Tiene razón Xavier cuando rezonga porque la vida sigue siendo complicada para él. Véase si no: ya lo era cuando, en Barcelona y conviviendo en el Piso compartido con otros becarios del programa Erasmus en una especie de Babel europea y juvenil, aprendía a vivir en comunidad, se preparaba para asumirse como adulto y se mezclaba en algunos enredos amorosos. También lo era años después cuando, en Las muñecas rusas y ya escritor (como quería) pero a disgusto con la literatura que le encomendaban, sus cambios de sede y sus tropiezos sentimentales continuaban, lo mismo que los reencuentros con algunos de sus ex compañeros, todos profesionales yendo de un lado a otro de Europa. Y ahora que llega a los 40 y se supone que ha madurado, los problemas pueden ser diferentes, pero las complicaciones no han cedido y los cambios de escenario se repiten. Esta vez es Nueva York, adonde va porque no quiere estar alejado de sus dos hijos y su ex mujer (la inglesa que conoció de jovencito) ha decidido mudarse allá y llevárselos consigo. Por ahí también asomarán las otras dos mujeres de su vida: la francesita que fue su novia y él abandonó para viajar a Barcelona, y la bella lesbiana belga que desde aquella época se convirtió en una amiga entrañable, por la cual está siempre dispuesto a jugársela. Que el editor para el que está escribiendo su segundo libro no deje de acosarlo vía Skype o que la escuela en la que están inscriptos los chicos no sea la que él hubiera deseado son apenas dos de los contratiempos. Peor es tener que conseguirse una esposa norteamericana para asegurarse la tarjeta verde o esquivar la persecución del agente de migraciones. Y, aunque hay mucha felicidad proporcionada por los abundantes chicos -hace rato que los becarios de otros tiempos están en edad de ser papás y las simpáticas escenas familiares abundan-, hay muchos otros aspectos de la vida que prolongan las viejas incertidumbres de Xavier, pero ni las oportunas palabras de Schopenhauer o de Hegel, que asoman de cuerpo presente en sus noches de insomnio, alcanzan a orientarlo. De todos modos, ya se sabe que nada puede ser demasiado grave en este tríptico francés, que algunos asociarán con el de Richard Linklater, aunque el parentesco entre las tres Antes del? y estas comedias livianas, graciosas y tenuemente melancólicas de Cedric Klapisch es tan lejano como el que podía imaginarse entre este querible Xavier y el inefable Antoine Doinel de Truffaut. Lo que no quiere decir que no haya en Lo mejor de nuestras vidas algunas ideas ingeniosas, bastante agudeza en el retrato de los rasgos de la vida urbana de hoy, abundante humor y personajes encantadores. A esto contribuye el desempeño del excelente elenco (gente menuda incluida), la visión de una Nueva York alejada de las postales clásicas (aquí predominan los colores vivos de Chinatown, donde el protagonista ha encontrado su refugio), y el buen tono que Klapisch impone para que el film (¿el último de la serie?) sea, con sus concesiones y todo, una historia gentil, reconociblemente actual y, sobre todo, placentera.
