Cinco chicas turcas y su oda a la libertad El tema central de Mustang no es precisamente ligero -la difícil situación de las mujeres en una Turquía actual que aspira a la modernización al mismo tiempo que sigue sujeta a tradiciones y costumbres patriarcales-, pero la debutante Deniz Gamze Ergüven prefiere no victimizar a sus protagonistas -cinco hermanas huérfanas al borde de la adolescencia-, sino contagiarse de su vitalidad y su frescura, y prestar especial atención a su voluntad de resistencia. Las cinco han sido criadas en la casona familiar cerca del Mar Negro por una abuela desbordada por la incontenible vitalidad de las chicas y bajo la mirada vigilante de un tío rígido e igualmente conservador. Protegerlas y preservarlas es el mandato que los mayores han recibido de la sociedad, y tal misión debe entenderse como aplicada especialmente a la virginidad, considerada un valor en sí misma. Por eso es un error que las cinco, bellas todas y revoltosas, decidan en el comienzo de este film presentado por CDI, cuando las clases ya han terminado y está llegando el verano, ir a jugar en la playa con un grupo de varones de su edad. Es suficiente que algún testigo lleve el chisme a la casa para que ese juego que en cualquier otro lugar habría sido considerado diversión infantil sea interpretado como un escándalo, que las reprimendas sean violentas y que, a partir de ese momento, todas las cosas cambien: habrá rejas en las ventanas, la escuela será reemplazada por el adiestramiento doméstico sobre costura y cocina, y pronto se darán los primeros pasos para convenir las futuras bodas, que en sociedades tan tradicionalistas como las de esos pueblos del interior todavía son acordadas por los adultos. Ya desde entonces se perciben algunos atisbos de rebeldía. La mayor de las hermanas, que ya tiene un enamorado más o menos secreto, rechaza al candidato escogido y empiezan a extenderse las manifestaciones de rebeldía. También hay otros apuntes que soplan algo de oxígeno sobre el asfixiante cuadro: ya lo ha aportado la comprensiva y liberal maestra venida de Estambul y de la que Lale, la menor y quien se hace cargo de la narración, se ha despedido llorando cuando llegó la hora de separarse en el fin del curso. O en la presencia de Yasin, el amable camionero que, impresionado por el empecinamiento de la chica, ha terminado por acceder a sus pedidos y le ha enseñado a manejar. Gracias a la segura conducción de la directora y a los visibles méritos de sus colaboradores (fotografía y música en especial), Mustang parece adoptar el galopante ritmo de los caballos que dan título a la película, el mismo que marca los incesantes movimientos de las hermanas-amigas, un verdadero torbellino que se desplaza ruidoso por las calles, por la escuela o por el bosque. La vivacidad y la frescura nunca ceden y resultan irresistibles. Y por supuesto mucho menos cuando llega el luminoso desenlace o un poco antes, cuando las chicas se atreven a tomar el toro por las astas y encontrar la manera de asistir al partido de fútbol al que su tío no pudo y no quiso llevarlas. Todo el desempeño de los intérpretes es destacable. Y no hace falta subrayar que las chicas (todas debutantes, salvo una, Elit Iscan, Ece) constituyen el irremplazable corazón del film.
