Las formas del miedo. ¿Cuántas ficciones argentinas han abordado los hechos de la última dictadura sin que la relevancia del tema disimule desinterés por el lenguaje cinematográfico? Casi ninguna. ¿Cuántas, de los últimos años, han concentrado sus esfuerzos en la puesta en escena, pensada en función del tema representado? Pocas. ¿Cuántas han ejercido el suspenso con calidad y eludiendo efectismos? Rastreando en la historia de nuestro cine pueden hallarse varias, pero no son muchas. La larga noche de Francisco Sanctis sale airosa de esos y otros desafíos. Comienza describiendo sin afectación la vida cotidiana del protagonista, padre de familia, habitante de un modesto departamento y empleado lidiando con la frustración de un ascenso que no llega. En ese primer tramo, sorprende la naturalidad de los diálogos y caracterizaciones sin recurrir a exaltaciones dramáticas ni subrayados costumbristas: jefe y compañeros de trabajo son claramente personajes laterales, y pocos rasgos sirven para definirlos, en tanto su esposa –aunque pronto irá quedando al margen de algunas decisiones– aparece afable y nunca ridiculizada. Los movimientos y la economía expresiva de los actores son acompañados por el rigor con el que se utiliza la cámara y una restringida gama de colores. Los indicios para indicar que la acción transcurre en los años ’70 son claros sin redundancias ni estridencias. La historia empieza a cargarse de tensión cuando reaparece una vieja amiga a pedirle (con enigmática sutileza, cercana a las claves del film noir) que intervenga para avisar a unas personas que serán víctimas de un ataque de los militares pocas horas después. La vida gris, resignada de Francisco Sanctis, se sacude entonces, enfrentándose a la duda y la posibilidad de despertar cierto coraje semidormido. A partir de allí, el calvario de Francisco por las calles de una Buenos Aires nocturna cobra formas ligeramente fantasmales gracias a un lúcido uso del sonido y una iluminación expresionista, con sombríos destellos rojizos y amarillos asomando en la oscuridad de esa travesía que tiene menos de aventura que de indagación en la conciencia. En esa ciudad reconocible y al mismo tiempo ajena hay algo de Invasión (1969, dir. Hugo Santiago), y en la búsqueda-escape de Sanctis pueden encontrarse ecos también de un film más inconsistente y olvidado, Hay unos tipos abajo (1985; dir. Rafael Filipelli-Emilio Alfaro). Si La larga noche de Francisco Sanctis (premiada como Mejor Película en la última edición del BAFICI) transpone una novela de Humberto Costantini, no es para especular con el prestigio de un escritor consagrado, y el hecho de desechar actores populares para encarnar a los personajes (sólo Marcelo Subiotto, visto recientemente en La luz incidente, es medianamente conocido) suma credibilidad a la idea del compromiso no premeditado de seres anónimos con hechos de la Historia. Algunas canciones populares que se escuchan distraídamente o los afiches de una película picaresca en las puertas de un cine (había también una alusión al cine escapista de Jorge Porcel durante la dictadura en Sofía, de Doria) ayudan al cuadro de época, siempre levemente desplazado, tendiente a la abstracción. El miedo es el eje de este ejercicio de suspenso, pero no sólo el miedo a los represores y la muerte: también a las delaciones, a uno mismo, a una vida desapasionada, a los actos a los que pueden llevarnos nuestra desconfianza o algún imprevisto rapto de valentía. En verdad, el debut en el largometraje de Andrea Testa (Buenos Aires, 1987) y Francisco Márquez (Buenos Aires, 1981) es uno de los más relevantes de los últimos años. El desempeño de los intérpretes, por ejemplo, va más allá de la capacidad del protagonista Diego Velázquez y de los demás: en la elección de esas máscaras y timbres de voz, en la marcación y caracterización, hay un mérito indudable de los directores-guionistas. Del ajustado equipo técnico y artístico vale la pena destacar, asimismo, el trabajo de fotografía de Federico Lastra y el sonido de Abel Tortorelli (de meritorios trabajos previos para Gustavo Fontán, Inés de Oliveira Cézar y otros directores), que crean persistentes sensaciones de inquietud. Es cierto que la elusión desdibuja la definición –dramática, ideológica– de ciertos personajes, como el joven con el que Sanctis se encuentra en una sala de cine, pero el film lo compensa involucrando al espectador en una intensa experiencia emocional, con el plus de uno de los finales más perspicaces que se han visto en el cine argentino en mucho tiempo. Por Fernando G. Varea
