En cierto modo, ésta también es una comedia familiar, claro que no a la manera de aquellas a las que nos acostumbró Disney. En este caso, la familia es apenas el camuflaje que emplea un dealer de barrio para cumplir con la misión riesgosísima a la que se ve obligado para saldar una deuda con su narcomayorista y quizá también para obtener alguna ganancia. La cosa no es fácil: tiene que cruzar la frontera de México y traer de allí un voluminoso cargamento de marihuana bien difícil de disimular. Y como la mejor solución que encuentra es ir acompañado por una esposa y dos hijos para pasar por la típica familia modelo norteamericana de la que nadie se atrevería a sospechar, ahí mismo se provee de una, seleccionando sus acompañantes entre vecinos, conocidos y clientes. Ellos incluyen a un vecinito que aspira a incorporarse a su clientela, por ahora sin suerte, y que también es virgen en materia de sexo; una stripper con la que se lleva como perro y gato -como es clásico en las comedias humorísticas que terminan en romance-, y una adolescente punk, vagabunda y libertina. Un casting de apuro, como se ve, pero no importaría mucho porque todo lo que tiene que hacer esta pandilla de buscavidas es acompañarlo en el vehículo y sonreír cuando pasan por los puestos de frontera o tropiezan con algún patrullero. Sin abrir la boca, no vaya a notarse lo groseros y malhablados que son. No hace falta demasiada imaginación para suponer que el viaje será sólo la excusa para que el estrafalario cuarteto atraviese por situaciones más o menos cómicas en cuya elaboración el nutrido equipo de libretistas no ha invertido demasiado ingenio, por mucho que haya intentado ponerse a la moda y ensayar un humor zafado que quiere ser audaz sin demasiada convicción. El director Rawson Marshall Thurber sólo atina a imponer un ritmo veloz a la acción, con lo que logra que, por lo menos durante la primera parte, cuando juega a la incorrección y se ríe de la familia convencional, el film se haga más o menos llevadero y que los chistes se sucedan a buen ritmo y prometan un rato de diversión. Es solo una promesa. Los chistes eficaces pueden contarse con los dedos de una mano y las situaciones graciosas, que las hay, tampoco abundan. En general todo es bastante previsible y de vuelo bajo. En el transcurso de la misión, que llega demasiado rápido a su culminación, las aventuras que vive el falso grupo familiar en su encuentro con barones de la droga, guardaespaldas, matones, agentes de la DEA y otros uniformados, además de una señora madura que quiere salpimentar un poco su vida conyugal, no son sino sketches inconexos y desiguales que quieren ser atrevidos, pero exhiben poca chispa y bastante vulgaridad. Lo que no impide que público sin mayores exigencias pueda entretenerse un rato. Jason Sudeikis, una Jennifer Aniston en plan sexy (discreto striptease incluido) y el resto del elenco prestan su oficio y terminan esforzándose más de lo que el producto merecía. Ninguno se salva del consabido desenlace sentimental ni de los no menos inevitables bloopers del epílogo.
Declaración de vida es un film singular y no sólo porque tiene bastante de autobiografía: sus autores -la actriz, directora y guionista Valérie Donzelli y su (ahora) ex pareja, el actor y guionista Jérémie Elkaïm- vivieron juntos primero la casi perfecta felicidad de un matrimonio enamorado del que nació un hijo, y después el largo infierno de la gravísima enfermedad del chico -una rara forma de cáncer cerebral-; superaron la ardua prueba sin ceder a la resignación ni a la autocompasión, y algunos años después recrearon ese episodio personal en la ficción de un film que también interpretan y en el que logran un raro equilibrio entre el realismo más crudo y el cuento poético. Resultado de una vivencia en la que siempre prevaleció la voluntad de rescatar lo positivo y que se manifiesta tanto en la elaboración del libro como en la libertad con que la dirección se atreve a echar mano de una variedad de registros, técnicas y recursos sorprendentes en una historia tan peligrosamente próxima al melodrama lacrimógeno o a los golpes de efecto. Roméo y Juliette, que así eligieron llamar a los personajes de la ficción como anticipando el oscuro horizonte que les reserva el destino, asumen la agotadora guerra contra la enfermedad, sin aflojar nunca, aunque sus sentimientos suelen alternar entre la esperanza y la desazón. Es tan potente su deseo de doblegar a la dolencia, tanta su rabia contra la adversidad, tanto su fervor que se hace contagioso. La intensa emoción que transmiten, también; ellos son héroes por amor -el que los une entre sí y el que sienten por el pequeño-, pero el film está despojado de