A pesar de que está bajo vigilancia y lo sabe, la muy presumida Elise no hace nada por pasar inadvertida: se viste y maquilla como una modelo, camina por las calles de París como si fueran pasarelas y adopta un afectado aire de misterio y seducción que podría ser irresistible si no estuviera tan cerca de la caricatura y podría resultar cómico si Angelina Jolie pusiera en su composición gracia y ligereza en lugar de la postiza sofisticación de un aviso de cosméticos. No es sólo responsabilidad de la actriz. En realidad, Florian Henckel von Donnersmarck, que llegó a la dirección de El turista tras la deserción de otros realizadores, tampoco le encuentra el tono al thriller humorístico y comete el pecado de narrar más o menos en serio y a veces hasta con cierta parsimonia poco aconsejable para una comedia una historia que se basa en el disparate y necesita de él. Sin chispa ni brío, y con un par de protagonistas que no se divierten con sus papeles (al contrario, parecen sentirse bastante incómodos, cuando no despistados), el entretenimiento se malogra y sólo ofrece bellas imágenes de los canales y los palacios venecianos, ciertos momentos de acción y esporádicos aciertos cómicos en las líneas de diálogo. En el fondo, se trata de la cacería de un ladrón que se ha quedado con el dinero de una operación ilegal y ha desaparecido sin dejar rastros. La única que puede tener algún contacto con él es su amante, la misteriosa dama de París. Siguiéndola, a ella y al ingenuo compañero circunstancial que conoció en el viaje, todos (la policía británica y la italiana, los mafiosos robados) van a parar a Venecia, lo que no deja de ser una ventaja para el espectador. Hay persecuciones, tiroteos, muertes y torpezas (de parte de los perseguidores) presuntamente graciosas. También hay algo de romance, que para eso están ahí Angelina y Depp, y algún tufillo a viejo film de 007, aparte de la presencia de Timothy Dalton. La intriga es más bien módica y la "sorpresa" del final, poco sorpresiva. A pesar de las firmas cotizadas -además del cineasta alemán ( La vida de los otros ), participaron del libro Christopher McQuarrie ( Los sospechosos de siempre ) y Julian Fellowes ( Gosford Park )-, el guión no abunda en ingenio ni atiende demasiado a la coherencia. Razón de más para que se hiciera indispensable ese toque de absurdo que a Henckel von Donnersmarck le resultó más escurridizo que el ladrón de su cuento.
Un tren en marcha sin control y sin maquinista, y cómo detenerlo El atractivo no está en un tema ya explotado ni en la intriga por la resolución de un enigma que no hay, sino en la tensión creciente de una febril carrera contra reloj. Aquí no hay asesinos que descubrir ni villanos que atrapar, porque el villano, en todo caso, es un tren. No cualquiera sino uno que arrastra 39 vagones, lleva una carga tan combustible y potente que podría producir incontables pérdidas en dólares, daño ambiental y vidas humanas y que por impericia o distracción fue puesto en marcha sin conductor, pero felizmente también sin pasajeros. La cuestión es que hay que encontrar el modo de detenerlo o de recuperar su gobierno antes de que atraviese una zona muy poblada y se corra el riesgo del descarrilamiento y la consecuente y temida explosión. "Basada en hechos reales", dice al comienzo una leyenda que hasta cierto punto responde a la verdad: en 2001 un tren de carga no tripulado y fuera de control recorrió más de 100 kilómetros en Ohio hasta que pudo ser detenido. Tal leyenda -se sabe- también sirve justificar las libertades que los libretistas se toman para hacer la aventura más espectacular y más dramática. Quizás a Mark Bomback se le fue la mano en la multiplicación de contratiempos que van encadenándose a medida que el tren sigue su loca marcha y el tiempo se agota, pero lo importante es que la tensión no decaiga y que el film tenga en vilo al espectador hasta el final. Y eso se logra en buena medida gracias al oficio de Tony Scott, que sabe cómo aprovechar expresivamente la fotogenia de los trenes en marcha y valerse de un montaje nervioso para que la epopeya no afloje en intensidad. La acción es como el título: imparable El guionista no estuvo tan feliz al concebir los personajes centrales: dos conductores que la empresa ferroviaria destina a otra formación y que tendrán intervención directa en el audaz plan de rescate del tren desbocado. Uno es un veterano; el otro, un principiante; y hay un chispazo entre ellos desde el principio, lo que asegura, según el cliché. que después serán compinches. A los dos ferroviarios Bomback les inventó innecesarios problemas personales para darles espesor. En vano: es lo que menos importa en un cuento cuyo interés está en otra parte. Así y todo hay que reconocer la convicción con que Denzel Washington y Chris Pine asumieron el compromiso.
