EL MILAGRO ES EL MISTERIO. Su sencillismo pastoral y su intérprete principal pueden confundir: La helada negra no es una arbitrariedad desapasionada con una actriz de moda, sino un film maduro, de ideas claras, con un director sensible detrás. La historia de Alejandra, una joven que es vista por los habitantes de una comunidad de descendientes europeos como hacedora de milagros –y al mismo tiempo, tal vez por el mismo motivo, como alguien en quien no confiar demasiado–, es narrada por Maximiliano Schonfeld (1982, Crespo, Entre Ríos) sin sobresaltos. La belleza de los encuadres y la ajustada disposición de cada travelling responden a una planificación que se intuye paciente, sin que el resultado final se alce como una creación de frialdad milimétrica: hay calidez en La helada negra, con un tibio enigma rondándola. Aunque podría ligarse a películas con personaje dudosamente angelical que sacude un estado de cosas –como Teorema (1968, Pasolini)– o con supersticiones del Litoral argentino encarnadas en una muchacha con fluctuantes actitudes de debilidad y fortaleza –como La hora de María y el pájaro de oro (1975, Kuhn)–, la distinguen una templanza provinciana, un tono delicado y ambiciones que no abruman. Las imágenes iniciales (una mancha deforme que parece ser la helada del título o un dibujo en el espacio, en cualquier caso una forma que induce al misterio) llevan a pensar en Tarkovski o en las inquietudes ecológicas de algunas películas de Peter Weir, así como cuando la cámara merodea a unas niñas rubias asoma el recuerdo de Luz silenciosa (2007, Reygadas). Y aunque el film nunca traspone una sensación de serena inquietud, se acerca a los espejismos de Favio al detener su mirada en los bordes (miradas y gestos son lo que importa, como cuando se habla de un parabrisas que permanece fuera de campo), al permitir que la tensión dramática sea atravesada por una ráfaga de humor, o al integrar espontáneamente a la trama bailes, música y costumbres que entretienen a gente del interior de las provincias. Rodada en la localidad entrerriana de Villa María con personas del lugar –salvo la protagonista–, La helada negra orilla la fantasía con pudor, con la ayuda de una música amenazante que altera el fondo sonoro hecho de mugidos de vacas y murmullos de pájaros. No menos sutiles resultan otras señales de alarma en ese apacible espacio cruzado de árboles y fardos dorados: una mano que aprieta una fruta, por ejemplo. El rigor plástico (gran trabajo de la directora de fotografía Soledad Rodríguez y los camarógrafos Gustavo Triviño y Nicolás Mayer) encuentra su cauce en la depurada dirección: resulta difícil encontrar una película argentina reciente que exhiba esta calidad, con una secuencia filmada de manera tan envolvente como la que revela ciertos datos sobre la protagonista culminando con un beso, para luego prolongarse en las imágenes de un baile en el pueblo. El film de Schonfeld deriva de una historia que él mismo vivió de cerca: el revuelo que generó en Crespo un niño que decía haber visto a Jesús; ese punto de partida revela la sinceridad del trabajo. No deja de ser reconfortante, por otra parte, que por sobre esos límpidos horizontes que traen ecos de John Ford se recorten necesidades y conflictos ciertos. Los personajes trabajan y se preocupan por el estado de sus cosechas, y el milagro mismo (la desaparición de la helada perjudicial, supuestamente por obra de la joven forastera) puede ser visto como solución a un infortunio de la Naturaleza pero también una manera de remediar la indiferencia o inacción de quienes deberían ocuparse del bienestar de esta gente. La fe en alguien superior o distinto, que viene de afuera (no surge del seno de la comunidad) para resolver problemas, enfrentando algunas sospechas y resistencias, posibilita diversas interpretaciones. ¿Alejandra los ayuda o los engaña? ¿En los pueblerinos hay excesiva confianza o simplemente aprovechamiento de un prodigio del destino? ¿Lo de ellos es serenidad, ingenuidad o un modo de vivir sin hacerse demasiadas preguntas? La tonada de Lucas, el pibe cuyos sentimientos se ven sacudidos por la presencia de la joven sanadora (Lucas Schell, a quien Schonfeld había dirigido ya en Germania), y su presencia no intoxicada de vicios televisivos, son demostración de la verdad que el director logra extraer de este grupo de no actores convocados para jugar personajes no muy distintos a sí mismos. Junto a ellos, Ailín Salas compensa largamente cierta falta de matices al hablar con esa mezcla de fragilidad y madurez que suele imprimir a sus seres de ficción. Con sus sonrisas pícaras, el brillo de sus miradas asustadas y su discreta carnalidad, hace de esa “chica vestida de vieja” una criatura recordable, seductoramente sinuosa. Por Fernando G. Varea
