Cursilería sin atenuantes Nadie en su sano juicio podría encontrarle méritos artísticos a las telenovelas que Andrea del Boca protagonizaba de niña (rodeada de compañeritas hostiles y monjas compinches), a las películas en las que bailaba y cantaba el grupo español Los Parchís (hubo cuatro durante los años en los que los argentinos no podíamos escuchar a Mercedes Sosa, a Zitarrosa o a Serrat), a los programas televisivos pergeñados por Cris Morena (con sus bellos adolescentes y aforismos musicalizados), a la telenovela venezolana Cristal, o a aquella suerte de Cenicienta pasada por los manierismos publicitarios de Adrian Lyne que se llamó Flashdance (1983). Se les podrá encontrar valor sociológico o afectivo, ya que indudablemente forman parte de la infancia de muchos argentinos, pero sería insólito que se los celebre sin mediar reflexión de ningún tipo, ni siquiera una intención satírica. Eso ocurre con Miss Tacuarembó, primer largometraje escrito y dirigido por Martín Sastre (1976, Montevideo, Uruguay), basado en la novela homónima de Dani Umpi. El guión no sólo es estúpido, también es reaccionario. Basta decir que lo que la protagonista más desea en la vida es ser reina de belleza primero y triunfar en Hollywood después, y que los personajes deslizan comentarios nada inocentes como “¿Qué puede tener de malo una telenovela?”. La lealtad del amigo homosexual, el desengaño amoroso, las resistencias de la gente conservadora a los “artistas”, la manipulación de la televisión, y hasta los reproches a Jesucristo, no sólo se han visto miles de veces en el cine sino que, además, están resueltos con un infantilismo irritante. Es importante señalar que en la novela de Umpi el retrato juvenil de los ’80 incluye marihuana, besos entre chicas, amigos con el aspecto de Marilyn Manson y otros elementos que no llegaron a la versión cinematográfica, cubierta de una falsa candidez. A tono con este espíritu, la estética de Miss Tacuarembó es todo el tiempo amanerada y cursi, con una iluminación recargada, vulgares efectos especiales, fulgores y estrellas de cotillón. Los pasos coreográficos son breves y recuerdan el clima festivo impostado de las películas argentinas de antaño. Que nadie piense que estas opiniones implican menoscabar los fenómenos de la cultura popular, ya que con materiales similares se han hecho obras maestras. Muchos directores, empezando por Federico Fellini, han sabido darle sentido al caos y al reciclaje de referentes populares. Pedro Almodóvar demuestra una y otra vez su capacidad para construir obras imaginativas a partir de retazos, guiños cinéfilos, boleros y convenciones del melodrama. De la misma manera, ha habido homenajes dignos, inteligentes, a canciones livianas, de esas que se tararean fácilmente: Conozco la canción (1997, Alain Resnais) y Aquel querido mes de agosto (2009, Miguel Gomes), por ejemplo. Tampoco Miss Tacuarembó puede compararse con productos que han resultado divertidos o bizarros sin proponérselo: si en una película de Armando Bo asomaba un diálogo desatinado era producto de la ingenuidad y la improvisación, mientras que aquí puerilidades y clisés se enfatizan con autoconciencia, como si sus responsables tuvieran la convicción de estar haciendo algo original cruzando Sweet Charity (1969, Bob Fosse) con Jesucristo Superstar (1973, Norman Jewison). ¿Qué más decir? Natalia Oreiro insiste en mostrarse aniñada a los 33 años. Mónica Villa y Mirella Pascual parecen escapadas de Esperando la carroza y El último verano de la boyita, respectivamente. Mike Amigorena canta bien. Melina y Julieta Petriella son muy lindas. Rossy de Palma no. Las canciones de Ale Sergi (de Miranda!) son pegadizas. Y las ideas escenográficas del parque temático religioso podrían haber sido aprovechadas en otro contexto.
