Alicia en Burtonlandia Más allá de las expectativas generadas y de su resonante lanzamiento publicitario, esta producción confirma, una vez más, que no se obtiene una buena película sumando méritos aislados: en este caso, textos de fascinantes resonancias (Alicia en el país de las maravillas y otros de Lewis Carroll), un director imaginativo (Tim Burton), efectos especiales de última generación y el aval de una poderosa productora, parecían ideales para conseguir un producto sorprendente, pero el saldo es una realización fría, despareja y desprovista del espíritu transgresor de los relatos en los que está basada. Es curioso cómo Alicia en el país de las maravillas sirvió para la realización, en 1951, de la mejor película de Walt Disney (1901/1966) y, medio siglo después, para la peor de Tim Burton (California, EEUU, 1958). Está claro que aún el Burton menos inspirado ofrecerá siempre la posibilidad de ingresar a mundos alternativos, reivindicando el poder de la fantasía y creando personajes estrafalarios y divertidos. No es menos cierto que su Alicia… tiene momentos graciosos y ambientes ingeniosamente diseñados. Pero no se entienden algunas decisiones, de las que no sólo Burton parece responsable sino también su guionista Linda Woolverton y, seguramente, la Walt Disney Pictures. La insistencia en trabajar con Johnny Depp, por ejemplo: no sólo su personaje de sombrerero remite invariablemente a otros interpretados anteriormente por el actor, sino que además –por su aspecto simpático y la manera en que Depp se hace reconocible– hace peligrar el protagonismo de Alicia, al punto de que la película es promocionada en infinidad de carteles con su rostro sonriente (cabe preguntarse si Burton no habrá pensado en algún momento poner a un Depp travestido haciendo de Alicia). Al mismo tiempo, la Reina de Corazones es más un freak que una señora mandona, mientras que a Alicia se la ve contrariada y con un look demasiado moderno. Tal vez el predominio de Depp y la apariencia de esta Alicia casi veinteañera hayan sido producto del interés por ampliar el público posible, temiendo que muchos no se acerquen a las salas sospechando una película para nenas. Por otra parte, la atmósfera es levemente lúgubre y –a diferencia de la obra original– los enredos y sorpresas no crecen en forma espiralada sino fraccionada, como si se estuviera ante fragmentos de varias películas reunidos en una sola: a escenas en los jardines de una mansión victoriana (que parecen salidas de un drama con princesas incomprendidas de esos que abundan últimamente) se suceden situaciones insólitas con animales habladores, los acontecimientos delirantes se mezclan con otros habituales en comedias menores (como las rencillas de la Reina con su hermana o con su paje), y seres de carne y hueso conviven incómodamente con criaturas animadas digitalmente (quedando algunos a medio camino, moviéndose con gestos visiblemente artificiales). Inclusive Tim Burton parece haber echado mano a retazos de sus películas previas (los bosques sombríos de La leyenda del jinete sin cabeza, los castillos de Sweeney Todd, el Johnny Depp con sombrero y apariencia de payaso de Charlie y la fábrica de chocolate). Finalmente, si Burton parecía el director ideal para sacarle provecho a las posibilidades del 3D, habrá que esperar una nueva oportunidad para comprobarlo: aquí logra apenas unos pocos, eficaces sobresaltos. Desde el cine mudo hasta la actualidad, hubo varias versiones cinematográficas de Alicia en el país de las maravillas (incluyendo una argentina dirigida en 1975 por Eduardo Plá, en cuya banda sonora se escuchaba una versión ligeramente modificada de la Canción de Alicia en el país de Charly García), pero fueron muchas más las ocasiones en las que dicha obra ha sido invocada o recreada indirectamente. La realidad es que, en el cine, la esencia de ciertos textos no se alcanza visualizándolos en forma literal. El mismo Tim Burton ya había sabido introducirnos en universos deliciosamente extraños sin la mediación de Alicia alguna: un auténtico país de las maravillas se desplegaba en la inquietante Ciudad Gótica o surgía de las extravagantes historias contadas por el protagonista de El gran pez.