DESPLEGANDO EL TIEMPO. En octubre de 1988, Alan Pauls consideraba en la revista Humor que El sacrificio (Andrei Tarkovski), Desde ahora y para siempre (John Huston) y Las alas del deseo (Win Wenders), estrenadas en esos días, eran “nubes de otro cielo, que atraviesan la atmósfera cinematográfica con la grandeza solitaria de los grandes fantasmas, espectros errantes y únicos que contemplan la escena en la que transitan sin ninguna familiaridad”, y se preguntaba: “¿Qué hace que esas obras merezcan la contemplación perpleja, a veces un poco sarcástica, que merece un OVNI lujoso y excesivo, procedente de alguna región olvidada o encaminado hacia ella? La época. O, mejor dicho, la relación asincrónica que mantienen con ella. Ni la tragicidad, ni la experiencia religiosa, ni la seriedad con que esas imágenes se piensan a sí mismas son valores que la Bolsa de la contemporaneidad cotice generosamente.” Tarkovski y Huston nos dejaron (ya habían fallecido cuando estas películas se conocieron en Argentina), en tanto Wenders continuó su filmografía de manera algo despareja. Pero, afortunadamente, fueron surgiendo después otros realizadores, de esos que van tallando un estilo propio mientras discurren sobre los temas que han desvelado a artistas de todas las épocas. Esta semana, la casi milagrosa reunión en la cartelera rosarina de los largometrajes más recientes del ruso Alexsandr Sokurov (en una de las salas digitalizadas de Cines del Centro) y del chino Jia Zhang-Ke (en el cine El Cairo, tras un raudo paso por Cines del Centro) lleva a pensar que, aunque aquellos augurios de Pauls no eran desatinados, ese modo de entender el cine aún sobrevive. En tanto el lenguaje audiovisual muta hacia formatos breves, recortados, livianos y efectistas –fenómeno de implicancias por ahora imprevisibles y, por otra parte, inevitable–, el hecho de que entre las opciones posibles asomen películas como Francofonía y Lejos de ella, resulta alentador. Estamos hablando de obras que le permiten al espectador enfrentarse a ideas sobre temas no asignados por la agenda periodística (el valor del arte, las agitaciones de la Historia, el devenir del destino de personas públicas o anónimas), atravesar una variada escala de emociones, internarse en adormecidas zonas de la comprensión y el conocimiento. Apreciándolas en una buena sala, la fuerza atronadora de un avión o la imponencia de un paisaje se perciben próximas y enigmáticas. Aunque hay diferencias entre ellas, ambas comparten la misma visión del cine como medio para descubrir otras vidas y comprender la nuestra, valiéndose de la experimentación con los géneros y las texturas, convenientemente lejos del acartonado qualité. Francofonía es un ensayo semidocumental que va y viene por la historia del museo del Louvre, de algunos personajes responsables de su patrimonio, de Francia y del arte en general. La fascinación por la cultura francesa y por lo museístico es su mayor riesgo (en Madre e hijo, Padre e hijo y otras, Sokurov desplegaba abismos de belleza plástica sin escudarse en nombres de grandes pintores); también cierta tendencia de la voz en off a suavizar o diluir procesos históricos. Pero es abundante su riqueza, con reveladoras imágenes de archivo, recreación de seres de fuerte carga simbólica recorriendo el museo como fantasmas o desafiando presagios, un navegante que traslada contenedores con obras de arte en medio de un mar tan embravecido como la propia Historia, e incluso pormenores del rodaje. Cuando Francofonía se detiene, en un momento, en unas monumentales esculturas egipcias, uno se pregunta cuántos films actuales nos conducen a reflexionar sobre antiguas civilizaciones y sobre la humanidad, en definitiva, con esta seriedad y falta de solemnidad. Zhang-Ke, por su parte, ofrece un melodrama sin adornos que sigue a una mujer y dos hombres, demorándose en distintos momentos de sus historias personales. Dividido en tres partes, que transcurren sucesivamente en 1999, 2014 y 2025 (la última de convicción desigual, aunque con excelentes actuaciones y algunas frases que pegan fuerte), en Lejos de ella hay amores no correspondidos, padres y madres que aman como pueden, gozos, pérdidas, enojos, soledades, y problemas económicos y ecológicos que no son mero telón de fondo. El mundo del trabajo está presente, condicionando la salud, las alegrías y tristezas de estas personas marcadas por sus sentimientos, sus decisiones y la ineludible fatalidad. Mientras el astuto guión va vinculando elementos de una época con otra, la vida pasa, y con ella hábitos y afectos que se mantienen. Todos sabemos que una canción trivial puede acompañarnos –concientemente o no– a lo largo de los años, o que una tarjeta olvidada puede remitirnos a momentos felices, pero Lejos de ella nos recuerda la emoción que deparan esos encuentros fugaces. A menudo, ligeras premoniciones y recuerdos sorprenden a los personajes, como nos ocurre a diario a los espectadores. “Vamos en tren porque así tengo más tiempo para estar con vos”, le dice en un momento una madre a su hijo, y de la misma manera transcurre el film, atravesado de benéficas elipsis, simple y complejo a la vez. Puzzle a desmenuzar el primero, relato clásico de admirable sencillez el segundo, los dos son representantes de ese cine –estimulante, provechoso, generoso– que todavía resiste.
