Una comedia sobre parejas desparejas Otra versión de la conocida fórmula de la mujer madura que encandila a un galancito quince años menor Catherine Zeta Jones sigue siendo muy bella, pero los años ya la han capacitado para asumir el clásico papel de la mujer madura que le quita el sueño a un galancito quince años menor. La fórmula -con todos sus ingredientes- vuelve a ponerse en marcha sin merecer demasiada actualización -salvo que se considere como tal la serie de apuntes bastante vulgares que se han añadido en la primera parte-, ni otra novedad que la de presentar la relación con la mayor naturalidad posible. Esta vez al jovencito en cuestión no le toca hacer reír a costa de torpes payasadas adolescentes: es un muchacho sensible que está tratando de superar un reciente fracaso sentimental y que, por esas cosas del azar, se ha convertido en baby sitter de los hijos de una bella señora recién divorciada que no tiene con quién dejarlos cuando sale a ganarse el pan. Los chicos son de esos que hablan como adultos y sólo existen en los films de Hollywood, pero resultan fácilmente conquistados por el juvenil tutor temporario, que tanto se esfuerza por entretenerlos. Es el mejor camino para llegar al corazón de la mamá, como lo sabe hasta el espectador más novato. Y así sucede. No hay demasiados conflictos, salvo la resistencia que opone la familia del muchacho (Art Garfunkel se luce como el patriarca judío que había soñado para su hijo una ambiciosa carrera profesional) y algún choque con el ex marido de ella, que -también puede imaginarse- es un tipo de lo más despreciable. Amante accidental no ofrece mucho más material que una sitcom, sólo que en este caso la historia ha sido forzadamente estirada para llegar al largometraje valiéndose, por ejemplo, de una larga secuencia turística que ilustra sobre el intensivo proceso de maduración vivido por el joven héroe en un recorrido por el mundo que parece una publicidad de agencia de viajes. La trillada historia interesa poco pero se sobrelleva sin esfuerzo, aunque acuse cierto bajón en el sector central y nunca alcance el brillo necesario que exige este tipo de comedias sentimentales con toques de humor. Lo mejor proviene del desempeño de Justin Bartha, de cuyas dotes de comediante ya se habían tenido claras pruebas en ¿Qué pasó ayer? Y Catherine Zeta-Jones es siempre una presencia agradable.
Vaivenes del amor y peces de colores Un cuento de los hermanos Grimm según la libre adaptación de la realizadora alemana Doris Dörrie Luminosa y efervescente, con su llamativo y brillante colorido y su irresistible apelación visual, El pescador y su mujer entra por los ojos al mismo tiempo que seduce con su ritmo jovial y sus personajes encantadores. Es casi un sello del estimulante cine de Doris Dörrie, sobre todo desde que Sabiduría garantizada generó en ella una verdadera fascinación por Japón. Otro sello -que viene de su primer gran éxito, Hombres - está en su inteligencia para examinar la conducta femenina y las complejas relaciones entre hombres y mujeres. Ambos están presentes otra vez en esta (libre) adaptación de aquella fábula de los hermanos Grimm sobre el pescador que se topa con un príncipe encantado convertido en pez, y en especial sobre la insaciable ambición de su mujer, que nunca se contenta por más que Su Acuática Alteza satisfaga cada uno de sus inagotables deseos. En una elección no del todo feliz, Dörrie suma dos narradores en una pecera: son humanos convertidos en peces en castigo por su fracaso matrimonial y sólo se librarán del hechizo si otra pareja sabe conservar su amor. Por ejemplo, la protagónica, que empieza de la mejor manera. Ella -alemana de origen rumano- está en Japón inspirándose para sus diseños. El, alemán, veterinario sensible y enamorado de la naturaleza, anda con un amigo-colega mucho más ambicioso en busca de peces raros para vendérselos a un millonario alemán. El flechazo es inmediato: se casan en Japón y se van a vivir a una modesta carpa en Alemania. El es de esos tipos que son felices con lo que tienen. Ella siempre quiere más. Y mientras una entra en una vorágine de hiperactividad cuando el mercado aplaude sus creaciones (inspiradas en los peces japoneses) y promete convertirla en una reina de la moda, el otro desatiende su profesión para cuidar de la casa y del hijo. Los desencuentros abundan y todo indica que la fábula va a repetirse. Pero no es eso lo que importa sino lo que Dörrie pone en juego para contarlo: sentido del humor; bastante agudeza para señalar comportamientos y burlarse del consumo; gracia y precisión para definir personajes secundarios. Quizá sus observaciones no sean esta vez tan filosas como en otros casos, pero el film divierte, cautiva con sus imágenes y se gana la adhesión del espectador gracias a un par de actores irreemplazables: Alexandra María Lara y Christian Ulmen.
