Testimonios de un fin del mundo que se ha querido olvidar No era tarea sencilla la que se propuso Lucía Vassallo al encarar este documental sobre el tristemente célebre presidio austral que tuvo otros nombres oficiales, pero quedó definitivamente asociado al del faro de la novela de piratas de Julio Verne. Aunque su historia ha estado desde un comienzo estrechamente ligada a la de Ushuaia -a la que precedió y tanto, que fueron los presos quienes aportaron la mano de obra barata para su edificación-, prácticamente no se han conservado archivos ni documentos oficiales, por lo que la reconstrucción de su pasado exigió el laborioso armado de una suerte de rompecabezas sobre los testimonios ya existentes. A esa tarea contribuyeron desde estudiosos hasta descendientes de trabajadores del penal y aun los propios presidiarios -éstos a través de cartas, fotografías, artesanías, música, poesías. La Colonia Penal al Sur se construyó en 1883. Al año siguiente, en esa misma zona deshabitada del fin del mundo fue fundada Ushuaia. Se comprende que durante muchos años el solo nombre de la ciudad evocara la idea de cárcel. Tierra helada y remota, rodeada de bosques laberínticos que por sí mismos, sumados a la crudeza de un clima gélido y ventoso, ya suponían una muralla que aseguraba el confinamiento y desalentaba cualquier ilusión de fuga. Allí, desde entonces hasta 1947 -cuando fue cerrado, transferido a la Marina y convertido en base naval-, el penal no sólo albergó a toda clase de delincuentes comunes, entre ellos, los más peligrosos, sino también a prisioneros políticos. Entre los primeros figuran varios muy conocidos, como Santos Godino, el famoso Petiso Orejudo, asesino serial que había matado a cuatro menores de 4 años y cuya muerte en 1944 generó hipótesis diversas, entre ellas la que supone que la causa fue la furiosa paliza que recibió de sus compañeros del penal por haber torturado el gato que tenían como mascota. O como Mateo Banks, un chacarero en bancarrota que en 1922 mató a seis familiares y dos peones que trabajaban para él y es considerado el primer múltiple homicida argentino. Entre los confinados políticos estaba Simón Radowitzky, el anarquista autor del atentado que causó la muerte del jefe de policía Ramón Falcón. Sin innovar demasiado en la forma ni añadir excesivas novedades a lo ya sabido sobre su historia, el film se acerca a la descripción del (angustioso, desesperanzado) día a día de los reclusos, apoyándose en los relatos de los testigos y en la palabra de los confinados. Las diversas voces (ya sean tramos de cartas, ya recuerdos de antiguas maestras, ya exponentes de alguna labor artesanal) encuentran su encadenamiento en las intervenciones de Carlos Pedro Vairo, que es una autoridad en el tema porque ha dedicado muchas horas a investigar esta historia que se busca olvidar, es desde hace tiempo director del Museo Marítimo y Presidio de Ushuaia y asume el papel de guía por el interesante y bien expuesto recorrido que el film propone.
Uruguayo de nacimiento, crecido y formado en Israel, donde vivió veinte años, e instalado desde hace diez en Brasil, Michael Wahrmann es el autor de este film-ensayo que alguien definió, probablemente exagerando, como un objeto cinematográfico no identificado y que como tal podrá desconcertar o resultar hermético para muchos espectadores dada su singular formulación narrativa. Historia e intimidad, política y memoria, cine y familia, desaparición, soledad y abandono son materias que se suceden y alternan en esta obra fragmentada que interesa en su planteo conceptual (su propósito es lanzar al aire interrogantes necesarios sobre el pasado de Brasil, especialmente sobre la época de la dictadura), aunque está claro que se dirige a un determinado sector de público: aquel que está familiarizado con la historia latinoamericana del último medio siglo, así como con el mundo del cine, sobre el que vuelca algunas observaciones irónicas (el famoso Dogma de Von Trier y Vinterberg es objeto de una paródica alusión), además de aportar la presencia de profesionales brasileños vinculados con ese quehacer representando a los tres o cuatro personajes del relato. Lo que en el caso de Carlos Reichenbach, cineasta de renombre fallecido poco después del rodaje de esta película, suma una dosis especial de melancolía a un film que ya la traía en sus reiteradas referencias al pasado. El recordado director es quien anima al personaje central, un hombre que ha quedado estancado en el tiempo -exactamente desde el día de 1974 en que su hijo mayor no volvió a casa después de haber ido a estudiar a Moscú-. Vive encerrado en un reducto polvoriento y lúgubre, donde la ventana nunca deja entrar la luz y con la sola compañía de una perra llamada Ballena, el mismo nombre que