Lacónico retrato de una realidad de hoy Salvo contadas excepciones, casi siempre en el cine europeo y, especialmente, en el francés, la crisis económica y su directa, decisiva incidencia en la realidad social de nuestros días, no suele ser objeto de atención de la cámara cinematográfica. La vida tal como es en esta alborotada etapa del mundo contemporáneo -y cuyas manifestaciones trastornan el estado de las sociedades o de buena parte de ellas en más de un país- no ofrece, por supuesto, el mismo glamour que las fantásticas aventuras de los superhéroes que dominan las pantallas. Por ejemplo, el mundo del trabajo -¿qué duda cabe?- ocupa un tiempo preponderante en la vida de los humanos, pero esa influencia rara vez encuentra su equivalente en las historias que el cine de hoy elige contarnos. Casos como el de El precio de un hombre -el film de Stéphane Brizé que merecidamente le dio a Vincent Lindon el premio al mejor actor en el último Festival de Cannes- es uno de esos raros retratos del mundo de hoy, precisos, implacables y despojados de artificios, pero que al mismo tiempo que exponen el cuadro del trabajo en toda su aridez y su precariedad guardan cierta mirada tierna y comprensiva hacia quienes resultan víctimas de estas leyes que el mercado impone. El film rehúye el maniqueísmo y no se queda en la simple denuncia ni sugiere solución alguna. Lo que hace es describir una situación real y dejar que sea cada espectador el que enfrente el dilema moral que se le presenta al protagonista, un hombre de 51 años, casado y padre de un adolescente discapacitado. La película se compone de varias secuencias que en bloques sucesivos ilustran por un lado su vida familiar y por otro, la sacrificada batalla que el hombre debe encarar para obtener algún nuevo puesto de trabajo: ya lleva más de un largo año desempleado y su misión le exige tiempo, paciencia, esfuerzos y no pocas humillaciones. Al iniciarse la proyección, él acaba de completar un curso que le insumió varios meses y que no le rinde resultado alguno. Las entrevistas se suceden e incluyen su cuota de cinismo y de humillación, tanto en la de la bancaria que intenta venderle un seguro, la que debe realizarse vía Skype o algunas en las que el aspirante debe someterse no sólo a la evaluación de los jefes de recursos humanos, sino también a la de otros aspirantes como él que en un clima bastante agresivo lo observan y juzgan todo, desde la certeza de las respuestas y el tono y volumen de su voz hasta su postura física o su apariencia. Tampoco falta una pizca de humillación y cierto eco de la violencia que impone el mercado en el paso por una clase de baile y en el largo regateo con los presuntos compradores de su pequeña casa rodante cerca del mar. Brizé (coautor del guión con Olivier Gorce) eleva la temperatura cuando el protagonista deviene guardia de seguridad de un supermercado donde no sólo debe vigilar a los clientes a través de una multitud de cámaras, sino también a sus pares y sus compañeros: un inquietante espejo de dos caras que remata este film lacónico y provocador. Vincent Lindon descuella con la economía de sus recursos expresivos y su poderosa intensidad al frente de un elenco cuya condición amateur (muchos se representan a sí mismos) aporta cierto aire documental que contribuye con la verdad que rezuma el film.
Un elenco brillante mal aprovechado Los Cooper han tenido abundantes predecesores. Son una de esas familias numerosas que se reúnen cuando llega la Navidad, el Día de Acción de Gracias o cualquier otra fecha que amerite el encuentro de varias generaciones del mismo clan en torno de una mesa, presuntamente para celebrar la alegría de estar juntos, pero también para compartir el recuerdo de viejas anécdotas, pasarse facturas, ventilar rencillas, intercambiar nostalgias de fiestas similares vividas en el pasado y ponerse al día respecto de la actualidad de cada uno. En fin, historias de familia que en otras épocas hasta terminaron constituyendo una especie de subgénero. Una tradición, la cinematográfica, no tan frecuentada en los últimos tiempos y cuya puesta al día, como casi todo en el Hollywood actual, responde a su correspondiente formato, bastante inspirado en los que impone la TV. Lo que significa que habrá más estereotipos que personajes, más situaciones breves y presumiblemente cómicas apoyadas en profusos diálogos que una historia más o menos estructurada que sirva de enlace, y sobre todo muchos actores conocidos y con la suficiente experiencia para sacarle a cada línea el poco jugo que contiene. En ese sentido, Navidad con los Cooper es llamativamente generosa. Más aún: podría decirse que desaprovecha la gracia de sus talentosos comediantes en un guión que no es más que una suma de sketches desparramados durante los 107 minutos y apenas enlazados por la famosa reunión de Nochebuena, donde por supuesto se producirá otro milagro. Pero éste es obra de Hollywood: donde en el principio había disgusto, al final habrá felicidad y los que estaban solos habrán encontrado su pareja. La reunión, por supuesto, recién se pone en escena en la segunda parte de la película. Hasta ahí, todo ha sido la presentación de personajes (en la que tampoco se invirtió demasiado ingenio, habida cuenta de la no identificada voz en off que proporciona abundante información acerca de cada uno) y otros breves apuntes sobre los conflictos que sobrellevan algunos o afligen a otros. A Diane Keaton, Alan Arkin, John Goodman, Marisa Tomei, Olivia Wilde y Jack Lacy, por solo nombrar a algunos, les alcanza y sobra con el carisma y el oficio para otorgarles a sus partes el interés que el original de Steven Rogers no supo proporcionarles. Cuando se llega a los tramos finales, después de haber ensayado varios desenlaces fallidos; de haber probado suerte con unos toquecitos de drama, sentimentalismo y emotividad, y cuando ya cada actor tuvo sus correspondientes minutos de lucimiento, ya puede hablarse no tanto de generosidad, sino de franco despilfarro.