Los sentimientos se mudan. En una tira de Mafalda, el personaje de Quino le preguntaba a su mamá si en su infancia había tenido amigos como los suyos. Ésta le respondía que sí y Mafalda quería saber por qué no los veía más. “Porque la vida nos fue llevando a cada uno por su lado” reflexionaba la mujer. Mafalda se quedaba pensativa y, finalmente, gritaba indignada: “¡¿Y quién se cree que es la vida para hacerle esas porquerías a la gente?!” Podría decirse que Por siempre amigos aborda con seriedad la misma cuestión de la de aquél chiste, deslizando con sutileza entrelíneas sobre temas laterales como educación familiar, diferencias sociales, afectos sinceros o interferidos por intereses económicos y dificultades a las que nos confronta la vida adulta. Séptima película del realizador independiente Ira Sachs (1965, Memphis, EEUU), va presentando sin sobresaltos a sus personajes, con sus pequeños-grandes conflictos. Los principales son Jake y Tony, dos pibes que empiezan a hacerse amigos cuando los padres del primero deciden mudarse al departamento heredado del abuelo, dueño también de un pequeño negocio lindante, alquilado a la madre de Tony. La paulatina resistencia de esta mujer a abandonar el local va tensando el relato y poniendo en peligro la amistad de los chicos. En medio de los problemas, Jake y Tony van creciendo, despuntando en el primero una clara vocación por el dibujo, en tanto el otro se muestra más extrovertido y franco, como lo manifiesta cuando sufre un ligero revés con una linda amiga durante un baile. Las ocupaciones de sus padres, por otra parte, se corresponden con la naturaleza de sus actitudes y la manera de encarar los trances que deben ir superando. Tanto al padre actor de Jake (interpretado por Greg Kinnear, recordado especialmente por Mejor… imposible y Pequeña Miss Sunshine) como a la madre modista de Tony (encarnada por la chilena Paulina García) les resulta difícil desempeñarse con éxito en sus trabajos, si bien queda claro quién de los dos corre con ventaja. Hay una muy bien lograda atmósfera de familiaridad, con los ámbitos barriales (incluyendo las casas y la tienda) expuestos sin énfasis, combinando calidez e informalidad, con el puente de Brooklyn al fondo. A los personajes se los ve comiendo o abandonando cansados sus tareas cotidianas con una verosimilitud desacostumbrada en el cine estadounidense, y sus preocupaciones no son muy distintas a las de hombres y mujeres de otras partes del mundo. Sachs sabe, también, eludir ciertas instancias: no hace falta conocer los motivos del fallecimiento del abuelo o detenerse en los detalles de una mudanza, ya que lo que importa son sus efectos. Tampoco necesita cargar las tintas sobre un personaje u otro, ni incomodar al espectador con excesos de violencia verbal o estallidos melodramáticos. Y, si bien el desempeño de los adultos luce muy ajustado al medio tono de la película, son los pibes (Theo Taplitz y Michael Barbieri se llaman) quienes infunden encanto, expresando naturalmente despreocupación preadolescente y sentimientos en maduración; de hecho, aunque en un par de ocasiones los padres sollozan –por distintos motivos–, es el llanto de uno de los chicos el que sacude por la sinceridad que le imprime su joven actor, escena justificadamente emotiva que asoma en el momento oportuno. El final, maravilloso en su simpleza de recursos –y con la ayuda de la música sentimental de Dickon Hinchliffe–, deja al espectador enfrentado a sus propios recuerdos, a su propia vida. Por Fernando G. Varea
Música alegre, mujer triste. Antes que la televisión irrumpiera en los hogares argentinos, el cine era popular por derecho propio: por unas monedas, en barrios y pueblos de todo el país gente de distintas edades disfrutaba de comedias, melodramas, policiales y relatos épicos generalmente enérgicos y francos, algunos mejores que otros, pero casi siempre cercanos a sus intereses. Después el cine fue atravesando cambios de distinto tipo, aunque no faltaron intentos de rescatar las historias de cantantes, deportistas o figuras marginales populares, en busca de un público que pudiera verse reflejado en ellos. Los proyectos de ficción más valiosos han sido, seguramente, los realizados por directores con calle, sensibilidad y convicciones para entender los códigos de esas personas que supieron ganarse el cariño de los de abajo porque eran sus iguales: el ejemplo más emblemático es Leonardo Favio (Juan Moreira, Gatica, “el mono”), aunque podrían mencionarse también a Lautaro Murúa (La Raulito) y Adrián Caetano (Crónica de una fuga). El caso de esta biopic de Gilda, exitosa cantante de cumbia fallecida en un accidente de ruta hace veinte años, escrita por Tamara Viñes y Lorena Muñoz (1972, Buenos Aires), y dirigida por esta última, es curioso: sin la desprolijidad de algunos homenajes similares (ya hubo una película destinada a Rodrigo, cantante también fallecido en un accidente cuatro años después que Gilda) ni los raptos de arrebatada tragedia y fulgores formales de Favio, Gilda – No me arrepiento de este amor resulta un producto prolijo, decoroso, moderado. De alguna manera, conserva el carácter de Soy del pueblo, el programa de Canal Encuentro que Muñoz lleva adelante desde hace tiempo, reuniendo testimonios e imágenes de archivo para retratar a personalidades de la música y el cine argentinos, aunque, a diferencia de ese ciclo (y de sus largometrajes Yo no sé qué me han hecho tus ojos y Los próximos pasados, el primero codirigido con Sergio Wolf), aquí la vida de una figura de la cultura popular es recreada con actores. El film comienza con Myriam –todavía no Gilda– como si fuera un personaje de un film de María Luisa Bemberg, o quizás como la protagonista de Rompecabezas (2010, Natalia Smirnoff): ama de casa y maestra jardinera, desea algo más, y debe animarse a dar los pasos necesarios para dejar atrás su rutina familiar. La (anti)heroína del film de Smirnoff encontraba una tabla de salvación