Pese a su juventud (27 años), el venezolano Joel Novoa Schneider tiene considerable experiencia en el cine. Hijo de cineastas (un uruguayo, una venezolana) y formado académicamente en la Universidad de California, llevaba filmados ocho cortos, varios de ellos premiados antes de decidirse a un primer largometraje. Quizá por ese prolongado ejercicio se atrevió a abordar un tema tan delicado como la personalidad de un fundamentalista. Un hecho real -el atentado terrorista contra la AMIA, que dejó 85 muertos le sirvió como punto de referencia, y dedicó largo tiempo junto con su guionista, el uruguayo Fernando Butazzoni a reunir información y conocer el resultado de las múltiples investigaciones que se han desarrollado sobre el hecho, pero no para hacer foco en aquel ataque, sino para construir una ficción sobre bases reales. El propósito era lograr el abordaje humano de la figura del fundamentalista y con ese fin y en busca de cierto equilibrio se organizó la historia en torno de dos militantes radicales: un islamista de origen libanés que ha estado preparándose desde la infancia para vengar la muerte de su padre (un moderado y pacífico musulmán asesinado durante la guerra del Líbano), y con ese objetivo se ha inventado una nueva vida como médico en Venezuela, y un implacable agente argentino del Mossad que no repara en medios para llevar adelante la guerra contra los terroristas que le arrebataron a su hermano. Son dos caras del fundamentalismo, que sin duda representa en la visión del film el mismo y único enemigo, aunque en la superficie el retrato de los palestinos resulte algo más despiadado que el de los israelíes. La propuesta más interesante del guión está en la hipótesis de un tercer atentado que habría sido proyectado para pocos días después del de la AMIA. Es en ese punto donde se cruzarán las vidas del terrorista que está listo para cumplir su misión y el agente que ha estado atento a cada movimiento de la célula extremista para impedir cualquier ataque. Y es ése el hecho que regula el suspenso de la historia, hábilmente administrado por el director venezolano. Que el desenlace resulte menos convincente no resta mérito a esta producción, que es casi una rareza en el cine de esta parte del mundo, si bien es cierto que en el examen de los personajes no hay excesiva profundidad, sobre todo si se recuerdan algunos films palestinos que abordaron el tema. La forma es la del thriller, con todos los elementos necesarios para mantener el nervio y la tensión, más allá de alguna sobredosis de flashbacks y de esporádicos baches en el ritmo. La puesta en escena de Novoa acierta sobre todo por el cuidado puesto en la ambientación y la inteligente elección de escenarios (la acción transcurre en El Líbano, Caracas, Buenos Aires y Montevideo). También el uso de los distintos idiomas en los diálogos (cada personaje habla en su propia lengua) contribuye a fortalecer el realismo del relato en la misma medida en que a veces lo contradicen la recurrencia a lugares comunes y las situaciones previsibles. Como thriller, el film está construido con solidez y cohesión y logra sostener el interés. Es en general destacable el desempeño del elenco, en el que tienen especial lucimiento Vando Villamil y el actor debutante Mohammed Al Khaldi.
