Nicolas Cage llega del infierno y arma un sangriento festín de violencia en 3D Por supuesto que nadie tomará en serio esta desenfrenada historia de venganza en la que un Nicolas Cage escapado del infierno va dejando a su paso (vertiginoso, claro, aunque a veces tenga que arreglárselas poniéndose al volante de un auto prestado) un reguero de cadáveres, sangre, vísceras, ruinas, escombros, cenizas y chatarra. No lo habrán hecho ni siquiera sus responsables, que parecen tener como objetivo acelerar al máximo el trámite entre el estreno del film y su desembarco final en alguna emisora de cable especializada en productos clase Z o alguna trasnoche de TV exclusivamente destinada a jóvenes plateas masculinas ávidas de atrocidades y truculencias para ser celebradas ruidosamente y en grupo. (El regodeo en el sadismo más perverso en tren de diversión -ya se sabe- no es el programa más tranquilizador para quienes estudian la influencia de los medios en la creciente violencia de la sociedad.) Pero hasta en este tipo de productos puede hacerse gala de originalidad o al menos filtrar algunas pizcas de ingenio. En este caso, la primera está ausente y la dosis de ingenio es más bien exigua. Alcanza apenas para bautizar John Milton al vengador de chaqueta de denim y ralo pelo rubio que vino del infierno para rescatar a la nena que una secta satánica está por sacrificar en uno de sus sangrientos rituales, y sobre todo para permitirle a William Fichtner que se divierta con el papel del atildado, impasible e implacable Contador, ni más ni menos que la mano derecha del diablo. Para cubrir la indispensable cuota de belleza femenina generosamente exhibida está Amber Heard, con su colección de minishorts y su disposición para sumarse encantada cada vez que la invitan a participar activamente de las escenas más violentas. Todo lo demás -cacerías en autos hiperpoderosos que suelen terminar volando por el aire, explosiones, incendios, persecuciones, disparos, hachazos y toda clase de objetos lanzados hacia la cámara, como para justificar (poco) el 3D- es lo de siempre. En una clave de paródico humor negro que tampoco es novedad, pero exagerado hasta el despropósito; con el también habitual desinterés por la lógica del relato y la atención puesta en que no pase un segundo de proyección sin acción, sin carnicerías, sin sexo o sin rugir de motores. Algún secreto, inasequible para quienes no integran el nutrido club de aficionados a este tipo de entretenimiento, explica que la presencia de Nicolas Cage añada un atractivo especial. No será, seguramente, por su desempeño como actor.
Un guión con demasiadas palabras y simplificaciones, muy disperso y poco convincente Hay un joven incendiario convicto que ha cumplido buena parte de su condena y aspira desesperadamente a obtener la libertad bajo palabra; un veterano oficial de justicia, de moral no tan intachable como aparenta, a cargo de la redacción del informe que será decisivo para que el juez se expida por sí o por no; una mujer endiabladamente sexy y poco escrupulosa dispuesta a todo para influir en la pronta liberación de su marido. Aparte del hecho de que un hombre tiene en sus manos el destino de otro, hay varios motivos para que la tensión sea creciente a medida que se suceden las entrevistas que determinarán el contenido del informe, y la sensación de que semejante triángulo (cuarteto, si se añade a la otra esposa que ha soportado años de maltrato e indiferencia refugiándose en la Biblia), no puede sino conducir al terreno del thriller. Pero no. Como en Al otro lado del mundo (su versión de El velo pintado conocida aquí hace tres años) al director John Curran no le interesan tanto las acciones como los personajes y en especial las batallas que cada uno libra con su conciencia. Lo malo es que no halla mejor modo de exponerlas que en forma verbal. De tal modo, su film se puebla de palabras: las que (quizá a manera de comentario del autor) alguien difunde sin parar por la emisora cristiana siempre sintonizada en la radio del auto, y las que se ponen en boca de los personajes (el film es una sucesión de conversaciones de a dos) y que hablan una y otra vez sobre el pecado, el perdón, el castigo, la expiación, la ética, la responsabilidad y el renacimiento espiritual. Tema éste al que contribuye el estado de pseudomisticismo a que arriba el recluso gracias a una estrafalaria religión basada en las ondas sonoras. La verbosidad es un problema que a fuerza de oficio Robert De Niro y Edward Norton ayudan a sobrellevar, a pesar de que el personaje de uno responde al clásico estereotipo del hipócrita que pasa por creyente de moral intachable, y el del otro carece de la peligrosidad que habría enriquecido el enfrentamiento dramático. Claro que ni ellos ni la seductora Milla Jovovich ni la mesurada Frances Conroy pueden disimular ciertas simplificaciones poco creíbles del guión, como la facilidad con que el oficial (veterano y a punto del retiro) cae en la primera trampa que le tienden, o como el prólogo que ilustra sobre la calaña del falso moralista. Pero el problema mayor es que, más allá de sus aciertos formales, el film no puede evitar la dispersión y parece seguir hasta el final en busca de un centro que siempre le resulta esquivo.