en un juego de mesa, Myriam en una guitarra. Pero así como el film evita caer en la tentación de destacar algunos elementos (por ejemplo la mistificación de la cantante, evidente en la explicación a una niña que dice haberse curado gracias a ella: “Los médicos son los que te salvaron”), cae en el lugar común hollywoodense de alzar el éxito en el mundo del espectáculo como lo máximo que puede lograrse en la vida. “Quiero que mis hijos se sientan orgullosos de mí” dice Gilda en un momento, y cuando le responden que siendo una buena maestra ya sería suficiente, ella dice: “Aspiro a algo más”. Se supone que hay pasión por la música, el baile y los aplausos, pero eso no se advierte demasiado durante la primera parte de la película, cuando esa mujer menuda y algo tímida se lanza a su vocación semidormida, apenas alentada por idílicos recuerdos junto a su padre. La llegada a un tugurio en el que se topará con un productor de aspecto temible (Roly Serrano, con el tono justo) despierta la curiosidad y tensión necesarias. Del mismo modo, interesan los momentos en que Myriam-Gilda duda en soledad o ensaya con esfuerzo. Gracias a la eficacia de los actores secundarios (Lautaro Delgado, Susana Pampín, Javier Drolas, Daniel Valenzuela) y la luz mortecina que prima en los ambientes (buen trabajo de Daniel Ortega), hay verosimilitud en las escenas familiares, aunque el plano secuencia durante un festejo de fin de año no consiga el dramatismo pretendido. Encarnando a la cantante en cuestión, Natalia Oreiro resulta una presencia carismática y, a la vez, un problema. Su simpatía y recursos para cantar y bailar están fuera de discusión, pero su lozanía y aniñada sonrisa casi inalterable desdibujan la expresión melancólica que conmovía en la Gilda original. Falta angustia en la voz y el rostro de la actriz, por ejemplo en las discusiones con su pianista-descubridor bajo la lluvia y con su madre en la cocina. En la escena más melodramática de Gilda, no me arrepiento… (cuando alguien muere en un hospital) Oreiro precisamente no interviene. La reivindicación de una persona acostumbrada a tratar con hombres y mujeres de los sectores más humildes –incluyendo presos de una cárcel–, aliviando de alguna manera sus penas, es un mérito de Gilda, no me arrepiento…, tanto como el hecho de no cargar las tintas sobre algunos personajes, o de no almibarar la relación sentimental de la cantante con su manager. Sin las pretensiones polémicas ni el efectismo que han sabido rodear a las películas argentinas más exitosas de los últimos años, la película de Lorena Muñoz tiene vivacidad y está narrada con transparencia. Fuera de campo quedan los motivos por los que las vidas de Gilda, su familia, sus músicos y sus fans persisten marcadas por el desvelo y las carencias materiales (hubiera sido oportuna alguna alusión al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que esta explosión de la música tropical coincide con las condiciones en que se desarrollaron ciertas políticas en la Argentina de los ’90), pero eso parece responder al criterio mismo del film, nunca revulsivo aunque impregnado de un manto de leve, resignada tristeza.
Premiados insensibles. En algún momento de su película, Gastón Duprat (1969, Bahía Blanca) y Mariano Cohn (1975, Villa Ballester, San Martín, Gran Buenos Aires) –autores también del guión junto a Andrés Duprat, hermano del primero y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de la capital argentina– le hacen aclarar a su protagonista que los personajes de un artista no necesariamente reflejan lo que ese artista piensa. Sin embargo, es curioso cómo la actitud de superioridad del escritor de ficción Daniel Mantovani es similar a la de los realizadores, reconocidos y premiados (volvieron hace unos días del Festival de Venecia con la Copa Volpi obtenida por su protagonista Oscar Martínez) pero poco proclives a analizar con sensibilidad y lucidez la realidad que los circunda. Impulsores de iniciativas originales en TV, cuando incursionan en cine (El hombre de al lado, Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo) recurren a gestos propios de cierta televisión también: simplismos, porteñismo, burlas disparadas con inmadurez, desdén sobre personajes y situaciones que merecerían ser abordados con mayor profundidad. Ese espíritu, que remite a programas como CQC, asoma nuevamente en este film sin alma, sostenido en las módicas sorpresas que depara su guión y su visión –más previsible que descarnada– de ciertos vicios de la Argentina. El mencionado Mantovani es el ciudadano ilustre del título, escritor célebre que viaja de España a un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vivió sus años de infancia y adolescencia, para ser allí centro de sencillos homenajes. Individualista e impaciente, se enfrentará a viejos conocidos y pueblerinos fastidiosos, lo que da lugar a ironías sobre corrupción, violencia e ingenuidades varias. El afán provocador de Cohn-Duprat no es desdeñable, pero defrauda lo elemental de sus planteos: cuesta admitir la superficialidad de los conceptos que tienen sobre la literatura, la política, la amistad, la educación, la mujer, la Argentina (el regreso del escritor a nuestro país es visto como un riesgo alejado del más mínimo atractivo) e