"Yo soy mi peor enemigo", se dice Joseph Silberg, y lo dice literalmente, no porque haya percibido en sí mismo tendencia a boicotearse. Al pasar el examen médico para el servicio militar, ha sabido que no es hijo biológico de sus progenitores sino de una pareja palestina de Cisjordania. Cuando nació, en una noche de bombardeo en Haifa, dos recién nacidos que debieron ser evacuados terminaron siendo intercambiados por error. Él fue a parar a un hogar judío; el otro, Yazine, a una familia árabe. Ya no hay vuelta atrás, los dos muchachos -y sus respectivas familias- se ven obligados a enfrentar este callejón sin salida al que los ha empujado el destino. Para los adultos, especialmente para los hombres, la situación parece irresoluble: la historia, la educación, los viejos rencores levantan un muro más infranqueable que el que separa un territorio de otro; las mujeres, en cambio, parecen más dispuestas a revisar sus prejuicios; al fin y al cabo se trata de hijos: el que dieron a luz hace años y sólo ahora van a conocer, y el que han tenido en sus brazos y ha formado parte de sus vidas desde el primer día. Para los jóvenes tampoco es sencillo. Palestino amado y criado por judíos uno, judío amado y formado por palestinos el otro, de a poco intentan recorrer el único camino posible para echar abajo la barrera de la rivalidad: conocerse. Los dos descubrirán cuánto hay de común entre ellos aunque a su alrededor otros vean con malos ojos este acercamiento con el que ayer se percibía como el peor enemigo. Ahora que la vida los instiga a colocarse en el lugar del otro, a comprender sus pensamientos y sus sentimientos, no será difícil reconocerse, por encima de todo, como seres humanos. La directora francesa de origen judío ha elegido el drama familiar para abordar el conflicto palestino-israelí y en cierto sentido también elige el camino de los chicos. Al llevar a cada uno a integrarse en el mundo del otro, al mostrar su cotidianeidad, al exponer su intimidad, sus sueños, sus esperanzas, el film está señalando que esa aproximación, ese conocimiento a nivel personal, es el camino más directo hacia la comprensión. Puede que la visión de Lévy resulte demasiado optimista -de hecho se la ha acusado de utópica-,pero es necesario destacar que su película no cae en fáciles sentimentalismos y, en cambio, alcanza fuerte emoción en escenas como de la del rabino o en la sabia reflexión del maduro Yazine cuando convence a esa especie de nuevo hermano que acaba de ganar que sólo él será el responsable de elegir qué vida quiere vivir. La convicción y la calidez que vuelcan los actores -Emmanuelle Devos y Areen Omari, las dos madres, en especial, pero también los muchachos, Mehdi Dehbi y Jules Sytruk-, es fundamental para hacer creíble y conmovedora esta extraña historia que bien pudo parecer un artificio para exponer la fe que Lévy deposita en una posible solución del conflicto a través del amor.
Como ya se ha visto en decenas de películas -seguramente todas o casi todas más interesantes que ésta- no suele irles demasiado bien a los jóvenes ambiciosos que con tal de ascender en la escala del poder son capaces de todo, hasta de meterse en medio de una feroz lucha entre corporaciones que se disputan el dominio del mercado. Tampoco le va siempre bien al que aquí encarna Liam Hemsworth, el carilindo australiano que debe su actual notoriedad tanto a su trunco romance con Miley Cyrus como al éxito de la serie de Los juegos del hambre . Él es otro de esos genios de la tecnología al que las circunstancias colocan en el papel de héroe de thriller. Aunque en este caso se trate de un thriller con más complicaciones que intriga y más clichés que suspenso. A propósito de lugares comunes, materia en la cual el guión es considerablemente generoso, vale anotar que al frente de cada una de las empresas en guerra están ahora dos magnates (que en otro tiempo fueron socios, claro); que habrá muchos enigmas en torno del secreto proyecto de un smartphone que revolucionará el mercado y decidirá cuál de los dos triunfa en la competencia. Y que más allá de todos los riesgos que deba correr, será el ávido genio-héroe el encargado de jugar el papel de espía. Por supuesto, mientras el infiltrado avanza en su investigación, que se le facilita bastante por la torpeza ajena, también progresa en la conquista del corazón de la linda rubia que nunca falta y que en esta oportunidad es la máxima responsable del marketing de su firma. Una mujer de carácter, y por eso se dice de ella que "está decidida a triunfar en un mundo de hombres". El guión, puede inferirse, no es de lo más imaginativo; tampoco se preocupa demasiado por ser claro. Y bien puede abrigarse la sospecha de que tales flaquezas provienen de la novela original, donde quizá se deslice alguna pista de la paranoia del título, ya que apenas asoma en una escena breve que parece más que inspirada en La conversación , de Coppola. Con lo cual quizá pueda aligerarse un poco la responsabilidad del director Robert Luketic, que al menos atiende un poco a la prolijidad técnica. La presencia de Gary Oldman y Harrison Ford busca dar relieve a los personajes de los dos millonarios o quizá simplemente apuntalar un poco a la fotogénica pareja protagónica Hemsworth-Amber Heard, a la que no le sobran ni química ni carisma.
