culos y tetas. Y ese exceso lo entendió perfectamente el francés Alexandre Aja, un exiliado, un ajeno que se mofa de todos y cada uno de los modelos canónicos de representar “lo americano” y mete las manos en el lodo. Entonces entrega esta maravilla materialista como pocos estrenos de 2010 (porque el año pasado fue retenida para su estreno) y juega a ser ochentosa, anacrónica. Y gana. El mundo de Piraña 3D tiene dos caras: una que mira hacia la historia y plaga a la película de cameos, guiños internos, referencias metatextuales; la otra, es puramente erótica -en su sentido más sontagiano-, es sensorial. Busca la complicidad del espectador dispuesto a sorprenderse con sus propios prejuicios (y en esto se parece a la genial Jackass 3D) y avanza rauda: dentro suyo está el cine de terror de los '70 y los desnudos obligados, está el humor negrísimo de las películas de Dante y John Landis; pero también está el gore brutal de H.G.Lewis, la sátira política de George A. Romero y la revisión del cine catástrofe de los '70. Pero el desparpajo con el que pasa revista a esos mojones históricos no busca la complicidad, sino el placer de la carne, en todo sentido. Sea por todo esto que durante, al menos, mitad de la película se sucede una fiesta interminable de alcohol, sexo y música (exageración que da un tono pesadillesco a lo que está por venir) y la otra mitad es una variación acuática de El amanecer de los muertos (la versión de Zack Snyder: ahí esá Ving Rhames para recordárnoslo, nuevamente como policía). En todo caso, no hay salvación, no hay coartada moral ni explicación para la violencia. No hay metáfora. Hay sangre, sudor y vísceras. Comprendamos que en una época en donde El juego del miedo, Hostel, Escupiré sobre tu tumba y otras barbaridades moralistas dominan el mercado del terror, bueno, que alguien se acuerde del placer catártico de la violencia y que lo haga con una crueldad estimulante, no es una simple bocanada de aire: es un tipo de cine que hay que defender, contra todos los prejuicios, contra todas las previsiones. Es una gran noticia que Piraña 3D pueda verse en una pantalla grande. Lo merece más que buena parte del caudal de estrenos basura que engrosan la oferta de los jueves.
Una gran película menor En algunas ocasiones pueden conmovernos, emocionarnos cosas inesperadas, justamente porque cuando uno las conoce puede contar con una mínima serie de expectativas. Para ser sincero -y no ser puramente subjetivo en esto- conozco a muy poca gente, por decir casi nadie, que se haya conmovido o emocionado (en el término más vulgar de la idea de conmoción/emoción: esa que nos lleva a las lágrimas y nos hace entregarnos a ese mundo falso y artificioso) con películas de los hermanos Coen. Sí recuerdo, en cambio, otra clase de sentimientos asociados como ira, violencia, admiración, extrañamiento, desprecio, apatía, diversión. Pero nunca la sensación de que los Coen pudieran quebrar esa barrera que, por decir, puede romper un Steven Spielberg o un Clint Eastwood (por mencionar dos maestros admirados/admirables en el sofisticado arte popular de crear mitos emotivos y en movimiento: motion Pictures/emotion Pictures), dato no menor, ya que el primero de ellos es uno de los productores de este nuevo film de los Coen. ¿Pero por qué Temple de acero ahora, en este momento? No es la primera vez que los Coen revisan con su imparcial voluntad posmodernista y cínica (pose inflada por una diversidad inabarcable de críticos durante décadas) al cine que los antecedió: desde El gran salto (revisando a Frank Capra) a De paseo a la muerte (revisando el film noir del período clásico), desde El hombre que nunca estuvo (de vuelta al policial negro) a El amor cuesta caro (revisando la screwball comedy clásica pero aggiornada) pasando por la poco feliz El quinteto de la muerte (revisando la original comedia negra inglesa de Alexander Mackendrick). De hecho, podemos afirmar sin temor que la mayor parte de su obra pendula entre el cinismo de una visión nihilista del mundo presente o contemporáneo y una desencantada del mundo pasado, que bajo la forma de la ironía y el desprecio representa hechos, estilos o simplemente rehace películas del pasado. Con semejante introducción, la mínima noticia de que los Coen se acercarían a la remake de la película homónima de 1969 dirigida por Henry Hathaway preparaba el camino para el peor de los desprecios: un western revisionista, oscuro, ácido y autocelebratorio. Error flagrante de crítico.. La Temple de acero original nunca fue una gran película (de hecho, su director las tiene mucho mejores y más sólidas), pero si es uno de esos casos en los que hablamos de un film despedida-testamento. De por sí el tema de la película (una venganza que debe llevarse a cabo a manos de una niña de 14 años que contrata a un ex sheriff retirado y borracho para que encuentre y encarcele al asesino de su padre) pone en evidencia esa sensación otoñal, de despedida (unos años después moriría su protagonista John Wayne) y es esa precisión quizás la que permite recordarla mejor de lo que era. Temple de acero versión 2010 no precisa encontrar el tono otoñal para el género y sus arquetipos, por eso su humanismo de antaño, su lejanía de todo cinismo, su ética de cine clásico (aunque sazonada con el sentimentalismo spilbergiano) la convierte en un hecho anómalo: es una película de otro tiempo y de otros directores, es una película que se asemeja a un encargo y que extrañamente resuena personal. Ese bienvenido movimiento hacia playas nuevas, hacia formas distintas, permite pensar que los Coen todavía pueden ser los grandes directores que en muchas películas supieron ser, pero que por momentos dejaban al cine de lado para ocupar el centro de la escena. Jubilosamente han hecho un gran film menor. Y eso se agradece.