Humor negro y absurdo para hablar del poder Van Warmerdam, en otra reflexión sobre el poder Por algo será -y no sólo porque Emma Blank tiene los días contados-, que todos en la casa están tan atentos a satisfacer sus necesidades y sus caprichos más extravagantes. No puede ser compasión: difícil sentirla por un ser tan soberbio, despótico y avasallador como ella. Tampoco algún resto de antiguo afecto. No es eso sino una mezcla de rabia y obligada paciencia lo que se deja ver en los rostros de esta corte de esclavos en que ha convertido a su familia. Emma maneja a su antojo al mayordomo, la cocinera, el jardinero, la mucama y hasta al perro. Ha encontrado en la incierta enfermedad terminal que padece el pretexto para imponer sus deseos, y abusa de ese poder sin límites. El holandés Alex van Warmerdam, cultor de un cine del absurdo, distinto y provocador, suele elaborar sus singulares construcciones dramáticas en torno del tema del poder. Lo hacía en Abel , cuyo protagonista era un moderno Edipo de 30 años que se negaba a salir al mundo, jugaba equívocos juegos con su mamá y entablaba duras batallas contra el padre, o en Ménage à trois , un trío en el cual el dominio cambiaba de mano a cada rato según fueran las complicidades que se establecieran. Aquí, sobre la base de una pieza teatral propia, vuelve a valerse del absurdo y la caricatura para aligerar la negrura de su comedia, aunque quizá su visión del mundo se haya vuelto todavía más sombría que en los films anteriores. El muestrario de estrafalarias vilezas de la protagonista (no falta alguna referencia al nazismo) es comparable al que expondrán, a su turno, quienes la rodean: sólo uno de ellos atinará a salir del círculo vicioso y mezquino. El humor negro, agudo y cerebral puede no alcanzar siempre para oxigenar un cuadro que se va haciendo más oscuro a medida que avanza la acción, y es cierto que la repetición de situaciones similares alarga innecesariamente la primera parte y que al desenlace lo habría beneficiado un poco de delirio, pero sin duda hay un manejo hábil del absurdo, unas cuantas ocurrencias ingeniosas (como la macabra escena en una playa muy concurrida), y un elenco impecable del que forman parte el propio realizador (Theo) y su esposa, Annet Malherbe (la cocinera), actriz de casi todos sus films.
Jeff Bridges, como un amigo entrañable El actor obtuvo el domingo un premio Oscar por su interpretación de un cantante country en decadencia que busca su última redención Ahí baja otra vez Bad Blake de su trajinada camioneta polvorienta: la camisa desabotonada y el cinturón suelto, que no es cuestión de martirizar el abultado abdomen cuando hay que pasar horas al volante recorriendo las desérticas planicies de Nuevo México. Hay centenares de kilómetros entre un pueblito perdido y otro, o mejor, entre un bowling y un bar decadente donde le tocará esta vez cosechar unos pocos dólares a cambio de canciones que ha escrito hace mucho y que en otra época le dieron fama. Bad -que no se llama Bad pero ha preferido olvidar su nombre- ya no compone; los tiempos han cambiado y ahora los ídolos del country son muchachos que hacen delirar a las jovencitas, venden miles de discos y llenan estadios, como Tommy Sweet, su ex discípulo. Pero los dolores de Bad -que los hay- se ahogan en alcohol; él conserva su aire bonachón, cierto desparpajo y algún secreto encanto que todavía hace su efecto en las mujeres. Es una especie de Lebowski cincuentón y gastado que está de vuelta de muchos fracasos profesionales y afectivos, pero ya se ha acostumbrado a este vagabundeo eterno y lo asume con resignado humor. Bridges, la clave Bad Blake no existiría sin Jeff Bridges. Y su historia -la de su última oportunidad de recuperación, tema bastante trillado- importaría poco si no fuera él quien la recreara y le confiriera tanta verdad. Porque Bridges no es sólo un actor excelente, de esos a los que nunca se ve actuar y que jamás hacen exhibición de sus recursos: tiene el extraño don del carisma. Es un tipo al que se reconoce