La mujer que agoniza en este hospital brasileño ha ocupado un lugar relevante en la vida de los que ahora siguen de cerca la evolución de su estado. Son, como ella, ex militantes de la lucha armada contra la dictadura, y es natural que al compartir esa angustiosa espera sean los hechos de aquellos años el tema que vuelve una y otra vez a la conversación, y que en ella queden expuestas las diferencias entre los puntos de vista con que cada uno los interpreta desde el presente y las reflexiones que a cada uno le suscitan. La historia y los personajes son de ficción, pero provienen de las experiencias vividas por la directora y su círculo de amigos y compañeros de la resistencia. Lucia Murat se comprometió primero con la política estudiantil y más tarde formó parte de un movimiento revolucionario, por lo que padeció cárcel y tortura. El film está dedicado a la memoria de Vera Silvia Magalhães, la única mujer que participó del grupo que en 1970 secuestró al embajador norteamericano a cambio del cual se obtuvo la liberación de algunos presos políticos. Murat fue su amiga; admiró su inteligencia, su coraje, su apasionamiento y su fortaleza de carácter, y con esos rasgos vistió al personaje central de su film, Ana. Pero no se propone hacer un retrato de la que devino leyenda de la izquierda brasileña sino -como lo hace su álter ego en la ficción, la cineasta Irene- utilizar el cine para tener una perspectiva más clara sobre lo vivido en el pasado y plantearse los interrogantes que ahora la inquietan. Entre ellas -y por eso el film incluye personajes jóvenes- la visión del pasado que se transmite a las nuevas generaciones. La acción transcurre en la actualidad y es la realidad actual de estos personajes, incluidos algún actual ministro y un ex guerrillero italiano refugiado en Brasil, lo que importa: la relectura que pueden hacer hoy del pasado, de lo que significó para ellos la dictadura, de los ideales que perseguían con su lucha y de las decisiones que tomaron en busca de alcanzarlos. Aunque el lazo que los une sigue siendo fuerte -nada lo expone mejor que la propia figura de Ana (que se hace omnipresente en el relato a través del pensamiento de sus viejos compañeros, que la corporizan siempre joven, más que por medio de flashbacks)- hay no pocos desacuerdos entre ellos. Así, Murat expone sus dudas y afronta sus interrogantes. Puede no renunciar a sus ideales, pero coloca en cuestión la necesidad de asumir alguna actitud autocrítica antes que refugiarse en el papel de víctimas que prefieren adoptar algunos de sus compañeros sobrevivientes de la represión. En ese sentido, se trata de un film valiente, honesto y valioso, aunque en el fondo resulte tan interesante por los temas que expone como por la elecciones formales que propone, como la presencia viva de una Ana de otro tiempo en medio de la acción, un poco a la manera del Bergman de Cuando huye el día.
No hay caso: el desgaste de la vida en pareja es inevitable: a cierta altura, la caricia de quien ha compartido durante tantos días felices el lecho conyugal y que antes se sentía tibia, afectuosa o sensual ahora parece aplicada por un guante de goma. Marc Marronier -el cronista literario cuyos contratiempos amorosos se narran en esta graciosa comedia llena de ironías, un poco cínica y otro poco machista- lo ha vivido en carne propia y lo ha visto reflejado en los demás cuando en el juzgado donde se tramitan los juicios de divorcio escuchó los reproches mutuos de otras parejas que estaban, como él, poniendo fin a la vida en común. La conclusión a la que llega es casi obvia: el amor, si es que existe, dura, a lo sumo, tres años. Claro que llega a esta tesis en pleno estado de depresión, tras vivir dos fracasos sucesivos: primero, el de su matrimonio, aceptado a la fuerza ante un juez que utiliza la misma fórmula de la boda civil pero al revés; el otro, el de su suicidio, extrema manifestación del estado de ánimo en que lo dejó el abandono de su mujer. Dicen que no hay mal que por bien no venga y aparentemente el caso de Marc lo ratifica. Convencido de que el amor es un espejismo de probada fugacidad y dispuesto a alertar a otros hombres para que no caigan en la misma tentación y padezcan el mismo fracaso, expone su teoría sobre la caducidad del amor en un libro. Y entonces sobrevienen dos milagros sucesivos. En la editorial donde tantas veces