Un Macbeth imponente Con una puesta en escena verdaderamente imponente, esta adaptación de la tragedia shakesperiana capta su espíritu y su grandeza poética con notoria elocuencia En Macbeth, la sangre no es sólo una metáfora: es física, corpórea, emana de las heridas de los asesinados, inunda el escenario, es viscosa, densa, pegajosa y el agua no la limpia de los rostros manchados ni de los puñales de los asesinos. Y es natural que lo domine todo, ya que constituye el tema central de Macbeth aunque adopte múltiples significados. Es la concreta sangre que ilustra el crimen y la que emponzoña las densas pesadillas de los que asesinan o planean hacerlo, empujados por la codicia del poder que ha azuzado el vaticinio de las hechiceras y se alimenta de la incesante manipulación de una esposa frustrada. El crimen en Macbeth se impone como un destino: no hay elección; es inevitable. Los rojos filtros de luz que tiñen con tanta frecuencia las imágenes de esta nueva versión de la tragedia más cruel de Shakespeare logran captar su espíritu y su grandeza poética con notoria elocuencia. La adaptación conserva respetuosamente las palabras del original teatral aun corriendo el riesgo de que haciéndolo los diálogos o los soliloquios, si bien puestos en boca de actores tan expresivos como los de este elenco encabezado por los admirables Michael Fassbender y Marion Cotillard, pierdan a veces espontaneidad y naturalidad, y cedan a cierta grandilocuencia, a la que también contribuye la omnipresente música de Jed Kurzel. Sin duda, el realizador australiano ha puesto especial atención en la puesta en escena, verdaderamente imponente, apoyado en las imágenes elaboradísimas de Arkapaw y en un descollante diseño de producción que ha sabido explotar al máximo los escenarios naturales. Más allá de la vibración que ha sabido extraer de sus actores, es el lenguaje visual uno de los puntos fuertes del film. Al rojo de la sangre y el ocre de la bruma que envuelve esta Escocia medieval hay que sumar el oscurecimiento que avanza sobre las escenas que ilustran el sostenido y paulatino ascenso a la locura del protagonista, enceguecido por el cumplimiento de un siniestro destino que, al mismo tiempo, representa para él una forma de liberación. De Fassbender y Cotillard hay que destacar lo que puede considerarse uno de sus principales logros: haber evitado la teatralidad que asomaba como uno de los principales peligros, habida cuenta de que la adaptación elegida para esta relectura shakespeariana invitaba más de una vez al énfasis. Fue un gran acierto confiarles a ellos dos personajes que tanto expresan sin necesidad de apoyarse en las palabras: ella, con el rostro angelical de una Lady Macbeth de maternidad frustrada y corazón carcomido por la codicia y la culpa. Él, con la potencia de su mirada y los mil matices de un carácter en constante metamorfosis y en la que tanto caben la vulnerabilidad de un esposo dubitativo y sensible a los deseos de una mujer manipuladora como la crueldad implacable de un tirano. Y en cuanto a Justin Kurzel, además de su sensibilidad plástica y la seguridad de su lenguaje narrativo hay que destacar su valentía. No sólo por abordar un clásico del peso de Macbeth, sino sobre todo por sobreponerse a la comparación, inevitable, con algunos grandes cineastas que lo precedieron en la tarea: Orson Welles, Kurosawa, Polanski.
