Un film premiado y polémico Las grandes actuaciones de Gabourey Sidibe y Mo´Nique apuntalan a Preciosa Precious es la obesa adolescente negra de Harlem víctima de todos los abusos, violencias, humillaciones y desgracias imaginables. Violada desde chica por su propio padre, ha tenido un hijo a los 12 años y está esperando ahora un segundo; la madre, que la acusa de haberle robado el hombre, la desprecia y esclaviza; los muchachones del barrio se burlan de ella; en la escuela prefiere pasar inadvertida. A su hijo, que padece síndrome de Down, apenas lo ve cuando lo suman al cuadro de familia necesario para asegurarse el cheque de la asistencia social. El único escape para Precious está en su interior: una fantasía que a veces ilustra sus sueños kitsch (se ve como estrella acosada por sus fans o pretendida por apuestos galanes blancos) y a veces suena postiza (prestada por el director), como cuando en plena guerra familiar se pierde en la imagen del televisor para reencarnarse como hija de la Sophia Loren de Dos mujeres y sentir algo de calor materno. Lee Daniels busca reflejar la interioridad de la chica, pero de paso emplea esas escenas luminosas para echar algo de oxígeno al relato y para amenguar el impacto que pueda tener en sus espectadores la exposición tan "cruda" de una miseria que saben próxima pero prefieren no observar. Así, el film cumple con su misión de denuncia de un modo algo menos escandaloso que el que suelen utilizar los documentos de TV y tranquiliza al observador con esta fábula de redención cuyos mayores méritos están en la elocuencia insustituible de Gabourey Sidibe (Precious) y en el despliegue histriónico de Mo´Nique (la madre). Que la chica sea capaz de emerger de su oscuro infierno, torcer el destino de marginación y miseria que le espera y hacerse cargo de su futuro constituye una suerte de epopeya individual, lo que en parte explicaría la buena acogida que el film tuvo en los Estados Unidos, donde tampoco faltaron polémicas: los defensores señalan que la obra otorga a la comunidad negra una voz en la cual reconocerse. Tal vez. Sin exagerar en lo sentimental, y con cierta discreción, Daniels se concentra en el arduo proceso que vive la protagonista desde que el cambio de escuela le provee dos ángeles guardianes: una santa maestra (Paula Patton) y una asistente social (Mariah Carey, casi irreconocible). Curiosamente, o no, quienes le tienden una mano son siempre blancos. Salvo que se considere al improbable enfermero que sirve de excusa para incorporar al elenco a Lenny Kravitz.
Sanguinario vengador anónimo modelo 2009 Gerard Butler, el hombre enceguecido por la ira Tal vez Días de ira quiera ser una edición 2009 de El vengador anónimo ; al menos parte de una premisa similar, aunque después todo se amplifique y exagere hasta el desatino. No han pasado cinco minutos de proyección cuando Gerald Butler, padre de familia afectuoso y algo incauto, abre la puerta de casa sin preguntar quién es y se topa con un par de depravados que lo desmayan de un golpe, violan y asesinan a su mujer y a su hija y lo dejan agonizando. Como es un ciudadano respetuoso de la ley (lo dice el título original), confía en la justicia y en particular en un fiscal (Jamie Foxx) que tiene el mejor récord de condenas de toda Fildadelfia. Algo siempre falla Pero ya se sabe que algo tiene que fallar, y falla: sólo uno de los dos asesinos es condenado a muerte. El otro pasará diez años en prisión. Los suficientes para que el protagonista transforme el duelo en furia, planee lenta y cuidadosamente su venganza y, llegado el momento, la ejecute del modo más sanguinario y más radical: ningún responsable de su desdicha quedará sin el merecido castigo. Con lo cual demostrará que puede ser un monstruo mucho más perverso que quienes le destruyeron la vida, que le sobran imaginación y astucia para ganarles en ingenio al fiscal, a la policía, al Poder Judicial y al Estado entero y que cuenta con un presupuesto y un know how que dejarían pálidos de envidia a 007 y a todo el servicio secreto de su majestad. Podrá no creerse nada de lo que se ve en pantalla (la dosis de gore parece excesiva), pero queda demostrado que F. Gary Gray y su libretista están dispuestos a sacrificarlo todo en busca de un presunto (y esquivo) suspenso. Incluida la lógica más elemental.