egocentrismo. No hace falta subrayar la pena que los moviliza ni aplicar al relato del caso un afán moralizador o didáctico: basta con la sinceridad que el film rebosa, con la verdad que transmiten las escenas de intimidad, aun aquellas que descubren cómo incide en el desgaste del vínculo esa monótona repetición de jornadas parecidas hechas de ansiedad por el resultado de innúmeros estudios, de diagnósticos cambiantes, de quirófanos, de traslados de hospital en clínica y de clínica en hospital y de ese convivir permanente con la enfermedad. Pero también se ríe, se ama, se canta en esta película llena de vida que fue recibida con aclamaciones en la apertura de la Semana de la Crítica de Cannes en 2011 y fue premiada después en Gijón, París y Palm Springs. Es que con un atrevimiento, un sentido del humor y un desenfado formal que a veces parecen heredados de la nouvelle vague (Truffaut, Godard y Demy incluidos, como lo sugiere el interludio musical que remata la escena en que Juliette recibe el terrible diagnóstico), Donzelli termina construyendo un film que aun hablando repetidamente sobre la muerte es capaz de transmitir esperanza al espectador y contagiarle su dosis de confianza. No hace falta decir que Valérie Donzell y Jérémie Elkaïm resultan en este caso intérpretes irreemplazables.
Después de haber protagonizado un pequeño fenómeno de popularidad en Mendoza, donde fue vista por unas 10.000 personas, a pesar de haber sido presentada de un modo tan independiente como había sido producida, sin demasiado apoyo publicitario ni inversión en marketing, esta producción mendocina llega a las pantallas locales y no debe descartarse que pueda obtener aquí una respuesta parecida. Tiene a su favor la sencillez de su entrañable historia, la autenticidad que sólo puede dar la familiaridad con el mundo que retrata (es una road movie que se despliega en la ruta 40 y sus alrededores, con el fondo de los paisajes del sur de Mendoza y entre personajes creíbles y queribles que hablan en mendocino) y la empatía que generan en el espectador por la naturalidad con que viven este inesperado encuentro entre una chica de 10 años, huérfana de madre, y el padre, de cuya existencia no tenía hasta entonces noticia alguna. Como bien dice su director, formado en la Escuela Regional de Cine y Video de Cuyo, se trata de "un viaje a la paternidad". Es decir del descubrimiento mutuo de un padre y una hija, expuesto con amable sencillez, y clima afectuoso, sin caer en la fácil apelación emotiva ni en los lugares comunes de tanto culebrón televisivo. Un hecho circunstancial los pone en contacto. La tía que viene haciéndose cargo de la nena desde la muerte de su hermana se presenta un día en la casa del hombre -un tipo inestable y bastante inmaduro que vende mercaderías importadas de todo tipo- y le informa no sólo de la muerte de la que fue su novia hace una década sino también de la existencia de la que todos conocen por July, fruto de aquella relación. Total, que Santiago, que así se llama el que repentinamente se ha descubierto padre, deberá asumir por lo menos un compromiso, el de llevarla hasta San Rafael, a la finca de su abuela materna, en el modesto pero noble Citroën 3CV que emplea en su profesión. Por supuesto, sin que ella sepa del parentresco que los une. La road movie se pone en marcha y desde el principio se sabe de la química que hay entre los dos actores protagonistas -Francisco Carrasco y Federica Cafferata- y que será fundamental para dotar al film de cierta calidez sencilla y encantadora. Como suele suceder en las road movies, lo importante no son tanto los episodios que saldrán al paso de los viajeros durante el camino (aunque hacen su aporte al humor y la aventura y justifican que la experiencia se prolongue más allá de las pocas horas que demandaría el trayecto) sino el desarrollo del vínculo, que se manifiesta en los gestos y las actitudes de ellos dos y que el espectador acompaña con simpatía, interés y una tenue emoción, gracias al cuidado de los diálogos que ponen el acento en la naturalidad y evitan cualquier artificio manipulador, y a la ternura que se va colando sutilmente sin necesidad de efusiones. Otros méritos destacables de la película tienen que ver con el aprovechamiento del ambiente -en lugar de postales turísticas, imágenes ilustrativas de la realidad geográfica y humana de la provincia-y en el sensible tratamiento de los personajes secundarios, entre los que vuelve a sobresalir la variedad de matices con que Mirta Busnelli es capaz de enriquecer al personaje que le toca en suerte por pequeño que sea. El desenlace es otro acierto del guionista y realizador, lo mismo que el uso expresivo de la banda sonora.