llevaba la del libro Vidas secas, de Graciliano Ramos, y su célebre adaptación al cine realizada en 1963 por Nelson Pereira dos Santos. Hasta allí, tras un largo prólogo que recorre rincones de un suburbio de San Pablo mientras una radio reproduce temas del cancionero de la izquierda revolucionaria latinoamericana -incluido el lema que da título al film, proveniente de la italiana "Bandiera rossa"- llega el hijo menor, interpretado por André Gatti, prestigioso historiador cinematográfico. Tampoco son actores los otros dos personajes que asomarán después y darán pie para exponer opiniones y reflexiones del director: el taxista con una curiosa adicción a los himnos nacionales, cuyas grabaciones colecciona, es el cineasta Eduardo Valente y el técnico que repara el proyector, el artista Marcos Bertoni, el mismo realizador de films Super 8 y de verdad seguidor del Dogma 2002, en el que no se filma, sólo se recicla. El proyector es elemento decisivo porque gracias a él padre e hijo podrán ver las películas en Super 8 filmadas por el hijo/hermano desaparecido, un gesto mediante el cual el recién retornado intentará rescatar al anciano de su aislamiento. Esas imágenes caseras puntuarán el relato, esbozarán un retrato del desaparecido y contrastarán a aquella generación que mantenía vivas las utopías con este presente en el que -como declara el viejo preso en sus propios recuerdos- "ya no veo más nada; todo está gris". Metáforas y alusiones que exigen el compromiso y la participación de un espectador que está habituado, incluso en el cine político, a un rol más pasivo.
Emoción, sentimiento, honestidad. Pero no esa emoción ni ese sentimiento de los que tanto se habla en las películas (y también en las críticas de cine), sino pura, sincera emoción; puro, sincero sentimiento, el que no se declama, pero se contagia desde las imágenes, el que los personajes expresan más con sus miradas que con sus palabras, con sus gestos más simples, con la atención que se prestan y la calidez que se transmiten por el solo hecho de compartir la vida diaria; en la manera de estar juntos, de hacerse compañía y de conllevar el dolor común ante la enfermedad terminal de una madre que cada día, con su temple y su serenidad ante la certeza de un inminente y próximo final, les da lecciones de vida y de esperanza. Los insólitos peces gato trae en apariencia todos los elementos del melodrama lacrimógeno y sentimental que los norteamericanos acostumbran a etiquetar como tearjerker, pero no lo es porque nada de lo que se cuenta aquí busca producir la lágrima fácil ni cede a los habituales clichés. Probablemente porque en Claudia Sainte- Luce no hay intención manipuladora: ella se propone quiere transmitir una experiencia que vivió en carne propia. Una experiencia de vida que le ha quedado grabada no en el cerebro sino en el corazón. Un sentimiento. Ella es Claudia (Ximena Ayala), la callada, solitaria chica sin familia que trabaja en un gran supermercado como promotora y demostradora de nuevos productos, que un día cualquiera amanece con fuertes dolores en el vientre que terminan con ella internada en el hospital y operada del apéndice. Quien ocupa la cama vecina -lo sabrá después- es una mujer cordial y expresiva, madre de cuatro hijos, con quien traba una cálida relación amistosa. Marta (Lisa Owen) no habla de los motivos por los que se encuentra internada; después se sabrá del HIV que le detectaron tardíamente, de sus frecuentes internaciones y de la familia numerosa que ha sabido criar y a la que Claudia terminará sumándose después de que su nueva amiga la invite a subirse al modesto autito de la simpática tribu cuando a ambas las den de alta. De a poco irá incorporándose al grupo y aprenderá entonces lo que significa el calor de familia que ella nunca conoció. Sainte-Luce no esquiva el costado dramático de la historia ni oculta las diferencias y dificultades que los personajes deben afrontar, pero muestra su inteligencia tanto para dejar abundante espacio al humor como para poner en juego sensibilidad y sutileza al definir las variadas personalidades de los cuatro chicos y las relaciones que van desarrollándose entre Claudia y cada uno de ellos, y por supuesto, entre las dos mujeres. En este terreno, debe destacarse el decisivo aporte de todos los actores, grandes y chicos, tan bien elegidos como conducidos. Es visible que ha habido un prolongado y detallista período de preparación. Si como guionista, la realizadora da pruebas de su delicadeza y su penetración para delinear los diferentes caracteres, como narradora -aquí, con la ayuda inapreciable de Agnès Godard- exhibe una madurez llamativa en una debutante. La escena de la comida o la luminosa secuencia de la excursión a la playa son dos buenos ejemplos de esa idoneidad.