El Ratón Pérez juega al hockey y tiene alas También los chicos de habla inglesa dejan los dientes que acaban de perder debajo de la almohada. Allá no hay Ratón Pérez pero sí un Hada de los Dientes ( Tooth Fairy, en el título original) que se lleva la pieza caída y la cambia por billetes de dólar. A partir de esa tradición infantil y adhiriendo a la fórmula que inauguró Schwarzenegger con Un detective en el kinder , Michael Lembeck y un equipo de seis libretistas (!) han ideado (de algún modo hay que decirlo) esta rutinaria comedia para chicos con el propósito de demostrar que Dwayne Johnson, el artista antes conocido como The Rock, puede ser el forzudo más tierno de Hollywood. La cuestión es así: un veterano crack del hockey que lleva el apodo de "hada de los dientes" (por la frecuencia con que hacía saltar las dentaduras de los equipos rivales), está en decadencia. Ha perdido la confianza en sí mismo y la capacidad de soñar, se ha vuelto un descreído y esparce a su alrededor esa especie de realismo implacable. Pero tendrá su castigo y no vendrá del Tribunal de Disciplina sino del reino de las hadas. Por quebrar la ilusión de un chico que sueña con ser estrella del hockey y peor, por atreverse a revelar a la hija menor de su novia el secreto de los dientes bajo la almohada, lo condenan a pasar una temporada yendo de casa en casa como Hada de los Dientes. Dispondrá de los mil y un artilugios que ellas les proveen, varita mágica incluida, y, claro, llevará alas. De esa transformación derivarán las imágenes grotescas (el grandulón alado con tutú de bailarina) y los enredos que, se supone, harán reír a la platea menuda. La parte tierna vendrá de la relación entre el deportista/hada con los dos hijos de su novia; la didáctica, de los reiterativos mensajes puestos casi siempre en boca de Julie Andrews, reina de Hadalandia. Dos breves intervenciones de Billy Crystal resultan lo más simpático del film. Johnson luce más sonrisa que músculos y Lembeck dirige sin esforzarse. Se trata de hadas, pero falta vuelo y la fantasía está ausente.
Educación sentimental en la Inglaterra de los 60 Su protagonista, Carey Mulligan, nominada al Oscar Si se lo viera sólo como el retrato de un personaje admirablemente definido y mejor interpretado Enseñanza de vida ya exhibiría (por coherencia, agudeza y vivacidad) méritos suficientes para descollar entre tantas historias sobre jovencitas que inician su educación sentimental al lado de un hombre maduro. Pero el film de Lone Scherfig va más allá: en medio de la aventura personal, expuesta con refinada sensibilidad y llamativa fluidez, se filtran precisas pinceladas que describen una sociedad -la inglesa de los primeros años 60- a punto de experimentar cambios decisivos. El trabajo de la realizadora danesa (la misma de Italiano para principiantes ) se apoya en dos sólidos puntales: el guión de Nick Hornby -que proporcionó formato dramático a la autobiografía de la periodista Lynn Barber- y la extraordinaria transparencia de Carey Mulligan, verdadera revelación que acaba de ser nominada, con justicia, al Oscar de la Academia. Imposible no destacarlos porque si Hornby supo calibrar con mano maestra la evolución vivida por la protagonista entre la adolescente inteligente y un poco ingenua del comienzo y la joven que debe sobrellevar su primer fracaso, la actriz hizo visibles cada una de las etapas de esa transición con pasmoso dominio de los matices. A Jenny le gusta verse como sofisticada mujer de mundo que habla francés y adora a Juliette Greco, pero es la estudiante destinada a Oxford (aunque no resigna otras inquietudes), que a la salida del colegio debe esperar el ómnibus bajo la lluvia. En casa, la esperan una madre indulgente y un padre que vigila sus progresos con vistas al futuro. Hasta que aparece David, con su auto lujoso, su parla elegante y su aire mundano y la seduce. A ella y a toda su convencional familia: vale la pena renunciar a Oxford por un candidato semejante. Ya habrá tiempo para descubrir sus costados oscuros. Hasta entonces, las encandilantes experiencias de Jenny (conciertos, restaurantes suntuosos, museos, un viaje a París) irán conduciéndola paralelamente a un lento proceso de aprendizaje de la vida real. El film acusa cierta concesión en el epílogo, que puede soslayarse ante la cantidad de sus aciertos: entre ellos la sutileza con que son retratados el clima de la época pre-Beatles y algunos rasgos sociales (incluidos la hipocresía y el solapado racismo); el impecable diseño de producción y la excelencia de un elenco en el que también brillan Peter Sasgaard y Alfred Molina.