Fugaz regreso al mundo de la infancia La película comienza con una búsqueda: Patty (una mujer de cabello rojo y apariencia temperamental), sale en busca de su perro encontrando, sorpresivamente, a una hermosa beba sobre una hamaca, sin ningún adulto a la vista. Cuando la lleva consigo para darle algo de abrigo y comida, descubrimos que vive en una casa rodante y trabaja con su marido en un circo. Pronto queda claro, también, que esa búsqueda es el inicio de otra, que la película emprende con la misma naturalidad y falta de estridencias de esas primeras imágenes: el interés de La pivellina es internarse en el corazón de Italia, transitar junto a sus personajes sus calles, casillas y comercios escoltados por grises monoblocks y regados por una lluvia melancólica. Debutantes en la ficción, los directores Tizza Covi (1971, Bozen, Italia) y Rainer Frimmel (1971, Viena, Austria) han sabido sacar provecho de su experiencia en el cine documental, ya que la historia respira verismo. El sondeo por la realidad social de los italianos (con referencias a la desocupación y a problemas económicos de distinto tipo) se fusiona con la carga de inocencia y sorpresa que depara el encuentro con la pivellina: todos, empezando por Patty (Patrizia Gerardi, expresiva actriz no profesional) y el adolescente Tairo (un simpático Tairo Carolli) parecen valorar –a través de la encantadora nena– el mundo de la infancia, redescubriendo el placer de jugar y de conocer cosas nuevas. Como corresponde en una película que, sumando momentos aparentemente triviales, termina siendo una sensible reflexión sobre la niñez, es central el hecho de aprender: a hacer una comida, a pronunciar bien una palabra, a defenderse con hombría, a conocer la historia del país, a resolver incluso una situación inesperada como ésta que se le presenta a esta atípica familia. La niña es una posibilidad que se les aparece para dar y recibir afecto, para pensar sobre sus vidas, para cambiar algo tal vez. Es cierto que la idea no es original (recuerda a Ladrón de niños, por ejemplo, e incluso Gerardi tiene algo de la Fernanda Montenegro de Estación Central), con innegable herencia del neorrealismo y manifiestos tópicos de la cultura italiana (cariñosos besos, personajes extrovertidos, el drama combinado con el humor), pero cabe aclarar de inmediato que aquí no hay sensiblería ni desplantes dramáticos, ni siquiera música incidental. Es elogiable, en este sentido, la decisión de mantener fuera de campo el espectáculo del circo, con sus brillos y colores, así como tampoco aparecen algunos personajes que se nombran (no conviene adelantar aquí cuáles). De esta manera, la historia no se encamina hacia el enigma policial ni cede a las convenciones del melodrama: lo que La pivellina procura es, más que nada, invitar al espectador a encontrar en las preocupaciones y sentimientos de sus queribles personajes los suyos propios.
El placer de reencontrar viejos juguetes Ya la primera Toy Story (1995, dirigida por John Lasseter, auspicioso debut de Pixar en el largometraje) proponía una buena idea: contar una historia dirigida al público infantil desde el punto de vista de los juguetes, una manera de representar las fantasías de todo chico, para quien todo juguete –sobre todo si se trata de un muñeco o un animal– es visto como una pequeña criatura viviente. A esto se sumaba un impecable trabajo de animación generada por computadora, técnica que entonces era novedosa. Después de una segunda parte realizada con la intervención de Walt Disney Pictures (en estos quince años hubo toda una serie de acuerdos y desacuerdos en torno a los vínculos de la compañía Pixar con la Disney), llega Toy Story 3, dirigida por Lee Unkrich (1967, Cleveland, EEUU), editor de las anteriores. El recurso utilizado por los guionistas (Unkrich, Lasseter, Michael Arndt y Andrew Stanton) para volver sobre los mismos personajes es válido: Andy, el pequeño dueño de esos coloridos monigotes de plástico y goma, es ahora un adolescente que quizás deba deshacerse de ellos al ingresar a la Universidad y comenzar una nueva vida fuera de su casa. Esto los llevará a una serie de peripecias diversas e imprevisibles, hasta arribar a un final tranquilizador. La sucesión de aventuras comprende momentos maravillosos, como el descubrimiento de la guardería, donde el espectador –aún el adulto– disfruta internándose, magia del cine mediante, en un espacio único y cautivante, rebosante de movimientos, formas y colores exquisitamente combinados. La creación de algunos nuevos juguetes (¡pobre el teléfono, víctima de aprietes!) y personajes (la nena vecina de Andy) son verdaderos hallazgos. En Toy Story 3 hay, también, situaciones verdaderamente graciosas: los juguetes literalmente atacados por los chicos de la guardería es una de ellas. Y, si bien la proyección en 3D no depara grandes sorpresas, el salto de Woody -el cowboy- desde un techo es una buena utilización de este artilugio. En los pliegues de esta cadena de divertidos episodios pueden percibirse elementos característicos de la cultura estadounidense, desde las escenas en las que Ken desfila y baila música disco, o referencias que probablemente