Es Wes Anderson de punta a punta, como podía imaginarse, y con toda su originalidad a pleno. Desde el comienzo es reconocible su cine hiperestilizado, la singularidad de su estética (el diseño de la producción, aquí quizá más que en otros films suyos, resulta un espectáculo aparte), su inagotable invención de mundos de fantasía cuyas claves ya son familiares para el espectador asiduo, la ilimitada libertad creativa de que hace gala, su humor singular y la tenue, poética melancolía que en este caso contiene su visión de una Mitteleuropa refinada y aristocrática cuando empezaba a avanzar sobre ella la barbarie. Nadie mejor puede encarnarla que Monsieur Gustave, su personaje principal, conserje del monumental Grand Budapest Hotel de los tiempos de gloria, guardián de la etiqueta, amante insuperable de todas sus amigas y en especial de las señoras añosas, y maestro indispensable para Zero y para cualquier otro aspirante a hacer carrera en la palaciega mansión, tan elevada sobre las montañas del imaginario país llamado Zubrowka, que a ella solo se accede por cablecarril. Esa curiosa pareja será la protagonista del sinfín de peripecias rocambolescas que Anderson ha imaginado para ellos inspirándose en parte -como ha confesado- en páginas de Stefan Zweig. Pero esas aventuras vendrán después. Porque el film se abre como las muñecas rusas. Primero, una niña más o menos actual se sienta a leer un libro muy cerca de la estatua de un autor famoso. Es ese mismo autor (Tom Wilkinson), pero en los años 80, quien ya anciano revela enseguida a cámara su secreto: sabiéndolo narrador, son los demás, quienes le cuentan las historias. Más tarde, una versión más joven de sí mismo (Jude Law) deambula por los vacíos corredores del hotel venido a menos en los tiempos del comunismo y entra en contacto con su propietario de entonces, un tal Mustafa (F. Murray Abraham), que le cuenta cómo llegó a heredar, años atrás, la imponente residencia. Sólo allí conoceremos a Gustave H. (Ralph Fiennes, inolvidable) justamente cuando recibe a Zero Mustafa (Tony Revolori), el menudo muchachito que aspira a botones y llegará a ser su discípulo predilecto, su compinche de aventuras y mucho más. Todo es perfecto hasta ahí. Que muera una de las aristócratas amigas del conserje y éste sea acusado falsamente de asesinato es sólo el comienzo de la febril intriga colmada de situaciones -a cual más disparatada e inverosímil- en la que se enredarán nuestros héroes, mientras se hacen cada vez más notorias y sombrías las horas dramáticas que vivirá la vieja Europa, en ese período de entreguerras y después. Que en esa sucesión haya persecuciones, fugas, cárcel, muertes, pastelería refinadísima, soldados de cambiantes uniformes, cuadros valiosísimos robados, y un sinfín de historias que contienen otras historias muestra el deleite, la libertad y la imaginación con que Anderson se entrega al juego del cine y con cuánta habilidad es capaz de imponer mediante su lenguaje preciso y coherente, cierta armonía y acaso también cierto optimismo sobre la tristeza que transmiten tantas pérdidas como las que, aun en tren de comedia, expone. Como siempre es también llamativa la firmeza con que se conduce entre tantísimos personajes, todos admirablemente dscriptos e interpretados por un elenco extraordinario. La riqueza visual del film es un atractivo más.
Luis Estrada, cuyo film es el tercer capítulo de una trilogía satírica, mordaz , provocativamente humorística y al mismo tiempo desgarradora, sobre el estado actual de México en plena guerra contra el narcotráfico, no anda con medias tintas al pintar el caos demencial en que se ha convertido un país en el que todos son víctimas y victimarios. Nadie es inocente en su visión; no hay buenos y malos: la corrupción es generalizada. Los representantes del poder, de cualquier poder, y los narcotraficantes, los que se venden, comercian y matan para ellos, los jueces y los policías, los políticos y los religiosos, los postergados a los que solo les queda el camino del crimen para subsistir, las mujeres que se venden al mejor postor, los que traicionan, los cómplices, los que ven morir a sus familias y los que entierran a sus hijos: todos bailan la misma danza al compás del dinero. No hay buenos y malos; hay malos y peores y ninguna esperanza. El panorama es desgarrador y sin perspectivas de salida: el escepticismo reina. "Nada que celebrar", rezaba en el afiche del film el graffiti al pie del cartel de México alusivo al bicentenario mexicano, época en que se lo dio a conocer. Nada que celebrar, salvo que un film tan brutal, tan ferozmente violento y tan desbordado de humor negro y agrio operara el efecto