Somewhere, en un rincón del corazón Un actor y su hija, perdidos y encontrados en Hollywood por el ojo de Sofia Coppola La primera escena es como un aviso al espectador. La cámara estática registra un tramo de carretera en medio del campo. El sonido del motor de un auto precede al paso fugaz de una Ferrari a la que después veremos cruzar en sentido contrario por otro tramo de pavimento un poco más lejano. Los giros se repiten, más oídos que vistos: ni siquiera se ve quien es el conductor. Con ese plano inusualmente prolongado, Sofia Coppola que hace un cine en voz baja, prefiere mirar de lejos, evitar cualquier énfasis y apuntar a los detalles, establece ciertas pautas: habrá que estar atento a lo que expresa cada situación por banal que parezca, al estado de ánimo que se desprende de cada acción de los personajes, a la lenta transformación interior que experimentan y no llegan a expresar verbalmente. Quienes recuerden Perdidos en Tokio convendrán que ese es el estilo que mejor traduce la fina sensibilidad de la directora y el terreno en el que se mueve con mayor seguridad, a tal punto que la sutil elocuencia de Somewhere (y su tenue condición poética) se ve debilitada bastante cerca del final, cuando el protagonista pone en palabras su tormento interior, del que acaba de tomar conciencia. El es Johnny Marco (Stephen Dorff, notable), una estrella de Hollywood que reside en el legendario Chateau Marmont de Los Angeles rodeado de los privilegios y las obligaciones de la fama, un placentero limbo donde abundan las mujeres bonitas, el alcohol y las preguntas tontas de la prensa y en el que vive con indolencia, como si todo su compromiso fuera responder a lo que los demás esperan de él. Además del room service, la única constante en esa rutina -que Coppola observa sin ojo crítico aunque se le filtren algunos apuntes gruesos- son las esporádicas visitas de su hija, una chica de 11 años que vive con su madre y a la que apenas conoce. Hasta que una circunstancia lo deja a cargo de la chica y la convivencia prolongada no sólo transforma la relación sino que también lo lleva a plantearse algunas cuestiones más íntimas. En este tramo, el lenguaje de Coppola alcanza sus mejores aciertos cuando desliza ligeras pinceladas sobre el crecimiento del vínculo sin traicionar el estilo ni ceder un milímetro al sentimentalismo, pero también descubre la voluntad de torcer el rumbo del cuento para extraer de él una crisis existencial que luce bastante forzada y que no encuentra resolución convincente. Es admirable el trabajo de Elle Fanning, el alma de la película.
