Cierto pintoresquismo asoma en Vientos de agosto, sobre la vida cotidiana de una joven pareja en un pueblo de pescadores, aunque la exuberancia de la naturaleza y la serenidad con la que se vive en un estado semisalvaje brindan oportunidades para el asombro, comunicándose de manera vívida el contacto con la tierra, el sol y el mar. La aparición del propio director como un cazador de sonidos y algun gag casi final desvían un poco el clima ganado por el film.
Notable retrato de la India actual, con su modo de impartir justicia y sus tradiciones y costumbres, a partir de la detención de un viejo juglar acusado de incitación al suicidio. Narrada con prodigiosa concisión, inteligentemente planificada, con planos generales maravillosamente coreografiados e iluminados, lúcidos paralelismos sin subrayados (exponiendo, por ejemplo, los diferentes hábitos sociales e ideas de los fiscales) y la cámara casi siempre fija o desplazándose suavemente, Court logra un efecto perturbador no sólo por sus implicancias testimoniales sino también por su sobria belleza y su simpleza no exenta de sutilezas. Sin música extradiegética, yendo de un personaje a otro sin confundir al espectador, su brillante epílogo cierra con un guiño casi humorístico, perfecto para una película que se toma las cosas (incluyendo el cine) en serio.
SOLOS Y CONFUNDIDOS EN LA MADRUGADA. Las películas argentinas realizadas en busca de un público amplio parecen restringirse, últimamente, a los policiales (protagonizados por Darín, Sbaraglia o algún otro actor convocante) y las comedias con parejas en problemas. En este último apartado podría colocarse Una noche de amor, segundo largometraje de Hernán Guerschuny después de El crítico (2012/13), que también exponía las desventuras tragicómicas de un vínculo amoroso, aunque matizadas con ironías y referencias cinéfilas. Guerschuny se diferencia, de todos modos, de lo que acostumbran hacer pares suyos como Suar o Taratuto: en sus films no sólo sobrevuela una sobriedad que se agradece, sino que se aprecia un placer por hacer cine, con modestia e indecisiones pero también un cuidado formal poco común en productos similares. En Una noche de amor, por ejemplo, el tránsito de los personajes por ambientes discretamente elegantes y la música empleada (Frank Sinatra incluido) le imprimen a la historia un clima agradable, sin sordidez ni sobresaltos sainetescos. En el film de Guerschuny hay, también, un intento de reflexión sobre el desgaste matrimonial y la comezón del séptimo año (decimoavo en este caso), procurando el reconocimiento de muchos espectadores y las discusiones sobre el tema al salir de la sala. Todo en Una noche de amor está trabajado en un tono casi siempre medido. Ni Leonel (Sebastián Wainraich) es un idiota ni Paola (Carla Peterson) una histérica, y los roces entre ellos afloran distraídamente, como cuando él busca apaciguar los temores ante la falta de respuesta a una llamada telefónica y, fastidiado por los comentarios de su mujer, termina afirmando que debe haber ocurrido una tragedia. Apenas se cargan ligeramente las tintas en los flashbacks del comienzo y los estereotipados personajes de la vecina rubia y el antiguo compañero de facultad de Paola. Esa falta de estridencias se entremezcla con cierta indefinición. La cobardía de Leonel parece más un pretexto para provocar situaciones risueñas que un rasgo de su personalidad que conduzca la trama hacia alguna parte. La ligera irritación de la pareja por las exigencias de un trapito o por la recomendación de unos amigos a tener mucama cama adentro, queda flotando en la nada. Él es guionista pero, a diferencia de lo que le pasaba al crítico de El crítico, no se advierte demasiada pasión por su profesión (y a propósito, sería interesante analizar en otra oportunidad la cantidad de personajes realizadores, guionistas o publicistas –y ausencia de, por ejemplo, médicos o albañiles– en