como par: inspira simpatía y ternura. Y cuando se mete en la piel de un personaje como éste -que parece inventado para él- borra cualquier huella de oficio. Ya no es Jeff Bridges a quien vemos, sino al viejo Bad ilusionándose -gracias a la joven periodista que se le acerca- con llegar por fin a tener lo que nunca tuvo o no supo conseguir. Scott Cooper fue inteligente al descargar en Bridges (y en Maggie Gyllenhaal, una pareja a su altura) el peso del relato, que no carece de algún convencionalismo. Ellos ponen la sinceridad, la vibración humana y la química necesarias para comprometer el ánimo del espectador y conmoverlo. Un regalo extra son las estupendas canciones de T-Bone Burnett y Stephen Bruton, que revelan al flamante ganador del Oscar como expresivo cantor. En cambio, al hosco Colin Farrell como el ex discípulo que procura restablecer el antiguo vínculo artístico y personal no se le ve pasta para ídolo del country.
Una isla donde nada es lo que parece Martin Scorsese recrea el cine negro de los años cincuenta en un thriller que zigzaguea constantemente La isla siniestra no plantea, como tantos thrillers , un rompecabezas de esos que invitan al espectador a poner en juego sus habilidades de detective y tratar de descubrir por vía racional, mientras la acción transcurre, el enigma que sólo se descifrará al final. Se trata más bien de otro tipo de trama intrigante: aquella que zigzaguea constantemente, aconseja no confiar demasiado en nada de lo que se ve y pide paciencia para aguardar el sorpresivo giro que traerá el desenlace revelador. El problema, en estos casos, está en determinar si el impacto de la sorpresa justifica o no tanta espera. Habrá opiniones divergentes. Entre la aventura actual que vive el protagonista -un alguacil que ha sido enviado en misión oficial para investigar la desaparición de una paciente en una isla-colonia psiquiátrica de Nueva Inglaterra- y las afiebradas alucinaciones que lo aquejan y que tienen que ver con trágicos acontecimientos de su pasado, es difícil establecer dónde empieza lo real y dónde el delirio. Tal ambigüedad, que -puede sospecharse- Scorsese habrá querido utilizar también para interrogarse sobre las borrosas fronteras de la realidad, es la que alimenta el suspenso de su film, concebido como homenaje al cine negro de los cincuenta (la historia transcurre en esos años), pero también al viejo terror de clase B con sus personajes tenebrosos, su horror psicológico y sus fundamentos vagamente psicoanalíticos. La novela de Dennis Lehane le proporcionaba todos los elementos necesarios: una isla escarpada, muy poco accesible y azotada por todos los vientos; en ella, un viejo fuerte de la Guerra Civil reciclado como hospital para enfermos mentales con antecedentes criminales; un misterioso faro; pacientes que vagan por parques y corredores como zombies rigurosamente custodiados por una multitud de enfermeros; científicos que ensayan nuevas terapias, y por todas partes la memoria fresca del horror nazi y sus experimentos médicos y la paranoia creciente de los años de la Guerra Fría. De la historia que se desarrolla a partir de la llegada del alguacil (DiCaprio) y su colega (Mark Ruffalo) poco puede decirse sin correr el riesgo de revelar lo que debe ignorarse. Scorsese saca buen partido del material, pone al servicio de la historia su talento para traducir en imágenes y sonidos el clima de perturbadora incerteza que la gobierna y vigila la solidez de la construcción, que admite unos cuantos flashbacks -quizá demasiados- en los que cabe algún toque surrealista. Por cierto, hay más grandilocuencia que sutileza: no podría esperársela teniendo en cuenta el cine que toma como referencia, pero el relato, aun con su frialdad, se sigue con interés, al menos hasta el desenlace. El énfasis en la banda sonora y la intensidad que se busca en la interpretación resultan más de una vez excesivos. En cambio, son admirables los aportes de Dante Ferretti en el diseño de producción y de Robert Richardson en la fotografía.