de una catarsis -como parecería proponerse Estrada- y empujara a cada uno a reflexionar sobre el camino que ha emprendido su país (México no es el único embarcado en esta vía hacia la autodestrucción) y sobre el análisis que se hace indispensable para encontrarle un remedio. Puede o no descreerse de ese sano propósito, aunque de todos modos lo que más se destaca en el realizador es su visible y copiosa habilidad para cautivar al público, entretenerlo de punta a punta, hacerlo reír, pintar a sus personajes de manera que pueda distinguirse entre los asesinos simpáticos y los asesinos villanos y satisfacerlo con algunos oportunos remates de la trama, lo que explica el gran éxito que la película obtuvo a la hora de los premios y en su brillante carrera comercial. Habrá quien piense que el film pudo haber abordado el gravísimo problema con menos insistencia en seducir al público con sus apuntes satíricos o su profusión de violencia gráfica y con mayor dosis de sutileza y también con mayor voluntad de profundizar en las antiguas y complejas raíces de la cuestión para llamar la atención sobre la necesidad de un serio debate. Si bien hay que reconocer que la visión guiñolesca de Estrada, aun con su buscada exageración, resulta demasiado próxima a la realidad como para invitar a la evasión. La historia sigue los pasos de El Benny, desde que es deportado de los Estados Unidos después de 20 años de vivir en la ilegalidad. Al Sur de la frontera, encontrará que las cosas están infinitamente peor. Algunas: que su hermanito menor ha sido asesinado no sin antes haberse integrado al mundo narco y ser rebautizado El Diablo; que tiene una viuda sexy y prostituta y un sobrino adolescente a los que adopta como familia; que muchos amigos (en especial el Cochiloco) trabajan para los narcos, que en la zona comandan dos hermanos antes socios y hoy embarcados en una guerra a muerte; que la violencia no deja de incrementar las montañas de cadáveres y que la corrupción llega a todos los niveles, incluida su propia mamá. Por supuesto no tardará en sumarse a ellos aunque no es -no lo era hasta ahí- un tipo violento. Pero tras breve tiempo y muchas traiciones, asesinatos, venganzas, torturas y sangre, ya andará de traje blanco, con un arma en la cintura y el inseparable Cochiloco a su lado. Un film de mafia a la mexicana, con ciertos toques de Tarantino, infinita violencia, mucho humor negro y un ritmo que Estrada sostiene firme de punta a punta. Un gran mérito para destacar en él es su dibujo de personajes secundarios y su excelente dirección de actores, con puntos destacables en Damián Alcázar (El Benny), Joaquín Cosio (Cochiloco) y Ernesto Gómez Cruz (Reyes el implacable jefe narco).
Adaptada al parecer bastante libremente de una novela de Magda Szabó que fue best seller en los años 80, La puerta es una obra que se centra en la compleja y bastante improbable relación entre dos mujeres de orígenes, personalidades e historias bien opuestas que transcurre en la Hungría de los años del régimen comunista. Una es Magda, la señora, una intelectual que vive, felizmente casada, en un elegante caserón dedicada a la escritura de una ficción con la que aspira a obtener el reconocimiento que hasta ahora se le ha negado. La otra, bastante mayor, viene de una familia campesina, no ha tenido otra educación que la que le proporcionaron sus duras experiencia de una vida colmada de penurias y vive aislada del mundo. La puerta del título es la de su modesto refugio próximo al caserón, envuelto en misterios y secretos de la época de la guerra y al que nadie -ni sus esporádicos visitantes, cuando los hay- está autorizado a entrar, lo que da origen a habladurías de los vecinos. Sin embargo, a pesar de sus modos bruscos y su rudeza (basta ver el furor que descarga cuando despeja la nieve acumulada en las calles), se muestra en ocasiones como capaz de gestos solidarios y parece ser respetada por su laboriosidad, aunque también un poco temida por su carácter contradictorio. Dado el temperamento frágil del ama y el carácter hosco y cambiante de la criada, no cuesta mucho imaginar quién será la que imponga su dominio. Más difícil de comprender son los motivos por los cuales la intelectual tolera las tosquedades de Emerenc (que así se llama la singular ama de llaves, que además la riñe y discrepa con ella en casi todos los temas que abordan, de la religión a los asuntos más banales). En el fondo, la novela original parece explorar, además de cierta solidaridad entre mujeres, otra forma de lucha de clases, aunque en la adaptación del cineasta y su coguionista, donde el contexto está prácticamente ausente, los motivos de la conducta de