las ficciones del cine argentino reciente). Hay momentos que parecen anticipar un estallido cómico (Paola contando su parto) o dramático (ella en el auto pidiéndole a él que reaccione, con los ojos húmedos), pero quedan en intermitencias. Al film le cuesta, por otra parte, superar cierta puerilidad: la desazón ante los cambios y el miedo a la soledad apenas se atisban. Tampoco hay problemas económicos ni laborales a la vista, por lo que la pareja parece moverse en una especie de limbo. En tanto, resulta inquietante que todo transcurra en una sola noche y unos pocos escenarios (un par de departamentos, un bar, un restaurant, los alrededores del lugar de estacionamiento del coche), alimentando la idea de círculo vicioso, que estimulan los planos cenitales de vehículos girando en torno a un mismo punto o de Leonel atravesando distintas instancias como parte de un juego rutinario (en los ingeniosos fragmentos del comienzo y el final). A los altibajos de Wainraich como actor y autor del guión, se oponen el brillo de Carla Peterson (con gestos y tonos de voz siempre precisos, aunque menos indignada de lo esperable en momentos como el encontronazo con el empleado de la estación de servicio) y la eficacia de Soledad Silveyra, Rafael Spregelburd y María Carámbula, estos dos últimos haciendo la caricatura de una de esas parejas habituales en el ambiente artístico que Guerschuny seguramente conoce muy bien. Junto a la vaguedad narrativa y el humor sin sorpresas, asoma una seductora manera de mostrar la Buenos Aires nocturna. La breve secuencia del puente que se cierra imprevistamente o un plano de Leonel y Paola cavilando sentados con azulados edificios de fondo, despliegan un raro encanto: tal vez la planificación de las escenas en exteriores y la fotografía de Marcelo Lavintman constituyan lo mejor de Una noche de amor. Como le ocurre a la pareja en cuestión, al abandonar el auto y los ambientes cerrados el film también se pone melancólico y sale a la luz algo de sinceridad.
Drama filmado en blanco y negro por el colombiano Ciro Guerra, El abrazo de la serpiente recrea el paso de un etnólogo alemán y un biólogo estadounidense por la Amazonia más de cincuenta años atrás, encontrándose con las enseñanzas de un chamán que los conduce al descubrimiento de una planta curativa. El film funciona como film de aventuras en imponentes ámbitos naturales, pero no deja de ser producto de un combo conocido: exotismo, indígenas sabios, blancos estereotipadamente malvados o megalómanos, algunas dosis de crueldad, otras de desprendimiento material, etc. Su opulencia ayuda a disimular convenciones y descuidos de actuación, y la decisión del jurado de otorgarle el Premio a Mejor Película recuerda a la mexicana La jaula de oro (Diego Quemado-Diez), premiada dos años atrás, también ajustada a lo que en los festivales suele esperarse de un cine latinoamericano.
SOSTENIDA EN HECHOS REALES De la admiración por hombres o mujeres que logran triunfar con esfuerzo y de la excitación ante denuncias que dejan en evidencia las bondades de la libertad de expresión y el seductor poder del periodismo surge, seguramente, la predilección de los estadounidenses por las biopics y los casos “basados en hechos reales”. Tal preferencia no deriva, paradójicamente, en un interés particular por los documentales: en realidad, esas historias de gente común atravesando circunstancias excepcionales atraen si están representadas por actores carismáticos y si, al mismo tiempo de informar, permiten desahogarse con las fórmulas habituales del melodrama o el policial, dejando a un lado archivos descoloridos y testimonios de ciudadanos anónimos. Al provocar indignación ante injusticias varias y discusiones en torno a distintas problemáticas, estos films parecen tener el prestigio ganado de antemano, aunque la mayoría de las veces abreven menos en el lenguaje del cine que en el de una