El favorito de todas las mujeres Estilos y problemáticas de autor, comedias de rasgos definidos, temáticas testimoniales comprometidas con la realidad, y hasta la versión all'italiana de un género importado: el western spaghetti. Una prolongada edad de oro marca las etapas del glorioso pasado del cine peninsular y se impone como un modelo que se volvió legendario e inalcanzable y suele pesar como una sombra sobre los cineastas de tiempos más recientes. La misma exigente carga parecen sobrellevar los actores, siempre obigados a estar a la altura de Mastroianni, Volonté, Gassman, Magnani, Sordi, De Sica o Totò, por sólo mencionar unos pocos nombres de más de una generación de intérpretes que se han vuelto míticos. En el imaginario Saverio Crispo (Francesco Scianna) que Cristina Comencini pone en el centro de Latin Lover se mezcla un poco de todos ellos. Y su ficción, en la que mucho ha tenido que ver la propia biografía de la directora (la mayor de las cuatro hijas de Luigi Comencini, con quien se inició como guionista), quiere ser, en liviano tono de comedia, un homenaje a aquel cine italiano y a sus actores al mismo tiempo que un retrato de familia. La del amante latino del título: ese actor, adorado por todas las mujeres y de cuya muerte se cumplen ahora diez años, lo que da origen a este encuentro del disperso clan en el pueblito de la Puglia donde él nació y en la misma casa donde todavía residen su primera esposa y su primera hija. La reunión es tan internacional como puede serlo la familia de un galán seductor y famoso que ha trabajado en países diversos y se ha casado y tenido descendencia en casi todos. Sus mujeres (viudas e hijas, nunca fue padre de un varón) son varias y de nacionalidades diversas: las dos italianas dueñas de casa (Virna Lisi, en su último papel, y Angela Finocchiaro, que heredó el oficio paterno); la francesa (Valeria Bruni Tedeschi); la española, que ha venido con su madre (Candela Peña y Marisa Paredes, respectivamente); la sueca (Pihla Viitala), y una más joven y norteamericana que debió acreditar su condición de hija legítima por medio de un ADN. Es de imaginar que con tanta diversidad y con una hermandad tan poco frecuentada -lo único que las une es la devoción por un padre mítico del que cada una conoció distintas facetas, no siempre coincidentes, no faltarán las rencillas, los celos y los desencuentros. Además tampoco faltan algunos caballeros entre los que quieren asistir al acto en memoria del actor recordado: entre ellos, por ejemplo, el doble de riesgo que seguía al célebre difunto a todas partes, el marido con aires de galán de la hija española o el periodista que pasa por ser el mayor experto sobre vida y obra del ídolo desaparecido. Son demasiadas parejas posibles como para impedir que se produzca algún enredo. Cristina Comencini sostiene con bastante brío y esporádicas muestras de humor la historia coral que cuenta, escrita en colaboración con su hija, Giulia Calenda, y tiene el apoyo de un elenco al que le sobran simpatía y oficio. El film está dedicado a Virna Lisi, bella hasta el final, que no llegó a verlo.
Historia de una comunidad Una corriente cristiana nacida en el siglo XII y cuyos devotos siguen el ejemplo de Cristo en su elección por la sencillez y la pobreza; una comunidad campesina que con el paso de los siglos se fue replicando de Lyon y la zona a la que pertenecía su fundador, el predicador Pierre o Pedro Valdo, a muchísimos otros territorios, incluidos algunos tan lejanos como el nuestro, Uruguay o los Estados Unidos, además de buena parte de Europa. Y también un film mudo, Fideli per secoli, realizado en 1924 por jóvenes italianos y en torno de cuya recuperación se organiza este documental que en testimonios de los propios valdenses da cuenta del fenómeno, de su controvertida y extensa historia, y de sus disidencias con el Vaticano, tanto en temas religiosos como en sus puntos de vista respecto de la homosexualidad o el aborto.