Clint Eastwood y una incursión despareja, y por momentos decepcionante, en lo sobrenatural Es ciertamente una demostración de lozanía que Clint Eastwood se atreva, a los 80 años, a probar suerte en nuevos terrenos como lo hace en esta despareja (y en muchos aspectos, decepcionante) incursión en lo sobrenatural. Peter Morgan, a quien suele irle bastante mejor cuando aborda el retrato de celebridades (Frost/Nixon, La reina) le proporciona una historia sobre la muerte, el duelo, el más allá y los vínculos entre los vivos y los muertos, concebida como un tríptico, estructurada a la manera de Babel y generosa en coincidencias y alusiones a hechos de la actualidad. Precisamente, es una impresionante reconstrucción del tsunami que devastó Indonesia, Tailandia y otros países del Indico, la secuencia con la que el film se introduce en el tema. Sorprendida por la catástrofe, una periodista francesa de vacaciones (la excelente actriz belga Cécile de France) es arrastrada por las olas y milagrosamente logra sobrevivir, no sin antes pasar por la experiencia de asomarse al más allá (una visión que, luz enceguecedora mediante, responde a las representaciones de rutina). Pronto aparecerán los protagonistas de las otras historias. Uno es un chico inglés de clase modesta (vagamente extraído del mundo de Dickens), que vive desconsolado por la trágica muerte de su hermano gemelo; el otro, un obrero de San Francisco (Matt Damon, impecable), cuya excepcional condición de médium no es para él un don sino una pesadilla. Mientras se siguen alternadamente las andanzas de cada uno -la periodista busca sustento científico para dar testimonio en un libro sobre los contactos con el más allá, un tema que alguna conspiración se empeña en ocultar; el chico se obstina en lograr contacto con su hermano, de quien recibe alguna oportuna ayuda, y el médium ensaya otro oficio, vive una frustración amorosa y pierde el empleo-, resta saber cómo el destino logrará entrecruzarlos, lo que se resuelve de la manera más forzada y previsible y en algún caso, próxima al ridículo. Pero que al final todas las piezas encajen genera un efecto tranquilizador irresistible para mucho público: que lo digan González Iñárritu-Arriaga. Eastwood se rehúsa al melodrama y a dar respuesta sobre la existencia del más allá: quiere que el film hable del modo en que cada uno sobrelleva o debería sobrellevar la idea de la mortalidad y hasta incorpora alguna nota de humor, pero el tratamiento del tema suena trivial y sólo en contadas oportunidades (una escena romántica, por ejemplo, o el encuentro de Matt Damon con el chico en el hotel) puede sospecharse que es él quien está detrás de la cámara. El empleo que hace de su música -esta vez con ayuda de Rachmaninov- tampoco puede contarse como un acierto.
El ilusionista Sylvain Chomet crea un delicioso homenaje a Jacques Tati y el music hall Lápices y acuarelas producen el milagro. Aquí está otra vez Jacques Tati, aquel poeta de la comicidad, este señor impasible y larguirucho, de aire ensimismado, pantalón siempre un poco corto y movimientos algo torpes que suele dirigir la mirada hacia las cosas más simples de este mundo y descubrir en ellas el costado gracioso, que es también un costado revelador. Tenía que ser Sylvain Chomet quien lo trajera de regreso: quien haya visto Las trillizas de Belleville habrá percibido que hay una secreta afinidad entre ellos, cierto parentesco en la sutil elegancia con que conciben el humor, en su estilo de caricatura, en su ternura, en su tenue melancolía. Y ahí estaba el Film Tati Nº 4 , un viejo guión que el genial creador del Sr. Hulot dejó en estado de proyecto, listo para que Chomet concretara en animación lo que, muerto su creador, ya era imposible materializar con actores. La idea de asociarlos fue de Sophie Tatischeff, la hija de Jacques y original destinataria de la fábula, que alude a la relación entre un prestidigitador maduro y una muchacha pobre que lo adopta como padre, y constituyó el primero de los muchos aciertos de este film delicioso. Difícil establecer cuál es el principal: si la animación de Tati (obra del propio Chomet, ilusionista él también al fin porque devuelve la vida a la figura inconfundible); si haber modificado el guión para que fuera Edimburgo (la ciudad donde vive el director y le es bien familiar) el escenario en que transcurre la mayor parte de la aventura; un escenario de ensueño gracias al trazo meticuloso y el tratamiento poético de la luz y el color; si el bello cuento que mezcla gracia y tristeza al exponer las desventuras del ilusionista que, en París, en Londres o en Escocia tropieza con el mismo desinterés de un público que prefiere delirar con los jóvenes ídolos del rock, o si la dulce melancolía que envuelve su historia con Alicia, la chica menesterosa que descubre en uno de esos hoteles llenos de saltimbanquis, ventrílocuos, cantantes y acróbatas y que tal vez sea la hija a quien, aunque sea fugazmente, podrá darle alguna felicidad. Lo que sí puede asegurarse es que será difícil permanecer indiferente ante la irresistible seducción visual de este triple homenaje (a Tati, al music hall, a Edimburgo) en el que no falta algún guiño y hasta incluye imágenes de Mi tío . Mucho más difícil todavía será aceptar la leyenda del final. Si "los magos no existen", según dice, ¿cómo se explica lo que hemos visto hacer a Chomet?