sólo capten los adultos (Woody suspendido de una cuerda como Tom Cruise en una famosa escena de Misión imposible), hasta el recurrente enfrentamiento entre buenos y malos, e incluso cierto discurso que Barbie proclama contra lo que podría considerarse un dictador (un oso aparentemente amable pero esencialmente rencoroso). La música, bien Disney, resulta omnipresente y sensiblera sobre el final. Un tema que erróneamente podría considerarse extra cinematográfico es lo que algún crítico estadounidense había objetado ya en la primera Toy Story: la sobreexplotación comercial del producto. Las tensiones en torno a las expectativas comerciales no deben haber estado ajenas a la misma concepción de la obra: la ambigüedad moral de Barbie y Ken, por ejemplo (que finalmente no resultan tan frívolos), o la convencional escena de los juguetes tomándose de las manos frente a un peligro de muerte, parecen concesiones. Sin dudas, debe haber por el mundo películas animadas tanto o más imaginativas que ésta, menos sujetas al modelo narrativo –y moralista– impuesto por el cine hollywoodense (las del japonés Hayao Miyazaki pueden ser un ejemplo). Pero, al mismo tiempo, hay que reconocer que, en cuanto a gracia y creatividad, el cine de animación en Estados Unidos -al menos teniendo en cuenta productos de la factoría Pixar como éste, Ratatouille o Wall-E-, se encuentra varios escalones arriba que el grueso de las películas de ficción que vienen haciéndose en los últimos años en ese país.
Las culpas de una madre Las primeras imágenes se encuentran imaginariamente con las de otra película argentina estrenada este año: como en Rompecabezas (2010, Natalia Smirnoff), vemos a una mujer cumpliendo dificultosamente con su rol de madre y esposa, inmersa en el estrés de las rutinas hogareñas. En este caso, la protagonista es Julieta (Erica Rivas), una joven que parece desbordada, quizás incómoda, con el rol que las circunstancias le han impuesto. Mientras procura inútilmente estar atenta a lo que escucha con sus auriculares y observa en su computadora, para finalizar un trabajo, a su alrededor sus dos pequeños hijos (nada dóciles, por cierto) juegan, gritan, se exaltan. El mayor de ellos parece decidido a no apartar su vista de la playstation o de los dibujos animados sin humor ni ternura que lo seducen desde la televisión. De pronto, un golpe del más chico la inquieta y terminan todos en la guardia de un sanatorio, donde los médicos descubren que los magullones son varios y sospechan, además, que pueden ser responsabilidad de la madre. Los pormenores crean un clima de creciente tensión, desarrollado con sutileza y sin excesos: no hay un grito ni una escena explícita de violencia, y no por ello el espectador deja de sentirse comprometido con la protagonista. La narración es lineal, casi en tiempo real: poco se sabrá de los personajes fuera de lo que se ve y se habla en el transcurso de las pocas horas en que transcurre la acción. Y si bien el tratamiento es realista, bien puede entenderse esa noche como una pesadilla o la materialización de los temores –y las culpas– de una madre. Mediante detalles casi imperceptibles cobra valor la película: los gestos ambiguamente confiables de los médicos, cierta indiferencia de la madre de Julieta (y al mismo tiempo la necesidad de protegerla, como cuando le cede el tapado), o momentos en los que elecciones de encuadre contribuyen a encontrarle sentido connotativo a elementos muy simples (los barrotes de una cuna, la figura de Julieta rodeada de juegos infantiles en el sanatorio, su rápido gesto de arreglarse el cabello después de ver al joven médico). La directora Anahí Berneri (1975, Martínez, Buenos Aires), un poco como en sus anteriores películas –Un año sin amor (2005) y Encarnación (2007)–, logra expresar de manera vívida sensaciones físicas: el cansancio, el sueño, el nerviosismo, se transmiten fuertemente, consecuencia de la cámara muchas veces en movimiento, los primeros planos y el hábil empleo del sonido ambiente. Más por la temática que por el estilo, Por tu culpa recuerda a Go get some Rosemary, la película de Joshua y Benny Safdie que compitió este año en el BAFICI. Hay, también (con la excepción de un Rubén Viani algo dubitativo como el marido), un parejo desempeño actoral, y, como hiciera con Silvia Pérez en Encarnación, la directora le exige a la protagonista una entrega intensa, combinando esfuerzo físico con contención dramática. Es una lástima que, a pesar de sus méritos y de un planteo que induce saludablemente a la polémica, desmitificando mitos muy arraigados (la sensatez de las madres, la inocencia de los niños), el film no encuentre demasiados espectadores que puedan apreciarlo, o aunque sea discutirlo: por razones que quien esto escribe desconoce, en Rosario fue estrenado en sólo dos salas y dos horarios. A esto se suma la resistencia de cierto público a películas que, como ésta, proponen interrogantes antes que soluciones: lo demuestran algunas risas nerviosas al finalizar una de las funciones, mientras una señora mayor le resumía a su marido su opinión sobre la película, que acababan de ver juntos: “Es la vida. La vida de las mujeres.”