Emerenc se diluyen bastante entre tenues sugerencias: así, parece más bien una anciana extraña y medio loca. Un personaje por el que es difícil experimentar alguna empatía y sin duda uno de los más ingratos que le han tocado a Helen Mirren en años. Lo que no desmerece para nada la esforzada labor desarrollada por la británica ni desmiente la reconocida autoridad de István Szabó como director de actores, ya que -más allá de la cuestionable decisión de imponer a estos personajes inequívocamente húngaros que se expresen en inglés- logra también un apreciable desempeño de la alemana Martina Gedeck y del resto del elenco. Técnicamente impecable y fotografiada con notable sensibilidad por Elmer Ragalyi, el film flaquea bastante en su construcción, al punto de que hay veces en que cada secuencia parece conformar una unidad separada del resto. En tales condiciones, y con la distancia impuesta por un estilo narrativo que remite a otra época, cuesta interesarse por la historia, que anda entre el drama doméstico y la indagación psicológica, y por el destino de sus criaturas.
Retrato de una militante convencida La vida de Mika Etchebéhère -o Micaela Feldman de Etchebéhère, como se prefiera- estaba destinada a llegar al cine, no sólo por la dimensión de su figura como combatiente consagrada a una causa revolucionaria por la que luchó gran parte de su vida, sino también por la inusual trayectoria que desarrolló en cumplimiento de ese compromiso, que había asumido cuando apenas había superado la adolescencia, y por el papel que desempeñó cuando le tocó tomar parte en la Guerra Civil Española, capítulo decisivo en su vida que supo resumir en un libro bellamente escrito y titulado como este documental que le dedican dos de los sobrinos nietos del que fue su compañero en la militancia, en la acción guerrera y en la vida: Hipólito Etchebéhère. Nacida en Moisés Ville, Santa Fe, la primera colonia agrícola judía independiente de la Argentina, Micaela estudió odontología en Buenos Aires y desde esos años militó en grupos políticos anarquistas, socialistas y comunistas. Fue allí donde se vinculó con Hipólito, estudiante de ingeniería perteneciente a una familia francesa. Militantes marxistas ambos y convencidos de que se debían a la causa de la revolución, juntos se unieron al Partido Comunista. Por poco tiempo, ya que fueron expulsados por sus desacuerdos con la política estalinista y sus simpatías con la figura de Trotski. Juntos anduvieron, primero, por la Patagonia, reuniendo dinero para viajar allí donde las circunstancias lo aconsejaran. En 1931, fue Berlín, donde veían las condiciones ideales para el esperado estallido revolucionario. El ascenso de Hitler los llevó a Francia, donde se vincularon con grupos trotskistas, y más tarde, tras el triunfo del Frente Popular, a Madrid, pocos días antes del inicio de la contienda, con una columna de milicianos del Partido Obrero de Unificación Marxista, el POUM, con el que se sentían bastante identificados. Mientras tanto, en Hippo seguía avanzando su antigua tuberculosis, pero no cedió a la enfermedad: cayó por un proyectil de ametralladora en la toma de Atienza, el primer combate del que participaban, en agosto del 36. Ahí fue donde la joven viuda aceptó ocupar su lugar, pero con la condición de continuar el combate. Los hombres que lucharían a sus órdenes mostrarían una disciplina, una resistencia y un valor reconocidos por los soldados profesionales de grandes ejércitos. La capitana se había ganado el rango con justicia: "Los protejo y me protegen -escribiría ella en su libro-. Son mis hijos y al mismo tiempo son mi padre. Les preocupa lo poco que como y lo poco que duermo y, a la vez, encuentran milagroso que resista tanto o más que ellos los rigores de la guerra". El libro es la inmejorable guía que sigue el valioso documental de Pochat y Olivera. Pero no son sólo los bellos textos de Mika dichos por Cristina Banegas los que dan conexión y coherencia al relato. La cámara acompaña a Arnold, sobrino de los Etchebéhère, en su recorrido por los lugares donde se desarrolló la trayectoria de la pareja, y esas imágenes de hoy se enlazan con el material extraído de documentales y con tramos de dos largas entrevistas (una en español, la otra en francés) en las que quien evoca episodios y sentimientos es la propia Mika. Resulta atrapante el retrato de esta militante convencida cuyo compromiso no disminuyó con el tiempo (no faltó a los episodios de mayo del 68 en París, donde vivió después de la Segunda Guerra y donde falleció, en 1992). Al cumplirse veinte años de su deceso, la escritora argentina Elsa Osorio dio a conocer el libro que le dedicó: La capitana.
