Como Planetario o cualquier otro film de Baltazar Tokman, también I Am Mad, concebido como una suerte de ensayo sobre la locura, es un film atípico, original, en cierta medida desconcertante y al mismo tiempo atrapante en cuanto parece girar siempre en torno de los cuestionamientos que plantea la propia identidad, la porción de locura que nos acosa e inquieta a todos. "I Am Mad dice la leyenda que el protagonista de este film lleva tatuada en la espalda, y que responde a una doble declaración: «Yo soy loco» y «Yo soy Miguel Ángel Danna», primera conciencia de un mundo dividido en dos, pero que se prolonga en otro interrogante de mayor alcance: ¿quién está más loco? ¿El que sale tras un sueño o el oficinista que se ahoga en sus asfixiantes rutinas diarias? Tokman ha contado cómo fue el origen de esta audaz y riesgosa aventura cinematográfica: "Conocí a Miguel en forma fortuita. Estaba en la búsqueda de algo que contar. Luego de Planetario pensaba: «¿Y ahora qué?». Estaba atento y abierto a que alguna historia apareciera. Alguien me comentó que había un grupo de personas que vivía su vida como una leyenda, en medio de la montaña. Que se llamaban a sí mismos guerreros y que pretendían intuir adónde iba la humanidad para salvarla. Fue así que, investigando, conocí a Miguel. Nuestro primer encuentro fue química pura, y eso no paró de crecer. Le dije que no todo el mundo merece que su vida se convierta en película, pero que la suya sí. Entonces hablamos y encontramos puntos de encuentro: él podía hacer una catarsis a través de la película, ya que hacía sólo un año que había vuelto al «mundo real» y se le estaba haciendo difícil. Yo me proponía hacer una buena película con su historia. Luego, las cosas se fueron mezclando un poco y a mí me empezó a interesar más su vida personal. Se transformó en un amigo entrañable y tomó el toro por las astas, llegando a ser el productor del film. Miguel me sumergió en este mundo oculto y misterioso". Conviene prestar atención a esta última afirmación porque es clave para acceder a la obra: la voz de Miguel es la voz de Baltazar. Baltazar se propuso encontrar el lenguaje que captara y transmitiera la "locura" de su protagonista. Y lo hizo recogiendo sus propios relatos, sus confesiones y sus reflexiones, mostrándolo en relación con la gente que se ha cruzado con él, desde su padre, que lo inició en su vida errante y bohemia de hippie empresario y lo introdujo en la secta de los guerreros de Mehir, una suerte de guía espiritual, abusivo y misógino y que hoy -como la madre, que se apartó de la familia cuando Miguel era chico y él todavía busca- siguen en condición de fugitivos de la Justicia. Y también su ex esposa y sus hermanos, y por encima de todo el viejo dolor nunca superado de la pérdida de la hermanita menor, muerta trágicamente cuando todavía era una nena. Ya apartado de la comunidad secreta con la que vivió veinte años en la montaña y alejado de la familia, MAD reflexiona sobre su pasado y quizá también sobre las experiencias que lo han conducido a este punto en el que hoy se encuentra. El recorrido que ha hecho -el film mismo, aun en su anárquico devenir- propone una suma de interrogantes y se atreve a indagar en ellos en busca de los cuestionamientos que son los del personaje y reflejan otros a los que quizás el espectador que no sea tan ajeno.