Caricatura de un hombre sin suerte Discutidos, muchas veces sobrevalorados, moviéndose con comodidad en una zona en la que conviven ciertas pautas del cine llamado independiente con proyectos en evidente búsqueda de aceptación masiva (como El amor cuesta caro) y hasta la obtención de un Oscar (por Sin lugar para los débiles), los hermanos Joel Coen (1954) & Ethan Coen (1957) siguen fieles a un estilo propio. Sus catorce largometrajes (desde Simplemente sangre, de 1984, a Quémese después de leerse, estrenada el año pasado) más sus dos cortos (que integraron films en episodios en homenaje a París y al Festival de Cannes), conforman una obra no tan valiosa como algunos suponen, pero constante en su visión grotesca y ligeramente oscura sobre la sociedad. Sin aportar ideas nuevas ni explotar con originalidad las posibilidades del cine, han sabido apropiarse –a veces con madurez, otras con torpeza, casi siempre con gracia– de tópicos del cine policial y/o de la comedia, acercándolos despreocupadamente al terreno del absurdo. Esa distorsión lleva a que todos sus personajes –como también el tono de las actuaciones, el relato quebrado en viñetas, y la manera de encuadrar gestos y movimientos– parezcan responder a la estética del comic. Los seres de los Coen son, efectivamente, caricaturas, cuyos conflictos se suceden como recortes sueltos. En algunos casos, esos cuadros parecen devolver una imagen ligeramente cruel y exagerada del mundo real. Un hombre serio se suma a esta serie de bocetos. Reuniendo referencias autobiográficas (hábitos y costumbres de la comunidad judía en la ciudad de Minnesota, donde crecieron los Coen) y elementos distintivos de la época (el film transcurre -salvo el prólogo- durante fines de los años ’60, con la música de Jimmy Hendrix y los discos de Santana encontrándose con la televisión en blanco y negro y el consumo doméstico de marihuana), sigue los imprevistos acontecimientos que se suceden en la vida de un inofensivo profesor y padre de familia (un expresivo Michael Stuhlbarg). Abandonado por su mujer que va detrás de un amante impensado, y afrontando los problemas que le traen un alumno que intenta sobornarlo, un hermano que vive con él, sus hijos que le roban y algunos vecinos, el protagonista parece más un hombre sin suerte antes que un hombre serio. La felicidad no aparece, aún obedeciendo mandatos morales y consejos de los rabinos. Como en todo el cine de los Coen, no hay emoción ni ternura, y si se logra seducir al espectador es porque los personajes son convertidos en extraños e irreales objetos de ironía (quienes rodean al protagonista, desde el melindroso amante de la esposa hasta la vecina sexy, han sido compuestos bajo esa premisa). Tampoco faltan detalles perspicaces. Pero lo mejor de Un hombre serio está cuando asoma la capacidad de los directores para expresarse con medios legítimamente cinematográficos, por ejemplo al llevar al espectador a descubrir un gigantesco pizarrón repleto de fórmulas con un simple cambio de planos, o al representar el malestar del hijo adolescente durante una ceremonia religiosa creando un clima espeso y haciendo que los bordes de la imagen aparezcan fuera de foco.