UN ENCUENTRO CON ALGUNAS BUENAS JUGADAS. Pocas palabras, señales de cansancio, un oportuno programa radial de fondo, un oficio y una afición a la vista, un piropo a una mujer al pasar: la presentación de Hugo, el protagonista de esta ópera prima de Juan Fernández Gebauer y Nicolás Suárez, es brillantemente ajustada, sin redundancias. De entrada, y sin que nadie nos lo diga, descubrimos en él a un taxista fanático de San Lorenzo, porteño, trabajador, pensativo y solitario. Apenas sube al coche una mujer con su hijo vestido con ropa deportiva, un brevísimo diálogo sobre el fútbol describe, de manera igualmente concisa, a los personajes: “Eso es falta” dice ella, ante un comentario de Hugo, y él responde “Es fútbol”. De a poco seguimos conociendo a los tres, sin que ninguno se detenga a desplegar un monólogo sobre su vida pasada. Tampoco hay discusiones a los gritos ni gestos innobles: él, ella y el pibe son, simplemente, personas que viven como pueden, lidiando entre lo que les gusta, lo que desean y lo que deben hacer (el trabajo, el colegio). Esto último no deja de ser relevante, en un cine argentino que últimamente se caracteriza por eludir a hombres y mujeres de clase media ganándose el pan. Hugo no es publicista ni director de cine sino tachero, su circunstancial amiga prepara viandas y “desayunos a domicilio”, y ambos deben trabajar más de la cuenta para subsistir. Estrenada en octubre pasado en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y exhibida ahora en salas comerciales –con un cambio de gobierno en el medio–, Hijos nuestros parece hablar de un estado de situación (ecónomica, social) particular, sin vociferar nombres propios. Otro mérito indudable del film es haber recurrido a seres prototípicos y sitios icónicos (el club, el bar, el taller mecánico) sin campanellizarlos. Sentimentalismo y comicidad apenas asoman: un costumbrismo medido recorre la historia, y basta pensar lo que hubieran hecho otros con la escena en la que Hugo se excita confirmando la importancia que tiene para él un pie, o los momentos en los que se juega el destino del chico probándose en la novena de San Lorenzo. Los personajes pueden tener buenas intenciones y falencias al mismo tiempo, la indiferencia ante ciertas infracciones y el tono ligeramente agresivo de algunos diálogos discurren sin énfasis, la decoración de los ambientes es adecuada sin lucir recargada. Y aunque la mirada sobre el fenómeno del fútbol es algo ambigua o complaciente, Hijos nuestros bien puede situarse en la lista de ficciones argentinas que han abordado el tema con honestidad (desde las apasionadas El hincha y Pelota de trapo hasta la crítica El crack, la sesentosa Paula contra la mitad más uno, el retrato de la célebre hincha La Raulito, y alguna otra). El universo del protagonista parece girar en torno al popular deporte (“Ando con la cancha inclinada” dice en un momento, y le responden “Sí, te faltan algunos jugadores”), pero el film no se deja contaminar por la exaltación futbolera. Hugo es un ser humano a pesar de su fanatismo, no una caricatura. Contribuyen en ese clima anímico general el Hugo de Carlos Portaluppi (con su mirada triste que no esconde cierta dureza y desconfianza en los demás, o quizás en sí mismo) y los trabajos interpretativos de Ana Katz (de un naturalismo ajustadísimo, con el gesto preciso siempre), el adolescente Valentín Greco (excelente) y algunos de esos actores secundarios siempre eficaces (Germán De Silva, Gabo Correa). Si Hijos nuestros no logra un nivel mayor de calidad no es por algunos pequeños descuidos (a Hugo no se lo ve comer mucho a pesar de su problema de obesidad, en la celebración de la Confirmación debería verse un obispo), sino por un par de irrupciones surrealistas, en las que la obsesión de Hugo con su querido equipo de fútbol se entromete en un programa de TV y en la iglesia misma a la que asiste en un momento. Son secuencias en las que el film falla en la dosificación y preparación de los ingredientes, y en las que, antes que un soplo a lo Buñuel, se manifiesta el fantasma de cierto grotesco característico del cine argentino de los ’80. Como si a Hijos nuestros (buen título, que además de connotaciones futboleras y familiares puede tener resonancias místicas) le costara, igual que a su protagonista, dejar lo raso y rutinario y dar forma a algo más arriesgado.