Javier Bardem, puntal de un film con la marca de Iñárritu: llamativo, provocativo, abrumador e irritante Alejandro González Iñárritu nunca fue modesto en sus aspiraciones. Cada uno de sus films ha querido proponer una suerte de informe exhaustivo e implacable sobre el estado del mundo. Hasta aquí, sobre la base del formato que concibió con su ex guionista Guillermo Arriaga, las múltiples perspectivas con las que intentaba abarcar un cuadro tan complejo correspondían a otras tantas historias que se interconectaban más o menos forzadamente. En Biutiful , cambia de coguionistas y de estructura -esta vez es una historia lineal casi totalmente desarrollada en forma cronológica-, pero ni se aparta de su tendencia a buscar en las situaciones extremas los rasgos que juzga más representativos de la realidad ni cede en sus ambiciones. Al contrario: en este caso, no se trata sólo de exponer descarnadamente las peores miserias del mundo globalizado -para eso se instala en los rincones más sórdidos de una gran ciudad- sino también de abordar asuntos menos terrenales y más inherentes a la condición humana, temas capitales que inquietan desde siempre al hombre: la muerte, el más allá, la enfermedad, la locura, la culpa, la búsqueda de redención. Para concretarlo, pone en juego su arsenal de recursos narrativos y la potencia de un lenguaje cinematográfico generoso en impactos, elemento sustancial para que sus films resulten llamativos y provocadores y en muchos casos, como éste, también abrumadores e irritantes (en su cine, la mugre puede ser material artístico y Barcelona, reducirse al barrio sucio y promiscuo donde los excluidos son esclavizados). Además de un par de secuencias muy bien resueltas (una razia policial contra los indocumentados, la noche en una discoteca surrealista), el film tiene a favor el magistral trabajo de Javier Bardem, el astuto buscavidas que se gana el sustento como una especie de intermediario entre los policías corruptos, los africanos y orientales ilegales y los compatriotas de éstos, que los han importado para explotarlos en sus fábricas clandestinas, y también en los velorios gracias a un don que le permite hablar con los muertos y transmitirles sus mensajes a los deudos. Enfermo terminal de cáncer, la proximidad de la muerte lo impulsa a poner sus cosas en orden y prever el futuro de sus dos hijos pequeños, ya que no la de su ex esposa, una mujer alcohólica e inestable que tiene en Maricel Alvarez una intérprete irreemplazable. He ahí el núcleo del negro melodrama, que se abre en direcciones diversas. Demasiadas. Porque más allá de la sobredosis de miserabilismo y de la acumulación de calamidades (incluso una tragedia fruto de la buena intención del protagonista), un problema central del film reside en que pone en cuestión más asuntos que los que puede abarcar.