Recuperar el gusto de la vida El título -el brindis "por la vida" común entre los judíos- define claramente el contenido de esta emotiva historia. A sus protagonistas -una mujer que carga viejas heridas del pasado y un muchacho tres o cuatro décadas más joven que ella y amenazado por el futuro- los asocia la necesidad de recuperar el gusto de la vida. Los ha unido la casualidad de esa manera bastante caprichosa que suele regir los movimientos del azar en las historias de ficción. Ella, que logró sobrevivir al Holocausto y a sus brutales golpes, pero no impedir que sus derivaciones la persiguieran y truncaran la breve felicidad que le concedió la vida, está sola y forzada a abandonar su vivienda; él, cuyo parecido con un joven de otro tiempo que jugó un papel fundamental en la historia de la dama es tan asombroso como sólo puede serlo en una película (tanto como para que los dos papeles sean desempeñados por el mismo actor); su vida parecería más apacible, pero tiene sus secretas razones para huir: de éstas sólo se sabrá más cerca del desenlace, cuando también quede expuesta la desproporción entre la atención que se concede a uno y otro personaje. La narración es generosa en flashbacks porque así lo exige el sufrido papel de la heroína, que abarca desde los tiempos de la infancia, durante el nazismo, hasta lo actual y en especial, los años setenta, cuando ya era una consagrada cantante de cabaret y vivió su historia de amor. El relato va y viene entre la actualidad y esas otras etapas, antes de que con la forzosa mudanza del comienzo entre en escena el muchacho en cuestión. No hay excusas ni posibilidad de un encuentro amoroso, pero sí un vínculo hecho de sincero afecto y mutua comprensión. Y es en el desarrollo de la relación entre ellos dos donde el film crece en interés, en especial por el carisma y la palpitante humanidad que Hannelore Elsner y Max Riemelt vuelcan en sus personajes, y por la química que se percibe entre ellos. Si el film conmueve en más de una oportunidad es gracias a la verdad que ellos imponen a sus personajes, incluso más allá de los altibajos de un guión que no siempre esquiva lo previsible ni lo convencional.
Danza, sencillez e intimidad En principio, ellas son Ana y María. Una, bailarina y docente, formada en la Universidad Nacional de las Artes; la otra, durante un tiempo su alumna. Se conocieron en la Cava, donde Ana dio clases, y a pesar de la diferencia de edad -la mayor tenía 24 años cuando se conocieron; la pequeña apenas 6-, desde entonces, aunque con algunas interrupciones obligadas por la vida de una y otra, han mantenido cierto vínculo, que es precisamente el que da cierto clima de intimidad a este pequeño documental que las muestra en distintas etapas de su relación, ya como maestra y alumna, ya como compañeras entregadas a la creación de una obra de danza, en la que cuentan con los invalorables aportes de la coreógrafa Silvina Grinberg y de la compositora Guillermina Etkin. Son pantallazos breves, precisos, a veces algo desarticulados, pero que describen, más que la evolución de la relación en profundidad, el "encuentro" artístico que lentamente se va manifestando entre ellas y haciéndolas crecer en lo artístico y en lo expresivo. Tal crecimiento es especialmente visible en el caso de María porque abarca un período significativo de su vida desde los días de infancia hasta los del estreno final, del que participa activamente una nueva generación de chicos.http://www.lanacion.com.ar/1849207-entre-ellas-el-tiempo