le recomendaron desistir de sus aspiraciones literarias, reciben su original con entusiasmo: ven en él un negocio jugoso. Y aciertan. El otro milagro, casi al mismo tiempo, es la aparición de Alice, criatura luminosa y encantadora, que despierta en él un inesperado e irrefrenable deseo de vivir con ella un amor eterno. Justo ahora, cuando en un libro que, aunque firmó con un estrafalario seudónimo, dice todo lo contrario y se vende como el pan. A la obligación de ocultar, pues, su verdadera identidad para no correr el riesgo de perderla, se le suman a Marc otros contratiempos, incluido el compromiso de la chica con uno de sus primos. Ahora sí le ha llegado la hora de sufrir por amor. Sólo faltaría que la música de Michel Legrand, que siempre ha acudido en su auxilio para paliar las penas del corazón, no pueda asistirlo en este caso. Para él, los sinsabores se multiplican mientras parece desatarse a su alrededor una especie de epidemia matrimonial. Y a exponerlos con cierta malicia se dedica Frédéric Beigbeder entre comentarios de ácida ironía (no hay que olvidar que la novela original tiene bastante de autobiográfico) y con la inapreciable ayuda de su álter ego en la pantalla, Gaspard Proust, que a su simpatía natural suma el dominio de los tiempos de la comedia. El humor del autor y ahora cineasta se vuelca en ingeniosos diálogos puestos en boca de un elenco en el que abundan comediantes de probado oficio como Valérie Lemercier (la editora), Annie Duperey y Bernard Menez (los padres de Marc), y hasta se luce el rapero francés Joey Starr como el amigo negro del protagonista, aunque el giro que se le impone a su personaje y quiere ser sorpresivo y gracioso resulta en cambio bastante forzado. Louise Bourgoin ( Un suceso feliz ) tiene la belleza y la frescura de su Alice. Beigbeder acierta con el tono, muestra bastante desenvoltura como narrador y se luce tanto en la dirección de actores como en la elección de la banda sonora, en la que -por supuesto- tiene especial participación Michel Legrand.
Indecisa mirada al caso Wikileaks Dirigido por Bill Condon (cuya carrera abarca de la recordada Dioses y monstruos a un par de episodios no tan memorables de la saga Crepúsculo o al irregular musical Dreamgirls ), El quinto poder buscaba, por lo menos en las intenciones, proporcionar una crónica equilibrada -aunque algo distorsionada en beneficio de la dramatización-sobre el controvertido caso de WikiLeaks, sobre la ambigua figura de su fundador, el australiano Julian Assange, y sobre el ruidoso impacto que produjo el website con la filtración de casi 250.000 cables confidenciales de la diplomacia estadounidense en 2010, y cuyo vertiginoso crecimiento destapó diferencias de criterio en el seno de la organización -en especial con el activista alemán Daniel Domscheit-Berg, que jugó un papel decisivo en la creación de la plataforma para divulgar los documentos reservados- y llevaron a la ruptura de la amistad. El film precisamente, está basado en dos libros, uno de los cuales pertenece al alemán, quien es encarnado en la película por el excelente Daniel Brühl (el Niki Lauda de Rush ). El retrato de Assange que se ofrece, responde, pues, a su visión. Es, no hace falta subrayarlo, una propuesta tan ambiciosa como difícil de concretar, considerando el volumen, la variedad y la importancia del material documental que debe integrarse a la reconstrucción de esta historia, que todavía no ha llegado a su desenlace y cuyas derivaciones siguen siendo motivo de controversia (Assange, actualmente prófugo de la justicia sueca, enfrenta otras causas judiciales y permanece desde hace 17 meses asilado en la embajada ecuatoriana en Londres). Sobre todo porque, como reconoció Condon, existen ya excelentes documentales sobre el tema a los que seguramente seguirán otros. "Por eso -ha dicho- queríamos hacer algo distinto, explorar alguna de las problemáticas principales que WikiLeaks ha puesto en evidencia, mientras llevábamos al público a vivir un viaje emocionante junto a un personaje fascinante de nuestra época. Un personaje cuyas revelaciones lo han convertido en enemigo de los principales gobiernos del planeta, pero otros juzgan defensor del derecho del ciudadano de conocer la verdad de las decisiones de sus gobernantes." Es la vieja discusión sobre el secreto de Estado, tan vieja como el Estado mismo. Y es la que en