Demasiados giros innecesarios y escaso rigor en una historia improbable A partir de una distracción y un accidente, Desconocido pone en juego desde el principio una intriga que ha de sufrir infinidad de giros e irá enmarañándose cada vez más con el único fin de alimentar el suspenso, sin ahorrar rebuscamientos ni incongruencias y, lo que es más grave, sin poder dar al complicado armazón una salida satisfactoria. La distracción sucede a la salida del aeropuerto de Berlín, cuando un experto en biotecnología que debe asistir a una conferencia internacional olvida cargar en el taxi un maletín colmado de documentos, incluidos los personales. El accidente sucede un poco después: cuando el hombre percibe su falta, corre a recuperarlo y termina siendo víctima de un catastrófico accidente que lo deja en coma cuatro días, al cabo de los cuales vuelve en sí sólo para comprobar que nadie -ni su esposa ni sus colegas- lo reconocen, y que alguien ha ocupado su lugar y se ha apoderado de su identidad. Desde entonces, le costará establecer si es él quien ha perdido la razón o si ha sido víctima de una gigantesca conspiración cuyos objetivos ni siquiera sospecha. Solo, en un país extraño y con el exclusivo apoyo de una bosnia indocumentada y un ex agente de la stasi convertido en detective, intentará desentrañar el misterio, lo que obliga a un Liam Neeson bastante maduro a esforzarse en escenas de acción, batirse a golpes con villanos notoriamente más jóvenes, participar de improbables persecuciones por todo Berlín y, sobre todo, tomar en serio cuanto despropósito acumula la afiebrada imaginación de los libretistas, empeñados en sumar sorpresas aunque en el camino queden montones de cabos sueltos y la credibilidad se haga humo. El desfile de personajes incluye a un generoso príncipe oriental, fanáticos que quieren asesinarlo, científicos filantrópicos, organizaciones secretas donde revistan antiguos verdugos de cara torva, y una red de asesinos aptos para todo servicio. El tema de la identidad, que al principio parece central, es esta vez apenas la excusa para un thriller que parece venido de los tiempos de la guerra fría, pero ni siquiera llega al nivel de las menos logradas aventuras de 007.
Un psicothriller de terror en el mundo del ballet, sobre la búsqueda de la perfección De Las zapatillas rojas , el clásico de Michael Powell y Emeric Pressburger que es referencia inevitable cada vez que un film se interna en el mundo de la danza, lo único que Cisne negro recoge es esa noción romántica del ballet como una vocación tan exigente, absorbente y esclavizadora que puede llevar a la destrucción y la muerte. Pero Aronofsky abreva también en otras fuentes, como Repulsión , de Polanski, y en sus propias obras, de las que toma, además de su frenesí formal y cierta tendencia al efectismo, temas vinculados con la obsesión, la automutilación y la locura. Porque al realizador de Pi no parece interesarle demasiado indagar en el interior de una compañía o en el proceso de la creación de una obra si no en la medida en que ésta agita las zonas más turbulentas y oscuras de la personalidad de su protagonista, una perturbada mujer-niña que ha vivido consagrada a la danza, prácticamente no ha pasado por ninguna experiencia adulta y vive una relación simbiótica con su madre, la clásica ex bailarina que ha sacrificado su propia carrera para atender la de la hija. Se dice que Cisne negro es una suerte de psicothriller de horror en torno de la obsesiva búsqueda de la perfección. O tal vez un intento de asomarse a los abismos de la mente humana siguiendo de cerca los trastornos del personaje central y armando realidades paralelas entre lo que vive fuera de escena y lo que debe representar. Una alegoría bastante ingenua. El tiránico coreógrafo que acaba de concebir la nueva versión de El lago de los cisnes (Vincent Cassel, impecable) resume la historia: una virgen ha sido convertida en cisne blanco; el amor de un príncipe podría romper el hechizo y liberarla, pero un cisne negro logra seducirlo. El cisne blanco se suicida. Nina (esforzadísimo trabajo de la bella y glacial Natalie Portman) obtiene el doble papel. Tiene todas las dotes para componer a la virginal Odette, pero la versión exige para Odile una entrega sensual y una carnalidad que le son esquivas, todo lo contrario de lo que sucede con su compañera Mila (Lily Kunis). Ella será su sombra, su rival, su obsesión. Para asegurarse el papel, Nina deberá indagar en su interioridad, asomarse al oscuro abismo del deseo reprimido, que si por un lado la guía hacia Odette, por otro exacerba su paranoia. Sus alucinaciones y pesadillas son cada vez más reales hasta que ya no se sabe qué es realidad y qué es delirio. Aronofsky crea un clima opresivo, pero explota esa ambigüedad (a algún público le servirá de excusa para rescatar el desenlace del ridículo) y también se permite los clichés, el sensacionalismo y los golpes de efecto. Algo queda claro sobre el final: Cisne negro es de esos films que se aman o se detestan.