crónica periodística o la biografía para un libro de bolsillo. Dicho en otras palabras: por este razonamiento, una película de Jacques Tati, por ejemplo, podría ser considerada menos relevante que Milk o El jardinero fiel (de la misma manera que, entre nosotros, fuera del ámbito cinéfilo, los trabajos de Martín Rejtman o Ezequiel Acuña son menos valorados que los de Pablo Trapero). En primera plana sigue las alternativas vividas en el interior del diario Boston Globe cuando un grupo de periodistas –de una unidad de investigación denominada Spotlight– descubre la posibilidad de hacer públicos varios casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos y cuyas víctimas fueron niños, en la ciudad de Boston. El trabajo periodístico mereció un Premio Pulitzer y sacudió al mundo en 2003: exhibiendo entretelones de esa pesquisa, el film prolonga los efectos de la denuncia, mantiene vigente la irritación y logra que el problema se aprecie de manera más vívida que leyendo cifras y nombres en un diario o en la web. Allí se agotan las principales cualidades del film de Thomas McCarthy (1966, New Providence, EEUU). En primera plana está iluminada y musicalizada de manera sobria, y quien no se sienta abrumado por la verborragia informativa seguirá con interés el desarrollo de los hechos, confirmando lo que probablemente ya sepa: sacar a la luz hechos turbios de una institución poderosa (en este caso la Iglesia) implica sortear una verdadera cadena de complicidades, dificultades y temores. El problema es que deja demasiadas cosas fuera de campo; no sólo algunos aspectos secundarios –como la vida personal de los periodistas o la retribución que reciben por tan denodado trabajo– sino también los abusos propiamente dichos, las intrigas en el seno de la Iglesia, los ardides del poder político, las reflexiones sobre el sentido de las religiones en el mundo moderno (más allá de los delitos o perversiones de algunos de sus ministros y devotos), e incluso el hipócrita concepto de independencia en el periodismo, que aquí alguien invoca para elogiar al diario en cuestión. Sólo en determinados momentos En primera plana sale de su sucesión de conversaciones y se deja afectar por sobresaltos emotivos: el breve plano secuencia que acompaña a Matt (Brian d’Arcy James) al confirmar que uno de sus vecinos estaba entre los abusadores, la charla de Robby (Michael Keaton) con viejos compañeros de escuela en la que les dice “Podríamos haber sido uno de nosotros”, el momento en que Mike (Mark Ruffalo) se indigna con Robby o se conmueve al ver a un grupo de chicos abusados dibujando, o los reparos de la única mujer del grupo (Rachel McAdams) con su abuela católica practicante. Situaciones en las que los cuatro demuestran ser personas con sentimientos, enojos y dudas, y no sólo profesionales obsesivos en busca de la noticia. Con un sólido plantel de actores, del que se destacan el gran Michael Keaton, la linda Rachel McAdams, Mark Ruffalo y Stanley Tucci, En primera plana podría integrar un interesante doble programa para el debate con Philomena (2013, Stephen Frears), a la vez que ratifica el nivel entre decoroso y rutinario que, desganadamente, despliegan casi todas las películas nominadas al Oscar en los últimos años.
ESA RUBIA DEBILIDAD Lo que cuenta el sexto largometraje de Todd Haynes (1961, Los Ángeles, EEUU) no es nuevo ni sorprendente, sí lo es la exquisitez de su construcción y lo sensitivo de sus ambientes y su atmósfera. Basado en la segunda novela de Patricia Highsmith, Carol (o El precio de la sal, como se llamó en su primera edición, publicada con seudónimo), el film recorre las alternativas del encuentro amoroso entre Therese, joven empleada de una tienda y fotógrafa aficionada, con Carol, una glamorosa mujer madura, en 1953. Son varios los incidentes que se suceden durante las dos horas del film, ya que Carol debe lidiar con una sociedad que considera