No en vano Renny Harlin fue repetidas veces candidato a ganar el Razzie correspondiente a la categoría dirección en los premios que distinguen cada año a lo peor de la producción. El hombre viene dispuesto a revalidar esos pergaminos y cuenta para ello con un presupuesto bastante generoso, con los suficientes efectos generados por computadora para abastecer a un relato épico lejanamente emparentado con la mitología, con un par de libretistas capaces de reinventarle nuevos orígenes al mismísimo Hércules y con un galán-modelo-carilindo que ha dejado atrás la pálida balleza vampírica de Crepúsculo para llenarse de músculos y lucirse en medio de un ejército de gimnastas como le cabe a un semidiós que se respete. Del héroe más famoso de toda la mitología se conservan algunos detalles. Nada hay de los fastidiosos trabajos, pero éste sigue siendo hijo de Anfitrión y Alcmena, matrimonio, por cierto, muy mal avenido, aunque su verdadero padre, en realidad, es Zeus, que como se sabe aprovechó la ausencia del jefe de la familia para colarse en el lecho de la señora en una noche que Harlin concibe ventosa y febril. Este Hércules es hombre de una sola mujer, por eso sólo tiene ojos para la rubiecita Hebe, que es además la princesa de Creta. Lo malo es que también su (presunto) hermano gemelo Ificles -con quien nuestro héroe se lleva como perro y gato- se ha fijado en ella, lo que -sumado al despotismo del (presunto) papá humano de los dos- resulta ser origen de todos los conflictos. Habrá batallas, luchas cuerpo a cuerpo, torturas, venganzas, muerte; Hércules podrá sacar a relucir su fuerza sobrehumana (aunque en algún momento niegue su condición divina y se defina apenas como un hombre), en los combates se enfrentará a tropas innumerables (tan innumerables como lo hacen posible las computadoras) y llegará el momento en que el propio Zeus tenga que intervenir para que su hijo, convertido en una especie de Sansón de las pampas, pueda dispersar a una multitud de rivales a boleadora limpia. El ridículo está ahí a un paso, pero Harlin se toma todo demasiado en serio como para que el ridículo promueva la risa. Como se ve, lo que nunca llega es la oportunidad para el director haga honor a su presunta fama de experto en escenas de acción. En cambio sí se ve que la lucha más dura que deben enfrentar los actores es contra los torpes diálogos que el guión les hace pronunciar.
Hasta el humor más disparatado y absurdo tiene sus exigencias. No se trata solamente de encontrar una buena idea que sirva como punto de partida ni basta con intentar parodias y añadir personajes estrambóticos y caricaturescos para sacarle provecho. Hacen falta ingenio para lanzarse al delirio, ritmo para que la broma mantenga su dinamismo y chispa para encender el delirio general y favorecer el contagio entre los que participan del juego. Bastante poco de todo esto que tanto contribuyó en otros tiempos al desenfado y el desatino humorístico de De la cabeza y Cha Cha Cha hay en Por un puñado de pelos, salvo la prometedora idea inicial y algún que otro hallazgo esporádico, como el cerdito disfrazado de mascota perruna o ciertos atisbos de western tomados en clave de parodia. El pelo juega un papel central en esa idea. Es la obsesión del protagonista, hijo de papá millonario. Ningún método, ningún remedio, ningún masaje lo ha liberado de la calva que desde joven ha hecho mella en su autoestima y que él en vano intenta disimular bajo laboriosas construcciones capilares, Hasta que, de charla con el encargado de su edificio, se entera de ciertas aguas milagrosas que hay en una vertiente de su lejano pueblo de origen. Como el hombre se ha hecho amigote y ahora mismo está por regresar a casa para celebrar los 105 años de su abuela, decide llevarlo en su auto. Ya se verá allá si las mentadas aguas, además de haber logrado erradicar la calvicie en aquella remota región, vienen con alguna contraindicación y si pueden convertirse al mismo tiempo en una gran solución para el viajero y en un gran negocio para todos, o casi todos. Algunos se niegan a revelar sus secretos y comerciar con sus tradiciones y sus creencias. El contraste entre el millonario de la gran ciudad y la pequeña comunidad llena de personajes grotescos, mitos y supersticiones es uno de los filones de los que el guión de Damián Dreizik y Montalbano intenta explotar con muy relativo éxito. Pero el humor es pálido y la buscada carcajada, demasiado esquiva. Ni siquiera ayudan a promoverla los integrantes del elenco mejor dispuestos para la risa, como el Pibe Valderrama, Rubén Rada o el propio Nicolás Vázquez, aquí sin la frescura que se le celebra en TV.