Lola, Choco, Zota, Lija. Los cuatro tienen más o menos 12 años. Los cuatro suelen merodear por La Cantábrica, uno de los muchos establecimientos industriales víctimas de la crisis económica de fines de los noventa, y los cuatro atraviesan su propia crisis personal, la de cualquiera que está entrando en la adolescencia. Comparten ratos libres, algunos juegos, pero hay poco diálogo entre ellos, salvo lo vinculado con circunstancias cotidianas. Más bien parece que cada uno está en lo suyo. Ni Lola, la única chica, habla de sus rutinarias (y al parecer no demasiado satisfactorias) clases de danza. Ni Choco, de la convivencia con su abuela enferma, a quien debe cuidar. Ni Zota, de su compromiso con el grupo de actores no videntes a los que ayuda a ensayar o de su secreta atracción hacia una de las chicas, mayor que él. Ni Lija, de la curiosidad y la inquietud que empieza a manifestar en torno al sexo, si bien éste es un tema que, obviamente, dada la etapa de la vida que están viviendo es uno que ocupa el interés de todos. Se viven los tiempos del menemismo, los de la carpa blanca de los docentes, de la explosión en Río Tercero, del asesinato de José Luis Cabezas, del cierre de las fábricas, como esa que tienen en el barrio y que a veces, estando ya vacía, se vuelve territorio para investigar. Pero la realidad sociopolítica es sólo un dato que se cuela como fondo, no más que un elemento que viene a completar el clima de estancamiento que la película recoge sobre la base de pequeñas pinceladas dispersas y que no resultan tan significativas ni tan determinantes como parecería buscarse. Que la mirada que adopta el film para captar el momento que se está viviendo en el país o el tiempo de quietud que anticipa o sugiere que algo está por suceder provenga de los propios chicos la vuelve demasiado lacónica. Y el hecho de que cuando algo sucede Erríquez reduzca al mínimo la información puede en algún caso estimular la curiosidad y la reflexión del espectador, pero en otro provocar su desinterés. Ese mismo laconismo, además de la fragmentación de la acción, ya de por sí bastante escueta y disgregada (el director confía en la elocuencia de sus climas y sus imágenes, por otra parte destacables gracias al oficio del fotógrafo Juan Ignacio Garay y la música de Pablo Subatin), afecta en buena medida el interés del film. Los mayores aciertos están seguramente en la sensible descripción de los ambientes, la sencilla intimidad de un Buenos Aires suburbano que, despojado de pintoresquismos y artificios, se ve muy vivo y muy real.