inmoral su conducta y pone en riesgo la tenencia de su pequeña hija, y atraviesa oscilaciones la relación entre ambas mujeres, en la que el amor se confunde con la curiosidad por vivir una experiencia diferente y la necesidad de una compañía que salve de la rutina o el acostumbramiento. Alguna forma de persecución permite que asomen datos sobre el control que –al menos en esa época y en ese país– ejercía el Estado en la vida privada de los ciudadanos. La sorpresiva aparición de un arma abre el relato hacia el policial, aunque esa sensación se diluye pronto para volver a sumergirnos en el melodrama encendido. Se advierte la seducción que ejercen en Haynes las figuras femeninas poderosas (aún en su fragilidad) y el universo de la vida cotidiana en las ciudades de los años ’50, cuando todo (casas, restaurantes, muebles, vestidos, juguetes) parecía formar parte de enormes y suntuosas maquetas. El culto por las compras y el festejo de las navidades integran ese mundo sostenido por el dinero y las apariencias. Hay, también, un interés por quebrar ese círculo cerrado de matrimonios prósperos con algo que no viene de afuera, sino que se gesta en el seno mismo de la vida de esos seres humanos: una enfermedad (como era el caso de Safe, tal vez la mejor y menos conocida película de Haynes) o, como aquí o en Lejos del paraíso (2002), una debilidad o una pasión que se lleva por delante los prejuicios. “Vivir contra mi propia naturaleza, eso es degeneración por definición”, reflexiona Carol, sentando posición sobre el tema. La película parece dejarse llevar por su halo de elegancia, sin demasiados sobresaltos. Si fluye de esa manera no es sólo por el rigor de su dirección artística y su vestuario, por la melancolía que obtiene (de la nieve que cae, de los colores de ese universo frío) el fotógrafo Edward Lachman, o por la música de Carter Burwell: la cámara sabe captar la sensualidad y la incertidumbre que envuelven la relación de Carol y Therese. Sobreencuadres y recortes en el plano hacen que los personajes parezcan hundidos en el ambiente, como simples elementos de un cuadro de época. Por otra parte, Haynes sabe cómo generar dramatismo o tensión sexual en determinadas escenas, en las que todo ha sido trabajado en la proporción exacta: el diálogo (de miradas, más que nada) durante la primera comida compartida, el viaje en auto (en el que el roce del tapado y de las manos se expresa con imágenes luminosas y levemente desenfocadas) o la llegada intempestiva del marido, al que Carol comienza a hablarle mientras se pone nerviosamente los zapatos. También es intensa la discusión por la tenencia de la niña, aunque momentos como éste o el de la conversación del marido con una amiga lesbiana de Carol (interpretada por Sarah Paulson) están resueltos de manera algo simplista. Resulta difícil no sentirse cautivado por Cate Blanchett encarnando a Carol: con sus ojos felinos y su voz susurrante, sacándose refinadamente el mechón de pelo rubio que suele caerle sobre la cara, la actriz sabe cómo imponer belleza y temperamento a su criatura. El hecho de que ocasionalmente trate con cierto desdén a su objeto de deseo ayuda a creer en su falta de cobardía. Como Therese, Rooney Mara (una suerte de Valeria Bertucelli con algunos años menos) tiene buenos momentos, como ése en el que estalla en llanto dentro del tren, sintiendo la desazón de ese extraño amor que la desestabiliza. Pero el punto de vista de Therese, a diferencia del texto de Highsmith, se abandona a veces a favor del de Carol, desdibujando la personalidad de esa chica que termina luciendo más asustada que llevada por la pasión. Como corresponde a todo relato melodramático, los roles están bien asignados: las mujeres aman y sufren, y quienes se interponen en el camino del deseo –casi todos los personajes masculinos, en este caso– existen sólo para ser hostiles y agigantar la lucha de las heroínas.