Crecer de golpe Enseñanza de vida es del tipo de películas que no interesa por ser audaz o renovadora, sino por desarrollar apropiadamente un personaje con el que los espectadores simpatizamos inmediatamente y por introducir un tema para la discusión. El personaje es Jenny, una chica de 16 años linda y perspicaz, hija única y buena estudiante (la excelente Carey Mulligan), cuyos planes de ingresar a la Universidad –en la Londres de 1961– tambalean cuando conoce a David, un joven bastante mayor que ella, seductor y convincente (Peter Sarsgaard), que le permite compartir una continuidad de viajes, conciertos, subastas y cenas en sitios donde se fuma y se canta jazz, experimentando, en definitiva, cierto espíritu de aventura y de disfrute de las cosas mundanas. Allí aparece, precisamente, la cuestión que el film invita a debatir: ¿son suficientes los estudios sistemáticos que brindan un colegio o una universidad en la formación de una persona? ¿o el aprendizaje que brinda la “universidad de la calle” (como dice en una oportunidad David) es superior a los esfuerzos que pueden llevar a la obtención de un título? Preguntas que comienzan a rondar, antes que a nadie, a la propia Jenny, impulsándola a pensar en voz alta: “Si nunca hiciéramos nada no seríamos nadie”. Lo destacable de Enseñanza de vida es que evita los previsibles lugares comunes: no estereotipa a sus personajes (los padres y el pretendiente adolescente de Jenny, por ejemplo, hubieran sido motivo de escarnio en otras manos), resuelve sin solemnidad algunos acontecimientos de la vida de la protagonista (sus primeros encuentros con David, las discusiones con sus padres, su iniciación sexual) y no limita su contenido a la confrontación entre dos opuestos (intelecto vs. experiencia, deber vs. placer). Incluso, si bien hay cierto regodeo con el look de época (ropa, peinados, muebles, automóviles, canciones), no pierde de vista la historia a contar: los breves travellings del comienzo, por ejemplo, mientras transcurren los títulos, describen ámbito, tiempo y circunstancia de manera clara sin agregados innecesarios. En algún momento, el film parece inclinarse hacia una defensa de la frivolidad y del dinero como medio que justifica cualquier fin, pero ciertas vueltas de tuerca finales le devuelven sus matices para la discusión y salvan a la querible protagonista de resoluciones sórdidas o altisonantes. Enseñanza de vida exhibe una honestidad y una modestia con las que no cuentan otras candidatas a mediáticos premios (como el Oscar o el Bafta) este año. No obstante, es una lástima que la directora Lone Scherfig (1959, Copenhage, Dinamarca) haya plasmado esta historia con un estilo tan cauto y anticuado, como si se hubiera contagiado un poco del carácter rígido de la rectora del colegio inglés (interpretada por Emma Thompson) al que Jenny asiste como si se tratara de un mal necesario.
La afición por los sobresaltos Es evidente la afición de la realizadora Kathryn Bigelow (1951, California, EEUU) por el cine de acción, no porque le guste acumular persecuciones y corridas –demasiados directores lo hacen sin destacarse–, sino por su persistente interés en transmitir vívidamente vértigo y tensión. Quien haya visto Testigo fatal (1990), Punto límite (1991) o Días extraños (1995) seguramente recordará escenas de esas películas cebadas de furia, de sensaciones fuertes, de algo muy físico y excitante. Es innegable la capacidad de Bigelow para sacudir al espectador, el problema es qué hace con ella. En Vivir sin límites se centra en un grupo de soldados estadounidenses que se juegan la vida desarmando explosivos en Irak, tarea que los mantiene enajenados, como si el peligro terminara siendo una adicción. Una frase del periodista Chris Hedges, en una leyenda inicial, lo explicita: “La guerra es una droga”. Hay momentos de mucho suspenso que exponen, en cierta manera, el clima de alarma permanente en las calles de Irak, con la cámara en movimiento induciendo a la inestabilidad y una luz espesa expresando incomodidad y calor. Al mismo tiempo, la directora se detiene en la rutina de esos jóvenes, sin explicaciones ni adornos, como asomándose a un mundo de seres exaltados y de valores ambiguos, acostumbrados a convivir con la sangre, la suciedad y la cercanía a la muerte (ese gusto de Bigelow por uniformados armados se encontraba ya en su obra previa, como lo demuestran la mujer policía interpretada por Jamie Lee Curtis en Testigo fatal o el agente del FBI de Keanu Reeves en Punto límite). El público estadounidense debe haberse sentido especialmente atraído por esta mirada sobre los conflictos íntimos de sus soldados combatientes en Irak, ya que –si bien los diversos ángulos de cámara en escenas clave permiten la identificación con los distintos sujetos de la historia– está claro el propósito de comprenderlos, mientras los iraquíes son mostrados invariablemente como sombras amenazantes. Detalles que probablemente expliquen el entusiasmo, los premios y las nominaciones al Oscar para una película sin glamour, afín (estilística y narrativamente) al registro urgente y desprolijo de un noticiario, casi sin mujeres y con pocos actores conocidos (Ralph Fiennes, Guy Pierce) en fugaces apariciones. La idea de abordar la guerra como motor de una enfermiza agitación es, sin dudas, novedosa, pero también banal, reduciéndola a una suerte de deporte extremo (“gracias por jugar”, le dice uno de los soldados a un iraquí, después de matarlo), sin referencia alguna a los intereses en pugna. Lo notable, en todo caso, es cómo Bigelow se contagia del regocijo morboso por la violencia imprevista y los sobresaltos que experimentan esos jóvenes militares, transmitiéndolo de igual manera a los espectadores.