Comienza en el adusto ambiente de una sala de audiencias, con un juez que pasa revista a las fechorías de un grupo de infractores a la ley y distribuye penas según la calidad de las faltas cometidas, que van desde el pintarrajeo de monumentos públicos o las borracheras escandalosas hasta las pequeñas estafas, las raterías y, en algún caso, una golpiza feroz derivada de un incidente callejero. Los acusados son todos jóvenes, por lo general víctimas del desempleo, sin futuro alentador a la vista. Y la mayoría son obligados a cumplir decenas o centenas de horas de trabajos comunitarios. Incluso el violento Robbie, el de la golpiza, cuyo frondoso prontuario ya registra temporadas en la cárcel: lo salva el hecho de que su novia (una influencia benéfica para él, según apunta la asistente social) está a punto de hacerlo padre por primera vez. Aun así, todos los caminos hacia la redención parecen cerrados para Robbie; lo determina su pasado violento, su temperamento irascible, una encarnizada e imparable rivalidad que le viene de lejos, y hasta un suegro dispuesto a expulsarlo de Glasgow con tal de alejarlo de su hija. Y no hay aparentemente nadie en toda la ciudad que sea capaz de pasar por alto las cicatrices que lleva en la cara y denuncian su pasado para ofrecerle un empleo. Estamos, como se ve, en el mundo de Ken Loach, entre los excluidos del sistema, los que siempre han pasado inadvertidos por la declamada igualdad de oportunidades. Pero el cine comprometido con lo social del laureado director inglés -aquí más optimista que nunca- ha elegido esta vez un tono más liviano, próximo a la comedia y, tal vez, a la fábula. Del clima severo del ámbito judicial del comienzo se llegará a las sonrisas esperanzadas del final. En el camino hacia esa esperanza (y a la redención del protagonista) habrá un invitado sorpresa: el whisky. Y también, fundamental, el buen samaritano que tiende una mano al muchacho y trae consigo el humanismo clásico de Loach. Al que se agregan el inesperado talento natural que Robbie esconde en su nariz y una única y picaresca recaída en el delito. Porque, como en Los desconocidos de siempre , con los que guardan algún parentesco, además de generar similar simpatía, los perdedores de Loach se conocen mientras cumplen su condena lijando y pintando paredes. Y como aquellos, también planean un golpe. El botín, hasta entonces impensado para ellos, les saldrá al encuentro gracias a un encadenamiento de circunstancias. Cuando el supervisor que está a cargo de los "condenados" celebra con un brindis el nacimiento del hijo de Robbie, lo introduce, sin proponérselo, en los secretos del whisky. Y no sólo eso: termina descubriendo en el muchacho sus excepcionales dotes de catador. Del ingreso en ese mundo de refinados sibaritas, coleccionistas y millonarios capaces de gastar fortunas para conseguir las variedades más cotizadas de la bebida nacional escocesa y del traslado de la acción a las Highlands provienen no sólo la idea del "golpe", sino también algunas de las escenas más divertidas, las más ilustrativas (la visita a la destilería es casi un pequeño documental sobre whisky) y las ironías más sutiles que aporta el guión de Paul Laverty. La parte de los ángeles (se refiere al 2 por ciento de alcohol que se pierde cada año en las barricas) es una comedia social graciosa y al mismo tiempo conmovedora y lo es también gracias a la naturalidad de su elenco, en el que descuellan los intérpretes no profesionales (Paul Brannigan, el protagonista, es todo un hallazgo) y los consagrados, como John Henshaw, el generoso Harry.
El título de esta película refinada y deslumbrante, que es, sobre todo, una fiesta para los ojos, podría referirse a Pierre Auguste o a Jean, padre e hijo, dos artistas gigantes; uno, el gran maestro de la pintura y no sólo del impresionismo, al que aportó tantísimas obras maestras: el otro, nombre descollante entre los directores de cine de todos los tiempos, autor de joyas como La regla del juego , La gran ilusión o El río . En verdad, el film sale al encuentro de los dos en un momento determinado de la historia. En 1915, el joven, gravemente herido en la guerra, llega del frente a pasar su convalecencia en la finca de la Costa Azul donde se ha instalado su padre en busca de la luminosa atmósfera del Sur y los colores vivos y exuberantes que necesita para celebrar en sus pinturas las manifestaciones más bellas de la vida, incluidas por supuesto, las carnes desnudas de los jóvenes cuerpos femeninos. Pero si al principio el film parece consagrado a retratar los últimos años de la vida de Auguste, cuando su arte parece vivir una suerte de apogeo a pesar de los sufrimientos que padece física y moralmente (a la artritis reumatoide que le ha deformado las articulaciones hay que sumar el dolor por la reciente muerte de su mujer y por la suerte que corren sus dos hijos mayores en la sucia guerra de trincheras), después va cobrando cada vez más peso la figura de su nueva modelo y musa, Andrée Heuschling, cuya presencia -en ella se combinan