Alemania año cero. O aun antes: Lore comienza en los últimos días del Tercer Reich, cuando el régimen nazi se derrumba y Alemania ya se está convirtiendo en un territorio ocupado y en ruinas. Para los que antes ejercían el poder y han sobrevivido a la guerra, como los protagonistas del film, es la hora de huir, la hora de borrar huellas, quemar fotos, libros y documentos comprometedores; empacar lo más valioso, salvar el pellejo antes de que las tropas aliadas lleguen a la granja bávara donde residen. En eso están, dominando el pánico, los padres, un alto oficial de la SS y una ferviente admiradora de Hitler. ¿Qué será de los cinco hijos? A Lore, que tiene 14 años y es la mayor (el menor es todavía un bebe en pañales) le tocará hacerse cargo de ellos y conducirlos a la casa de la abuela, unos 800 km al Norte, cerca de Hamburgo, para lo cual, antes de abandonarlos, le dejan el dinero necesario para los pasajes de tren y algunas joyas que la madre ha guardado en una valija. La experiencia será, por supuesto, durísima. En contraste con una naturaleza exuberante a la que la directora Cate Shortland concede atención primordial, el panorama será desolador. Lore y sus hermanos (una preadolescente de firme carácter y un par de mellizos de 8 o 9 años, además del bebe) tendrán que buscar refugio en granjas abandonadas, rogar por comida, tropezar con los escombros de la guerra, incluidos cadáveres ensangrentados. Nada más lejos del bienestar en que han vivido desde su nacimiento, nada que coincida con la imagen del arrogante país de elegidos en el que creían sus padres y cuyas ideas fueron determinantes en su educación. Fuera de casa también habrá huellas del horror de los campos de concentración (al que quizá podría haber contribuido su padre, pensará después) como esas fotos de judíos cadavéricos que Lore ve en fragmentos de diarios en una plaza y que alguien, hitlerista incondicional, le asegura sólo son actores pagados por la propaganda aliada. Allí afuera, las situaciones extremas se suceden. En una granja desierta una mujer le ofrece un cántaro de agua para beber a cambio de la alianza de oro de su madre. Ella misma se atreve a despojar del reloj pulsera al cuerpo de un suicida. Pero allá afuera también se expone a otras vivencias -incluida una accidental y trágica- que marcarán su crecimiento: el despertar de su sexualidad, sobre todo, que deriva de un hecho central en el relato. Cuando una brusca patrulla de soldados aliados detiene al grupo de pequeños peregrinos y les reclama documentos, un joven desconocido sale en su ayuda y se hace pasar por el hermano mayor, identificándose como judío. Como tal, más allá de la gratitud que pueda inspirar el gesto, despertará en Lore tanto recelo como incómoda atracción, una extraña confusión de sentimientos. Habrá quien juzgue que Shortland aspira a abarcar demasiados temas, pero no hay duda de la inteligencia con que se mueve en terrenos tan pantanosos y la sutileza que muestra para encontrar siempre el camino de la sugerencia antes que la franca exposición de una historia tan desgarradora. Y esa exquisitez se hace también visible tanto en el tratamiento visual como en la conducción de los actores, pues difícilmente alcanzaría resultados tan vigorosos sin la sorprendente potencia expresiva de la casi debutante alemana Saskia Rosendahl, irreemplazable Lore, y sin la solidez de todo el resto del elenco.