Aires de libertad en tierra de zombies El comienzo es un despliegue de imaginación y adrenalina, con los títulos de crédito entreviéndose en medio de una invasión de zombies. Un pibe gordo corriendo para evitar ser atacado permite ironizar sobre el estado físico de los ciudadanos estadounidenses, y unas nenas convertidas en pequeños monstruos hacen que lo cándido mute graciosamente en aborrecible. Zombieland no es, en efecto, un simple enfrentamiento de zombies contra humanos nutrido de sacudimientos gore y efectos especiales, sino una comedia con un cuarteto de simpáticos personajes a quienes la cercanía del peligro los pone en una carrera de divertidos obstáculos. Quien timonea el relato es un adolescente poco decidido (Jesse Eisenberg, el de Adventureland), compañero de un tipo mayor pero casi tan inmaduro como él (el bueno de Woody Harrelson), sumándose un dúo de hermanas nada dóciles (Emma Stone, de Supercool, y Abigail Breslin, la nena de Pequeña Miss Sunshine). Si al comienzo (y no sólo al comienzo) hay chispazos entre ellos, el saberse únicos sobrevivientes humanos tras la invasión zombie los lleva a cierto grado de mutuo entendimiento (resulta tierna la escena en el auto en la que los mayores se desdicen de sus comentarios ácidos para proteger emocionalmente a los chicos). En el transcurso de una gozosa hora y media, las instancias cómicas se suceden excediendo lo sanguinolento, poniendo el foco, más que nada, en la personalidad de los cuatro (anti) héroes/heroínas. Hay, también, abundantes chistes cinéfilos (cuyo punto culminante es un improbable homenaje a Los cazafantasmas y a un actor cuyo nombre no conviene revelar aquí), una lista de reglas de supervivencia que parecen practiquísimas (aunque razonablemente se aclara, en un momento, que a veces es mejor no cumplirlas) y hasta algún atolondrado flirteo amoroso. Cuando los personajes dan rienda suelta a sus pulsiones en un supermercado, en una lujosa mansión aparentemente abandonada o en un parque de diversiones –arrojando con felicidad estanterías con caramelos o regocijándose con el vértigo de una montaña rusa– Zombieland contagia una excitación ciertamente liberadora, donde el desbande de colores y de luces más el fondo atronador de Metallica contribuyen al disfrute casi infantil. Es cierto que en algún momento el film parece olvidarse de los zombies o que algunos flashbacks resultan algo torpes o innecesarios, pero proporciona un rato de legítimo placer cinematográfico. Aún siendo una película sin pretensiones, vale como aplicación de una de los consejos recomendados por el protagonista: “Disfrutar de las pequeñas cosas”.