incluso los premios Nobel (egocentrismo, riqueza económica y pocas luces para reflexionar sobre su especialidad son los rasgos que caracterizan a este imaginario Nobel argentino, a años luz de Leloir, Milstein o Pérez Esquivel, que lo fueron de verdad). Párrafo aparte merecería la mirada sobre la vida cotidiana en el siempre mal llamado interior. Desde ya, no está mal satirizar elementos del conservadurismo y la hipocresía que suelen anidar en los pueblos: el problema está en la forma o, más aún, en el lugar desde el cual Cohn-Duprat los destacan sarcásticamente. Manuel Puig describía el mismo ambiente en Boquitas pintadas (que mereció una recordada versión cinematográfica de Torre Nilsson) sin eludir la idea malsana de círculo cerrado, pero descubriendo, al mismo tiempo, corrientes de afecto sincero, intentando comprender a esos seres anónimos. En documentales como El ambulante (2010, De la Serna-Marcheggiano-Yurcovich) las peculiaridades de la vida pueblerina asomaban naturalmente, dejándole al espectador la posibilidad de opinar sobre ellas, mientras que en El ciudadano ilustre las intenciones aparecen subrayadas: hay que reírse de la modesta escultura tallada en un tronco, del muchachón insistente que invita a comer al escritor, del pibe discapacitado que necesita dinero (por más que haya buenas intenciones en todos los casos). Si alguien tiene talento, como el conserje del hotel, será bendecido con un buen trato; si se es ingenuo o torpe, en cambio, no merece atención. Las referencias burlonas a ciertos estandartes del nacionalismo –incluyendo cuadros de Perón y Evita en la oficina del intendente–, así como la visión desideologizada que ostenta el inconmovible protagonista, reacio a banderías políticas y religiosas, convierte al film en un referente posible de ciertos valores asumidos por el partido gobernante en la Argentina de 2016. Sobre el final, después de momentos tensos que parecen desprendidos del film de Vinterberg La cacería, se juega con una vuelta de tuerca que no adelantaremos aquí, pero que no parece suficiente para dejar de ver en todo lo visto hasta ese momento una pintura impiadosa de la vida en un pueblo, ícono de la Argentina más que del mundo todo (los males comienzan a ocurrir apenas Mantovani llega a Ezeiza). El ciudadano ilustre es, al mismo tiempo, sorprendentemente chata: salvo algunos aislados planos fijos casi documentales de gente en las puertas de sus casas, todo el film es de un estilo bastante opaco. En varias secuencias el ritmo se estanca registrando conversaciones sin gracia que duran más de la cuenta y, una vez finalizada la película, quedan en el recuerdo la eficacia de algunos enredos argumentales y poco más: difícil rescatar un primer plano significativo o una resolución perspicaz. Entre los actores, sólo Manuel Vicente y Andrea Frigerio imponen algo de dignidad a personajes de una pieza. En Antonio, el viejo amigo dudosamente confiable, cuesta no ver a Dady Brieva (a quien le resulta difícil hacer creíble incluso una borrachera), en tanto Oscar Martínez pone su profesionalismo al servicio de otro de sus seres malhumorados para el cine, en este caso un narrador cuyas triviales cavilaciones sobre el arte y el mundo lo muestran más cercano a un mal profesor de escuela secundaria que a un Nobel capaz de volcar la riqueza del universo en las páginas de sus libros.
Café con scones. En los ’70 era seguido por jóvenes con ansiedades intelectuales, que encontraban en sus ironías de monologuista inspirado y sus personajes agitados e informales algo del espíritu inconformista de la época, mientras espectadores conservadores lo ojeaban con desconfianza. Curiosamente, tras un período de transición con homenajes y tragicomedias que conservaban todavía algo de filo (Zelig, Broadway Danny Rose, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados), Woody Allen (1935, New York, EEUU) empezó a encontrar su público en quienes antes lo desechaban: desde Match Point (2005) en adelante, sus paseos por Europa y regodeo con ambientes glamorosos fueron convirtiendo a su cine en presa codiciada por buscadores de entretenimientos confortables. ¿Está mal que así sea? A veces pareciera que jóvenes freaks que se regocijan con exponentes del cine clase B son más dignos que damas acicaladas que disfrutan de películas sin sobresaltos. En realidad, lo que debería importar es la calidad de la obra, más allá de su carácter amable o revulsivo. En este sentido, el Allen aburguesado de estos tiempos ofrece una suerte de paradoja: sus primeras películas no tienen la solidez formal de las últimas, pero, al mismo tiempo, no había en ellas ciertas dosis de solemnidad y prudencia que sobrevuelan ahora. Café Society transcurre en la ciudad de Los Ángeles en los años ’30 y se interna en el mundo del cine a través de un simpático personaje: el joven sobrino de un poderoso productor de Hollywood, a quien le pide trabajo. La película comienza ágilmente, con el gracioso encuentro del muchacho con una prostituta inexperta, sus dificultades para ser tenido en cuenta por el atareado tío y el progresivo amorío con la secretaria de éste. Distraídamente se desprenden de los diálogos razonamientos capciosos (“Un amor no correspondido produce más muertes que algunas