Esto no es un film, avisa Jafar Panahi desde la amarga ironía del título. No podría serlo porque responde a la insensata lógica de un autoritarismo que, para impedirle que con su franco lenguaje neorrealista siga desnudando la realidad cotidiana de Irán, lo ha condenado al encierro y le ha prohibido por veinte años empuñar una cámara, filmar, viajar fuera del país, ejercer cualquier actividad política o conceder entrevistas. No, no es un film. Es más que eso: es la respuesta a la censura, la demostración -tantas veces verificada por la historia- de que nada incentiva más al genio que la prohibición de manifestarse. Una obra que es a la vez un gesto de resistencia, de valentía, de coraje y de dignidad y un canto de amor por el cine. Filmada clandestinamente en cuatro días con la ayuda de la cámara de Mirtahmasb o con su i-Pod y hecha llegar al Festival de Cannes de 2011 por un intermediario en un pendrive oculto en un pastel. Confinado a su departamento de Teherán, Panahi convierte su frustración y su circunstancia en materia del documental, hace cine con su situación, pero también vuelve a apuntar al estado de su país, y no sólo se vale de su memoria, de su imaginación y de la ventana desde la que puede asistir a los festejos de fin de año (las detonaciones de los fuegos artificiales se oyen como disparos), sino también de sus breves diálogos con las voces del otro lado del teléfono o con los vecinos que tocan a su puerta por motivos banales. Es magistral la última secuencia del film: la conversación con el joven que ha venido a recoger la basura y a quien acompaña piso por piso mientras el muchacho, estudiante de artes, cumple su tarea y le cuenta sus esfuerzos, sus sueños y sus esperanzas. Mirtahmasb lo ha convencido de mantener la cámara encendida: las imágenes perduran. Y a través de ellas o de las que capta el teléfono hemos seguido la jornada del gran artista que hoy está solo en casa porque su mujer y su hija han ido a entregar regalos a la familia. Él desayuna solo, atiende a su mascota (la iguana Igi), habla por teléfono con su abogada (en esos días aguardaba una presunta reducción de su pena), con familia, con amigos, alude a la situación comprometida de los colegas iraníes que corren riesgos si se manifiestan a favor de su liberación, como lo han hecho tantas personalidades del cine internacional, de Scorsese, Coppola, los Dardenne, Loach y Varda a Isabelle Huppert o Robert De Niro. En otra secuencia admirable, cita escenas de sus films que doblan su situación actual (la de El espejo , por ejemplo). Y también lee su nuevo guión prohibido e ilustra la pensada puesta en escena sobre la alfombra. Al fin y al cabo, la prohibición no dice nada de leer, actuar o contar una película. Y en manos de un artista de su calibre, estos momentos, y todo el film, son puro cine.
De que las atrocidades del nazismo podían ser empleadas como material para nutrir una fábula destinada al público infanto-juvenil ya se tenían noticias y no habían sido de las mejores. Aquí la historia es suministrada por una novela australiana que fue best seller internacional y que mezcla las andanzas de una heroína, huerfanita e ingenua, que en el modesto pero acogedor hogar de sus padres de adopción, y junto al dueño de casa y a un joven judío que allí se esconde de la persecución nazi, descubre en los libros el oxígeno que le da fuerzas para resistir la opresión del régimen. En los libros, que abren para ella las puertas hacia la libertad y la belleza, los dueños del poder sólo ven un enemigo al que hay que quemar. Y para que a la nena no le queden dudas, bien temprano debe asistir a una de esas aberrantes ceremonias de quema de libros que ayudarán a garantizar "el fin del comunismo y de los judíos". En ese ominoso reino del miedo, Liesel tiene la suerte de una heroína de cuento de hadas. Bien distinto de su gruñona Rose, su esposa, el papá adoptivo la mima y la comprende; descubre su pasión por los libros, le enseña a leer y hace de su sótano una especie de aula-cuaderno-biblioteca donde la chica puede estudiar. En la calle tiene a Rudy, un rubiecito que se torna su compinche y la defiende de otros chicos menos amigables. Y además, una de las clientas para las que Rosa lava y plancha ropa es la mujer del alcalde y tiene una biblioteca inmensa que pone a su disposición cuando descubre la adicción de la chica. La visión superficial de un horror histórico y las situaciones artificiosas dominan el relato como si se tratara de un cuento de hadas, Rudy, por ejemplo, se embarra la cara para parecer negro, porque es de pies ligeros y quiere remedar a Jesse Owens, el hombre más rápido del mundo. Y cuando ya se han declarado enemigos del nazismo, van hasta un rincón alejado para poder gritar contra Hitler sin que nadie los oiga (¿?). En fin, todo es de un simplismo intolerable que ni siquiera -y a esto contribuye una dirección que no escatima clichés- consigue, aunque se lo proponga, generar escenas lacrimógenas, a pesar de los esfuerzos de la música dulzona de John Williams y del compromiso de los actores, desde la muy expresiva Sophie Nélisse, a los excelentes Geoffrey Rush y Emily Watson. La ambientación es cuidada -tal vez excesivamente prolija- y el relato en off -que como en el libro está a cargo de una Muerte que se confiesa abrumada por el exceso de trabajo en esos años- es una elección desdichada que el adaptador no se atrevió a remediar. Peor que eso: prefirió prolongar el cierre de la historia con el larguísimo epílogo donde la Parca anticipa el futuro de la protagonista. Que en plena Alemania todo el mundo hable inglés -en algunos casos, uno muy británico- podría aceptarse. Lo que no es tan explicable es por qué si todos los personajes son germanos, algunos hablan inglés con acento alemán y por qué en ciertas circunstancias Liesel reacciona ante las malas noticias con sonoros "Nein!", "Nein!"