Un maldito policía con los delirios de Herzog Nicolas Cage, protagonista del exacerbado thriller Ni remake ni secuela. Apenas unas pocas referencias vinculan a este film con el que Abel Ferrara dio a conocer en 1992, salvo que en los dos casos el protagonista es un detective loco, en cuyo caso "maldito policía" se habría empleado casi como una marca, o una especie de franquicia. Aquel era un film sobre la culpa -aclaró el mismo Herzog, aunque dice que no lo vio-; éste es sobre la seducción del mal. Desalentada una comparación que sólo llevaría a equívocos, queda saber cómo resolvió el alemán su ingreso en el territorio del thriller, un género con reglas propias, sobre todo teniendo en cuenta que partía de un guión convencional. Y no fue precisamente adaptándose a sus lugares comunes, sino exacerbándolo todo hasta sus extremos. Así, colma el film de excentricidades, de delirios que se confunden con los de su personaje, un policía de Nueva Orleáns adicto a la cocaína y las apuestas, capaz de robar y chantajear, de detener a una parejita de enamorados sólo para conseguir crack y sexo gratis o de obtener información para un caso que investiga (y que le rendirá lo suficiente para saldar sus deudas) impidiendo la salida del oxígeno que mantiene con vida a una anciana lisiada. Un episodio durante la catástrofe del Katrina acerca algún antecedente. En un acto de inopinado heroísmo, rescató del agua a un preso latino a punto de ahogarse dentro de su celda anegada. De resultas del hecho fue ascendido a teniente, pero también se lesionó seriamente la espalda, lo que derivó (o incrementó) en su adicción a todo tipo de drogas, legales o no, y en sus actuales alucinaciones pobladas de reptiles. Entre el policial trillado que hay en el guión original y la voluntad de Herzog de llevar todo hasta el límite con su inventiva endiablada (y su habilidad para aprovechar los tics y los desbordes de Nicolas Cage), la obra se carga de una suerte de tensión interior que por un lado parece conducir el film hacia el estallido y el caos y por otro genera su costado más interesante: con sus altibajos y su fantasía (a veces lírica, como en la evocación de la infancia que el policía comparte con su amante y pupila), parece la respuesta a tantos thrillers prolijos, adocenados y previsibles como los que pueblan las pantallas de todo tamaño. La redención no asoma aquí, pero en cambio hay finales felices detrás de los que puede adivinarse la sonrisa maliciosamente satírica del artista alemán.
Padre sin consuelo busca venganza Mel Gibson vuelve a su rol de actor como un veterano y solitario policía de Boston Tras ocho años de ausencia de la pantalla, con más arrugas en la cara, menos ánimo para el humor y cierto aire torturado en la expresión, pero con la misma determinación y la misma frialdad para arriesgarse a cualquier pleito, Mel Gibson eligió para su regreso un personaje que no le es del todo extraño: el de un veterano policía desgarrado por el incomprensible asesinato de su hija y dispuesto a descubrir a los culpables y terminar con ellos. Por supuesto, como todos los vengadores que sobreabundan en las ficciones del cine, haciendo caso omiso de la ley y también, cuando se hace necesario para mantener la tensión, de la verosimilitud. Gibson es el solitario policía de Boston que recibe la visita de su única hija -egresada del Instituto de Tecnología de Massachusetts y contratada por una empresa dedicada a la investigación nuclear- y apenas tiene tiempo de disfrutar de su compañía. En la propia puerta de casa, padre e hija son sorprendidos por alguien que dispara. La muchacha muere en el acto en lo que parece haber sido un error: hasta la policía cree que se ha tratado de una venganza contra el detective. Pero pese a su desconsuelo, el hombre no está tan convencido de haber sido el destinatario del ataque y hay algunos indicios que avalan esa sospecha: así, emprende su propia investigación rastreando entre quienes frecuentaban a su hija, incluido un novio en pleno brote de paranoia, sus compañeros de trabajo y hasta los dirigentes de la supercustodiada empresa. Todo lo cual lo llevará a internarse en una compleja trama conspirativa en la que caben políticos y policías corruptos, inescrupulosos magnates empresarios y hasta un enigmático agente secreto al que Ray Winstone convierte en el personaje más interesante de la película. Al filo de la oscuridad es la remake de una miniserie británica (también dirigida por el neozelandés Martin Campbell) que hizo historia en los ochenta y que debió ser adaptada a nuestros tiempos y reducida de las cinco horas originales a los 113 minutos del film. Resultado de la primera operación es la exagerada pintura de los villanos de hoy, que se descubren como tales desde que aparecen (que lo diga Danny Huston); de la segunda, que el drama que en la primera parte seduce con su clima inquietante y ominoso termine convirtiéndose en una historia de venganza más, con un desenlace en el que se sacrifica cualquier rigor. Una pena, aunque esté claro que Campbell sabe cómo entretener.