El mercado Municipal 4 de Asunción, el centro de compras populares más grande del Paraguay, es un mundo en sí mismo, un enredado laberinto de callejas por el que circula de la mañana a la noche una heterogénea multitud, integrada no sólo por comerciantes y compradores de todo tipo de mercadería -legal o no- sino también por aquellos que encuentran en ese gentío la clientela para ofrecer sus servicios; por ejemplo los changarines y carretilleros que asisten a quienes se han sobrecargado de bultos y necesitan que se los transporten, a cambio de algún efectivo. Hay cientos esperando por el candidato a cliente, así que no conviene distraerse como le pasa a Víctor, el adolescente que suele embelesarse delante de una pantalla de TV para admirar las postales de felicidad ajena que tanto abundan allí o para quedarse contemplando su propia imagen captada por la cámara. Tanto le gustaría participar de ese mundo, y sobre todo sentirse alguien, lo que equivale a tener un teléfono celular; todavía más si se trata de uno de esos modernos (estamos a mediados de los 90) que hacen fotografías y videos y son, claro, inalcanzables para chicos modestos como él. Ensimismado mirándose pierde un cliente a manos de otro carretillero más rápido, pero enseguida la suerte le sonríe. Un carnicero le hace una curiosa propuesta: con su carretilla deberá sacar del mercado siete cajas (en realidad cajones de madera cuyo contenido ignora) y llevarlas a un destino específico del que no da detalles. El resto de las instrucciones se las dará a través del celular que le entrega en préstamo, junto con la mitad de un billete de 100 dólares (fortuna suficiente para conseguir su propio móvil); la otra mitad la recibirá cuando la misión se haya completado, siempre que cumpla algunas condiciones: que las cajas lleguen a destino, que no curiosee en su contenido y que evite que las inspeccione la policía. Que este thriller vertiginoso en el que se mezclan la intriga y la pintura irónica de la realidad social con el suspenso y el humor negro provenga de Paraguay ya es una sorpresa. Sólo la primera de las muchas que abundan a lo largo de la agitada jornada del carretillero y su compañera-compinche-novia. Una aventura tan intrincada como el escenario en que transcurre. Es que por algún motivo alrededor de los cajones se agita un enjambre de interesados, que contribuyen a enriquecer una trama cuidadosamente urdida y al mismo tiempo ilustran hasta qué punto el consumo, la celebridad y la tecnología son los faros que iluminan (tal vez habría que decir encandilan) los sueños de los menos favorecidos. Por suerte, los realizadores del film evitan los discursos y ponen el acento en el entretenimiento: lo hacen con tanta vivacidad y energía, y a un ritmo tan sostenido que pueden pasarse por alto las buscadas coincidencias y los perceptibles parentescos con otros films. Pero también hay que destacar que esas influencias se diluyen bastante entre las pinceladas que revelan la procedencia del film, tanto en el dibujo de los personajes como en el inteligente aprovechamiento del escenario, Además -claro- del lenguaje. La persecución es un elemento básico en 7 cajas. También lo son la sorpresa, atinadamente dosificada, y la ingeniosa conexión entre las distintas subtramas, en las que se mezcla un poco de todo: adolescentes astutos, atrevidos y codiciosos, secuestros, vivillos, policías, criminales, parturientas, comerciantes chinos, ladrones que roban a ladrones, carniceros con amigos temibles, carretilleros igualmente peligrosos, y celulares, muchos celulares, a menudo usados como la moneda corriente. En un comienzo, es un humor irónico el que predomina, pero no desaparece del todo a medida cuando avanza la historia y se hacen más visibles los elementos del thriller (violencia y sangre incluidas) quizá porque también persiste en el tono algo del cómic. Una muy grata sorpresa.