Un Polanski placenteramente clásico André Bazin definía al cine clásico como aquél con reglas bien elaboradas, capaz de contentar a un amplio público, con “estilos de fotografía y de planificación perfectamente claros y acordes con el asunto”. El nuevo film de Roman Polanski (1933, París, Francia) se ajusta plena, gozosamente a esta caracterización, y resulta bienvenido porque, al contrario de lo que se piensa, no es habitual encontrar buenos ejemplos de cine clásico en la actualidad. Por un lado, es innegable que –sobre todo en los productos de Hollywood, cuya resonancia se traslada al cine que se hace en el resto del mundo– predomina un tipo de narración clásica, donde, como escribió David Bordwell, una cuestión inicial se altera para, finalmente, volver a la normalidad. Pero estas narraciones suelen aparecer revestidas de efectos y frenesí, imponiéndoseles una apariencia falsamente moderna. La realidad es que son pocas las películas que, como ésta, desarrollan un relato con concisión y contención. A diferencia del cine que Polanski hacía en otros tiempos (bastante convulsionados, en el mundo y en su propia vida), con búsquedas plásticas y dramáticas para expresar conflictos psicológicos, acercándolos al horror (Repulsión, El bebé de Rosemary, El inquilino), en los últimos años se lo ha visto interesado en historias más tradicionales, con un estilo más impersonal (La novena puerta, El pianista, Oliver Twist). Es cierto que más de una vez había apelado explícitamente al cine de géneros, con productos muy controlados –los disfrutables Barrio Chino y Búsqueda frenética, por ejemplo–, pero ahora parece decidido a abrevar exclusivamente de esas fuentes. La manera con la que lo hace esta vez es ejemplar. Cada una de las apariciones de los personajes en pantalla, cada acontecimiento de los muchos que integran el argumento, cada decisión tomada por director, iluminador, diseñadores y vestuaristas, responden a un plan preciso. Si bien la construcción de la película invita, precisamente por su clasicismo, a concentrarse exclusivamente en el relato, puede apreciarse cómo Polanski recurre a la cámara en movimiento sólo cuando la acción lo requiere (por ejemplo durante una manifestación en la calle), o logra dar importancia a las palabras haciendo que cada cosa dicha (y se dicen muchas, incluyendo algunas ironías) tenga su peso. Secuencias como la del encuentro del protagonista con un misterioso profesor interpretado por Tom Wilkinson, o el extraordinario final (donde se expresan varias cosas casi sin palabras y con escasos dos o tres planos) son verdaderas lecciones de cine. Si El escritor oculto no parece anacrónica no es solamente porque los personajes recurran a Google o a sus teléfonos celulares, sino por la causticidad con la que –partiendo de una novela de Robert Harris, quien no casualmente conoció de cerca a Tony Blair– se expone la trama de intereses de la política actual, representada especialmente en la figura de un primer ministro inglés acusado de defender las torturas en Irak, con contactos con la CIA y el MI5. Ese tejido de ambiciones se revelará ante el escritor oculto o fantasma al que alude el título, un periodista enfrentado a diversos dilemas y peligros (un exacto Ewan Mc Gregor) al ser contratado para escribir las memorias del político. Resulta casi inevitable relacionar El escritor oculto con el último film de Martin Scorsese, estrenado este año, no sólo porque hay aquí también una isla bastante siniestra a la que es llevado el incauto protagonista, sino porque en ambas se aprecia cierta dignidad, cierta sabiduría incluso, reconocible sólo en la obra de los grandes maestros.