enfermedades”, “Hay que vivir cada día como si fuera el último, porque algún día lo será”), en tanto breves secuencias, como las de la playa, revelan la madurez del director para encuadrar y dirigir a los actores, con el marco de los cálidos colores provistos por Vittorio Storaro. Pero pronto el film empieza a tornarse un melodrama inofensivo, con una historia romántica que no depara demasiadas sorpresas, contratiempos por un crimen y referencias a Hollywood dichas en voz alta y al boleo. Jesse Eisenberg y Kristen Stewart se desenvuelven con vivacidad pero sin dejar de ser un poco ellos mismos con ropas de época: el entusiasmo con el que algunos han visto allí ecos de míticas figuras del cine clásico parece desmedido. La historia de amor que surge entre Eisenberg y la rubia Blake Lavely –de madura belleza– no resulta creíble, y no faltan simplones estereotipos (la grotesca madre judía, el tío mafioso fumando con pose de bravucón). Tal vez haya algo del propio Allen en el final mismo (notable, bien resuelto) de Café Society, cuando el protagonista parece tomar conciencia de la frescura que alentaba su pasión juvenil, mientras éxito y dinero parecen rodearlo. Por Fernando G. Varea
Según sostiene Raúl Beceyro en un libro publicado hace poco por la Universidad Nacional del Litoral, si hasta ahora tres de las cuatro películas argentinas basadas en textos de Juan José Saer habían sido realizadas en Santa Fe por discípulos del escritor, ha sido por la influencia que éste ejerció en quienes fueron sus alumnos en el Instituto de Cinematografía de la UNL en los años 60 (de allí provendría el interés en su obra de Nicolás Sarquís, Patricio Coll y el propio Beceyro, directores de Palo y hueso, Cicatrices y Nadie nada nunca, respectivamente). En dicho libro recuerda también que Saer, más allá de su experiencia como guionista, fue un cinéfilo que seguía a Sidney Lumet, aprendió a valorar a Lindsay Anderson y Andrei Tarkovski, y evaluaba las virtudes de Tim Burton. Gustavo Fontán (1960, Banfield, provincia de Buenos Aires) no fue alumno de Saer, pero muchos consideran atinado que sea el responsable de una nueva versión cinematográfica de otra de sus obras. Cineasta reflexivo, artista sensible, se ha ocupado con nobleza, en distintos trabajos documentales y experimentales, de escritores y poetas como Juan L. Ortiz, Leopoldo Marechal, Macedonio Fernández, Jorge Calvetti y Jacobo Fijman, e incluso en algunas de sus ficciones, como la maravillosa El árbol (2006) o la más reciente El rostro (2013, filmada en Entre Ríos), donde supo materializar algo de la vitalidad y el misterio propios de la poesía, sin artificios de póster ni aforismos en voz alta. Filmada el año pasado en el barrio santafesino de Colastiné —donde Saer tenía una casa y se desarrolla la novela— su versión de El limonero real contó con Germán de Silva (protagonista de Las acacias y visto también en El patrón, radiografía de un crimen y Relatos salvajes, entre otros filmes) para Wenceslao, Eva Bianco (actriz de Cuatro mujeres descalzas y Los labios) para Rosa, Rosendo Ruiz (el realizador cordobés de De caravana, debutando como actor) para interpretar a Rogelio, el niño Gastón Ceballos para El Ladeado y Patricia Sánchez para dar vida a Ella, la ensimismada mujer de Wenceslao. El recuerdo de un hijo muerto en trágicas circunstancias envuelve con un manto sombrío la vida cotidiana de este grupo familiar, habituado a convivir con la exuberante naturaleza del Litoral. La película de Fontán es una experiencia sensorial y una fructífera búsqueda de comprensión del mundo de estos personajes, antes que un rígido homenaje a su autor. Descartando elementos de la novela que hubieran desviado el clima propuesto —como la graciosa discusión que mantienen pobladores en un bar acerca de qué inundación fue peor—, la versión cinematográfica se sigue con la atención puesta en los detalles que hacen a estas vidas marcadas por rutinas sencillas a orillas del río, atravesadas por dudas y remordimientos. A pocos días del estreno nacional de El limonero real —que en nuestra ciudad se exhibirá el próximo viernes en el cine El Cairo, abriendo el 23er. Festival Latinoamericano de Cine de Rosario (ver página 12)—, Más dialogó con su director. —¿Recordás cuándo leíste por primera vez El limonero real? —Sí, claro. Yo estudiaba Letras en la UBA. Saer no formaba parte de los programas, pero un profesor, no puedo acordarme quién, dijo que había que leerlo. Algo como un imperativo categórico. Es curioso, no recuerdo el autor del mandato, sólo el mandato. Y lo leí. Dos novelas en ese entonces: Nadie nada nunca y El limonero real. Y esa experiencia fue alucinógena. —¿Qué te impactó del texto? —Ese primer contacto fue pura empatía. Recuerdo la persistencia de un texto meses después, sin reflexión sobre eso. Años después conocí el Paraná. Esa otra experiencia, la de la visión inquietante de ese cauce y las orillas, la experiencia de la luz sobre un paisaje, de tono menor si se quiere comparado con el mar o las altas montañas, el contacto con la gente de las islas, fue de nuevo impactante. Ir en un bote, en silencio por los canales o por el río abierto, producía en mí un sentimiento nuevo, una salida del tiempo hacia un abismo, no visible y poderoso. Sentí