cierto modo termina por enfrentar a Assange con Domscheit-Berg. Para el alemán hay un límite más allá del cual el secreto de Estado prevalece sobre el derecho del ciudadano de conocer los comportamientos y decisiones de los gobernantes. Para Assange, tal límite no existe. El libretista Singer y el director Condon prefieren no adoptar una posición clara sobre el asunto. Por otra parte, es de suponer que con tantos temas que quieren abarcar, bastante complicación deben de haber tenido para encontrar la forma de exponerlos sin que tal amontonamiento condujera a la confusión o, lo que es más grave, al aburrimiento. En la primera parte, Condon elige el camino del vértigo, convencido como parece estar de que un ritmo acelerado, un montaje frenético y una música machacona ayudarán a inyectar el nervio del thriller que quiere para su film. No siempre lo logra. Tampoco ayuda demasiado el recurrir a imágenes tecno, páginas web o gráficos de computadora. La variedad de lenguajes sólo suma más caos a la sobredosis de información y deja a la intemperie el problema principal de la película: la indecisión del director entre un film de compromiso civil, con su correspondiente mensaje (Assange termina pareciéndose demasiado al villano clásico de cualquier película) y el thriller de acción, para el cual siempre es preferible contar con personajes por cuyo destino el espectador pueda sentir interés, lo que no es el caso del Assange de Benedict Cumberbatch. La personificación que ofrece el actor británico es muy cuidada en lo exterior, pero debajo del maquillaje no se perciben demasiadas señales de su compleja personalidad (quizá por una carencia del guión.) Mucho más convincente resulta Daniel Brühl. Laura Linney y Stanley Tucci, como dos funcionarios del Departamento de Estado, encabezan el prestigioso grupo de actores secundarios cuyos talentos han sido bastante desaprovechados por el film.
Bills, el dios de la destrucción del séptimo universo (cada universo tiene uno) se despierta de un largo sueño de 39 años y nadie lo celebra más que Goku, el famoso alienígena saiyajín criado en la Tierra que ahora, cuando la infinitamente temible divinidad lo desafíe, tendrá un rival poderoso con el cual medir fuerzas. No le va a ir demasiado bien en un principio y tendrá que ingeniárselas para darse el gusto de enfrentarlo de dios a dios, ya se verá cómo. Así tiene que ser porque de eso de las terribles batallas que amenazan con la destrucción de la Tierra y de todo lo que el héroe debe afrontar para evitarlo, se tratan los episodios de Dragonball Z , la popularísima serie nacida del manga de Akira Toriyama, cuyos fanáticos han tenido que esperar un tiempo que les habrá parecido igualmente excesivo para encontrar en los cines una versión del fantasioso animé con el que han crecido. La espera puede haber valido especialmente la pena, ya que en este caso se trata de la primera vez que el propio Toriyama se involucró directamente en la adaptación. Y además, si se tiene en cuenta el éxito arrasador que la película experimentó en Japón desde su estreno en mayo último, puede preverse similar reacción por parte de la extensa tribu de fanáticos argentinos del animé en general y de Dragonball en particular. En ellos, en los chicos y sobre todo en los que ya no lo son tanto, pero han seguido fieles a la franquicia (el manga se publicó entre 1984 y 1995) y a todo lo vinculado con ella hasta bien pasada la adolescencia, habrán pensado los realizadores. Y habrán acertado a juzgar por la ruidosa reacción de una platea expectante que bramó, celebró y aclamó desde mucho antes que comenzara la proyección y especialmente cuando Mario Castañeda, el actor mexicano que le ha puesto la voz a Goku en todos estos años, se hizo presente en una función avant-première realizada en el Cinemark Palermo el domingo por la mañana. Hubo aplausos, gritos, risas y toda clase de manifestaciones de aprobación durante la escasa hora y media de proyección, con los clásicos trazos de la animación japonesa, los colores estridentes, los fantásticos combates y los bombazos de la banda sonora que se esperaban. Un verdadero entendimiento entre el producto expuesto en la pantalla y sus fervorosos consumidores. La gran tribu, feliz. Todo un fenómeno. Claro que se trata de uno más merecedor del análisis de los sociólogos que del comentario de un cronista de cine.