En una comunidad cerrada en los alrededores de Buenos Aires, más que disfrutar de la seguridad que les da vivir protegidos de cierta amenaza que se intuye, pero apenas se manifiesta a través de señales dispersas, el grupo de burgueses dueños de casas rodeadas por gigantescos parques parece sobrevivir en medio de un permanente estado de sitio. El calor del verano es abrumador, los cortes de luz, frecuentes; los ascensores se detienen; las alarmas se encienden sin que nadie las ponga en marcha; un patrullero policial cae bajo una tormenta de barro venido de no se sabe dónde, y otro auto es interceptado por un hombre desnudo que le sale al cruce al llegar a una cabina de peaje. Nada importa tanto en el film como transmitir esa atmósfera de inquietud, de presagio, de violencia, de agresión (desde el principio los insultos y las palabrotas van y vienen entre los miembros del grupo; no todos son los dueños: entre ellos también están los pertenecientes a una clase más humilde, que les sirven de criados). Salvo alguna frase que los insinúa en el comienzo, durante la larga secuencia del helicóptero que sobrevuela el escenario de la acción, no se apunta a los hechos que generan la paranoia y el miedo sino a la paranoia y el miedo en sí. Naishtat filma lo más difícil: el sentimiento, como si al exponer al espectador a vivir ese estado en abstracto, sin explicarle su origen ni comprometerlo emotivamente en una historia, lo empujara a reflexionar sobre sus propios miedos. Y quizá también a analizar en qué consisten y de dónde provienen. ¿Se trata del miedo a perder lo que se posee, sea lo que fuere? Por algo, en algún momento, durante una reunión (¿familia?, ¿amigos?, ¿fiestas de fin de año?, poco importa: el realizador descarta todo lo explícito), alguien propone un juego que no es tan inocente como parece: se trata de que cada uno responda un par de preguntas: "¿Qué te gustaría ser?", "¿Qué te gustaría tener? No todos se atreven a contestarlas. Quizá sólo los que perciben cuánto de sí mismos revelarían con sus respuestas. La idea es ambiciosa -basta reparar en el título-, provocativa y exigente para el espectador, y si en su realización Naishtat no hace demasiado para facilitarle el acceso, en cambio, pone en evidencia talentos diversos en la búsqueda de un lenguaje personal desde su sensibilidad para la concepción de imágenes cargadas de elocuencia hasta el inteligente empleo del sonido, fundamental en la creación de climas perturbadores y de un montaje que -salvo en algunos momentos de la segunda mitad y en el discutible recurso de la larga escena en la oscuridad- es determinante de la tensión que la película mantiene hasta el final. Igualmente, habrá que señalar su firmeza en la conducción del heterogéneo -y en general eficaz- elenco.
Que No se aceptan devoluciones sea considerada todo un fenómeno en el cine mexicano se explica en pocas palabras. Costó cinco millones de dólares y ya lleva recaudados en todo el mundo más de 85 millones, 39 de los cuales lo fueron en el mercado norteamericano, lo que -por supuesto- le alcanzó para superar muchísimos récords, entre ellos el de la película más exitosa de la historia entre todas las habladas en nuestro idioma, condición que hasta ahora ostentaba El laberinto del fauno. Comprender el porqué de semejante repercusión, en cambio, no resulta tan sencillo, sobre todo si se tiene en cuenta que la historia se basa en el remanido tema del papá soltero, tenorio -y reacio a cualquier tipo de compromiso- que de un día para el otro se ve obligado a asumir el papel de padre responsable de una hijita de meses (llovida no del cielo sino de los brazos de una de sus muchas amantes ocasionales). Y que, por supuesto, en poco tiempo, le trastornará la vida. Sólo que en este caso, más que al humor -que lo hay, pero en dosis más bien módicas- el cuento apunta al melodrama, o más precisamente al culebrón televisivo, sensiblero y lacrimógeno, sobre todo cuando, ya pasados algunos años, la mamá que un buen día depositó a la nena en brazos del irresponsable casanova reaparece con toda la intención de reclamar su custodia. Nada se aparta demasiado de las fórmulas conocidas: los lugares comunes están a la orden del día, lo que -vistos los resultados en la taquilla- prueba que es todavía cuantiosa la porción de púbico proclive a festejar las monerías de una nena y las payasadas de un papá por ingenuas que sean y a lagrimear con cuanta emoción fácil se les reclame. El principal -y quizás único- atractivo del relato proviene, precisamente, de la buena química que se establece entre Eugenio Derbez, protagonista, director y guionista del film y uno de los comediantes más populares de su país, y la pequeña coprotagonista, Loreto Peralta, que es un verdadero hallazgo no sólo porque se desenvuelve con similar autoridad en español y en inglés, sino por su naturalidad y su encanto. De él, de su personaje, sabemos, gracias a un oportuno prólogo, que de chico su padre lo acostumbró a superar todos los miedos forzándolo a enfrentarlos aunque lo dejaran cubierto de cicatrices (tal entrenamiento le permitiría, de mayor, salvar la vida de su hija en una situación de altísimo riesgo y convertirse en un cotizadísimo doble de riesgo en Hollywood). De la nena, mucho menos, sólo que gracias a las fantasías de su padre cree que su mamá ausente es una especie de mujer maravilla que vive cumpliendo misiones superheroicas para salvar al mundo. Con el regreso de la señora, se ha dicho, la manipulación sensiblera aumenta en una medida que lo que termina produciendo es algo muy parecido a la vergüenza ajena.