Una familia muy poco normal Para David Wozniak, la noticia de que el resultado de aquellos centenares de donaciones anónimas de esperma con los que hace años obtuvo unos cuantos dólares en una clínica de fertilización sea hoy un ejército de hijos veinteañeros que andan queriendo saber algo de su ignoto padre es no sólo sorpresiva e impensada. Es casi una verdadera pesadilla para un tipo como él, tan reacio a sentar cabeza y mucho más a asumir la responsabilidad de formar una familia y criar hijos. Ahí tiene el aterrador ejemplo de Brett, su amigo de la infancia, que a duras penas puede arreglárselas con la atención de los cuatro que han quedado a su cargo al cabo de sus fallidas experiencias amorosas. El futuro se presenta más que complejo para David, y por otra parte inquietantemente contradictorio: por un lado, están el desconcierto y el trastorno que le generan los 533 hijos desconocidos de cuya existencia acaba de enterarse (142 de los cuales están empeñados en identificarlo); por otro, la alegría del 543 que viene en camino, según acaba de anunciarle su novia. Pero para completar el panorama se suma el acoso de los malhumorados mafiosos que le reclaman el pago de una vieja deuda, combinado con los altibajos de la carnicería familiar, que difícilmente podría tenderle una mano, sobre todo conociendo sus antecedentes. David podrá ser inmaduro e irresponsable, pero tiene un gran corazón. Es natural que le pique la curiosidad por averiguar qué clase de hijos ha contribuido a procrear, así que cuando le acercan algunas pistas consigue ubicar a algunos. No para darse a conocer, claro, sino para asumir discretamente con ellos el papel de una especie de ángel protector. Ken Scott, autor y director del film canadiense original ( Starbuck ), introduce algunas pocas variaciones al dirigir también esta remake, que mezcla con considerable habilidad el humor y la ternura, sin sobrecargar el sentimentalismo, y le da a Vince Vaughn la posibilidad de aquietar el vértigo cómico, pulsar algo más la cuerda sensible y emplearla para abordar el tema de la paternidad. La situación del padre biológico que sólo conoce a sus hijos cuando ya han superado la adolescencia lo favorece: le permite despojarse de preconceptos y expectativas y aceptar a cada uno tal cual es: de algún modo, lo ayuda a ser un mejor padre. La variedad es extensa: de un talentoso basquetbolista a un chico gay, de un aspirante a actor que trabaja en un bar a un muchacho afectado por una seria discapacidad, de una adicta a la heroína a un músico callejero. El film, que no carece de altibajos, los compensa en buena medida al celebrar esa diversidad y también cierta incipiente fraternidad nacida del origen de la "familia". Y abre para Vince Vaughn una nueva vía para explotar su expresividad.