Deslucida remake de una comedia de los 70 Un dúo masculino, cuanto más discordante mejor; el azar que los fuerza a convivir en circunstancias críticas (generalmente vinculados con algún caso policial) y que genera equívocos y enredos vodevilescos, un par de figuras con atractivo popular dispuestas a divertirse, diálogos ocurrentes. Francis Veber conoce bien la fórmula y la ha aplicado con tanta eficacia como para haberse convertido en el mayor exportador francés de ideas para Hollywood. Pero estamos aquí muy lejos de Los compadres, Los fugitivos, Ruby & Quentin-Dije que te calles y más aún de la versión original de esta comedia que nació como pieza teatral y que en 1973 dirigió Edouard Molinaro con Lino Ventura y Jacques Brel; Sálvese quien pueda fue el imaginativo título local. Es probable que Veber se haya quedado desde entonces con las ganas de hacer su propia versión de aquella historia, que ya mereció una remake norteamericana: Compadres, que fue el último film de Billy Wilder y tuvo como protagonistas a Jack Lemmon y Walter Matthau. Lo que es difícil de establecer es qué es lo que tenía de nuevo para aportar, y menos si se trataba -como ha sugerido- de una cuestión de elenco. Una de las debilidades de esta pálida comedia está, precisamente, en el dúo central: Richard Berry no es precisamente un as de la comedia y Patrick Timsit hace de François Pignon (el "emmerdeur" del título, personaje que Veber ha empleado en varios films) un pesado tan convincente y tan falto de gracia que a ratos se vuelve insoportable no sólo para su compañero de la ficción sino también para la platea. Burdo Poco ha hecho Veber (si se exceptúan tres o cuatro apuntes más o menos eficaces y más o menos burdos) para remozar la historia del asesino profesional cuya misión (eliminar a un testigo incómodo) se complica por la presencia, en el cuarto contiguo del hotel donde está, de un aspirante a suicida tan depresivo como cargoso. Sin ideas en la puesta ni brío en los actores, todo se vuelve apagado y anodino. Nada menos recomendable para un film que quiere hacer reír.
Sólo para fans de la música tecno Berlin Calling, una producción pensada para un target de público bien definido Eficaz en su registro documental de la noche berlinesa con sus boliches y su fauna no demasiado diferentes de los de otras ciudades; ni tan imaginativa en lo visual ni tan generosa como podría esperarse en sus ilustraciones musicales, y bastante convencional en su planteo dramático, Berlin Calling es un producto cuyo target está bien definido: son los fans de la música tecno y en especial los admiradores de Paul Kalkbrenner, el músico y productor alemán que participó el mes pasado en la edición local de Creamfields. El, que había sido convocado por el director Hannes Stoehr para componer la banda sonora de un film sobre la música electrónica en el Berlín actual, terminó siendo también su protagonista (lo que mucho incidió en su popularidad) y, en parte, fuente de inspiración del personaje. Como Kalkbrenner en la realidad, tampoco Martin Karow se conforma con trabajar como DJ sobre grabaciones ajenas: quiere hacer su propia música y por eso despliega una febril actividad: anda de gira permanente, de rave en rave y de club en club sin separarse de su único instrumento (la laptop donde crea sus invenciones sonora) ni de su novia y manager. En ese ajetreado itinerario, siempre hay cerca un dealer con su surtida y actualizada provisión de estimulantes. Si el recuerdo de otras biografías de artistas consumidos en un fuego alimentado a drogas no basta hasta aquí para imaginar lo que sigue, ahí está el nombre artístico del personaje -DJ Ickarus- para anticiparlo: en su avidez por escapar en alas de la música de su laberinto interior, Martin asciende demasiado y se quema en un mal viaje que aviva su esquizofrenia y lo deposita en un psiquiátrico. La experiencia en la institución, sus fugas y sus recaídas más algún apunte acerca de las penas que sufrió en el pasado y el vacío que lo agobia en el presente completan el retrato del artista, acosado por las tentaciones del ambiente underground, las presiones de la discográfica, la preparación del álbum que será consagratorio, su propia inmadurez y su propia voracidad. Lo mejor de esta historia previsible (y de milagroso desenlace) está en el trabajo de Kalkbrenner como actor y en su música, aunque es probable que para sus fans la dosis haya resultado demasiado escasa.