Una oscura tragicomedia Los Coen encontraron en la comunidad judía el material para su humor sombrío Los hermanos Coen siempre sorprenden con algún cambio de rumbo. Esta vez no hay venganzas sangrientas como en Sin lugar para los débiles ni improvisados detectives puestos a descifrar presuntos secretos de Estado en una farsa insensata como Quémese después de leerse . Ahora se han puesto más serios -sin abandonar, claro, el humor negro ni el nihilismo y mucho menos la crueldad-, y algo autobiográficos: han vuelto a la comunidad judía de su infancia para componer una fábula sombría y amarga de la cual se concluye que es en vano buscar respuestas a los grandes interrogantes que plantea la vida y mucho más en vano todavía esperarlas de un dios que calla y quizás hasta se divierte con las miserias y los padecimientos de los hombres. Como hacen ellos mismos en ese Olimpo desde el que manejan el destino de sus criaturas. El film lleva su marca registrada, lo que significa -además de imaginación, irreverencia y maestría para la puesta en escena y la dirección de actores- que deleitará a sus incondicionales; desconcertará (y quizás aburrirá un poco) a los que sólo van en busca de su humor absurdo, e irritará a quienes juzguen que el exacerbado patetismo que hay en la pintura de los personajes responde menos a la intención satírica que a un impreciso resquemor. "Recibe con simplicidad todo lo que te suceda", reza el epígrafe al cabo del prólogo, en idish y sin subtítulos, que recrea en una imprecisa aldea centroeuropea del siglo XIX el encuentro (con desenlace trágico) de un campesino y un anciano que podría ser un dibuk. Para ilustrar la cita, ahí está, cien años después y en un suburbio de Minneapolis, el profesor judío de física cuya gris rutina se ve alterada de repente por una andanada de golpes: un alumno quiere coimearlo; mensajes anónimos amenazan su promoción; su hermano se mete en líos con la policía; sus hijos sólo le dan preocupaciones, y, para colmo, su mujer le pide el divorcio para casarse con un amigo de la familia. Brotan a su paso conflictos que no le dan tregua. ¿Qué hacer? Los abogados no ayudan demasiado; la matemática tampoco: la única certeza que le da es que las certezas no existen. Recurrir a la religión parece el camino correcto, pero los rabinos sólo responden con nebulosas parábolas o están demasiado ocupados para atenderlo. Los Coen se divierten registrando esa pesadilla y ese desasosiego y hallando en la comunidad judía material para su malicioso humor. Quizá pueda percibirse esta vez alguna sombra de desgarro personal (bajo la risa palpita tal vez la misma desazón de sus criaturas). Pero ellos, ya se sabe, saben tomar distancia. Y por si acaso tienen siempre a mano el escudo del cinismo.