El último largo día de Pompeya Describir el impresionante espectáculo de la destrucción de Pompeya por la erupción del Vesubio ha sido una empresa que el cine intentó casi desde su propio comienzo, a principios del siglo pasado. Después, una novela que el inglés Edward George Bulwer Lytton publicó en 1834 y que imaginaba una historia melodramática con varios triángulos amorosos, intrigas, mitología cristianismo, brujería y algo de historia para llegar a su culminación con la catástrofe - Los últimos días de Pompeya - sirvió de excusa p ara varias producciones, las más famosas de las cuales habrán sido probablemente las que dirigieron Carmine Gallone en 1925, Ernest B. Shoedsack en 1935 y Mario Bonnard y Sergio Leone en 1959 (con Steve Reeves). A Paul W. S. Anderson, responsable de Mortal Komba t, Resident Evil y Alien v. Predator, entre otros títulos no demasiado memorables (y que de ninguna manera debe confundirse con Paul Thomas Anderson, el director de Magnolia y Petróleo sangriento ), el caso de la ciudad que estuvo desaparecida durante 1700 años lo fascinaba desde chico, según ha dicho, y por eso estuvo seis años preparando esta producción en 3D que mezcla cine catástrofe, épica, peplum, amor y, sobre todo, despliegue aparatoso de efectos visuales y sonoros para ofrecer espectáculo. Difícil imaginar qué les habrá llevado tanto tiempo al director y a sus cuatro libretistas a juzgar por los resultados. El armazón narrativo -por llamarlo de alguna manera- es bastante endeble. Hay un esclavo celta con sed de venganza que se ha convertido en gladiador invencible pese a su relativamente modesta envergadura física (basta verlo al lado de su gigantesco colega moreno). En el camino a Pompeya, conoce a la hija de su amo, un rico mercader, y se enamora de ella, a la que conquista con un par de muestras de su fortaleza y su sensibilidad. Pero no sólo su condición de esclavo y su futuro poco prometedor (los gladiadores tienen los días contados) entorpecen su plan de quedarse con la dama. La misma aspiración tiene el corrupto, poderoso y perverso senador romano que encima cuenta con el apoyo del emperador. Entre las fiestas del vino, que se celebran en esos días, los espectáculos en la arena (que siempre termina tapizada de cadáveres) y las tensiones que crecen entre tiranos y esclavos, entre poderosos y humillados, también crece la tensión en el interior del Vesubio, que está ahí nomás, a la vista de todos. Ya se sabe cómo terminará todo. Lo que no se sabe es cuándo ni cuánto tiempo le llevará a la montaña descargar su furia. Porque las doce horas que según los estudiosos le alcanzaron al volcán para no dejar rastro de Pompeya ni de otras ciudades cercanas en la versión de Anderson parecen días. El show de efectos que ilustra la destrucción es reiterativo, poco imaginativo y difícilmente inteligible, pero hay que dar tiempo para que en el larguísimo final se acumulen todos los lugares comunes posibles, así que hasta que todos los villanos estén muertos, todas las venganzas se hayan concretado, el héroe haya salvado a su chica y queden un par de minutos para el beso del final habrá que esperar a que el Vesubio se decida a completar su obra. Y Anderson la suya.