La tercera película de Jason Reitman (Montreal, Canadá, 1977) se anticipa como una reflexión sobre el aislamiento al que llevan ciertos hábitos de la vida moderna y sobre la indiferencia de la sociedad ante el drama de la desocupación, pero, en realidad, no es más que el cruce de una serie de personajes atractivos dentro de una trama vivaz, algo antojadiza y no tan cáustica como parece. El protagonista es Ryan, profesional especializado en despidos laborales (un exacto George Clooney), displicente, egoísta y con respuestas para todo. Ocasionalmente lo acompaña su amiga, confidente y amante Alex (Vera Farmiga en un personaje de irresistible madurez y sensualidad), en tanto será maestro –y aprendiz– de una muy joven compañera de trabajo (Anna Kendrick saliendo del prototipo de chica segura de sí misma, habitual en el cine independiente norteamericano). Los primeros tramos se desarrollan con gracia, con planos breves registrando controles en aeropuertos y despliegue de tarjetas, y como fondo sonoro la inquieta música de Rolfe Kent fundiéndose con diálogos filosos y generalmente cínicos. Como director, Reitman aceita las piezas logrando que el engranaje funcione, asomando excepcionalmente algún rasgo de frescura, como cuando Ryan y los demás vuelven descalzos al hotel tras un apagón en el barco, o la charla que se ve obligado a entablar con el afable novio de su hermana menor. Todo esto se alterna con los dolorosos momentos en que distintos empleados son fríamente notificados de que quedan sin trabajo (oportunamente expuestos como una sucesión de dramas desatados en la vida de esa gente). El mayor problema de Amor sin escalas no es la forzada manera con la que se busca que todo encaje en esa estructura de ficción (sobre todo en un final bastante moralista e inverosímil), sino su perspectiva sobre las mezquinas decisiones empresariales que llevan al desempleo. Cuando Ryan y su joven discípula empiezan a tomar conciencia de su ingrato trabajo, asumen imprevistamente actitudes compasivas, encontrando en ellas alguna forma de redención, mientras que, por otra parte, al ponerse todas las fichas en el terreno de los afectos, como espectadores terminamos afligiéndonos más por la soledad del protagonista (Clooney) que por la situación de los empleados cesanteados. En La joven vida de Juno (anterior película de este director) resultaba comprensible, por su tema, que se pusiera énfasis en la contención familiar y la necesidad de confianza en los demás, pero en Amor sin escalas, en cambio, el alegato final a favor de la familia suena hipócritamente consolador. Es notable que aquí -más allá de algunas referencias a los artilugios del capitalismo- brille por su ausencia la política: nadie menciona la responsabilidad de los gobiernos (o la complicidad de éstos con las corporaciones en cuestión), ni plantea como posible algún tipo de lucha o reacción de la ciudadanía ante la injusticia de los despidos. Sin dudas, por detrás de los melancólicos enredos de Amor sin escalas hay otra trama, más compleja y siniestra, que permanece fuera de campo.
Un pueblo, un mundo Esteban (Ezequiel Tronconi) llega a La Tigra, pueblo chaqueño, para reunirse con su padre. A los pocos minutos, sin embargo, descubre que será más importante para él el reencuentro con otra persona: su vieja amiga Vero (Guadalupe Docampo). De las conversaciones casuales y silencios nerviosos que se suceden a partir del arribo de Esteban al lugar, está hecha esta película de apariencia simple pero realización rigurosa. Los espectadores habituados a la suma de peripecias a las que nos ha acostumbrado el cine hollywoodense (lo que explica, en cierta manera, que gusten tanto películas como El secreto de sus ojos) pueden considerar un problema la manera con la que los directores porteños Federico Godfrid (1977) y Juan Sasiaín (1978) se demoran en escenas de los distintos personajes hablando vaguedades mientras comen o toman mate, pero, en realidad, en La Tigra, Chaco el manso clima pueblerino contiene –como las líneas de un electrocardiograma– permanentes y sutiles elevaciones dramáticas: momentos de tensión sexual, miradas que se cruzan, reacciones por un chiste inesperado, acercamientos que connotan violencia agazapada. La improvisación y la frescura en la composición de las escenas dialogadas no excluyen una elaborada planificación formal, con planos que siempre muestran y duran lo justo. Una mirada atenta permite apreciar, por ejemplo, la idea de rutina que expresa la repetición del plano de Vero en su casa mientras se ve (a la derecha del cuadro) que alguien llega, o el hecho de que la cámara se mueva sólo cuando las circunstancias lo requieren (en una pelea, en un baile). Echando una mirada al interior de nuestro país, La Tigra, Chaco (premiada en los festivales de Mar del Plata y Karlovy Vary) se diferencia de películas de Carlos Sorín como Historias mínimas (2002) porque elude incidentes y sentimentalismos, se acerca a Ana y los otros (2003, Celina Murga) al centrarse en un personaje joven que sale en busca de antiguos afectos, e integra con El amarillo (2006, Sergio Mazza) un conjunto de obras recientes del cine argentino que han hecho de los pueblos provincianos un universo ligeramente onírico. No obstante su perfil naturalista, el film de Godfrid/Sasiaín puede verse, efectivamente, como una suerte de abstracción: hay en La Tigra, Chaco algo ahistórico y atemporal, sin menciones a conflictos políticos o sociales de ningún tipo. Se diría que –a pesar de la rudeza que pueda sugerir su título o el diseño de su afiche– se propone como un cuento, como la serena intromisión en un mundo inofensivo habitado por jóvenes, ancianas y trabajadores afectuosos, paseos en bicicleta sin apuro, cantos de pájaros y caminos de tierra. Un mundo donde lo más importante puede ser el redescubrimiento de un libro de la infancia, el abrazo de un bebé o un beso.