Una escala en el camino al Paraíso Desde mi cielo, de Peter Jackson, es un thriller sobrenatural que no convence Esta especie de thriller sobrenatural que aspira a una reflexión sobre el más allá y apunta al examen de los vínculos afectivos y el dolor de la pérdida propone una rara mezcla en la que caben fantasías adolescentes, percepciones extrasensoriales, pedófilos asesinos e investigadores frustrados, además de un improbable y colorido limbo desde donde puede observarse lo que sucede acá abajo. También hay personajes que se entretienen con sus hobbies: el papá de la protagonista arma barcos en botellas; un vecino solitario construye casas de muñecas. Y Peter Jackson, como ellos, atiende a su juego: el suyo consiste en probar que ningún efecto es imposible para los cerebros electrónicos de su compañía WETA, con los que se empeña en imaginar la antesala del paraíso desde la cual una chica asesinada en 1973, a los 14 años, nos contará su historia antes del crimen y la de sus desconsolados familiares después. Sólo cuando ellos (en especial su padre) recuperen la paz (y cuando se castigue al culpable) podrá la chica abandonar esa especie de curso de ingreso celestial en el que tiene como compañeras a otras víctimas del mismo psicópata. El limbo (como lo concebiría una adolescente) es como un calidoscopio imparable: colores y paisajes siempre cambiantes, mares de plata centelleante, montañas nevadas, horizontes infinitos, insólitos atardeceres: una interminable sucesión de posters que hablan muy bien de los recursos de la tecnología, pero no tanto de la imaginación de Jackson. Por otro lado, más de una vez tanto empalago visual distrae de la historia, incluso al propio realizador. Los principales aciertos están en la primera parte: la pintura familiar, las escenas que preceden al crimen, la del ataque (que Jackson trata con elogiable discreción) y en especial la que sugiere cómo la víctima llega a comprender que ha muerto. Después el relato se dispersa bastante entre la búsqueda del asesino, algún tramo de suspenso, unos paréntesis cómicos a cargo de Susan Sarandon (incluida una vertiginosa secuencia que es puro cliché), cierto fugaz e incomprensible regreso de la chica y otros detalles próximos el ridículo. Lo mejor está en el elenco: sobre todo en Saoirse Ronan, que sale indemne de un compromiso riesgoso y con su convicción otorga alguna cohesión al relato. Marc Wahlberg y Rachel Weisz defienden como pueden personajes que sólo al principio resultan convincentes.
Eficaz traducción de un popular best seller Llega Los hombres que no amaban a las mujeres, la primera parte de Millennium, la trilogía del escritor sueco Stieg Larsson Tal vez fue un acierto confiar esta versión del primer libro de la serie de Stieg Larsson a un cineasta que en principio rechazó el compromiso porque ni siquiera lo había leído. Niel Arden Oplev actuó con cautela, buscó respetar en lo primordial y hasta donde le fue posible la estructura narrativa del original y puso el acento en el avance de la compleja trama policial y en la descripción de los personajes centrales más que en el examen del mundo cínico, misógino, condicioso e indiferente (síntesis de todos los males de la época, en Suecia y fuera de ella) que sirve como fondo de la historia. Con tal actitud y con un lenguaje no demasiado original pero bastante elegante, logró al menos que su film pueda ser disfrutado por quienes no conocen el original y que los fanáticos de Larsson lo acepten al menos como una ilustración, obviamente no muy completa y tal vez tampoco muy personal, pero eficaz. (Lo cual no evitará la clásica discusión al comparar libro y film). Se ha hablado y escrito tanto de Larsson y de la obra que dejó inconclusa al morir en 2004 que no cabe detallar el argumento. Hay un periodista insobornable, Mikael Blomkvist, cuyas tenaces pesquisas sobre corrupción lo han llevado a la cárcel por difamación; un veterano magnate que sabiendo de su integridad lo contrata para indagar en el turbio pasado de su poderosa familia (en especial la muerte de su sobrina predilecta) y entre los dos, un inesperado tercer personaje que es el gran hallazgo: Lisbeth Salander. Se trata de una rebelde joven punk llena de piercings, tatuajes y rencor y tan experta como hacker que parece habilitada para acceder a cualquier red y resolver cualquier enigma por muy cifrado que esté. Independiente, bisexual, también ella víctima del sistema pero capaz de defenderse por sí misma, tiene su sentido de la justicia. Es la socia ideal para Blomkvist y la presencia que domina el film en un papel tradicionalmente masculino (él queda algo descolorido, un poco porque su personaje ha sufrido modificaciones y otro poco por la mesura casi excesiva de Michael Nyqvist). La notable composición de Noomi Rapace es uno de los puntales del film y una complicación para Hollywood, que planea una remake: será difícil soslayarla. Menos thriller que whodunit a la manera de Agatha Christie, pero con dosis de sexo, violencia, crudeza y perversión, el film abusa un poco de las pistas falsas sobre el final y tal vez se prolonga más de la cuenta, pero atrapa la mayor parte del tiempo y ofrece suficientes atractivos.