Las paradojas del sadismo conservador La década del '70 fue una época extrema para el cine. Hasta la recuperación absoluta del control que las majors perdieron durante buena parte de los '60 y los '70, pero que recuperarían en los '80, el cine de los '70 supo ser rico y variopinto en las posibilidades y experimentaciones de distinto tipo. Una de ellas, sin lugar a dudas, entre las muchas y variadas formas de las llamadas “explotation movies” (películas pensadas originalmente para un entretenimiento liviano y clase C propio de autocine), supo ser la descarada I Spit on Your Grave (Meir Zarchi, 1978) ¿Pero qué es esta película original de 1978 cuya remake se estrena ahora en los cines argentinos? Es, esencialmente, una de las últimas películas del deleznable explotation llamado rape & revenge movies (o, básicamente, películas de violación sexual y venganza). Contrario a lo que suele difundirse sin mucha precisión, la película original allá por finales de los '70 no abría un ciclo sino que parecía cerrarlo -al menos dentro de los códigos de crueldad extrema que podía permitir su pertenencia al cine de terror, algo discutible, por cierto-. Desde El Manantial de la doncella (Ingmar Bergman, 1960) hasta Paranoia - La última casa a la izquierda (Wes Craven, 1972) desde Los perros de paja (Sam Peckinpah, 1971) hasta They Call Her One Eye (Bo Arne Vibenius, 1974), desde El vengador anónimo (Michael Winner, 1974) hasta Ms. 45 - Angel de venganza (Abel Ferrara, 1981), el cine siempre jugó a exponer el sadismo del espectador por partida doble: sometiéndolo al sadismo voyeurista de una violación a la vez que al voyeurismo destructivo de la venganza leída como justicia…por mano propia. En los casos mencionados, la venganza la llevaba a cabo la misma víctima o sus familiares, lo que multiplicaba el carácter fuertemente conservador del subgénero, defendiendo la célula familiar como último bastión civilizado ante la barbarie. Si bien la década del '80 no estuvo exenta de casos semejantes, lo que si supo hacer fue darle un cariz más legalista (la violación tiene como contraparte un juicio categórico: la única justicia es la del estado de derecho, para decirlo en pocas palabras) o más moralista en los términos de condenar la violencia mostrada (se juzga, hipocresía mediante, la violencia que a la vez se muestra). En este sentido, de a poco el subgénero fue desapareciendo perdido en telefilms y las salvajadas de la década anterior, fueron echadas debajo de la alfombra. Quizás sea por esa lenta muerte que Escupiré sobre tu tumba todavía persiste como un ejemplo máximo del canon: en aquella película la moral era la más retrógrada del ojo por ojo - diente por diente, las vejaciones de todo tipo eran devueltas con más vejaciones y violencia todavía. Y en definitiva la sensación era la de asistir a un circo bestial, una versión en vivo de Tommy y Daly de Los Simpson. Pero si la versión original supo tener el coraje desgraciado de llevar todos los límites posibles del sadismo hasta donde la trama lo permitía (al menos sin caer en las abstracciones intelectuales del Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma), la versión de 2010 lleva consigo una ventaja adicional: lo que en los '70 era un problema de exhibición debido al alto grado de violencia explícita, en las actualidad está allanado por películas como Hostel o El juego del miedo (en cualquiera de sus siete versiones): todo esto significa ni más ni menos que un festival de torture-porn disfrazado de explotation retro. Quizás sea por eso que la película tienda a ser clasificada dentro del género terror. Pero básicamente es porque en ese género es donde se da la coartada para el sadismo y su imaginario multicolor. La película narra la misma historia que la versión original pero con algunos aditamentos: hay celulares, cámaras de video, mayor sadismo en la resolución de las muertes y una violación extendida pero meticulosamente moralista (la puesta en escena de la violación que se concentra más en exhibir la violencia sin tapujos pero evita casi por completo mostrar el cuerpo desnudo de la protagonista: extraña forma de pudor). El