DE ODIOS Y CINEFILIA Toda nueva película de Quentin Tarantino (1963, Knoxville, EEUU) es celebrada por cinéfilos jóvenes y no tanto como si se estuviera ante una nueva oportunidad de pasarla bien entre amigos: movimiento, colorido, humor paródico, reencuentro con viejos conocidos (actores algo olvidados), canciones con onda, guiños al cine clásico de acción, al pulp y al comic. De hecho, en entregas de premios y otros eventos públicos el propio guionista-director suele verse alegre e informal, desprolijo incluso, como salido de una fiesta. Por otra parte, su cinefilia es contagiosa, y hay en él algo de posmoderna despreocupación, juvenilismo y una suerte de celebración de la cultura estodounidense, lo que incluye desde el amor al western hasta el rogodeo con la violencia (cuando no hace mucho tuvo que elegir las mejores películas de la historia del cine, a pedido de Sight & Sound, once de las doce seleccionadas –como puede apreciarse aquí– eran estadounidenses). Su nueva película se desarrolla pocos años después de la Guerra de Secesión (1861/1865) en nevados parajes de Wyoming, donde van encontrándose y enfrentándose ocho personajes inescrupulosos, ávidos de venganza y de dinero. Extensa, dividida en capítulos y con influencias diversas (Leone, Peckinpah, Hitchcock, Agatha Christie), Los 8 más odiados reúne virtudes y defectos. Lo mejor: – El admirable trabajo de dirección de QT. Aunque en largos tramos se habla mucho y no se sale de la cabaña-refugio (mercería, dice el subtitulado), no hay resolución con la cámara o la luz que parezca insustancial. Sea para revelar un gesto, para ayudar a la caracterización de un personaje, para insertar una seña que contribuya a la intriga, o para crear tensión en ese ambiente cerrado, planos y movimientos se advierten siempre funcionales. Barridos con cámara subjetiva representando la mirada de Warren (Samuel L. Jackson), o enfoques y desenfoques en una misma toma para poner atención a lo que ve Daisy (Jennifer Jason Leigh), son buenos ejemplos del rigor puesto en la realización, con la contribución de Robert Richardson como director de fotografía (evitando la habitual luz plana que convierte a muchas películas en largos avisos publicitarios). En tiempos de cámara en mano con dudosa planificación previa, Tarantino reivindica el poder dramático de un plano bien pensado o un travelling empleado en el momento preciso. No queda más que desear que alguna vez filme un buen guión ajeno. – Las bellas escenas en exteriores, sobre todo las de la diligencia con sus caballos al galope en medio de la nieve. – La eficaz construcción del suspenso en el penúltimo capítulo. – La música del maestro Ennio Morricone, con ese olor a western trágico y a cine de los ‘60/’70. – La autoridad de Kurt Russell y Samuel L. Jackson para los retruécanos y la malicia, la mirada de Bruce Dern, el desparpajo animalesco de Jennifer Jason Leigh y la gracia apenas sobreactuada de Walton Goggins. – Las idas y vueltas en torno a la supuesta carta de Abraham Lincoln a Warren (Jackson), con la realidad, la leyenda, el humor, el deseo, la admiración y la idealización confundiéndose, como suele ocurrir en la Historia misma. Lo peor: – La innecesaria y algo ridícula visualización de los castigos infligidos por Warren a Chester, el hijo del general Smithers (Dern), mientras los relata. – Las deslucidas actuaciones de Tim Roth y Michael Madsen. – La desconcertante hiperquinesia de las mujeres en el penúltimo capítulo. – Cierto grado de sadismo y la crueldad de algunos asesinatos, en general cometidos imprevistamente (rasgos de todo el cine de QT, en realidad): lo discutible, en todo caso, es la insensibilidad con la que los personajes celebran esos actos de violencia. Es cierto que las actitudes racistas, las antinomias políticas y la sed de venganza parecen exceder esa época y esos personajes, como si algo del espíritu de EEUU latiera en el seno de Los 8 más odiados, pero esos jubilosos estallidos de violencia no conducen demasiado a la reflexión.
Camino a La Paz (Francisco Varone) es, simplemente, una road movie con dos personajes diferentes llevados a una mutua comprensión, algo así como Un cuento chino (2011, Sebastián Borensztein) en la ruta, cambiando aquí a un joven chino por un anciano musulmán. Funciona como divertimento sentimental, ayudado por la eficacia de Rodrigo de la Serna y Ernesto Suárez, con algunos chistes mejores que otros y las circunstancias que atraviesan los protagonistas casi siempre creíbles. Cuando se estrene, el debutante Varone conseguirá, probablemente, una buena respuesta del público, pero lo que propone huele mucho a costumbrismo televisivo, a concesión. No necesariamente debe exigírsele originalidad, pero se extraña en Camino a La Paz algo de vuelo, de amor por el cine.
Exhibida en la función de apertura del Festival de Mar del Plata, Tres recuerdos de mi juventud generó reacciones dispares con su historia de amoríos, lealtades y conflictos entre adolescentes en los años ’80. La vitalidad de sus muy jóvenes y carismáticos actores no resultan suficientes para que discurra con naturalidad una narración entrecortada que se estira hasta las dos horas. Tiene instantes graciosos, pero su rumbo resulta algo errático, recurriendo hacia el desenlace a la remanida relación sentimental entre descarada jovencita rubia y chico levemente rebelde, ya un clisé del cine francés.