la sensual belleza física, el espíritu libre, el carácter independiente y el poder seductor- ha obrado como una fuente de Juvencia para el anciano artista. La pelirroja Andrée (ha sido impecable la elección de Crista Théret para encarnarla) es como el astro refulgente en el centro de este film solar. Y lo es más todavía cuando llega a Les Collettes el joven Jean, a los 21 años todavía un joven indeciso que no se ha decidido por el cine. Gilles Bourdos, que cuenta con la sensibilidad y la pericia del fotógrafo chino Mark Ping Bing Lee, emplea una paleta radiante y nostálgica, lo que puede sugerir que se siente más próximo al mundo del pintor que al del cineasta, pero también es cierto que la luz y los colores son los mismos que dominan la iluminada finca de Renoir y los paisajes que la rodean y los que su pincel, aun con las dificultades que enfrenta para conducirlo, sabe trasladar a la tela. No pasa mucho tiempo desde la llegada de Jean (Vincent Rottiers, impecable aunque infinitamente más buen mozo que el poeta de las imágenes de Une partie de campagne ) antes de que se enamore de la que tan importante lugar ocupa en la vida de su padre. Ella, segura de sí misma y ambiciosa, sueña con ser actriz y no demora en influir sobre el dubitativo Jean, que podrá ser (y será) quien le confíe sus primeros papeles en la pantalla. El triángulo se insinúa, pero está tratado con enorme delicadeza, y en todo caso no se trata de un triángulo físico, sino emotivo, y se manifiesta mientras la mujer opera como el puente a través del cual la antorcha del arte pasará de las manos de un as al que le sigue, de padre a hijo, de la pintura al cine. Son muchos los méritos del film, además del refinamiento de su tratamiento visual, pero entre los que merecen destacarse especialmente está el casting. Ya hemos hablado de los dos estupendos protagonistas jóvenes; el resto del elenco ha sido seleccionado con similar tino y exactitud. En cuanto a Michel Bouquet, no será exagerado apuntar que ningún otro veterano actor francés podía transmitir como él la autoridad de Auguste Renoir y hacerlo con semejante economía de recursos.
Mucho le debe Voyage, voyage (o Mariage à Mendoza , su título original) a la frescura y la energía de Philippe Rebbot, o sea Marcus, el grandulón barbudo y desgarbado que desde el comienzo del film, recién bajado del avión que lo trajo de París, habla por teléfono en una rara mezcolanza de francés, inglés y español con invariable y marcado acento galo. No ha venido solo. Por ahí cerca, tratando de sobrellevar los efectos de una borrachera adquirida en el viaje, anda su hermano menor Antoine (Nicolas Duvauchelle), más menudo y bonito, pero inmutable en su impávido gesto de aflicción. Tal expresión tiene su razón de ser: está en pleno duelo tras una inesperada y forzosa ruptura sentimental: poco antes de partir, su mujer lo ha abandonado. Justamente ahora en que los dos están aquí para asistir a la boda de un primo en Mendoza, y de paso conocer algunos atractivos del país, incluidos los vinos cuyanos y los meteoritos que les han dicho abundan en el Valle de la Luna y son considerados piedras de la suerte. Marcus hará todos los esfuerzos imaginables para levantar el ánimo de su hermanito y empujarlo a disfrutar del viaje. En realidad, todo no es más que una excusa para que los dos hermanos de caracteres tan opuestos, que no han vivido hasta ahora demasiadas experiencias juntos y se conocen relativamente poco, emprendan una aventura llena de variadas y casi siempre imprevisibles peripecias como corresponde al modelo de la road movie, al cabo de la cual su relación habrá experimentado sustanciales cambios, y el director de la película habrá expuesto sus reflexiones y/o puntos de vista sobre la fraternidad tema central, los lazos familiares, la soledad, el amor, la melancolía y la solidaridad. El expansivo y simpático recepcionista del hotel donde se alojan (Gustavo Kamenetzky) es el primer personaje que les sale al encuentro y se suma al plan de viaje (se dice cicerone experto y también sabe de vinos, de hermanos y de matrimonios fracasados). Después, cuando se pongan en marcha, habrá otras figuras que se incorporarán a la comitiva, la más importante de las cuales es una bella muchacha desenvuelta y sexy (Paloma Contreras) que no tardará en despertar el interés de los dos franceses, La relación entre ellos experimentará una brusca alteración. La melancolía cambiará de manos; la alegría de vivir, también. Si en términos de anécdota (venida, como los personajes y algunos actores, de su corto ¿Dónde está Kim Basinger? , premiado en Clermont-Ferrand en 2009), el film flaquea en algunos sectores, el director Edouard Deluc compensa esas debilidades con la tierna, generosa mirada que echa sobre sus criaturas y tiene, como se ha dicho, apoyo fundamental en Rebbot, que hasta el citado corto era prácticamente un desconocido en Francia. También se lucen Paloma Contreras y Kamenetzky, y son bien aprovechados por el fotógrafo Pierre Cottereau los escenarios naturales.