ELÉCTRICO RELATO CASI IMAGINADO. Primer trabajo de largo aliento del videasta y músico Gustavo Galuppo con Carolina Rímini (ambos nacidos en Rosario), Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad es una suerte de (no tan) falso documental cuyo copioso material oscila entre lo médico, lo cinéfilo, lo político y lo lúdico. El eje es un investigador y su búsqueda del desarrollo de la energía eléctrica aplicada a los medios audiovisuales para encontrar una manera de reanimar cadáveres, sobre todo a partir de la muerte de su esposa, cantante de ópera. De los tanteos científicos a fines del siglo XVII al despliegue del consumismo en el siglo XX, se recorre la vida de este personaje cierto o inventado, contada por una omnipresente voz femenina en off, apenas interferida por comentarios adjuntos con la voz del colega Juan Aguzzi. El diccionario de Galuppo/Rímini está profusamente ilustrado pero no es pequeño: dividido en 4 capítulos y un epílogo, interrumpido por textos con definiciones de palabras muy diversas que van apareciendo alfabéticamente (amo, bujía, Dios, elefante, fusil, galvanismo, etc.), acumula datos reales e irreales, fantasías y conjeturas, acompañándolos con fragmentos de películas clásicas y musicales, antiguas publicidades y documentales institucionales, videojuegos y programas de televisión, registros remotos y actuales. Inmersas en el contexto, una muñeca puede verse como un repugnante modelo de frivolidad, y añejas filmaciones de fuentes inciertas se convierten en arrebatos pesadillescos. Las imágenes no siempre ilustran lo que se escucha, sino que agregan capas de sentido, como cuando se habla de una cirugía mientras se muestra una licuadora en funcionamiento, o cuando se informa de la muerte de uno de los personajes centrales deslizándose alusiones a la carne y la comida (incluyendo la fugaz aparición de Mirtha Legrand almorzando por TV en 1978). La voz puede decir una cosa, las imágenes otra, y un texto sobreimpreso una tercera, al mismo tiempo. El juego apela ocasionalmente a la ironía y roza la ciencia ficción, sobre todo en un final que anticipa lo que podría ocurrir en unos años. El torrente de imágenes fascinantes (por lo curiosas y por su valor simbólico) resulta menos abrumador que la continua información que llega del relato en off, que no da descanso. Galuppo/Rímini han trabajado menos por sustracción que por acumulación, y la profusión de autores citados (mencionados en los créditos finales) pone en evidencia cierto grado de suficiencia intelectual. En algún punto, el film se toca con Generación artificial (la película de Federico Pintos que compitió este año en el BAFICI) y, claro, con la obra previa de Galuppo. Pequeño diccionario ilustrado de la electricidad –que, saludablemente, pudo realizarse con un apoyo de Espacio Santafesino– comprende, además, una reflexión clara y severa sobre la utilización de la electricidad como elemento de dominación. En este sentido, no puede dejar de reconocerse su coherencia: la mirada suspicaz sobre el avance del capitalismo industrial se corresponde no sólo con el estilo del film, lejos de toda demagogia (cuenta una historia pero con la monocorde voz oficial de un típico documental de divulgación científica, no escatima imágenes en las que animales son utilizados para experimentos, no apela a la emoción ni a la humorada fácil), sino también con las estrategias elegidas para su contacto con el público, ya que después de haber formado parte de la Competencia Argentina en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, fue momentáneamente liberado como ofrenda para que no ganara el candidato a Presidente de la Nación que facilitara alegremente el crecimiento de marcas y negocios que hacen triunfar las leyes del mercado, y tras su presentación oficial (gratis) en cine El Cairo no espera iniciar una carrera comercial. Algunos conceptos de Galuppo pueden discutirse (como aquéllo de que “El cine en las salas ha sido siempre una falacia”, que expresó en un debate en Espacio Cine que puede leerse aquí), pero cuando en Pequeño diccionario… menciona la práctica de “cobrar entradas” como punto de partida de un espíritu mercantilista del que el cine –de los Lumière a esta parte– casi no pudo escapar, no puede dejar de agradecérsele la observación iluminadora. Al menos, la lógica del film de Galuppo/Rímini parece más respetable que la de otros que declaman idealismo o rebeldía especulando con lo que gusta y apelando a formas conservadoras.