Ejercicio con las fórmulas del policial Lo mejor del nuevo largometraje de Gustavo Postiglione (Rosario, 1963) está en su comienzo y su final. Se inicia con un plano secuencia en el interior de un gimnasio de boxeo registrando la conversación entre dos personajes, de quienes, al salir del lugar, la cámara se desvía para pasar al punto de vista de una pareja armada que se acercará para matarlos. El amable recorrido finaliza en un plano fijo (previo a la buena presentación de los títulos), mientras se escucha la simpática charla entre esos dos hombres de los que pocos sabemos: uno de ellos explica, precisamente, qué es un plano secuencia (habría que decirle que no sirve sólo para mostrar virtuosismo sino que cumple, o debería cumplir, una función narrativa y dramática concreta), el otro le pide una lista de películas que apelen a ese recurso y ambos parecen interesados en mejorar su formación como cinéfilos. No sólo por esto, sino por el tono amigable con el que se hablan y les hablan a quienes resultarán sus asesinos, uno lamenta que salgan tan pronto de la historia. El final, por su parte –y sin adelantar demasiado, ya que se trata de un relato clásico de esos que develan misterios en el desenlace–, despliega una sucesión de planos breves, bien resueltos, casi sin diálogos y con cierta intensidad. En ese tramo salen a la luz intenciones ocultas de algunos personajes e incluso los personajes mismos, ya que están filmados en exteriores y a la luz del día. El resto del film es más híbrido, con altibajos que desorientan un poco en cuanto a estilo e intenciones. Hay momentos entre los jóvenes hermanos Mabel y Bruno que se sienten creíbles, gracias al esfuerzo de María Celia Ferrero (cuyo encanto ocasionalmente se diluye, al verse exigida a difíciles cambios de registro) y Juan Nemirovsky (el fotogénico protagonista de Los teleféricos). Por el contrario, salvo en el final, lucen desmañadas las intervenciones del mafioso Antonio, en buena parte por la caracterización de un Norman Briski más grotesco que temible, rodeado de sospechosos caricaturescos en un bar que no parece tener vida propia. La recurrencia a juguetes y recuerdos de la infancia ayuda a sugerir un estado de inocencia perdida para intuir el pasado de esos chicos grandes, pero la cámara sigue de cerca a ambos hermanos preocupándose más por lo que (se) dicen en voz alta que por lo que sus rostros o sus cuerpos dicen: en El asadito (1999), el vagabundeo de la cámara reflejaba el desplazamiento de divagues sin rumbo de un grupo de amigos; acá, en cambio, no parece muy funcional el empleo del mismo recurso. A su vez, Elli Medeiros (cantante y actriz uruguaya que ha trabajado bajo las órdenes de Olivier Assayas, Philippe Garrel, Eric Rohmer y el argentino Pablo Trapero, en Leonera) aporta una imagen glamorosa, propia de las mujeres del cine negro, pero su discusión a los gritos con Mabel y Bruno remite inmediatamente a los estallidos dramáticos habituales en nuestra televisión, medio al que también recuerdan los inserts con tomas de la ciudad para indicar dónde se desarrolla la acción paredes adentro. Con este nuevo trabajo (del que es guionista, director, autor de casi toda la banda sonora e incluso actor), Postiglione vuelve a mostrar su gusto por crear personajes, escribir diálogos más o menos ocurrentes y jugar con las posibilidades (saltos temporales, sorpresas finales) que puede ofrecer el entramado de un guión, antes que por explorar las formas que le ofrece el lenguaje cinematográfico o depurar lo que se va consiguiendo en términos visuales; tal vez por eso no se ha mostrado incómodo, últimamente, en el teatro y la ficción televisiva. Hay en Brisas heladas algo de modesto ejercicio sobre tópicos del policial, de adultos jugando como chicos a delincuentes y policías, sin demasiado rigor pero tampoco pretensiones ni altisonancia.