que había visto todo eso alguna vez, y ese acontecimiento se curvó hacia un antes de lecturas y un después de cine. —En la novela las voces narradoras van cambiando. ¿Cómo resolviste esas variaciones del punto de vista? —Adaptar es un acto cargado de tensiones. Podríamos pensarlo como un acto de doble signo: amoroso, por un lado, por el amor a un texto, el reconocimiento de esa huella que un texto deja en nosotros para siempre, y, por otro, cargado de violencia. Es a partir de un texto, pero sólo desprendiéndose de ese texto que puede nacer la película. Por lo tanto, desde el comienzo sabía que intentar reproducir la variedad de voces narradoras o el arco temporal o los múltiples recursos que despliega Saer, maravillosamente, en su novela, era un acto demencial. Es a partir del texto, sí, pero con un recorte posible y con la convicción de llevar adelante una creación nueva que se apoye en sus propias decisiones. La película, para ser, debe olvidarse del texto del que ha nacido. —La novela de Saer contiene minuciosas descripciones que transmiten sensaciones de desánimo, tristeza y resignación. La película parece expresar eso con planos de los actores de espaldas, desplazamientos cansinos de la cámara, percepción de las texturas. —Hay un centro narrativo del texto muy poderoso: Ella, la mujer de Wenceslao, se niega a asistir a la reunión familiar del 31 de diciembre porque está de luto por su hijo, su único hijo, muerto seis años atrás. Se niega a ir a pesar de la insistencia de su marido, de sus hermanas, de sus sobrinas, y sólo dice eso por toda explicación: "Estoy de luto". Ese núcleo narrativo, esa negación que provoca movimientos concéntricos a su alrededor, configura la estructura de la película. La emotividad se posiciona en Wenceslao, en su subjetividad, en el modo que vive esta doble ausencia: la de su mujer y la de su hijo. Rosa, la hermana de Ella, la va a buscar después del almuerzo, y vuelve enojada porque no la consigue convencer. Wenceslao le pregunta: "¿Qué hacía?". "Ni mierda", responde Rosa, y agrega: "Debería haber ido y enterrarse con él". Y Wenceslao le contesta: "Ella no, yo". Hay que seguir, la vida sigue para Wenceslao y todos ellos. Pero Wenceslao no puede dejar de preguntarse a cada momento si alguna vez le perdonará el hecho de estar vivo. —Casi no hay primeros planos y los personajes aparecen como figuras confundidas con el paisaje. ¿Qué procuraste con eso? —No hay una explicación parcializada para cada elemento de la puesta en escena. Todas las decisiones se hacen cargo, sin ostentación, de la emotividad que intentamos construir. No sé por qué pensábamos que ese hombre que vive cada momento del día con esa duda —¿podrá Ella perdonarlo alguna vez por estar vivo?—, con la tensión inevitable entre la vida y la muerte, con la carga de esas dos ausencias, debe ver todo por el rabillo del ojo. —Un leve zumbido casi permanente recorre el filme. ¿Cómo trabajaron la banda sonora? —La realidad no puede ser pensada y percibida más que como algo imperfecto. Las suturas entre los planos de imágenes o entre el plano de imagen y el plano sonoro son sólo aparentes. Por todos lados se cuela el misterio. Como si el mundo estuviese rasgado. El trabajo de Abel Tortorelli en el sonido de la película es de una profunda sensibilidad, se preguntaba y me preguntaba constantemente qué y cómo escucha Wenceslao. Las capturas de sonidos, las decisiones de qué se escucha en cada momento, cómo se lo mezcla, significa recorrer y descartar posibles respuestas a esa pregunta. Por otro lado, el sonido le da la respiración definitiva a la película, su dimensión musical. —Es notable la verosimilitud en las conversaciones, sin el costumbrismo habitual en las ficciones de nuestro cine y nuestra TV. ¿Cómo trabajaste para lograr esa autenticidad, nunca subrayada, desde el guión y con los actores? —Los diálogos son una parte más de la poética general de la película y deben responder al tono y a la austeridad con la que pensamos todo. Para representar a los distintos personajes de El limonero real trabajamos con una mezcla de actores y no actores. Germán de Silva, Eva Bianco y Patricia Sánchez son actores con mucha experiencia. Rocío Acosta tiene formación actoral. Los demás, en cambio, no son actores. El trabajo central estuvo en amalgamar la representación de todos ellos. Y estoy feliz con lo que cada uno le aporta a la película. —Saer ha definido al río como una frontera y al mismo tiempo un lugar con vida propia, un símbolo muy antiguo, una metáfora del tiempo. ¿Cómo lo ves vos? —Las dimensiones simbólicas son inevitables para algunas lecturas. Luego, a la hora de filmar, el río, un árbol o un rostro son tan solo fragmentos de materia para construir una imagen. Y con esa intención filmamos cada plano. —Como en la literatura, en el cine lo lírico suele ser resistido. Muchos esperan de una película sólo que narre una historia de manera clásica; a vos, sin embargo, te interesa explorar otras posibilidades. ¿Cómo te llevás con eso? —Como los más grandes artistas, Saer se pregunta por el lenguaje. Se hace una pregunta que podríamos pensarla como elemental pero no lo es: si voy a escribir narraciones, ¿qué significa narrar? Esta pregunta es profundamente política porque se vuelve