Una pequeña joya. Este film sensible y auténticamente conmovedor en su sencillez hasta puede parecer una rareza. Aquí lo que importa son los personajes en cuanto seres comunes, de carne y hueso, sin rasgo alguno de excepcionalidad. E importa la interacción entre ellos, que ahonda, con la mayor naturalidad y sin darse importancia ni hacer alardes, en las distintas facetas de la naturaleza humana. En Nebraska , aunque Alexander Payne trabaja por primera vez sobre un guión ajeno (de Bob Nelson), ha dejado sus marcas personales, las que definen su cine. Están presentes en sus temas (la relación entre padres e hijos, por ejemplo); en la estructura narrativa (ya es un experto en road movies); en el ambiente geográfico y humano que le es familiar (el de la Norteamérica profunda); en la atmósfera tenuemente melancólica (que aquí recibe la decisiva contribución de la fotografía en blanco y negro de Phedon Papamichael); en su acercamiento compasivo y solidario a los personajes, una mirada discretamente afectuosa y humanitaria, pero nunca sentimental. Cada elemento de la imagen importa para exponer el recorrido por ese mundo modesto, pequeño y provinciano lleno de signos que hablan de un pasado más feliz y de un lento y prolongado deterioro: es el mismo en Billings, Montana -donde residen los protagonistas-, en Hawthorn o en Lincoln, Nebraska, adonde los llevará una quimérica expedición. Componen la familia de un viejito malhumorado y un poco senil que, engañado por un equívoco folleto publicitario, cree haber ganado un premio millonario en dólares y está empeñado en ir a retirarlo a 1500 km de su casa para poder comprarse una nueva camioneta y recuperar el compresor que hace siglos prestó y nunca le devolvieron. Todo un dolor de cabeza para su mujer y para su hijo menor, que a cada rato debe ir a rescatarlo de algún camino al que se lanzó, a pie, en busca de su objetivo. No hay muchas soluciones. Es el encierro en un asilo, como proponen la dueña de casa y el hijo mayor, o acompañarlo a que cumpla su fantasía, que es lo que el menor -quizá deseoso de estar más cerca del hombre al que tan poco conoce- decide hacer: en el fondo, se trata solamente de ayudarlo a que tenga un motivo para ponerse en marcha, un motivo para vivir, como lo era el parque infantil para el inolvidable protagonista del film de Kurosawa. Pero Nebraska no es sólo el retrato del lazo que se tiende entre esos dos viajeros tan reservados y parcos en palabras. Un regreso al lugar donde creció la familia y el encuentro con parientes y amigos que se muestran muy sensibles al perfume del dinero (todos ven a Woody como inminente millonario) extienden el horizonte del film y enriquecen su panorama humano y su delicada y contenida emoción. La nostalgia asoma, y también a veces la tristeza, casi siempre entre pinceladas poéticas (como la visita a la desvencijada casa donde creció la familia), pero también hay muchos momentos decididamente graciosos. En esos aspectos, ha sido un hallazgo la elección de los actores. Si Bruce Dern resulta irreemplazable como Woody (hay que verle los ojos mientras su cabeza se llena de recuerdos de tiempos vividos en cada uno de los cuartos del antiguo hogar), no menos destacable es el difícil papel de Will Forte, el hijo cuya sensibilidad no necesita de manifestación exterior. En cuanto a June Squibb (candidata al Oscar al igual que Payne, Dern, el guionista Nelson, el fotógrafo Papamichael y el film entero), es, con su desenfado y su vivacidad, el motor de la familia y también, en muchos casos, del propio relato. Habría sido penoso que Buenos Aires se quedara -como se temió en algún momento- sin conocer esta obra tan entrañable como valiosa.
La magia no está en los objetos, está en los corazones." Es una de las sencillas enseñanzas que se recogen de la colorida fábula que esta coproducción peruano-argentina ofrece al público infantil buscando dotar de matices andinos al clásico material del que suelen alimentarse los tradicionales cuentos para chicos y, por ende, buena parte del cine animado. Otra, que también parecen haber asimilado provechosamente los responsables del film, es que el secreto del éxito en cualquier actividad depende de la confianza en los propios dones y en la determinación de persistir en el esfuerzo y no desistir en la búsqueda de perfeccionamiento. Así lo hace por ejemplo el pobre Edam, el ratoncito que más allá de sus limitadas dotes naturales está empeñado en convertirse en mago y que afortunadamente cuenta con el apoyo de su amiga Brie, que no cesa de alentarlo por más que sus trucos fallen. Ya tendrán oportunidad de ponerse a prueba ellos dos y su grupo de amiguitos -por ejemplo los argentinos Muzzarella y Provolone, siempre menos preocupados por cumplir con sus obligaciones que atentos a las horas extras que llevan trabajadas, o los otros dos "soldados" locos por el queso: el gordinflón Gruyere y el no tan glotón Roquefort- cuando haya que salir a defender el reino de Rodencia de las malvadas ratas. Hay que impedir que las usurpadoras se apoderen del diente de la princesa, dueño de incalculables poderes. Héroes de una parte, malvados de otra, habrá batallas, combates cuerpo a cuerpo, hechizos. Y estarán los que a la fuerza oponen astucia e inteligencia. Que son, por supuesto, los que ganan. Entre los triunfadores también hay que anotar a los responsables de esta elaborada realización, que pone en evidencia cuántos progresos han premiado la frecuente práctica del lenguaje de animación. No sólo es muy destacable el tratamiento de los colores y el diseño de los personajes, sino la concepción de los fondos, que evocan al altiplano tanto en los ambientes como en el vestuario, con especial destaque para el chullo, ese gorro con orejeras tejido de lana de vicuña, llama o alpaca tan típico de los habitantes de la región andina.