Antes que a los de la acería frente a cuyos hornos se calcinan las vidas de casi todos los trabajadores del suburbio de Pennsylvania donde transcurre la acción, es a otros fuegos -menos literales, más metafóricos- a los que alude la caldera del título original. Estamos otra vez en la Norteamérica profunda, en ese interior hecho de frustración y desesperanza que Scott Cooper ya visitó -aunque en clave menos dramática- en Loco corazón, su celebrado debut. Es el fuego de la amargura y el infortunio que alimenta la cólera, una violencia siempre latente y lista a descargarse con cualquier excusa y al menor chispazo. El film la expone desde el comienzo -la magnífica escena en el autocine que alcanza para definir la ferocidad de un villano que Woody Harrelson hará verdaderamente aterrador- y que despertará en el espectador expectativas que a la larga sólo se satisfarán en parte. Es el comienzo de una descripción de ambientes y personajes que suman aciertos no sólo sostenidos por una dirección de arte colmada de detalles significativos, un expresivo tratamiento de la luz y, sobre todo, una precisa pintura de personajes, crédito que quizás haya que adjudicar menos al guión que a Cooper como director de actores (de su eficiencia en ese terreno ya había dado sobradas muestras en su film anterior) o al talento que éstos han volcado, por lo general para mostrar facetas que no son las que explotan habitualmente (los tibios gestos de ternura de Bale son un buen ejemplo). Una familia está en el centro del relato. Hay dos hermanos: el mayor ha seguido el camino del padre (ahora postrado y al cuidado de sus hijos) y aceptó trabajar en la acería que -crisis de 2008 mediante- amenaza con cerrar; el menor rechazó ese chato horizonte; prefirió alistarse en el ejército y ha vivido experiencias terribles en Irak, de donde ha traído todo tipo de heridas físicas, psíquicas y emocionales. Las azarosas circunstancias que propone el libro, un poco forzadas, lo dejan sin la guía del mayor y lo tientan con dinero fácil: el juego primero, el boxeo clandestino después; detrás, la delincuencia más pesada y salvaje. Como si no fuera tan previsible que los caminos entre los dos hermanos son diametralmente opuestos y tarde o temprano conducirán al inevitable choque entre dos modos tan extremos de encarar la vida, la realización monta el relato sobre una estructura paralela, que va debilitándose a medida que avanza hacia la resolución, que se reitera más de lo necesario y gira sobre lo que -según el cine actual- parece haberse constituido en la motivación predominante de la mayoría de las acciones humanas: la venganza. Otra flaqueza: son excesivas las coincidencias entre esta película y El francotirador: la acería en Pennsylvania, los veteranos combatientes con sus irreversibles heridas de guerra, la caza del ciervo, las sanguinarias peleas a mano limpia en lugar de la ruleta rusa. Pero por encima de todo, lo que rescata al film de esa sensación de recurrencia a historias ya vistas es el excepcional trabajo de todo el elenco. Desde los descollantes Bale, Harrelson, Affleck y Dafoe hasta los que asumen compromisos relativamente menores, como Shepard, Saldana y Whitaker.