Nada es lo que parece Las historias policiales (o similares) basadas en la improbable relación entre dos agentes que integran una pareja muy despareja, que armonizan poco y se desconfían mutuamente se cuentan por centenares. Dos armas letales no trae demasiadas novedades respecto de la fórmula salvo que se que acepten como innovaciones los delirios inverosímiles que se han permitido el guionista Blake Masters y sobre todo el autor del original, Oliver Grant, gracias a las libertades que les concedía el hecho de que aquél fuera una novela gráfica. Pero, en cambio, tiene dos importantes aciertos. Uno es la elección del dúo protagónico, Denzel Washington y Mark Wahlberg, que se divierten tanto representando esta ficción al punto de convertirse en el principal atractivo del entretenimiento y hasta logran contagiar a la platea que se siente integrada a la broma; el otro es el buen oficio del islandés Baltasar Kormákur ( Invierno caliente, Contrabando ), que sabe que el interés del thriller no depende solamente de la acción desarrollada a ritmo veloz y del aporte de los efectos visuales (aquí felizmente utilizados con prudencia), sino también de la cohesión narrativa y sobre todo de la generosa dosis de humor que domina las situaciones y se filtra en diálogos en los que abundan el cinismo y el desparpajo. En Dos armas letales (no es casual que el título remita a la exitosa serie con Mel Gibson y Danny Glover) nada es lo que parece. Ni siquiera los protagonistas, dos delincuentes que roban autos, asaltan bancos, tienen puntería infalible cuando disparan sus armas y salen indemnes de persecuciones y emboscadas, pero en realidad (y aunque cada uno ignora la verdadera identidad del otro) son agentes encubiertos que trabajan para diferentes servicios de inteligencia y andan detrás de la misma presa. O del mismo botín: los cuatro millones de dólares que un narcotraficante mexicano tiene depositados en un banco. Tampoco la cuantía del botín es lo que parece, sino muchísimo mayor, ni lo es el aparente dueño de la fortuna, sino otro muchísimo más poderoso que el temible capo del cartel. Y hasta la propia película, que aunque sólo parece uno más de los tantos films de acción tratados en tren de comedia es en el fondo una suerte de buddy movie . Con una pareja en la que, aun cuando ya se han destapado las identidades y las misiones coincidentes, perduran siempre las sospechas, y la posibilidad de la traición nunca se disipa del todo. Ni siquiera cuando, consumado el golpe, los dos se vuelven perseguidos. Por algo Bobby Trench (Washington) le avisa a cada rato a Stig Stigman (Wahlberg) que "cuando todo haya terminado, te dispararé". Hasta que eso llegue, si llega, el público disfruta de un buen rato de acción y diversión.
No es demasiado frecuente, pero a veces las secuelas se presentan como guiadas por un propósito corrector: el de subsanar lo que en el original se hizo mal, o por lo menos mejorarlo. No es precisamente el caso de Percy Jackson y el mar de los monstruos , que llega tres años después de Percy Jackson y el ladrón del rayo . Que por cierto ofrecía un extenso campo para intentar perfeccionamientos. El torpe manoseo de la mitología en busca de entretenimiento para público juvenil no sólo continúa: quizás empeora un poco. Lo mismo pasa con la realización. Al rutinario Chris Columbus lo reemplaza un Thor Freudenthal, que parece completamente desinteresado de que lo que tiene que narrar debe atrapar el interés del espectador. Y algo parecido podría decirse respecto del multitudinario equipo encargado de los efectos visuales, cuyas invenciones no alcanzan a distraer de la mediocridad del relato. En otras palabras, que la secuela se revela como visiblemente innecesaria, lo que por cierto no es la primera vez que sucede en el cine actual. En fin, ahí está otra vez Percy (el impávido Logan Lerman) luchando con el compromiso de estar a la altura de su divina ascendencia (aunque sólo en un 50 por ciento, es hijo de Poseidón) y salvar al mundo, misión que, dados los poderes con que cuenta, debe formar parte de sus obligaciones. Ahora, como crece la amenaza de unos monstruos mitológicos que están desmoronando las fronteras mágicas del santuario donde residen y todos corren peligro, le ha llegado la hora de actuar. Deberá ir en busca del vellocino de oro, indispensable para lograr el triunfo, pero no lo hará solo, sino con sus amigos de siempre y hasta con un hermano cíclope que acaba de aparecer en su vida y que resulta la única novedad más o menos simpática entre tantos seres extraños, fruto de algún manual de mitología leído a las apuradas e interpretado con similar imaginación por el adaptador de las novelas (firmadas por un ex profesor de mitología de la secundaria) y por los presuntos expertos en generación de imágenes por computadora. El viaje los llevará a lugares tan míticos como la península de Florida, Washington y el mismísimo mar de los monstruos, que no es otro que el Triángulo de las Bermudas. Y en el camino se cruzarán con toda clase de peligros mientras la pandilla juvenil intenta seducir al vasto sector de la platea que ha quedado huérfano de las aventuras de Harry Potter. Un objetivo que parece quimérico aun para semidioses y héroes mitológicos como éstos, aunque de vez en cuando tengan la gentileza de recurrir al humor.