Parecía que para los ex agentes "jubilados y extremadamente peligrosos" como sugiere la sigla en inglés, había llegado la hora de hacer una vida normal, como vecinos anónimos en un calmo rincón suburbano. Por lo menos a eso apuntaban los deseos de Bruce Willis, que ya no quería seguir poniendo en riesgo la vida de Mary-Louise Parker, su joven pareja, aunque ella ya empezaba a entusiasmarse con la adrenalina. Pero no. No hay sosiego para ellos y no lo habrá tampoco en el futuro si la formula vuelve a resultar tan rendidora como lo fue en el film que inauguró la serie hace tres años. Así que alguna excusa habrá para que el grupo de veteranos (Willis, John Malkovich, Helen Mirren) vuelva a ponerse en movimiento, y de paso pueda ir instruyendo a la atrevida novata. Y por supuesto para que el film trate de interpretar el ánimo paródico del cómic original. Porque, por supuesto, Red 2 es una comedia de acción que se divierte a costa de los films de acción exagerando sus lugares comunes, burlándose de sus excesos y de sus anécdotas inverosímiles. Como caricatura, aunque con muchos altibajos y un libreto tan cargado de idas y venidas que se hace confuso, funciona mejor que como aventura de espionaje y violencia, apenas rutinaria. Y algo larga. Si estos veteranos, parientes de Los indestructibles , entran otra vez en escena es porque WikiLeaks ha destapado una vieja operación vinculada con una superbomba que está escondida en algún lugar de Moscú y ha involucrado en el caso a estos dos viejos espías de la época de la Guerra Fría que encarnan Willis y Malkovich: el mundo entero está en peligro, de modo que no hay quien no los busque ahora, de la CIA y el M16 a los propios rusos. Lo grave es que ellos no saben nada del tema y tienen que salir a investigarlo mientras bombas y proyectiles de todo calibre les estallan alrededor y van dejando Europa sembrada de cadáveres y de vehículos destrozados al cabo de innumerables persecuciones. Porque, como cabe a ex colegas de 007, y aunque no siempre se entienda por qué, ellos andan de capital en capital. Una secuela, ya se sabe, tiene que repetir los ingredientes, pero multiplicar las dosis. De modo que aquí todo crece, incluso el elenco: a los ya citados y a Brian Cox , aquel romántico ex agente de la KGB, se suman Anthony Hopkins, como el sabio loco inventor de armas de destrucción masiva; Catherine Zeta-Jones, agente rusa perversa e implacable y, para colmo, tan seductora que tiene sobre Willis el mismo poder que la kriptonita sobre Superman, y el coreano Byung Hun Lee, que pasa por ser el número uno de los asesinos profesionales del planeta. Mirren y Hopkins parecen divertirse, sobre todo cuando hacen sus respectivos shows de locura. El público, quizá no tanto.
Bienvenidos a la comedia policial, un género que entre nosotros no ha sido tan frecuentado como merecería y que el público suele recibir con satisfacción, sobre todo cuando entrega parejas dosis de humor, romance, aventuras y hasta algo de suspenso en proporciones bien administradas, como en este caso, y en especial cuando se libera de pretensiones y aspira, antes que nada, a entretener. La circunstancia ayuda: Vino para robar resulta un pasatiempo gracioso y encantador y al mismo tiempo una alternativa válida y necesaria en medio de una cartelera dominada por muestras diversas del cine de animación y costosísimos tanques hollywoodenses. No es que sorprenda con demasiadas novedades. Las referencias cinematográficas que puede evocar son abundantes si se toma nota de los ingredientes: un ladrón muy profesional (Daniel Hendler) que ejecuta sus audaces golpes con el decisivo sostén de un hacker (Martín Piroyanski); una astuta, polifacética y atractiva estafadora a la que le sobran recursos para seducir a sus víctimas (Valeria Bertuccelli); la cambiante relación entre los dos simpáticos delincuentes, que alterna entre la atracción, la rivalidad y la desconfianza mutua; un botín al que los dos aspiran y por culpa del cual terminan convertidos en socios forzosos y puestos a trabajar para un tercero de verdad temible (Juan Leyrado), que pretende apoderarse de una botella de malbec tan valiosa (por lo añeja y por sus antecedentes históricos) como para estar protegida en el tesoro