Paciencia no es lo que les sobra a los Blake, que parecerían una familia tipo, y lo es si uno se atiene al clásico formato papá, mamá, hijo, hija. Pero además -y no es lo de menos- son una familia tipo mafia, si bien ahora están en plan de retiro, lo que no significa que hayan abandonado del todo sus viejas prácticas sino que, previa confesión de algunos datos útiles para el FBI, han ingresado en un programa de testigos protegidos. Y así andan, cambiando de nombre, de domicilio y de país si es necesario, porque ya se sabe que el club al que pertenecían no admite -ni perdona- renuncias. El problema con los Manzoni -tal el verdadero apellido del cuarteto que acaba de ser reubicado en un perdido pueblito de Normandía- es que son gente de pocas pulgas, y su manera de resolver los conflictos sigue siendo la misma de siempre: a puñetazos, tiros o bombas. Difícil mantener así el bajo perfil que recomendaron sus protectores para evitar que los detectaran. De poco vale que haya un agente de la CIA fiscalizando sus comportamientos. Si no, hay que ver cómo responde mamá cuando se siente desatendida en el supermercado o cómo usa la raqueta la nena de la casa cuando la acosa una banda de atrevidos. Y ni hablar de lo mal que le caen al jefe de la familia los plomeros impuntuales y los funcionarios inoperantes. Como en cualquier film de mafiosos, en Familia peligrosa hay abundantes escenas de violencia, pero todo se juega aquí en plan de comedia para que Robert De Niro vuelva a releer en clave de parodia -como lo ha hecho en tantos films de la segunda etapa de su carrera- los personajes que lo hicieron famoso e incluso para que en una escena, bastante forzada por cierto, el ex gángster que ahora pasa por ser escritor participe de una especie de cine-debate, donde tras un inesperado cambio de programa se terminará proyectando (y será tema de análisis) Buenos muchachos . Un chiste del que probablemente habrán disfrutado más que los espectadores, el propio De Niro, el director y guionista Luc Besson y el productor ejecutivo, que no es otro que Martin Scorsese. Con un guión más pródigo en ingenio, una comedia en torno de la cosa nostra pudo haber resultado bastante más graciosa (lo sabe bien Michelle Pfeiffer, que hace veinticinco años protagonizó la divertida Casada con la mafia ). Aquí, aunque el cuento tiene sus altibajos, ella sigue siendo encantadora y el entretenimiento, liviano, se sostiene. De Niro no tiene que esforzarse demasiado para reírse a costa de un personaje que se sabe de memoria y a Tommy Lee Jones le basta con el oficio para animar al desdichado agente encargado de vigilar a la incorregible familia. El libreto no ha sido demasiado generoso con el sector joven del elenco, pero Dianna Agron (de Glee ) y John D'Leo no desentonan.
No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine). Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza. La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada, según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Cl è ves. La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne - ocupa un espacio. Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura. Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras. La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.