Buenos efectos, pero ninguna revolución A fines de los años ’50, el alejamiento de la gente de las salas cinematográficas por el rotundo éxito de la televisión como medio masivo de comunicación, llevó a probar tácticas que hicieran del cine un espectáculo más atractivo y poderoso, agigantando la pantalla y agregando sonido estereofónico con el Cinerama, o agrandando las dimensiones de la imagen con el CinemaScope. Fue en esos años que despertó el 3D, pero, si bien hubo experiencias interesantes (como algún corto experimental de Norman McLaren), el cine tridimensional fracasó rápidamente. Uno de los motivos fue la incomodidad de fabricar y usar lentes especiales; otro, la necesidad –como registra Homero Alsina Thevenet en uno de sus libros– de “arrojar al público toda clase de objetos excepto un relato interesante”. En efecto, aquellas películas en 3D de medio siglo atrás eran una acumulación de viajes, vuelos, corridas de toros y recorridas frenéticas por pistas de carreras y parques de diversiones. Intentando competir no tanto ya con la televisión sino con el dvd y con Internet (y agregando nuevas invenciones de orden informático y digital), hoy la historia se repite. Si la sujeción del cine a la espectacularidad y los despliegues estereoscópicos es preocupante, lo es más cuando, como en el caso de esta película de James Cameron (1954, Ontario, Canadá), se asevera que se está gestando una revolución. La sensación de grandeza y de importancia viene de los ampulosos comentarios periodísticos referidos a los gastos que requirió la realización, de las declaraciones del propio Cameron, y hasta de ese título de una sola palabra (enigmático pero inteligible en todos los idiomas y fácil de recordar, como Titanic). Por supuesto que, como entretenimiento, Avatar cumple con las expectativas generadas: hay algo ciertamente maravilloso en la creación de ese mundo distinto (el planeta Pandora), al que accede el protagonista (un soldado enviado allí para aprovecharse de los nativos). Debe reconocerse, asimismo, que Cameron sabe cómo conducir los elementos con los que cuenta hacia el terreno de la diversión y la aventura. Sin embargo, como en algunas de sus películas anteriores (El abismo, Titanic), convierte todo en un ovillo en el que se enmarañan escenas de acción + una historia de amor + heroísmo políticamente correcto + lucha de intereses. La música es omnipresente y redundante, en tanto el diseño de lugares y personajes apela a unos tonos azules y rojizos saturados. Además, hay que decir que bajo su apariencia bienintencionada oculta un mensaje tramposo: es cierto que los militares con vocación conquistadora y materialista son los malos de Avatar, pero no son los Na’vi (equivalentes a indígenas y comunidades colonizadas en distintas épocas y circunstancias) quienes adoptan una postura revolucionaria uniéndose contra aquéllos, sino que es uno de los militares (arrepentido) quien los lidera. “Soy un guerrero que viene a traerles la paz”, dice en un momento, como si estuviera en Vietnam o Irak. Es a ese joven marine estadounidense, bastante irresponsable en un comienzo (“No pensé que tuviera algo en el cerebro”, dice la científica interpretada por Sigourney Weaver, como sólo ella sabe decirlo), a quien la película acompaña y con quien se busca la identificación de los espectadores. Suena contradictorio, por otra parte, alzar tan ambicioso panfleto ecológico con un producto fuertemente artificioso desde su concepción y su estilo. El tiempo dirá si el cine en 3-D seguirá siendo algo cercano a un espectáculo de feria. Por ahora, y tal cual lo demuestra Avatar, parece certera la reflexión del legendario crítico Fernando Chao cuando tres años atrás –en una entrevista que puede leerse aquí–, con la experiencia de sus 94 años, nos decía “El cine comenzó siendo lo que es ahora: un espectáculo para niños”.