HOMENAJE SIN SOLEMNIDAD. Hollywood, años ’50. El encargado de un estudio de cine lidiando con las exigencias de los popes de la industria y los problemas de sus estrellas y directores, más algunos incidentes casi surrealistas que se interponen en los planes de trabajo, como el secuestro de un actor por un enigmático grupo con fines ideológicos, o la molesta aparición de dos periodistas de espectáculos mellizas en busca de revelaciones. Con este punto de partida, los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957) despliegan una mezcla de homenaje y crítica al cine fulgurante de aquellos tiempos. Y lo hacen a su manera: sin hondura pero con sentido del humor, sin un guión extraordinario pero con una calidad técnica y formal desacostumbrada en el cine actual, sin pretender algo excelso pero consiguiendo un film altamente disfrutable. No es fácil explicar la obra de los hermanos Coen. Su ya extensa filmografía incluye notables ejercicios de estilo con elementos del cine negro (Simplemente sangre, De paseo a la muerte, Barton Fink, El hombre que nunca estuvo) junto a disparates inocentones y pródigos en proezas visuales y actores maravillosamente entregados a una veta graciosa (Educando a Arizona, El gran salto, Fargo, El gran Lebowski). Sus últimos trabajos no estuvieron a la altura de las expectativas que generaban. Con ¡Salve, César! recobran energía y se muestran menos crueles con sus personajes y con los espectadores. Nadie es demasiado malo en este film, y aunque circulan todo el tiempo –en medio de los fastuosos decorados y las oficinas de los estudios– hipocresías, rencores y mezquindades, se mira con piedad a esos hombres y mujeres que funcionaban como engranajes de la enorme maquinaria del cine. La star forzada a repetir una escena que frustra, una y otra vez, ya se ha visto en La noche americana (1974; François Truffaut), aunque aquí no se trata de una actriz veterana sino de un joven dando el díficil paso de silencioso cowboy a galán romántico (enfrentado, además, a un director poco paciente). Tampoco es original la manera con la que una dama rubia provoca, con palabras de sinuoso significado, a un interlocutor demasiado correcto: el film noir ha brindado muchos ejemplos de conversaciones como ésta. Y sin embargo, en el conjunto esos elementos divierten una vez más. Si bien en ¡Salve, César! hay caricaturas demasiado fugaces (como la proyectorista de Frances Mc Dormand) o desaprovechadas (las periodistas inquisidoras, encarnadas ambas por Tilda Swinton), y algunos gags demasiado cándidos, vale su homenaje al cine de Hollywood de la época de los estudios, esmeradísimo en la reproducción de decorados, rebosante de guiños y radiante en su colorido despliegue. Uno de los puntos fuertes del film es la cadena de situaciones en torno a la realización de una superproducción sobre la historia bíblica: la discusión entre representantes de distintos credos no tiene desperdicio, como tampoco las alternativas que debe atravesar el actor principal, encarnado por un George Clooney a quien se ve muy cómodo en el juego propuesto por los Coen. Cada palabra del diálogo entre dicho actor (después de haber tomado conciencia sobre la función de su trabajo gracias a la intervención de personajes de los que resulta mejor no adelantar demasiado aquí) con el ejecutivo del estudio (Josh Brolin), cerca del desenlace, es otro estimulante momento de Salve, César!, en el que la estrella es reprendida sin que a Clooney (estrella también, del Hollywood actual) le moleste que aparezca humillada su hombría. No deja de ser un acierto, a su vez, que nunca se vea el rostro de quien hace de Cristo, ése a quien alguien le pregunta, en un momento de confusión, si es extra o protagonista. Finalmente, las recreaciones del western y el musical (hay uno rebosante de sonrientes bailarinas en el agua y otro con marineros bailando prodigiosamente en un bar) reflotan algo de la belleza plástica y felicidad encantadoramente artificiosa de aquellos films de sesenta o setenta años atrás. Ayudan mucho, en esos segmentos, la gracia de Scarlett Johansson, Alden Ehrenreich y Channing Tatum: si bien la destreza de los dos primeros, a diferencia de sus pares de antaño, depende de los efectos especiales, los tres aportan simpatía y agregan nuevas piezas a este fresco liviano y amablemente capcioso.