rebelde a los supuestos y a los discursos cristalizados, y entiende la literatura y la cultura como un campo de tensiones. La idea de la cultura como algo hecho, positivo, le provoca una reacción lógica: yo con esto no tengo nada que ver. Entre esa pregunta y la construcción de la obra, Saer toma una posición: borrar los límites entre narración y poesía. La sencillez de este enunciado puede encontrar la verdadera dimensión, la más profunda y compleja, en la lectura de sus libros. Experiencia nueva, inédita de lectura, y por lo tanto exigente. Como si debiéramos también nosotros aprender a leer. Personalmente, si pienso en el cine que me interesa hacer, me gusta esa idea de una simbiosis entre la narración y la poesía. Y por otro lado, creo que no se puede hacer una película sin volver a preguntarse cada vez por el lenguaje. —¿Cómo fue la experiencia de haber filmado en Santa Fe? —Muy buena. A orillas del río construimos los tres ranchos de la película. Lo agreste de la zona, la presencia del río, la luz, esa intemperie, están ahí. No imagino El limonero real sin esa presencia del espacio y del tiempo de ese espacio. Meses después de terminar de filmar me mandaron unas fotos: los ranchos, por la crecida, estaban bajo el agua. Era una imagen muy triste. Creo que filmamos todo el tiempo con la conciencia de ese riesgo, de ese sentido de intemperie. Por otro lado, estamos muy agradecidos por la ayuda y el apoyo que se nos dio para que la película se llevara adelante, tanto de los organismos santafesinos que colaboraron como de muchos habitantes que de un modo u otro participaron. Olga Aranda, por ejemplo, coordinadora del Solar Cultural de La Guardia, una pequeña localidad cercana a Colastiné, nos ayudó a buscar actores. Le decíamos: precisamos un chico de unos doce años, con tales características. Entonces pensaba unos instantes y enseguida salía a recorrer las casas de la costa y del barrio. Volvía al rato, con dos o tres chicos posibles. Y siempre acertaba. Resultado de su ayuda son, además de algunos adultos, los cuatro niños de la película. Estamos agradecidos infinitamente con Olga y orgullosos de nuestros niños actores. Entre el silencio y una húmeda luz "No ha dicho una sola palabra ni tampoco ha llorado. Se ha limitado a moverse con gestos mecánicos, ausentes, y a dejar que su vestido negro centellee en los contornos de su figura a la argéntea y húmeda luz de julio. Wenceslao, mientras rema, la mira de vez en cuando, preguntándose si alguna vez le perdonará el simple hecho de estar vivo." (Juan José Saer, El limonero real) Ficha técnica Intérpretes: Germán De Silva, Eva Bianco, Patricia Sanchez, Rosendo Ruíz, Rocio Acosta, Gastón Ceballos. Guión y dirección: Gustavo Fontán. Productores: Guillermo Pineles, Gustavo Schiaffino, Alejandro Nantón. Fotografía y cámara: Diego Poleri. Sonido: Abel Tortorelli. Montaje: Mario Bocchicchio. Director de arte: Alejandro Mateo. Productor ejecutivo: Guillermo Pineles, Laura Mara Tablón. Dirección de producción: Mabel Ciancio. Jefe de producción: Gianni Tosello. Fotografía fija: Gustavo Schiaffino. Asistente de dirección: Alejandro Nantón. Primero de dirección: Martín Vilela.Producción: Insomniafilms, Tercera Orilla, Incaa. Web: http://www.ellimoneroreal.com.ar. Fernando Varea
La luz incidente es un bello ejercicio de estilo de Ariel Rotter, sobre una joven de buena posición social que sobrelleva como puede los efectos de haber perdido a su marido en un trágico accidente. Fina, levemente artificiosa en su construcción, levanta su pequeña historia sin pasarse de ingredientes en la reconstrucción de ambientes refinados y examina con simpleza roles sociales en los años ’60. Con momentos visualmente sorprendentes (el encendido de las luces de un estadio con el que un cortejante de la protagonista parece desenvolver un regalo para deslumbrarla), elegancia en los encuadres y movimientos de cámara, contención en los actores (excelentes Erica Rivas, Susana Pampín y Marcelo Subiotto), buena música y atinadas dosis de ambigüedad y sutil humor, se percibe en La luz incidente una vocación por la belleza que, sin embargo, no le impide comprometer afectivamente al espectador, intrigarlo, dispararle preguntas.
Balance Festival de Mar del Plata 2015. El apóstata (Federico Veiroj) promete seguir las dificultades de un estudiante para cumplir con los trámites necesarios para renunciar a la Iglesia Católica pero termina demorándose en situaciones que lo hacen quedar como un joven inseguro, seducido sin esfuerzo por distintas mujeres, que sueña con gente desnuda y discute con su madre o un profesor como si tuviera quince años menos de los que realmente tiene. Varios lugares comunes la van afectando hasta casi anularla: el protagonista ayuda con las tareas a un pibe vecino que parece salido de un aviso publicitario, le regala en un momento un diccionario como si fuera Mafalda (diccionario que no ha comprado sino robado, que es más cool), y termina sus módicas desventuras huyendo con el chico en plan libertario (aunque la cámara opta en ese momento por congelar la imagen, como impidiendo que se salgan con la suya). Una menor ingenuidad o cierta indignación buñueliana le hubieran venido bien a El apóstata, que termina siendo un híbrido film menor.