de un banco. Y -nunca falta- el sabueso uniformado (Pablo Rago) que le ha echado el ojo al delincuente y nunca cede en su voluntad de pescarlo con las manos en la masa. Hay más, en este caso vinculado con el escenario elegido para la acción, Mendoza: un viejo viñatero (Mario Alarcón) que está de vuelta de todo y sabe ser discreto cuando conviene, y un paisaje que presta su geografía para contribuir a la belleza de las imágenes y ponerles un toque no regional, pero sí argentino a los diálogos, al ambiente y al dibujo de los personajes. Con eso -y claro, con el tono ligero que Ariel Winograd sabe imprimirle a la narración- es más que suficiente. Los cinéfilos podrán agregarle los sutiles guiños que traen ecos de Hitchcock, de Soderbergh y de cuanto film haya tenido como núcleo la concreción de un gran robo o una gran estafa, preferentemente a cargo de una pareja de ladrones que entre complicidades y sospechas mutuas empiezan peleando y fatalmente terminan enamorándose. Lo demás está en manos de un elenco excelente y muy bien explotado (mención especial para Mario Alarcón y para los dos protagonistas, que hacen exitosos esfuerzos por alejarse del encasillamiento que venía amenazándolos), un inteligente marco musical puesto por Darío Eskenazi y una magnífica fotografía de Ricardo De Angelis, que no se deja tentar por la mera promoción turística.
Transcurre en la cárcel, pero no es un film sobre reclusas ni sobre el encierro. Casi todo lo contrario: es un film sobre cómo la palabra poética puede liberar, cómo en su búsqueda -que es de alguna manera también la búsqueda de sí mismas que emprenden las internas participantes de un taller de poesía- pueden percibir otra realidad distinta de ésa en la que están presas. No todas encuentran el esquivo tesoro que buscan lápiz en mano mientras excavan en sus memorias, en sus sensaciones, en sus sentimientos o simplemente en lo que les sugiere el verso que han leído o la idea que les han propuesto. Pero a todas les basta emprender ese camino para que una luz ilumine los otros mundos que tienen a su alcance y en cuya visión no hay reja que pueda impedir. El lugar es la Unidad Penitenciaria 31, en Ezeiza, donde conviven más de 200 mujeres privadas de la libertad. Pero lo que importa aquí no son los prontuarios de causas judiciales, sino las actividades artísticas propuestas por la Asociación Civil, Social y Cultural Yonofui: un taller de poesía dictado por María Medrano y Claudia Prado, y también el taller de fotografía estenopeica que tuvieron a su cargo Alejandra Marín y Guadalupe Faraj. Más de un año estuvieron las cámaras compartiendo los talleres con las poetas, viviendo con ellas sus inquietudes y sus hallazgos, pero también la intimidad de las reuniones en que se habla de poetas y de poesía, al tiempo que se intercambia con las compañeras lo que se ha conseguido expresar en versos sencillos en los que resplandece, sobre todo, la franqueza y se confían las experiencias que han vivido en este contacto con la palabra, se confiesan historias de vida, sentimientos, pesares, errores cometidos, viejas alegrías, recuerdos significativos que el ejercicio les ha hecho recuperar. La intimidad de la cámara tan próxima a los rostros y tan discretamente atenta a lo que en ellos se refleja da al film una calidez humana y una verdad ciertamente poco habitual en documentos registrados en el ámbito carcelario. Es una nueva aproximación que se vuelve particularmente conmovedora cuando se detiene en tres figuras -tres poetas: Liliana, Lidia y Majo-, y se las escucha -como a otras compañeras- leer sus poemas y apreciar sus hallazgos. A veces, sorprendentes como los que les inspira el poema de Luis Cernuda -"Yo fui"- elegido por María Medrano para ser analizado en el taller. O cuando se reconocen en las fotografías producto del otro quehacer. O cuando salen al exterior para visitar la muestra en un centro cultural sabiendo que después deberán volver al encierro. Que ahora ya no lo es tanto como antes de que la palabra les diera el arma para liberarse y planear un futuro, aunque las rejas todavía estén ahí. El breve pero valioso trabajo de Marcia Paradiso ha merecido distinciones en varios festivales de cine documental. Seguramente las merecía.