argumento es pequeño y simple: una mujer viaja a un pueblo perdido y se hospeda en una cabaña para escribir una novela. Sin saberlo es vigilada por jóvenes pueblerinos en busca de sexo. Una noche ingresan al lugar y la violan extendidamente en dos tiempos, inclusive formando parte de la violación el mismo jefe de policía (en esta versión, semejante modificación busca justificar irremediablemente la venganza: ya que ni siquiera las fuerzas de seguridad son confiables). Tras el abuso y una espantosa golpiza y tortura con ahogo incluido, los hombres creen muerta a la víctima (aunque en la remake la víctima cae a un río caudaloso azarosamente al intentar escapar a los tumbos) y se alejan. Es la víctima quien vuelve -de la muerte deberíamos decir- y se cobra su deuda uno por uno con ingeniosas formas de matar, deudoras del Darío Argento de Suspiria e Infierno. Finalizada la faena, con la llegada del nuevo día, llegan los títulos finales y la tarea cumplida. Pero… ¿Cuál es el problema central de Escupiré sobre tu tumba en su versión 2010? Quizás el mismo que el de su homónima, pero empeorado: no es su especial sadismo, su propuesta brutal de someter al espectador a una desigual contienda en donde en la butaca nuestros ojos también son vejados una y otra vez, sino su incapacidad de escapar a su moralismo descarado, es decir, a su pobre doble estándar que no le permite asumir la salvajada de exhibir el desmembramiento, el descuartizamiento, la mutilación de un cuerpo sin dar una explicación previa o posterior. Es, en definitiva, una variación reaccionaria de los valores morales más radicalmente conservadores y no una celebración materialista como si puede asumir el gore como subgénero. Ahí es en donde sus limitaciones estéticas, su ingeniería para espantar, caen en el saco vacío del aleccionamiento: “tené cuidado nena, llevate el gas pimienta esta noche, la calle está pesada”.
Hay directores como Victor Nuñez, hombre responsable de haber dirigido pequeños tesoros como El oro de Ulises o la aún mejor y más guardada pieza Ruby in Paradise. En ambas películas, pero sobre todo en la segunda, Nuñez se toma el notable trabajo de desactivar cada una de las bombas lacrimógenas que suelen asolar los caminos de los guiones que circundan en Hollywood y alrededores. En este sentido, hay una noble tradición de cine independiente estadounidense más sensible e interesante: no desarrollar un relato por espasmos de sordidez y crueldad sino desplegarlo a lo largo de una tensa calma que no se resuelve. Trabajar sobre lo inesperado de la calma. En ese camino, quizás en un contexto un poco más industrializado, podamos encontrar al Jason Reitman de La joven vida de Juno o al Alexander Payne de Entre copas. En cualquiera de los casos, la elección de evitar todos y cada uno de los lugares comunes es tan arbitraria y unilateral como la de exhibirlos todos juntos, es decir, trabajar sobre lo inesperado de lo esperable. Noches de encanto forma parte, ostensiblemente, de este segundo grupo: de las películas que abrazan todos y cada uno de lo lugares comunes. Y ahí, a diferencia de la tersura del mundo de los films de Nuñez, la elección debe ser a todo o nada (lugar común que abrazó sin vergüenza de ningún tipo el Baz Luhrmann de Moulin Rouge, película con la que Noches de encanto tiene puntos de contacto meramente temáticos), debe ponerse toda la carne al asador a riesgo de pasar el peor de los ridículos. Pero Steve Antin no es Baz Luhrmann, Christina Aguilera (por más lucimiento vocal y de baile que luzca) no es Nicole Kidman, y ninguno de los hombres del cast se acerca al carisma de Ewan McGregor. Pero Noches de encanto tampoco es Chicago (ya de por sí un film sobrevalorado y frío como un témpano), película a la que se glosa en diversas ocasiones. Estamos, en definitiva, ante una propuesta que es un concurso de lugares comunes y nada hace por desplegarlos, por tomarse de ellos como referencia para superarlos. Será por este punto que su visionado produce placeres del tipo inconfesable: los personajes son de cartón, los diálogos son imposibles, las subtramas de tensiones en el escenario son de una