En lo temático, este duro film del controvertido realizador Ulrich Seidl remite a Bienvenidas al Paraíso , aquella historia de Laurent Cantet sobre mujeres de cierta edad que buscaban satisfacer sus necesidades sexuales entre los jóvenes de las playas haitianas. Por cierto, más en lo temático que en su tratamiento. El realizador francés examinaba lo que hay de servidumbre, abuso y manipulación en las relaciones humanas y hablaba de dinero, clase y poder. También lo hace Seidl en Paraíso: Amor al acompañar el viaje de esta obesa cincuentona austríaca que llega a Kenya en franco tren de turismo sexual, pero de un modo más descarnado, directo y perturbador, al punto que abundan las escenas explícitas difíciles de tolerar, no tanto por la desnudez de los personajes o porque haya en ellas erotismo u obscenidad sino por la crueldad con que se los expone a la humillación y la degradación. Conocido por su fascinación por la fealdad de los cuerpos y de los comportamientos, Seidl inicia con este film una trilogía, cada una de cuyas partes corresponde a otras tantas mujeres de la misma familia que emprenden sendos viajes de vacaciones. Después de Teresa (un personaje que si logra despertar alguna empatía es gracias al admirable trabajo de Margarethe Tiesel) , vendrán Paraíso: Fe , sobre una misionaria católica, y Paraíso: Esperanza , sobre la hija adolescente de Teresa enviada a un campamento para someterse a una dieta para perder peso. También es conocido el realizador austríaco por aplicar un método similar al de Mike Leigh, donde caben lo documental y la improvisación sobre ciertas bases establecidas. No hace falta reparar en que los personajes llevan sus mismos nombres para advertir que los esbeltos muchachos que aparecen en la película, los sucesivos compañeros de la protagonista, pertenecen al lugar donde se ha rodado el film. Allí llega Teresa, aconsejada por una amiga que en Kenya se ha sentido deseada, o al menos tocada. No es la única que fantasea con esos esculturales morenos que cantan y bailan como salvajes, y ellos las guían en esos safaris carnales que no tienen tarifas establecidas, pero tampoco suelen ser gratuitos. Siempre hay alguna hermana enferma o un padre en el hospital o un primo accidentado para avivar la generosidad de las visitantes europeas. Seidl no ahorra escenas chocantes, que no siempre se justifican, pero se encarga de mostrar que la línea entre explotadoras y explotados es más que borrosa y que de parte de ellas tampoco es clara la distancia entre la necesidad sexual y la de algún calor humano. Hay resabios del colonialismo en este comercio que a veces se manifiesta de la manera más abierta y brutal. La escena del cumpleaños de Teresa, con regalo vivo incluido, es de una violencia más que perturbadora; la callada desolación íntima de la protagonista, también. Son dos facetas que enriquecen al film y en cierta medida equilibran una obra cuya forma narrativa puede resultar algo episódica, pero de inusual potencia expresiva.
El principal mérito de esta especie de ¿Qué pasó ayer? de la tercera edad encierra también su mayor misterio. No es poca hazaña que sus productores hayan logrado reunir por primera vez en un elenco a cuatro pesos pesados de Hollywood como Michael Douglas, Robert De Niro, Kevin Kline y Morgan Freeman: hasta ahí llega el mérito. Que lo hayan conseguido ofreciéndoles un guión tan magro en ingenio ya forma parte del misterio. Quizás eso explica que, puestos a responder al compromiso, los cuatro pongan en juego más su oficio de comediantes, que ya se sabe dominan, que verdadera voluntad de divertir y divertirse, y que en el balance final resulte Mary Steenburgen la que mejor sabe sacar provecho de un papel relativamente menor: el de la veterana cantante que se cruza en el camino del cuarteto para que se repita cuarenta años después una situación similar a la que puso en conflicto a dos de los viejos compinches y determinó su destino. Uno es Paddy (Robert De Niro), de eterno duelo desde que perdió a su mujer y escasísima voluntad de salir de casa y menos para cruzarse con el otro, Billy (Michael Douglas). Éste, que ha hecho carrera como abogado en California, se siente todavía en condiciones de seducir señoritas que podrían ser sus hijas y, ya pisando los setenta (quizá consecuencia de la muerte de su socio en el estudio), calcula que ha llegado por fin la hora de casarse y decide hacerlo con su circunstancial pareja. Es la excusa para que se produzca el reencuentro con sus amigos desde la infancia: para que haya despedida de soltero y para que sea en Las Vegas, lugar donde sobreabunda la oferta de bodas y la promesa de juergas. Con lo cual ya está todo listo para que las situaciones y los chistes respondan al más previsible humor geriátrico, Viagra incluido, y para que el cuarteto de jubilados se vea rodeado de tentaciones, desde la del juego, que se le da muy bien al simpático Archie (Morgan Freeman), liberado por pocos días de la vigilancia sanitaria de su hijo, hasta la de la pródiga oferta de compañía femenina a la pesca de jugadores afortunados, lo que pone a prueba hasta qué punto el juicioso Sam (Kevin Kline) se atreverá a aprovechar el permiso de infidelidad que le ha concedido su comprensiva esposa. Hay ciertos momentos divertidos, algún intento de emotividad y está el atractivo de la presencia de las estrellas, aunque nada es muy novedoso y el convencionalismo abunda. El film también muestra, lamentablemente, el vuelo corto de Jon Turteltaub como director y las limitaciones de su presunto desenfado.