Algo es seguro: El rito no va a marcar un antes y un después en la historia de este subgénero del cine de terror que tanto ha frecuentado Hollywood desde el clásico El exorcista (William Friedkin, 1973). Pero justo es reconocer que, por lo menos en un principio, el film dirigido por el sueco Mikael Håfström intenta algo diferente: hay más preocupación por las atmósferas que por los efectos aterrorizantes, más duelos verbales en torno de la existencia del demonio que escenas dedicadas a ilustrar sus manifestaciones; más debate que gore, y, sobre todo, un nivel actoral poco frecuente en films sobre posesiones y exorcismos. El toque europeo -la historia transcurre mayormente en Roma, aunque parte de los escenarios pertenece a Budapest- también contribuye, sobre todo en el aspecto visual. E incluso puede anotarse algún mínimo guiño humorístico (el experimentado exorcista le pregunta a su novato discípulo después de asistir a una clase práctica: "Qué esperabas? ¿Cabezas que giran? ¿Sopa de arvejas?"). Pero los buenos propósitos se desvanecen a medida que la historia avanza y los clichés más transitados se adueñan del relato. Indecisión Esta indecisión puede tener dos consecuencias: el tedio de los fanáticos del género que esperen imágenes de mayor impacto, más sobresaltos y más humor y la decepción de los que habiéndose tomado el cuento en serio descubran que en el fondo no hay aquí sino lugares comunes. Claro que la cáscara es atractiva: el protagonista es un muchacho de Chicago que en realidad ha llegado al seminario huyendo del negocio familiar (una funeraria) y ahora que está por ordenarse intenta renunciar y aduce una crisis de fe. Pero un superior que ve en él pasta de exorcista lo envía a un curso especial en Roma, donde terminará siendo discípulo de un veterano y poco ortodoxo experto en liberar a posesos. Habrá, claro, mucha discusión entre el escéptico joven y el exorcista, cuyos métodos incluyen alguna trampita. El muchacho necesita una prueba irrefutable para creer en la existencia del demonio y el viejo sacerdote será quien deberá proporcionársela, si puede. Sólo el admirable oficio de Anthony Hopkins, el compromiso del casi debutante Colin O'Donoghue y la convicción del resto del elenco (al que Alice Braga añade el toque femenino en un papel sin relieve) hacen que las escenas clave del cuento exhiban alguna potencia. Lo demás es rutina. Quizá más vistosa, pero rutina al fin.
El discurso del rey Un elenco excepcional, clave de un film con destino de Oscar Es la historia privada de un hombre público: el que sería el rey Jorge VI (padre de la actual monarca del Reino Unido); de la mujer que amó y que fue su reina y del terapeuta australiano de incierta formación académica y métodos heterodoxos que lo ayudó a controlar la tartamudez que lo atormentaba desde la infancia. Es, por eso, la historia de un hombre que a fuerza de determinación, responsabilidad y coraje lucha para superar su problema (de origen psicofisiológico) y también la historia de una amistad poco común -la de un príncipe y un plebeyo, de personalidades bien opuestas. El fondo histórico-social y político sobre el que se recorta este retrato es particularmente complejo: a la depresión económica en el imperio se suma el crecimiento del fascismo con un Hitler poco confiable que amenaza la precaria estabilidad europea. La íntima epopeya personal del entonces duque de York atraviesa por lo menos dos crisis históricas decisivas para él y para su país: la abdicación de su hermano mayor, David, que ya como Eduardo VIII renuncia al trono para poder casarse con la doblemente divorciada Wallis Simpson (con la consiguiente coronación de Jorge VI, que lo pone en el centro de la atención pública y lo obliga a encontrar su voz, que debe ser la voz de sus súbditos), y al poco tiempo el estallido de la guerra contra la Alemania nazi. De todos modos, no queda duda de que la sucinta evocación histórica (precisa, suntuosa y tan refinada como puede esperarse de un film inglés) es apenas el marco del relato y que tanto el jugoso libreto de David Seidler como la dirección de Tom Hooper no están dispuestos a ahondar en ella: lo que buscan es hacer foco en el proceso que vive el protagonista para la recuperación de una fonación normal, que es también el de la afirmación de una personalidad que las circunstancias pondrán a prueba en una época llena de turbulencias y cambios. La perceptible química que se establece entre Colin Firth y Geoffrey Rush es uno de los fundamentos de la emoción que la historia contagia a los espectadores. Es central la relación entre el soberano (Bertie para la familia) y Lionel, el logopeda australiano cuya ayuda le será indispensable como profesional, pero también le revelará el significado de la palabra amistad. Y si bien es elogiable la habilidad con que los responsables del film han sabido administrar sus dosis de humor, tensión, drama, emoción y gran espectáculo, no puede sino admitirse que ante tanto despliegue de talento como el que propone un elenco de lujo, es difícil sustraerse a su encanto. Quizá la labor extraordinaria de Colin Firth, Geoffrey Rush, Helena Bonham Carter, Derek Jacobi, Guy Pearce y todo el resto opere con tanta seducción sobre el espectador que éste termine hallando en el film algunas cualidades más de las que verdaderamente tiene. Lo que no quita que verlo sea una experiencia deliciosa.