pobreza abismal, el conflicto central que organiza el relato es insostenible. La película es exasperantemente mala, pero no llega al punto de rizar su propio sistema y morderse la cola sino que cada tanto cae en costados que solemnemente mandan toda reflexividad al demonio. Es así que uno como espectador se pregunta si eso que está viendo existe, si es posible pensar un cine en esos términos (el de la irrisión absoluta con el material) o simplemente nadie chequeó el material definitivo tras la edición final de la película. Quizás la respuesta venga por el lado planteado en el primer párrafo: cuando los lugares comunes ocupan el espacio de la ausencia de conflicto, es el mismo relato el que se ameseta, el que se vuelve una superficie tersa. Lo lamentable es que ese pudo haber sido un trampolín para la película. Pero lejos de serlo, el mayor pecado que comete el director de Noches de encanto (dentro de los muchos y penosos momentos) es el de no haber sabido levantar vuelo, el no haber podido utilizar el desecho para hacer algo nuevo, sino haber preferido flotar sobre terreno conocido con la pretensión que todas las marcas de lo obvio funcionen para el espectador en piloto automático. Ni parodia hiperbólica ni musical elemental en sus aspiraciones: a veces el artificio pide luces de colores, pide furia y sonido. Noches de encanto entrega apenas ruidos furiosos, gritos y la inestimable sensación de que a uno le están tomando el pelo a cada minuto.
La invisiblidad de lo neutro Breck Eisner no es uno de esos directores que se recuerdan sino de esos que salvan las papas de una producción caliente: menos que un artesano competente, más que un director regular. Y le viene a caer en sus manos la enésima remake de película de terror de los años '70 ¿Desastre en puerta? No es para tanto. Contar la historia de un ataque de locura que vuelve a un pueblo tranquilo y feliz el centro del descontrol y el principio de una epidemia puede ser una idea remanida, pero el cine de terror y la ciencia ficción han sabido armar grandes relatos en función de esa pequeña premisa. La resistencia, la camaradería y la desesperación a la vez son los elementos que suelen repetirse y que encuentran en John Carpenter y George A. Romero a sus principales exponentes. Hablar de La epidemia tiene un poco del dicho del vaso “medio vacío o medio lleno”. En esta caso, el vaso queda a medias y un poquito más lleno, pero la sensación no es del todo satifactoria. Veamos: lo positivo es que la narración elige un adecuado clasicismo, medio tono preciso, sobrio, casi carpenteriano. A su vez, como los mejores exponentes del terror “apocalíptico” (si bien la película no plantea un Apocalipsis global muestra la destrucción masiva de un pueblo) tiene la dureza y la desesperanza que aportan el humanismo necesario en medio de la hecatombe. Lo negativo, por otro lado, es que con demasiada asiduidad se tienta con diversos golpes de efecto visuales que echan a perder la interesante (y nuevamente carpenteriana) construcción del suspenso mediante un inteligente uso de la profundidad de campo. También azota a estas costas, una musicalización poco feliz y efectista (a cada aparición sorpresiva un primer plano sonoro estridente para machacar), una cadena de lugares comunes (los personajes son estereotipados y las situaciones que atraviesan también, lo que impide cualquier forma de empatía o de humanidad) y una resolución imprecisa, que deja varios frentes y preguntas abiertas. Al finalizar la película queda una extraña sensación, de todas formas: que todo está demasiado correcto, “que los rubros técnicos bla bla bla”, “que actores solventes bla bla bla”, “que efectos especiales prolijos bla bla bla”, “que el guión es atractivo bla bla bla”. Pero no sentimos ni la más remota emoción: es una película fría que cumple parcialmente sus objetivos pero que en la memoria, simplemente desaparece, se difumina entre otras mucho mejores que la antecedieron. Su presencia no molestará ni sorprenderá a nadie: porque tiene destino de invisibilidad. Es una de las paradojas del clasicismo narrativo: ser tan efectivo y funcional que deje de existir.