Un calidoscopio de imágenes realistas La convivencia indiferente con incidentes sórdidos es uno de los ejes del sexto largometraje de Pablo Trapero (1971, San Justo, pcia. de Bs As.), que, tras un primer tramo algo disperso, consigue interesar y cobra fuerza, con ecos del cine que hacían Adolfo Aristarain y Juan Carlos Desanzo en los años ’80. El interés de Trapero por entrometerse con su cámara en lugares que reúnen desgracias humanas (si en otras de sus películas eran cárceles y comisarías aquí son salas de guardia y los alrededores de un hospital), lo lleva a una sucesión de planos cercanos y breves, regados de una luz gris azulada (no parece haber días de sol en Carancho), haciendo del conjunto algo muy parecido a una suerte de calidoscopio donde se suceden imágenes realistas. No es para nada desdeñable el intento de denuncia, sobre todo teniendo en cuenta que se apunta a la alarmante cantidad de accidentes de tránsito en nuestro país y a la manera con la que muchos lucran con estas tragedias, pero así como en Mundo grúa (1999) o El bonaerense (2002) ciertos problemas de la sociedad argentina eran expuestos de manera indirecta, casi sin que el espectador se diera cuenta, aquí hay algunos diálogos que suenan forzados, con los que ciertos vicios del cine argentino parecen retornar (valga como chiste la comparación con aquellos films presuntamente testimoniales que filmaba Enrique Carreras, también ubicando a su mujer como protagonista). No es el único cambio que puede observarse en relación a la obra previa de Trapero. El hecho de poner como eje una historia de amor y de ubicar como co-protagonista a un popular actor que nunca ha participado de películas demasiado perturbadoras (Ricardo Darín, inmediatamente después del éxito de El secreto de sus ojos), hacen que el film se amolde a ciertas estructuras que el director venía esquivando hasta el momento. A esto podría sumarse la evidente adhesión a los códigos del cine de géneros, ya que Carancho, por la tipología de sus personajes (una heroína nada ingenua y un abogado que intenta salirse del círculo corrupto en el que se ha metido), y por sus muchos momentos de acción y violencia, puede considerarse legítimamente un exponente del cine policial. Como en El bonaerense o en Leonera (2008), adopta el punto de vista de alguien que ingresa a un mundo peligroso e inmoral sin pertenecer abiertamente a él, con quien el espectador de clase media puede sentirse ligeramente identificado. Al mismo tiempo, vuelve a haber creatividad en el empleo de la música e intensidad en las escenas violentas: la secuencia final es un buen ejemplo. Si Martina Gusmán -después de Leonera- vuelve a seducir con su belleza y su expresiva mirada, a Darín no se lo nota muy cómodo, resolviendo su personaje con más corrección que convicción, lejos de lo que Adrián Caetano había conseguido con Julio Chávez en Un oso rojo. Asimismo, se percibe cierta dureza en algunos actores secundarios. En sus mejores momentos, Carancho asoma como la representación urgente, ardorosa, de un país cebado de mezquindades y llagas semiescondidas. En otros, se asemeja a algunos programas televisivos actuales, para los cuales la marginalidad y la violencia suburbana son el material ideal para escandalizar, sin preocuparse por indagar en las causas o por trascender artísticamente la mera crudeza.