Dos gemelos sospechan que la mujer con quien viven no es su madre y empiezan a acosarla. Como si estos pibes (icónicamente bellos) fueran una suerte de Hansel y Gretel maltratando a su madre-bruja, inocencia y perversión se interponen, con el marco de una moderna casa rodeada de un bosque casi de cuento. El film es prolijo y divertido, aunque su salvajismo in crescendo es atenuado por la fría elegancia de la morada en cuestión y las formas mismas elegidas para desarrollar el relato. Hacia el final, el sadismo va convirtiendo el misterio en un estado de locura algo desproporcionada, haciendo suyos gestos del cine gore.
CUESTIÓN DE PRINCIPIOS Y DE DESENLACES. El comienzo es inmejorable. Sucesivos travellings nos llevan de la calle lluviosa al interior de una casona mientras se deslizan, sinuosos, los créditos. Recorriendo esa morada (a la que la fotografía del maestro Félix Monti sabe cómo convertir en un espacio ambiguo y desolado, privándola de los brillos de revista de decoración) descubrimos al solitario protagonista, en silla de ruedas. La aparición abrupta de una joven con su pequeña hija, para alquilar una habitación de la casa, y el hallazgo del plan de un grupo de boqueteros de robar un banco contiguo, van conduciendo el relato hacia el thriller de acción y suspenso. El intento de Rodrigo Grande (Rosario, 1974) de abordar el cine de géneros es plausible, y hay que reconocer que lo hace con profesionalismo y solidez. Es muy buena la idea de sostener la acción casi sin salirse de esa residencia, que –con sus puertas y recovecos, sus ventanales a un parque algo abandonado y el túnel del título– va convirtiéndose en un ámbito bello y temible a la vez. El hecho de que el guión no incluya referencias oportunistas a episodios de la Historia argentina, así como tampoco una vuelta de tuerca cínica al final, son otros aciertos de Al final del túnel. Y aunque no hay demasiada riqueza en los diálogos, debe destacarse la decisión de Grande como guionista de aludir a un pasado traumático del personaje central sin mencionarlo explícitamente en momento alguno. Del mismo modo, en el desenlace no refulge la alegría por la obtención de un botín, habitual en este tipo de historias, sino un agridulce gesto de ternura. Debe decirse que, en un primer tramo, la relación del protagonista con la joven bailarina avanza de manera intempestiva; hay, también, situaciones que se estiran y una música algo convencional e insistente. Pero, como realizador, Grande evidencia progresos, se muestra más suelto y competente que en sus anteriores Rosarigasinos (2001) y Cuestión de principios (2008), con alguna saludable apelación al humor y guiños u homenajes a maestros del género (Hitchcock, Carpenter, De Palma, Christensen, Aristarain). De tono parejo –con excepción de una turbadora escena de violencia sádica–, Al final del túnel no cae, asimismo, en regodeos costumbristas, tal vez por reunir personajes y actores argentinos, españoles y chilenos (a diferencia de sus films previos, hay una sola referencia, y no muy amable, a Rosario). Tanto Leonardo Sbaraglia (excelente) como Pablo Echarri se muestran verosímiles en personajes intensos, creíbles incluso en breves escenas de llanto cada uno de ellos. La española Clara Lago y la niña Uma Salduendo, en cambio, sólo por momentos resultan convincentes. Federico Luppi, en tanto, es pura presencia: su imagen desdibujada, fumando en penumbras con la tormenta de fondo hacia el final del relato, es uno de esos instantes de Al final del túnel en los que –gracias a la personalidad del actor, la calidad del fotógrafo y la astucia del director– el cine asoma, con su capacidad de fascinación. Por Fernando G. Varea
DESPLEGANDO EL TIEMPO. En octubre de 1988, Alan Pauls consideraba en la revista Humor que El sacrificio (Andrei Tarkovski), Desde ahora y para siempre (John Huston) y Las alas del deseo (Win Wenders), estrenadas en esos días, eran “nubes de otro cielo, que atraviesan la atmósfera cinematográfica con la grandeza solitaria de los grandes fantasmas, espectros errantes y únicos que contemplan la escena en la que transitan sin ninguna familiaridad”, y se preguntaba: “¿Qué hace que esas obras merezcan la contemplación perpleja, a veces un poco sarcástica, que merece un OVNI lujoso y excesivo, procedente de alguna región olvidada o encaminado hacia ella? La época. O, mejor dicho, la relación asincrónica que mantienen con ella. Ni la tragicidad, ni la experiencia religiosa, ni la seriedad con que esas imágenes se piensan