Por detrás de la apariencia de una historia sencilla ambientada en el aislamiento, la penumbra y la soledad de una lejana comunidad rural se insinúa aquí una historia de oscuros miedos y calladas sensualidades, un clima turbio e inquietante que se desentiende de todos los lugares comunes del género de terror. Ni sobresaltos, ni ruidos alarmantes, ni estremecimientos, ni tormentas, ni desapariciones inexplicables. Cero efectismo y mucho menos horror sangriento. Sólo (¿sólo?) un creciente clima de inquietud, derivado no tanto de la evidencia de la enfermedad como de la intuición de su presencia, de una nocturnidad que desliza cierta vaga amenaza sobrenatural sin manifestarla abiertamente, un pálido desasosiego que se cuela no tanto en hechos visibles, sino en los silencios que los envuelven. En fin, una sorpresa y un bienvenido acierto en un cine nacional que se atreve al terror y lo procura de la manera más ardua de alcanzar en la medida en que adopta los caminos más sutiles, más austeros, menos obvios. Mérito sin duda también del elaborado guión concebido por Josefina Trotta. El film de Martín Desalvo (Las mantenidas sin sueños) está hecho a pura atmósfera, y esa atmósfera, perceptible del comienzo al fin, es el resultado de la reunión de una suma de minuciosos y esmerados aciertos: del narrativo, que revela la precisa mano del director, al estético (terreno en el que descuella la fotografía de Nicolás Trovato, colmada de imágenes sombrías) y del geográfico y sonoro (la cabaña donde viven padre e hija, el campo y el bosque a su alrededor, la infinita soledad de las tardes-noches, los vacíos del silencio, las palabras breves como los gestos) al actoral, donde además de su elocuencia y su sensibilidad, Mora Recalde y Romina Paula -a cargo de los dos personajes centrales- aportan también el atractivo de sus presencias. En ese sentido debe señalarse la delicadeza con que Desalvo introduce las pinceladas eróticas, un elemento que no suele estar ausente en las historias de vampiros. Del mismo modo, son de destacar los restantes integrantes del breve elenco, de Luciano Suardi y Pablo Caramelo a la siempre notable Marta Lubos. Y el muy inteligente empleo de la música compuesta por Jorge Chikiar.
Relaciones humanas, cuestión de poder Ya se sabe de la austeridad, el rigor y la severidad con que el joven cine rumano viene examinando la realidad de su país. Esta vez, la mirada se dirige a esa nueva elite que ha venido a ocupar el lugar de privilegio del que en otros tiempos disfrutaba la nomenclatura. Cornelia, la protagonista de este áspero drama, pertenece a ella. Arquitecta y escenógrafa, casada con un médico y estrechamente vinculada con todos los personajes que importan en la política, los negocios, el arte y la cultura de su ciudad, está lejos de vivir en plenitud los beneficios que le ha concedido la vida. Se entenderá por qué apenas se la escuche en la escena inicial, cuando en charla con una amiga sólo exponga los constantes reclamos que le genera la conducta de su hijo, único y cuarentón. Mujer de fuerte personalidad, autoritaria y manipuladora, ejerce sobre su entorno y sobre sí misma un control sin desmayos. Si con el tiempo parece haber engendrado cierta resignación en su marido, encuentra en cambio hostilidad y creciente rechazo en su hijo, la única persona que -según declara- le interesa en el mundo. Seguramente también quien más ha sufrido la asfixia que produce ese mal llamado amor maternal. La relación entre los dos es, como mínimo, conflictiva, y mucho más desde que Barbu se ha unido a una mujer que, por supuesto, a ella le resulta intolerable. Para Cornelia (Luminita Gheorghiu, formidable), no parece existir otra forma de relación humana que la que supone un combate por el poder. Y esa naturaleza -quizá réplica metafórica del estado que los rumanos padecieron en carne propia durante la larga noche de Ceaucescu- se manifestará a pleno cuando sobreviene un drama inesperado: Barbu acaba de tener un accidente en la carretera; él ha salido ileso, pero el atropello le ha costado la vida a un chico humilde de 14 años que la cruzaba y no quedan demasiadas dudas de que fue la imprudencia del joven conductor la responsable de esa muerte. La frágil resistencia del hijo, que por comodidad, inmadurez y falta de carácter suele subordinarse, como todos, a los abusos maternos, poco hace por impedir que sea ella, tan acostumbrada a valerse de sus influencias, tan carente de escrúpulos cuando se trata de ejercer el poder y tan acorde con la corrupción ambiente que la habilita para acomodar la ley a su voluntad, quien se haga cargo de evitar que corra el riesgo de ser declarado culpable, aunque lo sea. Cornelia no tiene límites: hará todo lo imposible, legal o no, para liberar del compromiso a un hijo que cuanto más atosigado se siente por ella más la rechaza. En apariencia (y aun desde el punto de vista de sus autores, el propio realizador y el admirable guionista de La noche del señor Lazarescu, Aquel martes después de Navidad y 4 meses, 3 semanas y 2 días), el asunto central del film es la enfermiza relación madre-hijo, en tanto el subrayado contraste entre esa clase empobrecida y la soberbia, inescrupulosa y corrupta familia de los protagonistas, sólo un apunte circunstancial y secundario, está claro que el film apunta siempre a una misma cuestión: la del poder y su decisivo papel en las relaciones interpersonales. La nerviosa cámara de Andrei Butica y el guión colmado de apuntes incisivos y diálogos filosos no lo pierden nunca de vista, incluso en ese final catártico e intensamente dramático (el encuentro necesario sólo se ve de lejos y a través de una ventanilla del auto). Es en ese sentido que el film de Netzer, aun sin llegar a la intensidad de Lazarescu o de 4 días, por ejemplo, se muestra a la altura de las obras admirables a que el cine rumano nos ha acostumbrado en la última década. Como en todos ellos, las interpretaciones rayan a gran altura.