La ya clásica familia disfuncional que parece indispensable en cualquier film que aspire a ser considerado indie está aquí integrada por escritores. Uno, papá, ya consagrado, pero ahora estancado en su creatividad desde que no ha podido digerir el abandono de su ex mujer, pasa más de una noche espiándola furtivamente en su intimidad con el nuevo marido. El hijo menor, adolescente, ha heredado su vocación literaria y su espíritu romántico, que por ahora vuelca sobre una compañerita de estudios presa de su adicción a las drogas. La hija mayor, ya universitaria, es su opuesto: prefiere la literatura (a la que se dedica con pasión y disciplina) al amor, del que descree; en los hombres sólo ve fugaces compañeros de aventuras sexuales. Todo por culpa del golpe que significó para ella el divorcio de los padres y en especial el adulterio cometido por su mamá, a la que ahora detesta. No es el mejor panorama para llegar al Día de Acción de Gracias, el encuentro de familia con el que se abre la historia, bastante prometedora en ese punto por la personalidad definida de sus personajes y por la diversidad de conflictos que presenta cada uno. La temporada en la casa de la playa parece anunciar un retrato sensible y con posibles derivaciones hacia lo romántico, el drama familiar, las crisis de los adultos y las confusiones de los jóvenes, También, es cierto, amenazan con multiplicarse los apuntes sobre el mundo literario, visto desde una perspectiva bastante ingenua y sobrecargados de conceptos que quieren ser sesudos y suenan forzados. No sería esa la peor falla de Un lugar para el amor porque al menos hay aciertos en el tono narrativo -ni demasiado ligero ni demasiado grave-, en la pintura de ambientes y en la descripción de los personajes, incluidos algunos de breve intervención. Y porque cuenta con un grupo de actores cuya naturalidad contrarresta bastante los clichés. Lo grave es la tendencia de Boone a recurrir al Hollywood más convencional con el envoltorio de un cine independiente que ha ido despojándose de esa herencia, en buena medida porque ya ha creado sus propias tradiciones y su propia galería de lugares comunes. Ya sobre el final, cuando -como cabe imaginar- se desembarca en la nueva escena del Día de Acción de Gracias que servirá de cierre, la colección de convencionalismos ha llegado al borde de la sobredosis.
Dos buenos actores no hacen un buen film Dos buenos actores no son suficientes para hacer una buena película. Sí pueden, como en el caso de Vanessa Redgrave y Terence Stamp y esta endeble historia sentimental sobre una pareja de la tercera edad, disimular un poco las flaquezas y las convenciones de un guión al que se le nota demasiado la voluntad de complacer a la platea, preferentemente la más madura. Lejos de responder al pretencioso título que recibió en la versión local, el cuento se interna en la vida de Arthur y Marion, que pese a sus diferencias y gracias a un cariño que se percibe sincero han sabido mantener una convivencia prolongada y armoniosa. El es retraído, lacónico, poco sociable, algo gruñón e incapaz de exteriorizar sus sentimientos aunque vive pendiente de las necesidades de su mujer, enferma terminal. Ella, a pesar de que su salud se deteriora día a día, es alegre y luminosa, una enamorada de la vida, lo que se manifiesta en el entusiasmo con que participa del coro de jubilados de la comunidad, al que su joven directora está poniendo al día en materia de repertorio popular. En vano esta animosa muchacha procura contagiar el mismo fervor en el hombre y atenuar su callada tristeza, a la que no debe ser ajena cierto conflicto que nubla su relación con el único hijo de la pareja. Marion, más allá de su debilitada energía, se ha convertido en el alma del grupo de veteranos cantantes, que están a punto de participar de un certamen local. Ocasional solista, es, claro, querida por todos, lo que da para imaginar el destino que le espera. No es lo único previsible en un film donde no falta, para aligerar el tono, los chistes sobre gente mayor y los momentos musicales. También abundan los lugares comunes en la misma medida en que escasea el rigor en la elaboración de personajes y la imaginación en la puesta en escena. A Vanessa Redgrave y en especial a Terence Stamp (cuyo personaje exhibe más desarrollo en términos dramáticos) les cabe el mérito de hacer que sus criaturas alcancen relativa vibración humana en medio de tanta convención y que de a ratos hasta resulten algo conmovedores.