Humor negro con acento mexicano Ingenioso y divertido film de una directora debutante. Ingeniosa, entretenida, amablemente socarrona y resuelta en términos de puesta con una habilidad llamativa tratándose del trabajo de una debutante, Cinco días sin Nora logró en el último Festival de Mar del Plata el premio del jurado y el del público, galardón este último que ya había merecido en otras muestras. Esa coincidencia infrecuente ilustra acerca del equilibrio que Mariana Chenillo exhibe como su rasgo más meritorio. Le hizo falta sin duda para ganarse la simpatía de espectadores tan heterogéneos, para manejar la ironía en un tema delicado como el de las tradiciones religiosas y también para pisar firme en el resbaladizo terreno del humor negro. Porque aquí todo se pone en marcha con un suicidio y se desarrolla en los cinco días que, por una razón u otra, hay que esperar para que pueda concretarse el correspondiente sepelio. La finada era una veterana aspirante a suicida. Lo había intentado catorce veces sin éxito; quizá por eso, esta vez, se preocupó por dejar todo previsto, de modo de asegurarse que, sin necesidad de establecer comunicación desde el más allá, podría seguir dirigiendo, aunque fuera por unos días, la vida de los suyos. Ahí está, por ejemplo, la heladera llena de comidas e instrucciones para celebrar la cena de Pésaj. Es una de las sorpresas que le esperan a José Kurtz, su ex marido desde hace 15 años, cuando llega al departamento (él vive enfrente). Otra, claro, es comprobar que su ex mujer se ha salido por fin con la suya, y yace muerta en el dormitorio. Vendrán muchas más, junto con la llegada del rabino (José no es precisamente creyente, pero su hijo sí) y con las complicaciones derivadas del caso, la principal de las cuales tiene que ver con el servicio fúnebre, demorado por causa de la festividad religiosa y de un inoportuno fin de semana. Demasiados días de convivencia como para que no surjan diferencias entre el ateo y sarcástico José y los visitantes. Los graciosos personajes secundarios que rodean al protagonista (Fernando Luján, excelente) suman animación al cuento, que Chenillo salpica de ironías y conduce con sostenido dinamismo. Sólo sobra un par de innecesarios flashbacks.