De Bollywood sabemos que es la mayor usina de producción cinematográfica del mundo -mucho más prolífica que la norteamericana- y también que sus obras suelen ser sencillas historias desbordantes de romanticismo, color y música, si bien no lo eran las muy pocas películas indias que alcanzaron aquí alguna difusión: un caso excepcional como el de La boda, que convocó a más de 100.000 espectadores, venía respaldada por el prestigio de su realizadora, Mira Nair, y tampoco respondía a los rasgos típicos del cine de aquella factoría. Tampoco lo hace Amor a la carta, si bien pueden hallarse algunos ligeros parentescos entre una y otra. Por ejemplo: que también a Ritesh Batra lo precedía su prestigio como documentalista, aunque fuera en el ámbito más restringido de los festivales de cine, y que como varios trabajos de Nair, tiende en ésta, su primera ficción, a salirse del formato popular de Bollywood y tender un puente hacia el espectador extranjero. Que el film haya sido aplaudido en la Semana de la Crítica en Cannes y se haya abierto camino en otros mercados, incluso el nuestro, habla de su acierto. Y quizá lo más importante es que lo haya logrado hablando de su mundo, de Bombay. En realidad, no pensaba ingresar en la ficción: fue por necesidad expresiva. En el multitudinario y enredado tránsito de la ciudad más poblada de la India (y una de las cinco más pobladas del mundo), es visible el fenómeno de los dabbawalas, los repartidores de portaviandas que a la hora del almuerzo recogen de las casas o comercios especializados cargados con las comidas que llevarán a los trabajadores de clase media encerrados en sus superpobladas oficinas, para devolverlos, vacíos, horas después. Son miles, pero cada envío está perfectamente identificado, de modo que cada destinatario reciba el suyo: la exactitud del sistema es tanta que hasta ha sido objeto de estudios académicos. Era natural que Batra quisiera dedicarle una investigación. Pero el tema le sugirió una ficción: que ese error improbable sucediera (un menú llega al destino equivocado) y que del equívoco naciera el vínculo amistoso y anónimo entre dos soledades: la de un empleado viudo, solitario y bastante misántropo, a punto de jubilarse y la de una joven esposa que confía en sus progresos como cocinera para reconquistar a un marido desatento, siempre más pendiente del teléfono celular que de ella. Y que ese equívoco, una vez descubierto, derive en un intercambio epistolar, en el que los dabbawalas hacen de involuntarios carteros, y los mensajes -que se expresan también en el idioma de los sabores- tienen bastante de esos pedidos de ayuda que los náufragos arrojan al mar dentro de una botella. Sin ceder a las tramposas concesiones de las feelgood movies, sencilla y sensible como es, la historia imaginada por el realizador alberga, sin embargo, muchas otras riquezas, aparte de su detallista y preciso retrato de Bombay, de sus multitudes y de los encantadores personajes del cuento. Al reservado señor Saajan Fernandes (Irrfan Khan, el inspector de policía de Slumdog Millionaire y el Pi adulto de Una historia extraordinaria) y a la bella Ila (Nimrat Kaur), que conoce la secreta seducción de los gustos y otros saberes gracias a los consejos de una tía vecina a la que se oye, pero no se ve, hay que sumar a Shaikh (Nawazuddin Siddiqui), el novato colega y futuro reemplazante del protagonista. Él también contribuirá a ilustrar un asunto que, a través de la historia de los tres personajes (digamos de paso que pertenecen a distintos credos), el film quiere subrayar: el poder revitalizador que ejerce sobre el espíritu la simple, sincera conexión humana. Una delicia. No es arriesgado imaginar que cautivará a la mayoría.
Drake Doremus no buscaba con su historia de este matrimonio aparentemente ideal comprobar, otra vez, cuántos fracasos, frustraciones imperfecciones y claudicaciones suelen ocultarse bajo la complaciente máscara de la felicidad -es un cuadro que Hollywood ha pintado hasta el hartazgo-, sino más bien acompañar el proceso por el cual una relación amorosa va sufriendo su desgaste sin que ninguno de los comprometidos en el problema se atreva a tomar conciencia de su dimensión y prefiera mantenerse al margen hasta que aparezca algún agente exterior que lo ponga de manifiesto, ya sea sin proponérselo o deliberadamente. No se trata de un estruendoso fracaso matrimonial. Todo lo contrario: Keith (Guy Pearce); su esposa, Megan (Amy Ryan), y su hija Lauren (Mackenzie David), una adolescente cuyas inseguridades irán revelándose a medida que se produzcan alteraciones en el grupo familiar, parecen conformar una familia modelo. Si bien él, músico, no está demasiado conforme con su desempeño como docente (aspira a integrarse como violonchelista a un conjunto sinfónico y así abandonar la universidad), hay entre ellos una atmósfera de armonía y cordialidad (y tal vez también bastante de serena rutina), lo que no impide que, gracias a algunos detalles que el realizador filtra con considerable sutileza, pueda ir percibiéndose de a poco que tienen en común cierto vago inconformismo. La callada frustración que tensa el clima se pone de manifiesto con la llegada a la casa de una extraña, una bella inglesita que forma parte de un plan de intercambio estudiantil. Al principio, esa presencia incomoda al hombre, en la medida en que altera su rutina: más tarde, sobre todo después de que hace una llamativa demostración de sus cualidades pianísticas, despierta su interés precisamente por lo contrario: porque con ella trae el aire renovador de la juventud y le devuelve el afán de los viejos sueños postergados. Allí, en la química y el contacto (primordialmente espiritual) que se establece entre el hombre y la recién llegada, reside probablemente esa pasión inocente de la que habla el equívoco título en español. A partir de entonces, el clima se hace más y más tenso y ya se percibe que un estallido será inevitable. Conviene no detenerse demasiado en este dramático desenlace, entre otros motivos porque no es precisamente el mejor acierto del realizador, quien en cambio muestra su inteligencia y su sensibilidad para elegir y conducir a sus intérpretes (en especial a los tres centrales) y su moderación para conducir el relato y disponer la puesta en escena.