La cuestión del fin y los medios Un thriller que apunta a pensar sobre el uso de la tortura como arma de guerra El día del juicio final reedita la antigua cuestión del fin y los medios y la aplica a un tema de debate que ha cobrado penosa actualidad: el empleo de la tortura como arma en tiempos de guerra. Sobre ésta, evita manifestarse claramente: prefiere hacer oír voces contradictorias y dejar que sea el espectador el que se incline por una postura u otra. En cuanto al asunto del fin y los medios, bien podría alcanzar a la propia película. En nombre de la eficacia de un thriller que quiere avivar la discusión, ¿se justifica la exhibición pornográfica de los más sádicos métodos de tortura (y su consabida apología)? Probablemente ni Gregor Jordan ni su libretista, que no son precisamente dechados de sutileza, se hayan hecho esos planteos. Lo que buscan es el impacto directo: quieren generar la discusión, sí (aunque su examen del tema de la tortura no va mucho más allá de lo superficial), pero también ofrecer un plato fuerte de suspenso con abundante tensión e imágenes de impresionante crudeza. Esto se percibe desde el planteo, en el que hay reminiscencias de la serie de TV 24 : un militar norteamericano convertido al islamismo más radical ha amenazado con hacer detonar tres bombas nucleares que ha plantado en distintos lugares del país si sus demandas no son satisfechas en 72 horas. El hombre se ha dejado apresar y ahora que los plazos se acortan los agentes del FBI afectados a la lucha antiterrorista reciben -por orden de "muy arriba"- la ayuda de un especialista en secretas operaciones de interrogatorio (Samuel L. Jackson), cuyos métodos harán confesar la verdad al talibán y evitarán la muerte de miles de personas. "Lo que tengo que hacer es? inconcebible", le anticipa a la oficial del FBI (Carrie-Anne Moss) que aporta la dosis de compasión femenina que el film necesita para compensar tanta brutalidad. Las imágenes que siguen se encargan de demostrar que el interrogador no exagera y que sus "esfuerzos persuasivos" pueden redoblarse hasta el infinito (incluso hasta alcanzar a la familia del reo), en busca de la verdad sobre las bombas. El trazo grueso y la verbosidad retórica abundan en la película casi tanto como el clima de pesadilla y las imágenes estremecedoras. Esto será seguramente más celebrado por los aficionados al cine de alta tensión que por los que busquen nuevos elementos para debatir si la única forma de vencer al terrorismo es utilizar tácticas tan inhumanas como las que ellos practican.