Los gozos y las sombras. Hay algo en esta película del maestro Marco Bellocchio (Piacenza, Italia, 1939) que circula, serpenteante y misterioso, atravesando épocas, insuflando temor y deseo, desestabilizando, despertando curiosidad, rozando los cuerpos, impulsando a cometer acciones inesperadas. ¿Es el mal, al que algunos dan el nombre de Satán? ¿Es la gracia o alguna forma de divinidad? ¿Es el deseo, que incita a tocarse, a besarse, a mirarse? ¿Es la necesidad de amar u odiar, o de ambas cosas a la vez? ¿Es la vida, que se manifiesta en distintas formas enfrentándose a la tozudez del ser humano por provocar a la muerte? ¿O tal vez la belleza, que busca y se asoma por donde puede? Ese halo recorre Sangre de mi sangre, historia desdoblada en dos tiempos (la de una mujer acusada de haber provocado el suicidio de un religioso, en tiempos de la Inquisición, y la de un anciano enclaustrado que posiblemente provenga de épocas remotas, sutilmente perseguido en la actualidad), que bien podrían verse como visiones de momentos diferentes en la vida de Italia. Bellocchio lleva adelante este encadenamiento de incidentes sumando a su paso piezas a veces insospechadas: el desenvaine de un cuchillo, la amenaza de un milagro, alguna situación tragicómica, la aparición de personajes inesperados. La primera parte se sigue con la tensión que sólo logran las grandes películas, en las que una mirada expectante y un gesto de más o de menos se ganan nuestra atención hasta casi hechizarnos. En la joven de mirada dura resistida por la Iglesia (Lidiya Liberman), en los religiosos envueltos en su propia jerga y ciegos a la crueldad, en las hermanas detenidas en una enfermiza inocencia: en todos late ese estado de locura habitual en la obra de este director. Locura que puede ser también furia o cansancio ante el sistema, como un extraño modo de rebeldía y hasta de libertad, como lo demuestran desde el Sandro de I pugni in tasca (1965) hasta la madre-actriz o el adolescente sacado de Bella addormentata (2012). En medio del clima lóbrego de ese convento, puede asomar también un apacible canto litúrgico, o el irritado hermano del fallecido (Pier Giorgio Bellocchio) detenerse a oler una rosa del jardín. En algún momento, la pesada puerta del convento-cárcel se abre para que el film nos ubique en la Italia actual, desplegando una nueva intriga con al menos un par de personas que pueden (o no) provenir de la ocurrida siglos atrás. En ésta hay un loco bien visible (Filippo Timi, el protagonista de Vincere), aunque, más allá de sus intervenciones, cierta falta de lógica merodea la húmeda morada del viejo (conde en decadencia o vampiro de incógnito, maravilloso Roberto Herlitzka) y el hotel en el que se hospedan algunos hombres y mujeres más o menos estrafalarios, interesados en él o en su escondite. Durante la visita del anciano a un amigo dentista, mientras esperan el efecto de la anestesia, ambos charlan: la calidez y el nivel de ironía de esa conversación convierten una secuencia que podría ser anodina en uno de los puntos altos del film. Y aunque en este segmento ya se habla de internet y abundan los teléfonos celulares, unas jóvenes húespedes vestidas de blanco pueden deslizarse por el jardín del hotel como vestales y las calles de Bobbio –el pueblo italiano donde transcurre Sangre de mi sangre– parecen postales del paisaje de un sueño. En el desenlace, épocas y miedos se disipan ante una enigmática figura, carnal y fantasmal al mismo tiempo, cubierta de sombras como toda esta nueva experiencia, dramática y sensorial, a la que nos invita uno de los pocos grandes del cine que nos quedan.
El buen amigo gigante de la industria. Suerte de relecturas de Indiana Jones y E.T. respectivamente, Las aventuras de Tintín (2011) y El buen amigo gigante (BFG [Big Friendly Giant], 2016) coinciden en un comienzo prometedor que va desviándose hacia un vertiginoso encadenamiento de acciones incidentales. Filmada una con la técnica de captura de movimiento y la otra con animación digital, se parecen por abrevar en fuentes nobles y, a partir de allí, armar movidos divertimentos. Ambas historias tienen niños bienintencionados y decididos como protagonistas, dentro de un ámbito atemporal en el que se despliegan eventos sin demasiada lógica, permitiendo disfrutar de un universo ficticio sembrado de peligros que se irán sorteando. Pero si Las aventuras de Tintín en algún momento se enfebrecía innecesariamente, El buen amigo gigante es invadida por una puesta en escena inarmónica, abigarrada, con un convencional enfrentamiento final ogros vs. soldados. Lo mejor de este Roald Dahl pasado por Spielberg está en las iniciales escenas nocturnas en la calle y la aparición del gigante, más un tramo final que –aunque hubiera sido mejor sin banderas reconocibles ni encandilamiento por lujos monárquicos– resulta incuestionablemente gracioso.