a sí mismas son valores que la Bolsa de la contemporaneidad cotice generosamente.” Tarkovski y Huston nos dejaron (ya habían fallecido cuando estas películas se conocieron en Argentina), en tanto Wenders continuó su filmografía de manera algo despareja. Pero, afortunadamente, fueron surgiendo después otros realizadores, de esos que van tallando un estilo propio mientras discurren sobre los temas que han desvelado a artistas de todas las épocas. Esta semana, la casi milagrosa reunión en la cartelera rosarina de los largometrajes más recientes del ruso Alexsandr Sokurov (en una de las salas digitalizadas de Cines del Centro) y del chino Jia Zhang-Ke (en el cine El Cairo, tras un raudo paso por Cines del Centro) lleva a pensar que, aunque aquellos augurios de Pauls no eran desatinados, ese modo de entender el cine aún sobrevive. En tanto el lenguaje audiovisual muta hacia formatos breves, recortados, livianos y efectistas –fenómeno de implicancias por ahora imprevisibles y, por otra parte, inevitable–, el hecho de que entre las opciones posibles asomen películas como Francofonía y Lejos de ella, resulta alentador. Estamos hablando de obras que le permiten al espectador enfrentarse a ideas sobre temas no asignados por la agenda periodística (el valor del arte, las agitaciones de la Historia, el devenir del destino de personas públicas o anónimas), atravesar una variada escala de emociones, internarse en adormecidas zonas de la comprensión y el conocimiento. Apreciándolas en una buena sala, la fuerza atronadora de un avión o la imponencia de un paisaje se perciben próximas y enigmáticas. Aunque hay diferencias entre ellas, ambas comparten la misma visión del cine como medio para descubrir otras vidas y comprender la nuestra, valiéndose de la experimentación con los géneros y las texturas, convenientemente lejos del acartonado qualité. Francofonía es un ensayo semidocumental que va y viene por la historia del museo del Louvre, de algunos personajes responsables de su patrimonio, de Francia y del arte en general. La fascinación por la cultura francesa y por lo museístico es su mayor riesgo (en Madre e hijo, Padre e hijo y otras, Sokurov desplegaba abismos de belleza plástica sin escudarse en nombres de grandes pintores); también cierta tendencia de la voz en off a suavizar o diluir procesos históricos. Pero es abundante su riqueza, con reveladoras imágenes de archivo, recreación de seres de fuerte carga simbólica recorriendo el museo como fantasmas o desafiando presagios, un navegante que traslada contenedores con obras de arte en medio de un mar tan embravecido como la propia Historia, e incluso pormenores del rodaje. Cuando Francofonía se detiene, en un momento, en unas monumentales esculturas egipcias, uno se pregunta cuántos films actuales nos conducen a reflexionar sobre antiguas civilizaciones y sobre la humanidad, en definitiva, con esta seriedad y falta de solemnidad. Zhang-Ke, por su parte, ofrece un melodrama sin adornos que sigue a una mujer y dos hombres, demorándose en distintos momentos de sus historias personales. Dividido en tres partes, que transcurren sucesivamente en 1999, 2014 y 2025 (la última de convicción desigual, aunque con excelentes actuaciones y algunas frases que pegan fuerte), en Lejos de ella hay amores no correspondidos, padres y madres que aman como pueden, gozos, pérdidas, enojos, soledades, y problemas económicos y ecológicos que no son mero telón de fondo. El mundo del trabajo está presente, condicionando la salud, las alegrías y tristezas de estas personas marcadas por sus sentimientos, sus decisiones y la ineludible fatalidad. Mientras el astuto guión va vinculando elementos de una época con otra, la vida pasa, y con ella hábitos y afectos que se mantienen. Todos sabemos que una canción trivial puede acompañarnos –concientemente o no– a lo largo de los años, o que una tarjeta olvidada puede remitirnos a momentos felices, pero Lejos de ella nos recuerda la emoción que deparan esos encuentros fugaces. A menudo, ligeras premoniciones y recuerdos sorprenden a los personajes, como nos ocurre a diario a los espectadores. “Vamos en tren porque así tengo más tiempo para estar con vos”, le dice en un momento una madre a su hijo, y de la misma manera transcurre el film, atravesado de benéficas elipsis, simple y complejo a la vez. Puzzle a desmenuzar el primero, relato clásico de admirable sencillez el segundo, los dos son representantes de ese cine –estimulante, provechoso, generoso– que todavía resiste.