Apresurado debut Es más que exigua la dosis de alarma, inquietud y sobresalto que El pacto proporciona al amante del cine de horror y suspenso, y mucho más escasa todavía la cuota de sorpresa u originalidad: aquí da la impresión de que se ha buscado reunir la mayor cantidad posible de lugares comunes del género y no precisamente haciendo alarde de coherencia narrativa. Cuesta creer que el origen de esta producción haya sido un celebrado cortometraje de 11 minutos de duración que el director y guionista Nicholas McCarthy exhibió con considerable éxito en Sundance y se atrevió a convertir en largometraje cuando vislumbró la posibilidad de hacer, a los 40 años, su demorado debut en Hollywood. Pero parece que se apresuró demasiado. Tuvo que recurrir al material con el que ya contaba y no fue suficiente con estirar la misma historia ni con añadirle rellenos, para colmo convencionales. En la película hay un poco de todo, desde la casa embrujada y el juego de la ouija para comunicarse con el más allá hasta los oscurísimos secretos de familia y las trampas que producen más risa que pavor. Todo comienza cuando Annie (Caity Lotz) regresa forzadamente a la casa en la que tanto ella como su hermana Nicole sufrieron en la infancia las infinitas crueldades de su mamá. La mujer acaba de morir y hay que asistir al funeral, pero Nicole desaparece, en la casa se manifiestan fuerzas inesperadas, un policía descubre que existe una habitación hasta entonces desconocida y ése es sólo el comienzo de un montón de misterios más, incluidos ruidos inexplicables, presencias que sólo una médium puede detectar y cuantos estereotipos puedan haber sido vistos en la filmografía del horror. El ridículo está siempre cerca, sobre todo a medida que se avanza hacia el desenlace, y McCarthy, que acierta con algunas imágenes, pero poco puede hacer para rescatar un libreto escrito a las apuradas, no hace mucho para evitarlo. Hay que reconocer que los actores, en especial la protagonista, Cathy Lotz, y Casper Van Dien, el policía, se toman las cosas bastante en serio. Hacer lo mismo con la película parece resultar, en cambio, bastante más trabajoso.