El valor de jugar y de jugarse Nada más apropiado para el comienzo de esta película que mostrar a su protagonista –María del Carmen, una mujer que llega a los 50 años con su rol de ama de casa muy asumido– sirviendo torta, inmersa en esa especie de caos de platos sucios y botellas semivacías en el que suelen convertirse las reuniones familiares. No mucho después se la verá preocupada por la preparación de otros modestos manjares, siempre al servicio de los suyos. Cuesta recordar una película nacional que exponga de manera tan vívida la importancia de la comida en la vida cotidiana de los argentinos, así como la carga de prepararla –a tiempo y a punto–, aceptada por muchas mujeres como un sino de su misión de esposa y madre. Desde ya, es para celebrar que la directora debutante Natalia Smirnoff (1972, Buenos Aires) haya tomado como heroína para su film a una señora humilde del Gran Buenos Aires. Otra buena noticia es que la película va esquivando a su paso todos los lugares comunes que uno teme encontrar: la relación de María del Carmen con su esposo y sus hijos es buena, no la asalta ningún intempestivo rapto de rebeldía que provoque un cambio radical en su vida, y lo que la despierta tímidamente de su aletargada rutina no es un amante joven ni la infidelidad del marido. El medio que le sirve a esta mujer para comenzar a sentirse valorada e independiente es, curiosamente, la participación en un certamen de armado de rompecabezas, para lo que revela un particular talento. Ese descubrimiento, hecho de dudas y contradicciones, es mostrado sin énfasis a través de detalles: María del Carmen comienza a animarse a ver –y a verse– diferente cuando se arriesga a llegar tarde a casa, cuando no se acobarda ante un par de odiosas contrincantes, cuando empieza a sentir el placer de la aventura. Esa batalla interior está planteada con sutileza, y la realidad es que Rompecabezas tiene poco de alegato feminista y bastante de comedia con un humor sesgado, apenas irónico, suscitado por el apocamiento de la protagonista, por sus temores y sus vagos gestos de disconformidad, o por las reacciones de los personajes que la rodean. Resultan ponderables ese medio tono y la mirada comprensiva de Smirnoff sobre el mundo femenino, con lejanos, ocasionales puntos de contacto con las historias de María Luisa Bemberg (la escena en la que María del Carmen se entromete en el ámbito laboral del marido trae recuerdos de una de Crónica de una señora, película dirigida por Raúl de la Torre con guión de Bemberg). Menos comprensibles parecen el abuso de la cámara en mano y el desinterés por un tratamiento formal que le haga justicia a esa valoración por lo lúdico: la música de Alejandro Franov, así como los momentos relacionados con la irrupción de la protagonista en el universo medio excéntrico de un competidor maduro, se acercan a eso (Smirnoff reconoció que podían encontrarse allí alusiones fantásticas), pero la idea del juego como herramienta de evasión o de resistencia no se plasma totalmente en imágenes. Incluso hay pocas estrictamente destinadas a mostrar rompecabezas, por lo que difícilmente el espectador perciba la fascinación que éstos producen en la protagonista. También hay debilidades en el último tramo del relato (incluyendo un plano final más decorativo que emotivo). En tanto, es plausible la contención de los actores, afortunadamente lejos de ese costumbrismo asainetado al que nos acostumbraron el mal cine y la mala televisión (y al que las fugaces intervenciones de Henny Trailes y Mirta Wons se aproximan): hay moderación en Gabriel Goity como el marido, una exacta composición de Arturo Goetz en un rol difícil (un mundano experto en rompecabezas), y frescura en Felipe Villanueva y Julián Doregger como los hijos. María Onetto, aunque algo distante (en un registro similar al de La mujer sin cabeza), expresa las vibraciones de su mundo interior con gestos precisos y una saludable disposición a explorar su veta cómica. A ella (y a Smirnoff, como autora del guión y directora) se le deben algunas de las escenas más hermosas vistas recientemente en el cine argentino, como aquélla en la que María del Carmen se sueña importante irguiéndose como una reina egipcia, o en la que parece descubrir todo un mundo nuevo al abrir un libro mientras viaja de vuelta a su casa en el subte.