El título lo anticipa y el film lo ilustra apenas concluye la breve introducción a cargo de Carlo Verdone. Del sueño de una noche de gloria, Ulises despierta abruptamente a la vida real. Ya no es el exitoso productor de discos de otros tiempos. Haber invertido en el álbum de una cantante mediocre de la que estaba enamorado lo hundió en la bancarrota y de la experiencia sólo le quedó una hija que vive en París con su madre, algunos recuerdos y un montón de obligaciones. Nostálgico irremediable, sobrevive ahora a duras penas con su negocio vintage donde vende vinilos y memorabilia, y que también le sirve de estrecho domicilio. Pero -ya lo dice el título- no es el único cincuentón que pasa por estos apuros. Ahí está Fulvio (Pierfrancesco Favino), que se ha vuelto inquilino en un convento de monjas, después de que su mujer lo descubrió engañándola y lo echó de casa, y para colmo fue degradado de crítico de cine a divulgador de chismes farandulescos. Falta uno: es Domenico (Marco Giallini), el típico fanfarrón romano ventajero y amoral que vive de prestado en el barco de un amigo, anda siempre a la pesca de mujeres (dejando un reguero de hijos por todas partes) y últimamente también ejerce como gigoló con señoras veteranas y adineradas. Estos de la crisis no son los mejores tiempos para maridos divorciados que deben hacerse cargo de sus obligaciones con ex esposas e hijos. De modo que la idea de que estos tres desconocidos reunidos por el azar compartan el alquiler de un modesto departamento puede resultar descabellada, pero no queda otro remedio, y de paso le sirve de excusa a Carlo Verdone para exponer las desilusiones, las frustraciones y las inmadureces de una generación que es la suya, y componer una comedia que apuesta a la risa, pero no descarta resonancias dramáticas y sociales, ironías leves y alguna pizca de melancolía. Por supuesto, los tres inquilinos forzados a convivir son tan diferentes como para que se sucedan las situaciones domésticas de corte cómico -un humor más directo que sutil-, sobre todo en esa primera parte del relato. Mientras, despunta cierto sentimiento amistoso entre los tres, y la historia se complica con la aparición de los hijos, y las mujeres, entre ellas una joven y bonita cardióloga con el corazón destrozado, que hace buenas migas con Ulises, y una estrellita ambiciosa que ronda a Fulvio con la esperanza de ingresar en el cine. El guión, al que no le faltan apuntes graciosos ni tampoco la consabida exaltación de los valores familiares siempre presente en el cine de Verdone, acusa unos cuantos altibajos y se dispersa en episodios no del todo bien explotados como la secuencia del robo. Además, la voluntad de ampliar el cuadro de la comedia para mostrar otros aspectos de la crisis (no sólo la económica) y atender a los sentimientos o a las relaciones entre padres e hijos (éstos, por cierto, más maduros que aquéllos) pone en evidencia a un film indeciso entre la clásica commedia all'italiana y el humor fácil de alcance popular. La película tiene a su favor el eficaz desempeño de su elenco, en el que Verdone trata de hacer equilibrio entre la mesura de Pierfrancesco Favino y la exuberancia peninsular de Marco Giallini.