Muchas estrellas, poca imaginación El film de Rob Marshall sufre por su libro inconexo y sus canciones olvidables. Nine tiene su origen en el cine: créase o no viene de 8 y medio y ha pasado por sucesivas transformaciones hasta llegar a hacer de las ensoñaciones y los fantasmas personales de un cineasta en pleno bloqueo creativo este musical superpoblado de estrellas, de brillos decorativos, de lugares comunes del género, de números musicales con coreografía y vértigo de clip, de brochazos de italianidad tomados de un manual del estereotipo. Es cierto que hay un elenco de famosos que se toma en serio el compromiso, que a la fotogenia de Roma se suman otros seductores paisajes italianos y que el diseño de producción (más allá del barroquismo abrumador de las escenas musicales) se ha preocupado por asegurar imágenes vistosas. Pero no se hace un film sólo con la popularidad de sus actores y el centelleo de sus imágenes, sobre todo si se cuenta con un libro tan inconexo y una estructura narrativa tan intermitente. A cada escena (melo)dramática le sigue una canción y a cada canción otra breve escena, con el agravante de que las canciones, ninguna de ellas muy memorable, interrumpen la acción en lugar de hacerla progresar. Siete mujeres pueblan la realidad y la fantasía del protagonista: su esposa (Cotillard, lo mejor del elenco); su musa (la reciclada Kidman); su amante (Cruz, en plan vamp); su confidente (Judi Dench): su santa mamma , tan diva como Sophia Loren; la ahora estilizada prostituta de la playa (Fergie, de Black Eyed Peas), y una periodista de Vogue (Hudson). Cada una tiene su número musical y lo resuelve con oficio, a pesar de que nadie es especialista en el género. Y es un trabajo como mínimo decoroso el de Daniel Day-Lewis como el cineasta vacío de ideas y colmado de zozobras existenciales. Se diría que quien padece en este caso el bloqueo creativo es Rob Marshall, que no se aparta demasiado de la concepción teatral, aplica la misma fórmula que en Chicago para que las canciones se desarrollen en el imaginario terreno del pensamiento de cada uno (aunque aquí todo debería formar parte de la interioridad del atormentado creador) y termina dándole al film el aspecto de una sucesión de episodios aislados, o mejor -visto el nervioso ritmo de su montaje- en una sucesión de trailers. Claro que sería injusto echarle toda la culpa a Marshall: la dispersión del anodino libro colabora, y las letras -las de las canciones originales y las que Maury Yeston agregó, como la que Kate Hudson dedica al cine italiano- son de una chatura alarmante. Nine quiso ser un homenaje a Fellini; parece casi una parodia.
Historias con una pizca de magia La sugestiva Medusas narra las vidas de tres mujeres que se dejan llevar por el destino Historias paralelas, personajes que se dejan llevar adonde los arrastra el azar, así como el mar dispone el ir y venir constante de las medusas, tres mujeres cuyo único rasgo en común es un hondo y confuso malestar, una ciudad -Tel Aviv- que parece favorecer los entrecruzamientos y un toque de magia (o de alucinación) para que el cuadro se desprenda del chato realismo y ascienda hacia la fantasía poética. Es lo que proponen Etgar Keret y Shira Geffen, marido y mujer en la vida real y ambos escritores reconocidos en Israel, en su primera película, ganadora de la Cámara de Oro de Cannes. Una comedia triste, un poco críptica, que denota tanto la aspiración literaria de sus autores como su especial sensibilidad para la concepción visual. Viven como las medusas las protagonistas de las tres historias: sin control de sus destinos (quizá una velada alusión al sentimiento de inestabilidad que puede experimentarse en una zona en permanente riesgo), solas, faltas de afecto o con dificultades de comunicación. Una es la novia, que el día de su boda se quiebra la pierna al intentar salir del baño en el que ha quedado encerrada, con lo debe pasar (o mejor: sobrellevar, que lo diga su paciente marido), la luna de miel en un cuarto de hotel maloliente, ruidoso y sin vista. Otra es filipina, acompañante de ancianos (generalmente hoscos) aunque no habla pizca de hebreo y añora al hijo lejano que -se supone- es destinatario de sus esfuerzos. La tercera es la reservada Batya, cuya pasividad queda expuesta desde el principio cuando deja partir a su novio sin decir palabra; camarera en una empresa de catering de la que pronto es despedida por sus torpezas, sólo tiene esporádicos contactos con sus padres divorciados. La misteriosa aparición de una nena de 5 años, silenciosa pero de fuerte carácter, que llega del mar (¿ser real o visión de sí misma como criatura abandonada?) provee a Batya algún sentido para su vida vacía. El cuento también les ofrecerá a las otras dos alguna oportunidad de afirmarse, o al menos de establecer algún contacto que las salve de la deriva. Otros personajes femeninos -los hombres tienen peso relativo- y una elaborada puesta completan este multifacético y sugestivo (pero no demasiado accesible) retrato de la zozobra existencial, que no carece de humor y en su vaguedad se abre a otras lecturas.