Sólo un buen actor Los Angeles, años ’60. Un profesor británico intenta sobrellevar con dignidad el desconsuelo de haber perdido trágicamente a su joven pareja homosexual: las lúcidas reflexiones que desliza ante sus alumnos universitarios o la ocasional diversión que le deparan recuerdos compartidos con una buena amiga, encubren su indecible tristeza, su temor a sufrir si se deja llevar por el deseo, su pesimismo, su incertidumbre. En torno a este personaje, con sus evocaciones y sus miedos, el diseñador de modas Tom Ford (1961, Texas, EEUU) concibió su primer largometraje. Para ello contó con el aporte de Colin Firth, un buen actor que logra expresar de manera profunda y contenida el drama de ese hombre atormentado. La cámara lo acompaña siempre, atenta a su mirada triste, como queriendo apresar o comprender los sentimientos que lo aquejan. El problema de Sólo un hombre (insípido título con el que se estrenó en nuestro país) es que –salvo cuando, precisamente, se detiene en la ahogada expresión de dolor de Firth– despliega durante todo su transcurso una sucesión de imágenes resplandecientes. La belleza no sólo abarca casas, muebles, jardines, playas y personajes (una millonaria confidente, algunos jóvenes que lo acosan), sino, inclusive, el tratamiento visual de la película, que hace que todo luzca brilloso, luminoso, glamoroso. Si el protagonista es rico y elegante, el film no tiene por qué serlo. ¿Por qué cuando le dicen “Qué mal se te ve” se lo ve tan prolijo y atildado? La escena de un improvisado baile entre Firth y Juliane Moore es indudablemente seductora, pero ¿por qué todo film ambientado en los ’60 tiende a reunir superficialmente íconos de la época, convirtiéndose en un afectado muestrario de sofisticados peinados, vestidos coloridos y canciones con swing? Alguien puede defender el buen gusto de Sólo un hombre, su falta de excesos, pero ¿acaso el hecho de que no haya gritos ni ninguna escena de erotismo homosexual tiene algo que ver con el lenguaje cinematográfico? Exhibir rostros, decorados y atuendos hermosos, con sinuoso encanto, cambios de color y cierta dispersión narrativa ¿no responde más a las fórmulas de la publicidad? Se ha hablado de similitudes de este film con Lejos del paraíso (2002, Todd Haynes) y con algo del cine de Wong Kar Wai y de Pedro Almodóvar, pero en este caso las claves del melodrama y la apuesta al romanticismo se diluyen en una moderación dramática que parece desprenderse de la misma personalidad del protagonista, además de depender demasiado del relato en primera persona en off. Sólo un hombre permite volver a interrogarse sobre el verdadero sentido de la belleza en el cine y sobre los medios con los que éste cuenta para expresar auténticamente angustia.
Viñetas para dos actores Hollywood aplica a menudo la fórmula de alternar parejas de actores famosos, insertándolas, como figuritas intercambiables, en películas donde el guión y todos los otros elementos que hacen al cine como medio de expresión son un simple relleno: la gente acudirá al cine a verlos a ellos. En el cine argentino reciente hay ejemplos de esta estrategia comercial: Guillermo Francella-Natalia Oreiro, Guillermo Francella-Araceli González, Araceli González-Pablo Echarri, Pablo Echárri-Mariano Martínez, y siguen las duplas. Puede decirse que, más allá de cuál ha sido el germen de este proyecto (basado en una novela de Sergio Dubcovsky, hermano de uno de los productores), Dos hermanos terminó siendo un producto sostenido en la presencia en pantalla de dos actores populares. El planteo es legítimo y recuerda a la reunión de otros dos buenos actores de importante trayectoria, Federico Luppi y Norma Aleandro, en Sol de otoño (1996, Eduardo Mignogna). Pero la historia de Dos hermanos se desenvuelve medio a los saltos, como viñetas, sin que se profundice demasiado ninguna de sus aristas. Los hermanos en cuestión son Susana, una señora excéntrica y manipuladora (Graciela Borges), y Marcos, un sesentón reprimido (Antonio Gasalla), quien, al parecer, ha vivido a la sombra de su madre (Elena Lucena, presente en el cine argentino desde los años ’30, muy digna aquí con sus 95 años). Hay equívocas operaciones inmobiliarias, idas y venidas entre Buenos Aires y un apacible pueblo uruguayo, encuentros de distinto tipo que permiten la aparición de otros personajes (desde una reunión de consorcio hasta un cumpleaños familiar), y una apelación no precisamente original al teatro como vía de emancipación. Ciertos apuntes irónicos no parecen haberse aprovechado a fondo, como los comentarios discriminatorios de Susana (que bien podría ser amiga de la Beba que Norma Aleandro interpretó en Cama adentro) o la obsesión de la familia