La fuerza de lo que se mantiene oculto Dentro de los tormentos sufridos por la población civil de Bosnia durante la guerra ocurrida entre 1992 y 1995, figuran el maltrato y el sometimiento sexual del que fueron víctimas miles de mujeres. Esta película ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín 2006, escrita y dirigida por Jazmila Zbanic (1974, Sarajevo, Bosnia-Herzegovina), tiene el mérito de recordarle al mundo las consecuencias de ese hecho, eludiendo el sensacionalismo. Su protagonista es Esma (Mirjana Karanovic), mujer esquiva y desconfiada, de sentimientos contradictorios hacia su hija preadolescente (Luna Mijovic). Los motivos de sus reacciones irán develándose de a poco, llevando al espectador a un proceso de comprensión no sólo del personaje sino, también, de los problemas vividos por otras mujeres, cuyas caras se suman a la suya en reuniones de ayuda (psicológica y económica), mostradas al comienzo y al final del film. De esta manera, se va de lo particular a lo general, invitando no a ver en Esma un símbolo, sino el rostro de una de las tantas víctimas de la guerra que cargan diariamente su sufrimiento como una cruz sin dejar de adaptarse, como pueden, a la agitada vida cotidiana de la ciudad. Casi toda la fuerza dramática de Sarajevo, mi amor está en esa madre insegura y su turbulenta hija, con sus bruscos cambios de humor, sus dudas y miedos. La excesiva atención puesta en el trabajo de las actrices (notables ambas), más un final esperanzador y emotivo –que ayuda a digerir la dura historia– le quitan aliento trágico, aunque la sinceridad de la propuesta es indiscutible. El principal de sus aciertos, sin embargo, es el hecho de haber sabido representar un drama tan arduo sin ceder en ningún momento a la morbosa exposición de la violencia, a la tentación de mostrar (en un flashback, por ejemplo) las violaciones a las que se alude. Lo bueno de Sarajevo, mi amor es que, aún sin ser exteriorizado, lo oscuro y doloroso se manifiesta todo el tiempo, como en la mente de Esma.
Frágiles y feroces criaturas El título con el que se estrena en nuestro país y la fama ganada tras su paso por distintos festivales destinados al cine fantástico, llevan a suponer que Criatura de la noche (o Déjame entrar, como se conoció en otros países) es un film de terror con seres monstruosos. Sin embargo, dentro de esta historia sobre la relación de afecto y contención que se prodigan Oskar (un pre-adolescente frágil e introvertido) y Eli (una especie de chica-vampiro), late el problema de la incomprensión que sufren quienes rondan los doce años. La importancia dada por el film a los sentimientos de ambos se evidencia, por ejemplo, en los reiterados primeros planos sobre sus rostros, en tanto padres y profesores aparecen brevemente y de soslayo. Oskar logra atenuar su debilidad a partir de la amistad con Eli, quien, a su vez, encuentra en él un amable confidente para la angustia que le provoca su condición de marginal perseguida. Protegiéndose de los demás y defendiéndose uno al otro, ambos adquieren una inesperada ferocidad. El director Tomas Alfredson (1965, Estocolmo, Suecia) no sólo demuestra aptitudes para fundir climas fantasmales con melancolía adolescente, sino que lo hace, además, con un estilo sutil y depurado. Así como el protagonista es presentado con escasos diálogos y tomas laterales -como si la cámara fuera acercándosele discretamente-, con la misma parsimonia progresa ante el espectador su relación con Eli, desde el momento en que empieza a sospechar que hay algo extraño en ella (“Hueles raro”, le dice) hasta llegar a una relación de mayor confianza. Las mismas características bestiales de Eli van presentándose pausadamente, descubriendo las reacciones que despierta en un gato o viéndola reptar como ningún ser humano podría hacerlo. Toda la película está compuesta por lentos travellings, planos donde cobran nitidez elementos fuera de foco y momentos fuertes cuidadosamente eludidos (como la notable secuencia final en una piscina). La hipnótica languidez de Criatura de la noche (producto de su elegancia formal, con sus bosques helados y asépticos interiores, a lo que se suma el acompañamiento de una música adusta) es esporádicamente interferida por golpes de auténtico suspenso, como las gotas de sangre que se precipitan sobre la blanca nieve.