Riesgos de vivir en el aire Amor sin escalas refleja la crisis económica y el desempleo en Estados Unidos Jason Reitman sabe ser sardónico, agudo y provocador, y también sabe cuándo moderar la crítica para no inquietar demasiado a la platea. Tiene la suficiente inteligencia para apuntar con sus dardos satíricos a algunos de los aspectos más cuestionables de la vida contemporánea (el éxito como valor supremo, el individualismo exacerbado, la deshumanización de un mercado que premia o expulsa según lo dicten las urgencias del negocio) sin abandonar el tono de comedia. Y sin perder brío, chispa ni mordacidad. Amor sin escalas observa la realidad norteamericana en tiempos de crisis económica y su efecto más doloroso, el desempleo. En términos de una sociedad en la que perder el trabajo significa perderlo todo, recibir la noticia del despido equivale a una tragedia. Para hacer que ese trance sea superado sin causar demasiados daños (para el que queda en la calle y para la corporación que lo despide) está Ryan Bingham. El, que tiene la irresistible simpatía de George Clooney, sabe cómo dar la noticia, enfrentar las reacciones que sobrevengan y envolver al expulsado con su labia hasta convencerlo de las ventajas de esta inesperada libertad: ahora podrá emprender una nueva vida. Sin ataduras Bingham anda entre aviones (siempre de la misma línea) y hoteles (de la misma cadena). Su misión es cumplir con el duro trámite (los responsables no quieren afrontarlo); anda todo el año de empresa en empresa, despidiendo. Y todo va bien hasta que una compañerita pujante (Anna Kendrick) propone otro método: hacer lo mismo cara a cara (o pantalla a pantalla, tecnología mediante) y ahorrar pasajes y hoteles. Nada más alarmante para Bingham, que disfruta de su tarea y de los privilegios que le brinda (entre ellos el de vivir en el aire, en todo sentido, sin ataduras ni compromisos). Le alcanza y sobra con sus amoríos fugaces, por ejemplo el de la bella Alex, que es su equivalente femenino. Puede suponerse que si hay un monstruo de cinismo como tal, también habrá una chance de redención. Pero a Reitman le gusta forzar los lugares comunes, de modo que el film reserva alguna sorpresa. Entre diálogos ingeniosos soltados a todo ritmo (el montaje también ayuda) y tras el retrato cáustico del mundo en que circula el personaje hay cierto deslizamiento hacia lo sentimental que se sostiene gracias a la pareja Clooney-Vera Farmiga, algunos discursos innecesarios y una nota falsa sobre el final, con el testimonios de algunos despedidos, felices de haber recuperado la vida familiar. Quizá Reitman quería lanzar otra ironía burlona, pero lo que se ve es la intención de conformar a la audiencia y devolverle la esperanza después de haberle pintado un mundo tan cínico, inhumano y desalentador. Es una pena.