Un film risueño y amargo con el sello de Allen A esta altura de su vida, el pesimismo de Woody Allen se ha vuelto más radical. La vida es "un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia y que nada significa", decía Shakespeare y él lo recuerda colocando la frase como epígrafe, y quizá también como colofón, de ésta, su película número 40. Pero si no hay esperanza de encontrarle un sentido, queda el sueño. La ilusión puede remediar aquella desazón que los medicamentos no alivian, y Conocerás al hombre de tus sueños, que es al mismo tiempo amarga, profunda y risueña, resulta casi un himno a la ilusión. Puede no ser la película más significativa de Allen, pero si merece un lugar destacado en esta etapa madura inaugurada con Match Point, aunque reúna muchos de los componentes de sus films anteriores (neurosis, frustración, angustia existencial, musas, charlatanes, intelectuales frustrados, hombres maduros que buscan una segunda juventud al lado de muchachas de la edad de sus hijas) y aunque vuelva a un esquema narrativo ya clásico en él con la presencia de una voz en off para dirigir la ronda de personajes que parecen condenados a repetir eternamente los mismos errores. La apariencia es de comedia ligera; por debajo se agitan inquietudes inherentes a la condición humana. El film divierte y aguijonea. Un elenco excepcional anima a estos seres egoístas, insatisfechos consigo mismos y con la vida que llevan, siempre convencidos de que es el prado del vecino el que tiene los mejores pastos y siempre a un paso de una nueva frustración. Woody observa sus peripecias -todo lo que el tiempo hace con sus vidas y lo que ellos se hacen a sí mismos y a los demás- con una sonrisa en los labios. Deseos Está el padre de familia temeroso de la muerte que quiere rejuvenecer sobre la base de divorcio inmediato, ropa clara, gimnasio, cama solar, Viagra y alguna pulposa señorita que pasará de brindar servicio profesional a convertirse en esposa legítima. Su desconsolada ex sólo encuentra consuelo en las palabras de una falsa vidente que le pinta el futuro color de rosa (de ahí el título, aunque el soñado hombre del caso es también el que fatalmente nos espera a todos). La hija de ellos dos sueña con un hijo y una galería de arte propia, pero trabaja en una ajena (y se enamora de su jefe) mientras su marido, incapaz de repetir el éxito que tuvo con su primer libro, se inspira (y algo más) con la linda vecina que toca la guitarra junto a la ventana de enfrente. Woody los entrecruza y concede a cada uno su propia historia. Alguna -la del escritor y la guitarrista, por ejemplo- parece resuelta a las apuradas, pero en todas se percibe la agudeza de este Woody Allen cada vez más sombrío, pero siempre ingenioso. Todos corren detrás de su propia quimera: un fracaso los dejará aún más maltrechos. Si el panorama no es al fin más oscuro es porque alguien -por su pureza, por su ingenuidad- merece un final feliz. Woody suele conceder esos premios.