Cuento de hadas hecho de luces y sombras Sí, Blancanieves es un film mudo y en blanco y negro, pero no supone un regreso al pasado (aunque también pueda ser interpretado como un homenaje a los grandes realizadores europeos de los años veinte) ni un intento de imitación (baste para probarlo el juego actoral moderno de los intérpretes). Lo que se propone Pablo Berger es recuperar el cine emocional de los orígenes, la potencia expresiva de las imágenes del film mudo; un tipo de cine que exige más participación del espectador, que es más abstracto y si se quiere más próximo a la ópera y el ballet que al cine sonoro. Y para lograrlo propone una relectura del famoso cuento de los hermanos Grimm reambientándolo en el mundo del toreo de la España de la década de 1920. En esta operación, además de incorporar abundantes elementos representativos del folklore español y sus estampas costumbristas, desaparecen los espejos mágicos, pero todavía hay manzanas envenenadas; se introducen novedades fruto de la fantasía de Berger: la bella niña se ha vuelto torera, lo mismo que los enanitos; el príncipe encantado no es un galán desconocido, sino el más apuesto de los minitoreadores. También se integran, con considerable ingenio, pinceladas de actualidad: la malvadísima madrastra de la que Maribel Verdú hace una inolvidable creación aspira ahora a ser una celebridad mediática y el criado que debe eliminar a la heroína malogra su misión no por clemencia, sino por voluptuosidad. La Blancanieves española, que según se afirma empezó a producirse antes que El artista, puede ser todo menos un cuento de hadas para niños: un melodrama teñido de humor negro, con acentos trágicos, un drama de celos y envidias, una historia de desdichas y amores que abreva en otros viejos cuentos, una mezcla de oscuridades góticas, romanticismo, humor y algo de melancolía y lirismo, sobre todo en el final. El interés de la historia se mantiene sin desmayos gracias al sostenido ritmo de la narración (apenas hay situaciones que parecen alargarse un poco) y la admirable fotografía en blanco y negro de Kiko de la Rica (con abundantes reminiscencias del expresionismo) constituye uno de los principales atractivos del film, lo mismo que la música de Alfonso de Villalonga, que nunca cesa y exhibe variedad de ritmos y de recursos sonoros (incluidas las palmas flamencas) para subrayar climas y funcionar como una suerte de hilo conductor del relato. Pero por supuesto son los actores quienes asumen un papel decisivo. Además de la descollante Verdú, también es muy destacable el trabajo de Macarena García como la bella Carmen adulta, si bien con ella el film pierde un poco de la emoción que en la primera parte imponían Ángela Molina, como la tierna abuela, y Sofía Oría, como la pequeña Carmencita, a la que le aguardarán otras desdichas después de haber perdido a su madre al nacer y casi también a su padre, de quien heredará el talento. Un film delicioso.