Cadena de venganzas en un thriller marsellés El actor Jean Reno, en un film donde sobra violencia No hay jubilación posible para un capomafia. Este Charly Mattei en el que Jean Reno se mueve tan a sus anchas como puede esperarse de un actor familiarizado con el género, no ha sabido reconocerlo. Por amor a la familia, quiso dar un paso al costado, abandonar el delito, arreglar las cuentas con sus socios y volver a casa, a disfrutar de los placeres sencillos. Por ejemplo, llevar a su hijo a la escuela, con Puccini a todo volumen en la radio del auto y el luminoso paisaje mediterráneo desfilando frente a sus ojos. El parece ignorarlo, pero cualquier espectador sabe que una escena inicial así sólo puede terminar en drama. Y éste será a escala Luc Besson: una lluvia de balas lo recibe cuando estaciona en un garaje; veintidós lo alcanzan de lleno, pero él -¡milagro!- sobrevive. Cualquier espectador sabe que el paso siguiente es la venganza. Será también a escala Besson. Y al gusto de Richard Berry, que en otros tiempos fue puntal, como actor, del cine negro francés, y hace tiempo viene mostrando que como director no les tiene miedo a los clichés, que ama la ampulosidad (verbal, visual y musical), que su fórmula consiste en acumular efectos, como si una seguidilla constante de impactos le garantizara la atención del espectador, y que ha visto muchos films de mafiosos (Coppola y Scorsese, claro, pero también Olivier Marchal), y no ha sabido procesarlos bien. El film, inspirado en la figura de un legendario gánster marsellés, es una ultraviolenta sucesión de venganzas a cual más perversa y brutal y contiene tantos tormentos y asesinatos como lugares comunes. También frases "potentes" ("la sangre derramada no se seca jamás") y pinceladas destinadas a justificar la santa furia del héroe, que al fin y al cabo es un tipo sensible que ama la ópera, es cariñoso con la mamá, detesta la droga y lo único que quiere (además de vengarse de una fea traición) es liberar a Marsella de unos criminales mucho peores que él, al frente de los cuales está un desorientado Kad Merad. Con todo, como falta imaginación pero sobra violencia y vértigo, es probable que haya quien prefiera ignorar que lo que ofrece El inmortal ya ha sido visto en otras películas (y mejor), y se entretenga.
Perturbador relato de Bellocchio La hora de la religión es una experiencia movilizadora en lo conceptual y fascinante en lo cinematográfico Ahí está otra vez el cine personal de Bellocchio, con su ironía, su capacidad para fundir sueños y realidad y su espíritu provocador; con su fe en la perspicacia y la sensibilidad del público y la convicción consecuente de que un cineasta no debe preocuparse por explicarlo todo porque en el cine, como en el amor, hay que dejarse llevar. Ahí está otra vez, emprendiendo sus batallas contra la hipocresía, contra instituciones y emblemas que juzga opresivos, y más todavía contra el calculado oportunismo de una generación que, perdido el sueño de una sociedad más justa, ha reeditado un conformismo cínico y se pliega a cultos y devociones con la vista puesta en el estatus social y las ventajas económicas. Quizá los dardos de Bellocchio no apunten tanto a la Iglesia, como el film lo expone en la superficie, sino a quienes, entre los no religiosos, han carecido de ideas para llenar el vacío dejado por la muerte de las utopías y, desorientados y temerosos, se aferran ahora a alguna autoridad, alguna certeza ultraterrena. Algo de todo esto puede inferirse de la perturbadora historia de Ernesto, el pintor ateo perteneciente a una familia poderosa que añora el poder y la influencia de otros tiempos e intenta recuperarlos por vía de una canonización. La madre de Ernesto, quizá la única verdadera creyente, ha muerto a manos de su enajenado hijo menor, que la odiaba y se lo expresaba con blasfemias. Todos los testimonios son necesarios para reconstruir la verdad de su martirio, incluido el de Ernesto, que sólo ahora se ha enterado del proceso iniciado por su familia y que conserva, en la sonrisa equívoca, alguna huella materna. Un guión lúcido y complejo traduce sutilmente el estado del protagonista, que además de enfrentarse con el pasado durante las instancias del proceso de beatificación vive una suma de situaciones inesperadas -desde un forzado duelo con un aristócrata de museo hasta el súbito enamoramiento de la misteriosa profesora de religión de su hijo- mientras se defiende del acoso de los hermanos y de una tía infinitamente cínica (la admirable Piera degli Esposti) y se esfuerza por mantener una conducta coherente ante la mirada de su hijo. Puede sospecharse que en el comienzo, al confesar el miedo que le inspira un Dios omnipresente, el chico está expresando un sentimiento que ha dejado su marca en Bellocchio o del que no ha podido liberarse del todo. Pero más allá de esa conjetura, hay abundantes motivos para que internarse en la historia resulte una experiencia tan movilizadora en lo conceptual como fascinante en lo cinematográfico. Es formidable el trabajo de Castellito.