por ver por TV a una figura emblemática del resguardo de las apariencias como Mirtha Legrand. Los conflictos familiares que asoman –nada livianos– se diluyen entre líneas de diálogo graciosas y las intervenciones siempre desatinadas de Susana. Eficaces toques musicales y algunas buenas ideas (el ruido de pasos que se mantiene con un cambio de escena, el giro tal vez onírico a la comedia musical como ocurría en El nido vacío) suman puntos a este film desparejo. Entre los méritos hay que señalar, también, el desempeño de Graciela Borges, algo exterior pero divertida, y con momentos –como cuando dialoga con una vieja amiga– en los que mirada y tonos de voz se ajustan acertadamente al estado de ánimo de su Susana en su costado más vulnerable. Antonio Gasalla, en cambio, recurre a sus tics habituales (ojos muy abiertos, la cabeza en movimiento) que remiten inmediatamente a sus criaturas para el teatro y la televisión. No es casual que, de sus varias participaciones en cine, la única celebrable haya sido la de Esperando la carroza, donde precisamente componía a uno de sus personajes. En tanto, a favor de Daniel Burman (1973, Buenos Aires), puede destacarse su interés por abordar la comedia dramática con nobleza, así como el hecho de ir dando forma (con películas como El abrazo partido, Derecho de familia y El nido vacío), a una obra que habla de la familia argentina sin el conservadorismo costumbrista de antaño (del que abreva bastante Juan José Campanella), animándose a explorar –aunque no demasiado, siempre cuidadoso de no ofender a nadie– las contradicciones y las zonas oscuras que anidan en su seno.
La siniestra coartada de la locura Teniendo en cuenta los altibajos que ha presentado la filmografía reciente de Martin Scorsese, resulta bienvenida La isla siniestra, que lo muestra maduro y sagaz, pleno de confianza en el material que ha elegido. Basada en una novela de Dennis Lehane, se centra en un agente federal enviado a investigar un caso en una institución psiquiátrica situada en una misteriosa isla, donde terminará envuelto en una trama de engaños. El guión es de una complejidad y ambigüedad poco usuales en el cine estadounidense actual, con el protagonista ingresando una y otra vez a distintas capas de su conciencia, turbado por la forma en que lo afectan los recuerdos, los sueños y/o los efectos de cierta medicación que recibe en esta pesadillesca isla. Scorsese ha sabido expresar este permanente desdoblamiento del personaje sin caer en la confusión narrativa y estética en la que han incurrido otros directores al abordar situaciones similares (Adrian Lyne, Oliver Stone), generando, en cambio, una tensión permanente, y confirmando –de forma lenta pero segura– lo que alguien dice en la escena que constituye el corazón del film: la locura puede ser una cruel coartada para acallar a una persona. Como en toda buena película, los elementos en juego tienen valor polisémico: el fuego dentro de una cueva mientras se mantiene una conversación clave significa la manifestación de la luz y de la verdad; una tormenta feroz puede verse como el desborde de percepciones o la intrusión en un estado de turbulencia psíquica e inseguridad; un sórdido pabellón o un faro infranqueable parecen zonas de la conciencia a las que cuesta ingresar. Esta riqueza permite que el drama de suspenso lleve consigo poderosas referencias políticas, planteando la hipótesis de que quien pretenda cambiar –o incluso denunciar– una situación injusta, deberá enfrentarse a una estructura que se lo impedirá por cualquier medio. Podrá cuestionarse que quien lo intenta aquí es un agente del FBI, pero afortunadamente no hay rasgos heroicos subrayados. Formalmente, La isla siniestra demuestra que detrás de cada resolución hay un gran director: la precisa utilización de la inquietante música, la imponencia de la luz, la inteligente alternancia de planos cercanos y generales, la consistencia del montaje (a pesar de algunos errores de continuidad durante el viaje inicial), le dan solidez a la intrincada historia. Sumado a esto que la acción transcurre en los ’50, se percibe un estilo que recuerda a Hitchcock, a Jacques Tourner, a ciertos policiales oscuros de aquellos años. Leonardo Di Caprio es un actor eficaz pero, con su perdurable aspecto de adolescente malhumorado, no parece adecuado para encarnar al protagonista (forzado, además, a jugar una innecesaria escena melodramática hacia el final). Tampoco se lo nota muy cómodo a Mark Ruffalo. Ben Kingsley y Max Von Sydow, en cambio, están ideales. Aunque discutible en algunos aspectos –y, claro, sin la concisión de clásicos de Scorsese como Taxi Driver (1976)–, La isla siniestra es una película intensa y exigente.