Cuando al flamante ex corresponsal extranjero de la BBC Martin Sixmith alguien lo pone al tanto del caso vivido por Philomena Lee, califica el relato como una historia de interés humano. Nada podría definir mejor el contenido de esta equilibrada realización de Stephen Frears. Que es bastante más que la dramática historia de la mujer que pasó medio siglo soñando con descubrir el paradero del hijo que le habían arrebatado de pequeño (para entregarlo en adopción), las monjas del orfanato en que estuvo recluida por su condición de madre soltera. Es la historia de la búsqueda que, con el periodista como aliado y guía, emprende una vez que ha confiado el "vergonzante" secreto a su hija, es decir la historia del libro que dio origen a este film. Por tratarse en buena parte de esa búsqueda y de las sucesivas revelaciones a que conduce, conviene no detenerse demasiado en detalles. Pero el film no sólo avanza en esa dirección. También crece en el rico juego dramático que propone una pareja tan extraña y discordante como esta del profesional experimentado, escéptico y descreído, y la mujer sencilla, inocente y compasiva que a pesar de los todos los golpes sufridos conserva la fe y está más dispuesta al perdón que a la venganza. No puede haber concepciones del mundo y actitudes frente a la vida más opuestas que las que exhiben un personaje y otro y sin embargo -también por la increíble química que hay entre Judi Dench y el comediante (y aquí coguionista) Steve Coogan-, la sutil conexión humana que crece entre ellos y hasta parece hacerse visible constituye una de las principales fortalezas del film. Algunos flashbacks alcanzan para recrear los orígenes del caso y al mismo tiempo abrir el relato en otra dirección, la misma que en Magdalene Sisters , aunque en feroz franco tren de denuncia, abordó como director Peter Mulan, el excelente actor de los films de Ken Loach: entonces también se trataba de uno los muchos hogares religiosos fundados en el siglo XIX en Irlanda para asilar a mujeres abandonadas por sus familias, víctimas de la condena social o prostitutas. Tales hogares (que ya no existen) habían sido convertidos en lavanderías, donde las internadas expiaban sus pecados trabajando sin paga, sin descanso y sin perspectivas de liberación en un régimen de disciplina extrema. De allí había visto Philomena cómo un auto lujoso se llevaba una mañana a su hijito, por el que ya no tendría derecho a reclamar. Con la ayuda de Sixmith y con mucho coraje llegará a conocer la verdad, lo que derivará en un tercer capítulo más breve, pero igualmente conmovedor. El mayor mérito del film reside precisamente en el rigor con que Frears esquiva todos los peligros que lo acechan: no hay manipulación, ni tintas cargadas, ni sentimentalismo. Sí en cambio, un inteligentísimo empleo del humor. Y por supuesto un admirable par de actores, lo que no sorprende en el caso de Dench, aunque aquí, sin abandonar el carácter, se muestre especialmente sensible y a ratos también deliciosamente graciosa.