Amor de madres Una fórmula conocida y actrices admirables El tema es la adopción. El director, Rodrigo García, considerado un especialista en films protagonizados por mujeres y dirigidos al público femenino, sobre todo aquel que disfruta de emocionarse en el cine y humedecer algún pañuelo. Uno de los productores es Alejandro González Iñárritu, que ha hecho de la coincidencia y el entrecruzamiento de historias su sello personal. El elenco es admirable e incluye la sorpresa de ver a Samuel L. Jackson por una vez en la piel de un hombre normal. Y Amor de madres ofrece más o menos lo que podía esperarse. Sigue la misma fórmula que a García le ha rendido en otras oportunidades: los personajes centrales son mujeres y sus historias irán interconectándose a medida que el relato progrese. Esta vez las mujeres son tres, y aunque hay una institución católica dedicada a la adopción que ha tenido o tiene que ver con sus historias, lo que termina aproximándolas es el azar. Una es la desdichada Karen, que a los 51 años nunca ha superado el dolor de haber dado en adopción la hija que tuvo a los 14 y divide su tiempo entre el cuidado de su madre enferma y su trabajo en un centro de salud mental. Otra, Elizabeth, que ni siquiera conoce la identidad de la mujer que la concibió y dio en adopción, es una abogada hiperprofesional, autosuficiente y fría, pero muy dada a fugaces encuentros puramente sexuales. La tercera, Lucy, es una joven negra y estéril cuyo desesperado deseo de adoptar un hijo no parece demasiado compartido por su cónyuge. Las dos primeras habrían bastado para llevar adelante el proyecto de García, que además de examinar el asunto de la adopción, sobre el cual expone ideas bastante contradictorias, y desarrollar las historias de las dos mujeres que, por supuesto terminarán ligadas después de una serie de disgustos y algunas pocas alegrías, también aspira a dejar algunos apuntes para un retrato del mundo actual. El melodramático caso de Lucy, poco convincente pese al buen trabajo de Kerry Washington, sólo consigue adosarle al film una estructura "a la Babel " y prolongarlo imprudentemente. Se habla mucho de madres e hijas, de bebes abandonados por sus madres, de chicos adoptados y de mujeres que sólo piensan en la maternidad, como si ese fuera su único horizonte posible. Pero el tema tiene una complejidad a la que García ni se acerca. Quedan los golpes de emotividad, algún acierto en la descripción de un amor adulto y, felizmente, el excepcional elenco, en el que brillan Annette Bening y Naomi Watts.
Tres monos Culpa, pasión y venganza en un melodrama con clima de film noir La atmósfera ominosa del film noir envuelve este melodrama sobre culpa, pasión, corrupción y venganza donde casi todos los hechos decisivos -un accidente, el adulterio, el asesinato- suceden fuera de la imagen. En la osada y muy elaborada propuesta de Nuri Bilge Ceylan, la cámara prefiere indagar en las reacciones de los personajes antes que detenerse en las acciones; en sus silencios antes que en las palabras, que son las apenas las indispensables. La elipsis es su herramienta expresiva, tanto como cada elemento de la imagen o de la elocuente banda sonora, que prescinde de la música y sólo asoma oportunamente bajo la forma del ringtone de un celular que parece cantar los sentimientos de su propietario. Tan riesgosa elección, sumada al ritmo demorado de los planos que a veces evocan a Antonioni y a veces a Tarkovski, no resta intensidad al drama: al contrario, lo robustece. Y hasta puede producir una suerte de efecto hipnótico. Y está presente desde el comienzo mismo. En la oscuridad de la noche, el sonido de una brusca frenada y un golpe informan del accidente que acaba de ocurrir y que ha dejado un muerto. Quien va al volante, político en plena campaña, despierta a su chofer para proponerle que se autoincrimine a cambio de una buena suma de dinero. El acuerdo desencadena una serie de consecuencias que incluirán el adulterio y un homicidio y que involucran a otros dos personajes centrales: la esposa del chofer, mujer pasional y frustrada, y el hijo del matrimonio, un muchacho desocupado y demasiado próximo a las pandillas callejeras. También se sucederán los ocultamientos, las mentiras, los silencios, la negación. Cada uno tiene sus razones; y la culpa seguirá desplazándose, como en el principio. Escurridizo y elíptico también en la descripción de los personajes, el film va proporcionando sesgadamente pequeños datos aislados y a veces ambiguos sobre sus caracteres para que el espectador pueda intuir algo de sus historias y acercarse a las fluctuaciones de sus conductas. No puede sino reconocerse la verdad humana que trasuntan estos seres de ficción al que un elenco admirable confiere infinidad de matices, pero sí es posible que en este caso el libro acuse los efectos de una sobreelaboración, como si cada coincidencia, cada situación aparentemente banal (alguien que vuelve antes de tiempo, una llamada inoportuna, un tren que pasa) estuvieran dispuestos para favorecer la construcción dramática y en algunos casos para responder a las exigencias de una cuidadísima puesta en escena. Como si los personajes fuera marionetas manejadas para que el film complete su perfecta circularidad. Es un precio que vale la pena pagar para disfrutar de la sobrecogedora belleza de las imágenes, del personal y conciso lenguaje del director turco y del admirable tratamiento expresivo de la banda sonora. La canción del ringtone es todo un hallazgo.