Aquí el director egipcio criado en Canadá sólo muestra sus aptitudes para manejar cierto suspenso y sacar buen partido del veterano Christopher Plummer. En el encuentro con periodistas y público posterior a la primera proyección de la película, Egoyan despejó dudas acerca de posibles lecturas a favor de la venganza entre víctimas del Holocausto o la justificación de algunos crímenes con los que el film sorprende en momentos inesperados. En realidad, no es la ligereza con la que aborda un tema delicado el principal problema de Remember, sino que los efectos que produce provienen exclusivamente de un guión manipulador, con una caprichosa vuelta de tuerca final.
RIQUEZAS DE UN PEQUEÑO-GRAN TESORO. Una película puede hacer muchas cosas en torno al dinero, la necesidad de tenerlo y los usos que podemos darle. El tesoro, el largometraje más reciente de Corneliu Porumboiu (1975), lo aborda trazando una parábola que crece en matices a medida que va desplegando, serenamente, su cadena de sucesos. Dos vecinos con apremios económicos deciden embarcarse en la búsqueda de un tesoro que les implicaría poder pagar sus deudas y mejorar su vida: de los preparativos, contradicciones y resultados de esa aventura está hecha esta historia que transmite la desazón de gente humilde sin crueldad, la expectativa ante un posible hallazgo salvador sin triunfalismo y el tuteo con el delito (de civiles y uniformados) sin cinismo. Casi no hay risas, gritos ni llantos en El tesoro: todo fluye con la mansedumbre de sus conversaciones, y si bien por ahí aflora la desconfianza, aún con dificultades los personajes llegan a un entendimiento. La comprensión del otro es uno de los grandes temas de esta generosa película. Mientras Costi, el protagonista (un Toma Cuzin siempre medido), va involucrándose en la búsqueda de ese enigmático tesoro, las sutilezas se suceden. Las formas en las que se empleó el dinero en distintas etapas del pasado en Rumania. El deseo de Costi de ser una suerte de Robin Hood para su pequeño hijo. El rol del Estado y el ambiguo funcionamiento de sus instituciones. La codicia que parece irremediablemente enfrentar a los seres humanos, sean adultos o niños. La no violencia y la perseverancia como medios para lograr objetivos trazados. La fuerza del juego y del misterio como motores para cualquier misión. Premiada en la sección Un certain regard del Festival de Cannes 2015 “por su narración magistral”, El tesoro progresa suavemente, sin pasos en falso. Cada plano, cada travelling tienen su razón de ser: basta ver la gracilidad de movimientos (de los actores y de la cámara) durante el breve diálogo de Costi con su hijo enseñándole a defenderse de sus compañeros de escuela, o la manera de exponer el contenido de la enigmática caja en distintos momentos. Igualmente admirable es el uso de la luz en las escenas nocturnas, en torno a esa casona que parece encerrar varios tesoros: recuerdos, historias, incógnitas. Despojado como films anteriores de Porumboiu, hasta la dirección de arte y el vestuario contribuyen a la caracterización de sus personajes prototípicos y a su atmósfera gris, atravesada sin embargo por ráfagas de humor sarcástico. El tramo final, bello y liberador, dispara en el espectador diversas reflexiones. ¿Cuántas películas de las que aparecen en la cartelera deparan ese placer? Lleva a preguntarse, por otra parte –y vienen a la memoria películas como Nueve reinas (2000, Fabián Bielinsky) o Relatos salvajes (2014, Damián Szifrón)–, por qué en el cine argentino resulta tan difícil encontrar un desenlace tan noble y poco materialista como el de este pequeño-gran film rumano.