Lecciones de vida Después de los Felinos de Á frica, de los Chimpancés y de aquella ambiciosa y grandilocuente La tierra, que vimos en 2009 y puso en marcha las actividades de Disneynature, las cámaras de Disney vuelven en busca de la vida natural para pintar un retrato de familia. En este caso, se han instalado en Alaska para contar las andanzas de un grupo de osos pardos -mamá y sus dos cachorros; no hay noticias de quien habrá sido el padre de las criaturas- durante el primer año de vida de los más chicos, es decir durante el largo proceso de aprendizaje que viven desde que salen de la hibernación hasta que muchos meses después, ya con muchos kilómetros recorridos y muchas lecciones aprendidas, sobre todo en lo que respecta al mundo que los rodea y a la pesca, empiezan a ser capaces de comportarse con más prudencia y de asistir a la voluminosa jefa de familia en la que resulta ser su principal ocupación: conseguir suficiente comida -preferentemente salmones- para que el invierno no la sorprenda sin la leche suficiente para nutrir a sus crías. Los chicos -el macho se llama Scout y la hembra, Ember-, son lo suficientemente juguetones como para que la madre, Sky, tenga que vigilarlos de cerca. Y también para que sus monerías (si cabe la expresión) enternezcan o diviertan a los espectadores. Porque como puede esperarse en este tipo de productos de la marca, habrá, además de material didáctico, aventuras, suspenso, emoción, dos grandotes temibles como Magnus o Chinuk, un cuervo que suele proporcionar buena información y hasta un lobo que siempre está al acecho esperando una distracción de la mamá para sorprender a los menores. Y sobre todo habrá relato, mucho relato en off, que además de enlazar situaciones dispersas busca comentar humorísticamente algunas situaciones captadas por las cámaras. Es mucho más relato en off del que habría sido necesario si él guión hubiera sido elaborado con menos pereza y más imaginación. Bastaba con aprovechar lo que las cámaras recogían de las andanzas de los osos sin necesidad de aplicarles el siempre tan tentador e innecesario antropomorfismo. Y hablando de sobredosis tampoco hay que restarle mérito a George Fenton, que ofrece un muestrario de lugares comunes musicales para subrayar la tensión, la alegría, la emoción o el miedo. Por fortuna, está la simpatía de los animalitos y, en especial, están los estupendos paisajes de Alaska que un ejército de camarógrafos ha sabido aprovechar tanto como la espontaneidad y la fotogenia de los verdaderos protagonistas de la película.
Una road movie para Deneuve Algún sordo malestar aqueja a Bettie, y no proviene sólo de que las cosas en el restaurante familiar vayan de mal en peor, ni de que su amante acabe de reemplazarla por otra bastante más joven, ni de que cada vez le quede menos paciencia para tolerar que su mamá se dedique a cargarla de culpas, ni de que esté consciente de cómo las deudas se van acumulando. Pero parece que la suma de motivos es suficiente para que de buenas a primeras se monte en su viejo Mercedes y salga a la ruta sin destino fijo. No va en busca de nada, sólo quiere irse, huir de esa vida que lleva sin pensar en nada. Salvo, claro, en los cigarrillos, que le son indispensables y se le han acabado justamente un domingo, cuando parece que no hay nadie que los venda en toda Bretaña. Y menos quien ofrezca uno, ni siquiera a una señora como ella, que sesentona y todo, pero todavía linda (por algo la eligieron alguna vez Miss Bretaña), hace autostop para pedirlo. Cuando aparece un oportuno salvador, es un anciano gentil y paciente, pero con los dedos tan deformados por la artrosis que para él lograr armar un cigarro resulta toda una epopeya. En fin, es sólo el comienzo de esta especie de road movie a la francesa concebida y realizada al servicio (y en homenaje a) Catherine Deneuve. La búsqueda de tabaco continuará y torcerá varias veces el rumbo para recorrer una infinidad de rincones del interior francés, preferentemente los más alejados de las tarjetas postales, y cruzarse con los más variados personajes, de un charlatán seductor a un guardia nocturno que la protege de la lluvia o a un grupo de mujeres que la invitan a compartir la diversión en un club nocturno de provincias. Esta sucesión de experiencias (verdaderamente de lo más jugoso que ofrece el film en esa mitad del camino) se va a complicar después, cuando reciba de