Como en Tiempos menos modernos, Simón Franco vuelve a transitar por su Patagonia y nuevamente por un ambiente conocido: el de los trabajadores del petróleo, los boca de pozo, tal como son llamados los encargados de hacer las perforaciones en los yacimientos y que en esa función pasan la mitad de su vida en la planta: quince días encerrados en el campo donde trabajan y otros quince de descanso, en sus casas, en Comodoro Rivadavia. Un régimen de trabajo que es al mismo tiempo un régimen de vida, y no precisamente de los más saludables, aunque tengan el beneficio de una remuneración considerablemente alta. Es natural que Lucho, el protagonista casi excluyente de esta historia (un estimable trabajo de Pablo Cedrón), lleve una vida tan poco satisfactoria. Su singular rutina laboral se extiende a todas las circunstancias que lo rodean. Ningún dinero compensa la chatura de su vida ni puede liberarlo de un futuro al que se sabe condenado. Tampoco lo compensan los placeres que puede pagarse: ni el alcohol ni el juego, ni la compañía de una prostituta con la que a veces sueña alguna forma de amor, ni siquiera el consumo de cocaína que ha terminado llenándolo de deudas. Ni hablar de la deteriorada relación con su mujer, o con su hijito, o con una madre a la que ve pocas veces y escucha menos. Son durísimos los períodos de trabajo -donde sólo se vincula, muy superficialmente, con un obrero chileno que sólo ha llegado al yacimiento atraído por el buen sueldo-, pero es difícil establecer si no son igualmente angustiantes las dos semanas de "descanso" en la ciudad. El film empieza y termina en la planta petrolera con una serie de imágenes descriptivas que tienden a lo documental, aunque tal vez intentan transmitir alguna carga metafórica acerca del peso que agobia el sentimiento de Lucho y de su complejo estado psicológico. La segunda parte, ya en la ciudad, también procura ahondar en el drama interior, aunque no siempre lo consigue, un poco porque el guión se cierra demasiado sobre el parco personaje (la cámara lo sigue casi continuamente) y a él quizá le ha faltado mayor elaboración, acaso porque los personajes secundarios han tenido escaso desarrollo, con lo que el retrato se hace algo reiterativo. A su favor, en cambio, debe anotarse el aporte de las locaciones reales. Sin duda, donde el film mejor acierta es en la pintura del ambiente. Haber desarrollado todo el rodaje en la Patagonia, tanto en la ciudad de Comodoro Rivadavia como en el campo, les da a las imágenes, con su soledad y su clima hostil, una verdad que se refleja en los personajes y que de otro modo habría sido difícil de alcanzar.
Ninguna intención crítica en especial parece animar esta vez a Paolo Virzì. Aunque conserva algo del sabor agridulce de La prima cosa bella, Caterina en Roma y otros films en los que sus personajes suelen transmitir cierta sensación de malestar difuso y generalizado, en este caso se inclina más hacia la comedia sentimental, y ni siquiera hace demasiado hincapié en los sacrificios que los enamorados del caso han decidido hacer por amor. Antonia y Guido son una pareja feliz, pero ni siquiera podría insinuarse que están hechos el uno para el otro. Ella es siciliana, bastante simple, ex rockera, con apreciable talento para el canto y la composición, pero no precisamente muy cultivada; Guido, en cambio, es un toscano apasionado por la historia y las lenguas antiguas que prefirió renunciar a una cátedra en una universidad norteamericana antes que desoír el llamado de su corazón. Ya han pasado seis años desde que se conocieron, pero hasta se han acostumbrado a que sus ocupaciones apenas les permitan estar juntos todos los santos días, muy temprano a la mañana, cuando él vuelve de su trabajo como conserje nocturno en un hotel del centro de Roma y ella todavía está dormida. Y antes del invariable encuentro amoroso matinal y de que ella tenga que salir corriendo para ocupar su puesto en una agencia de alquiler de automóviles, él encuentra el tiempo para prepararle a ella el desayuno mientras le informa del santoral del día y le habla de cristianos mártires y de la etimología de algunas palabras. Siguen tan enamorados como siempre. A pesar de que deliberadamente nunca, ni siquiera el primer día, han usado protección, el esperado hijo no ha llegado hasta ahora, y ya parece que cuanto más intentan hallar una solución para el problema menos resultados consiguen y más parecen proliferar los embarazos entre parientes y vecinos. La sencilla comedia sobre amor e infertilidad pasa fluidamente de la risa al llanto como sucede en la rutina diaria y con la frescura que Virzì aprendió de la commedia all'italiana de otros tiempos. Tiene la ventaja de una pareja protagónica que se gana la simpatía del espectador a fuerza de naturalidad, y aunque el libro no derrocha tanto ingenio como otros films del mismo director, la historia se sigue con agrado de principio al fin gracias a su tierno clima intimista y a personajes que se perciben verdaderos. Si a cierta altura del relato el empeño por hacer realidad el sueño del hijo se vuelve primordial, obliga a recorrer consultorios y clínicas especializadas y el equilibrio de esta pareja tan despareja corre el riesgo de tambalear, la sangre no llega al río y el firme sentimiento que los une alcanza para rescatarlos de la crisis. El encanto de Thony, que ingresó en la producción como autora de las canciones y acabó ganando el papel de la protagonista, y la frescura de Luca Marinelli hacen lo demás, a lo que hay que sumar las muy gratas canciones en inglés que aporta la estrella.