Buenas costumbres británicas El nuevo film de Elliot cuenta con un ingenioso guión y un suntuoso vestuario. Estrenada por Noël Coward en 1925, el mismo año de Fiebre de heno , Easy Virtue nunca alcanzó similar fama ni perduró en los repertorios como otras piezas suyas ( Espíritu travieso , Vidas privadas ), a pesar de que Hitchcock dirigió en 1928 una versión cinematográfica bastante libre. También Stephan Elliot se ha tomado sus licencias para imponer algún toque contemporáneo a la maliciosa pintura de la decadente alta sociedad que proponía el dramaturgo. El film convence más con las palabras (gracias a los ingeniosos diálogos de Coward) y con la suntuosidad decorativa de las imágenes (ambientación y vestuario hacen un aporte fundamental) que con su ritmo narrativo. Elliot no es precisamente Lubitsch y titubea bastante entre la comedia satírica, la farsa cómica y la pintura de época. Quizá con la intención de subrayar la intención crítica toma abierto partido por la protagonista, una despampanante rubia norteamericana de los años veinte, campeona de automovilismo y tan moderna como el jazz, en la solapada guerra que se desencadena desde que aterriza como un ser de otro planeta en la muy victoriana familia de su flamante marido. Allí, en la señorial mansión de la campiña inglesa todas las reglas han de cumplirse según lo dispone la dueña de casa, dama aristocrática y paradigma de la hipocresía reinante en una sociedad sólo atenta a las formas. La distinguida señora empalidece cuando se entera de que su hijo se ha casado en Francia (a pesar de que ella ya le había asignado candidata), se alarma cuando ve llegar a su inesperada nuera con ese aire desenvuelto tan alejado de la compostura británica y casi se desmaya cuando la oye hablar con acento norteamericano. La contienda que se libra de a poco entre las dos -dardos envenenados en lugar de balas y mucha lengua filosa- ocupa el espacio central. Es el costado más o menos divertido del film, sostenido por un elenco sólido en el que sobresalen Kristin Scott Thomas y Kris Marshall (el mayordomo). Las canciones de Coward o de Cole Porter son bellas, pero irrumpen forzadamente en la acción, lo mismo que algún gag postizo. También se desatiende a varios personajes secundarios y hay subtramas que apenas reaparecen cuando lo exige la continuidad argumental. Son altibajos que sabrán perdonar los fans de Jessica Biel y quienes sólo busquen entretenimiento liviano y estampas elegantes.
Michael Myers vuelve en un mar de alaridos Halloween II no logra asustar ni a los fanáticos No, el gigantón y perverso Michael Myers no ha muerto. Ni lo hará mientras haya quien se proponga seguir agregando versiones, secuelas o clones escasamente memorables a la historia del psicópata que John Carpenter inauguró en 1978. Hace un par de años, y bastante mejor pertrechado que otros cineastas que frecuentaron el tema, Rob Zombie decidió volver las cosas al principio y proponer una remake de aquel clásico con Jamie Lee Curtis y Donald Pleasence, pero dándole otro curso. Entusiasmado con los resultados, emprendió ahora esta secuela que reanuda su historia más o menos allí donde había quedado la de 2007, en una atmósfera cada vez más oscura y brumosa y con una especial dedicación a ilustrar las espantosas pesadillas que abruman a la protagonista. Que son demasiadas y van perdiendo sorpresa a medida que se repiten a lo largo del film. Los actores son los mismos (Scout Taylor-Compton, Tyler Mane, Malcolm McDowell); similar es la penumbra lluviosa que todo lo rodea, y por supuesto también las perversidades de Myers, aunque aquí la atormentada mente de la chica da para que delirios y realidades se superpongan y para que Zombie incorpore alguna variación sobrenatural más pretenciosa que eficaz. La banda sonora provee tormentas, rock atronador, estruendos varios y silencios inquietantes, pero a la historia -expuesta sin excesiva atención a la inteligibilidad- le faltan suspenso y verdadera tensión, así como le sobran imágenes chocantes, exacerbada violencia a contraluz, sangre, vísceras y bastante sexo. Los ingredientes habituales, en suma, apenas favorecidos por el sentido plástico de alguna composición. Hay (nunca faltan) guiños para los adictos al género, caricaturas en el dibujo de personajes (simpáticos como el de Margot Kidder; fastidiosos como el de Malcolm McDowell), y muchos, demasiados, alaridos. Lo malo es que salen de la pantalla, no de la platea.