su hija (a quien no frecuenta demasiado) una misión que supondrá un repentino cambio: tendrá que hacerse cargo de su pequeño nieto (a quien casi no conoce) y llevarlo a la casa de su abuelo paterno. Ni Bettie tiene vocación (o experiencia) de abuela ni el chico es demasiado dócil, respetuoso o disciplinado, pero aprenderán a conocerse aunque para ello deba haber riñas, disgustos y contratiempos que los llevarán, entre otros destinos, a participar de un encuentro aniversario con todas las misses que unos cuantos años antes compitieron con Bettie por el trono de la más hermosa de Francia. El viaje no termina allí, porque como todo sucede en esta cálida historia imaginada por Emmanuelle Bercot y Jérôme Tonnerre cada circunstancia conduce a otra. Tampoco cesa hasta el final la incorporación de nuevos personajes, mientras todo sigue girando en torno de Deneuve, y de los sucesivos cambios que experimenta su Bettie. Algunos son, por cierto, un poco forzados, así como son abundantes los clichés que se esparcen a lo largo del relato y el azúcar que se espolvorea sobre el final, pero la admirable actriz tiene oportunidad de expresar una abundante variedad de sentimientos y, seguramente, de afianzar todavía más la admiración y el cariño que el público (no sólo el francés) le demuestra. Entre los que se lucen a su alrededor hay que destacar a Claude Gensac (la madre); al chico, Nemo Schiffman, hijo de la directora y el director de fotografía, y a Gérard Garouste (el abuelo paterno), que no es actor, sino un renombrado artista plástico.
La dama estoniana del título puede ser -cuando la historia ha terminado de ser contada- cualquiera de las dos. En principio, sin embargo, antes de que sus caminos se crucen, parecería que entre las dos mujeres sólo hay diferencias: la tímida, opaca Anne (Laine Mägi) tiene la tristeza, la resignación y el desaliento reflejados en la mirada de sus ojos grises. Ha vivido los últimos años dedicada a cuidar a su madre enferma en un pueblito de Estonia y ahora que ella acaba de morir, se encuentra definitivamente sola. Divorciada hace mucho, sus hijos han dejado la casa y apenas los ve unos minutos en la ceremonia fúnebre. Ellos mismos la alientan para que acepte la oferta que a los pocos días le llega de París, un lugar que siempre soñó conocer. Allí deberá encargarse del cuidado de una compatriota rica y anciana, de la que apenas sabe que tiene un carácter difícil. La autoritaria Frida es, en cambio, luminosa como aún puede serlo una Jeanne Moreau que a los 84 años (el film es de 2012) puede robar cada escena en la que aparece, aunque sea en un personaje tan cambiante, orgulloso y malhumorado como esta anciana dama extravagante. Ella ha pasado tantos años disfrutando de las libertades de París que hasta ha olvidado su lengua materna y cortado toda relación con lo que quedaba de su familia en el Báltico y con el grupo de compatriotas con los que en otros tiempos integraba un coro. Las diferencias están a la vista en el estilo, la ropa y el modo de actuar, pero también en sus experiencias del mundo: la simplicidad campesina de Anne está lejos de la liberalidad mundana de Frida, de la que probablemente le ha quedado esa pose de diva que la vuelve a veces cautivante y a veces inaguantable. El que tiende el lazo laboral es Stéphane (Patrick Pineau), un ex amante que hoy es su amigo y constituye la única compañía que la anciana quiere a su lado. En cambio, rechaza de plano a la asistente que él le ha impuesto para que la atienda y la proteja. Llevará tiempo limar esos desencuentros. Ilmar Raag se inspiró en experiencias vividas por su propia madre, cuando tras la depresión y el vacío que padeció al quedar viuda a los 50, aceptó viajar a París a cuidar a una anciana estoniana adinerada y volvió convertida en otra mujer. Una transformación similar vive Anna, al tiempo que la interconexión que se establece entre los tres personajes va mostrando la gradual evolución del vínculo entre las mujeres, desnudando sus personalidades, exponiendo sus actitudes frente a la muerte y reconstruyendo sus historias en escenas tan acertadas como las que explican el porqué del aislamiento de la anciana y de su rechazo a todo lo que la liga a su país, o como la que alude a la calidad de la relación que ha vivido con Stéphane: un conmovedor y delicado momento íntimo en el que el lugar de la pasión es ahora ocupado por la nostalgia.