Arduo camino hacia el divorcio Si sintetizáramos la historia que relata este contundente film israelí como el simple caso de divorcio entre una mujer que ha dejado de amar a su marido y un marido que se niega a concedérselo porque todavía la ama y no quiere perderla, todo sonaría muy próximo a la banalidad. Pero el caso cobra otras resonancias porque la acción se desarrolla en Israel, donde no existe el matrimonio civil y sólo se reconoce la autoridad religiosa para intervenir en cuestiones matrimoniales: el divorcio entre judíos sólo puede ser decretado por un tribunal rabínico y no puede ser autorizado por ningún juez sin contar con el consentimiento del marido. Importa poco que la mujer de este caso (un capítulo más de la trilogía sobre el tema que han llevado adelante la actriz y cineasta Ronit Elkabetz, la misma de La mujer de mi vida y La visita de la banda) y su hermano y coguionista Shlomi, ha padecido años atrapada en una unión sofocante desde que era poco más que una adolescente. El poder sigue en manos del marido y así lo reconocen no sólo los tribunales y las leyes, sino también la tradición religiosa y las normas sociales, como lo ilustra el desfile de testigos que declaran ante el paciente tribunal. Admirable y rigurosamente escrito y mejor interpretado (tanto por los tres o cuatro protagonistas -la pareja en litigio y sus respectivos abogados, como por el variopinto elenco de actores secundarios, que son los encargados de imponer algunas pausas humorísticas en las que se filtra al mismo tiempo bastante de la filosa visión crítica con que los realizadores hacen oír su voz), el tenso drama se desarrolla casi íntegramente en el ambiente en que se escenifica el interminable juicio, prolongado por semanas, meses y hasta años a raíz de las reiteradas postergaciones que imponen las ausencias del hombre que se resiste a devolver a su pareja la libertad de unirse a un nuevo cónyuge. La sucesión de tropiezos que debe superar la protagonista en su afán por liberarse de su cautiverio es verdaderamente abrumadora, tanto como lo es el empecinamiento del esposo en seguir sacando provecho del poder que le confieren la ley y la tradición. Como film de juzgado y a pesar de su construcción dramática, Gett (que precisamente es la palabra hebrea para divorcio) nunca cede a la reiteración. Al contrario, sabe contagiar la creciente tensión, el clima claustrofóbico que deriva de la acción (y la consiguiente irritación) que marca esta suerte de autopsia de una pareja, o más bien la terrible y lenta agonía a la que se llega como remate inevitable de los tres capítulos anteriores (los anteriores, no vistos entre nosotros, son Prendre femme, de 2005, y Les sept jours, de 2008). El desempeño de Ronit Elkabetz es, otra vez, inolvidable.
Imágenes de un mito santiagueño Besar un sapo, sacrificar un ser amado, renunciar a la fe cristiana. Son algunos de los siete pasos que hay que cumplir para llegar a la salamanca, que puede ser una cueva, un claro en el monte, un riacho, un lugar sagrado o corporizarse en una mujer vestida de blanco; un espacio al que se acude en busca de un pacto con el diablo (Zupay) y de ciertas sabidurías. Allí acuden los que quieren adquirirla para ser el mejor acordeonista, el mejor guitarrero, el mejor jinete, el mejor bailarín, el mejor curandero. En este territorio de las leyendas y los mitos -en este caso del Norte, más exactamente de Santiago del Estero-, conservados y transfigurados por la fantasía de cada narrador y transmitidos de boca en boca a lo largo de generaciones, todo es cambiante, impreciso, mágico, misterioso y por eso mismo seductor. Marcos Pastor (Rastrojero) confesó que fue su abuela tucumana quien le abrió las puertas de ese mundo en el que se mezcla lo religioso y lo profano, los espíritus y las brujerías. Pero para ingresar allí, de algún modo guiado por Manuel Echegaray, el anciano de rostro curtido cuya presencia es el tenue hilo que enhebra las imágenes de esta cruza de documental y ficción, buscó un mecanismo narrativo personal que responde a las propiedades del material que reunió en sus diversos recorridos por territorio santiagueño más que a la voluntad de componer un breve relato. Son pantallazos que ilustran; imágenes que muchas veces seducen por su belleza o su misterio, pero no intentan explicar ni revelar los secretos del mito, y mucho menos contar una historia. Es, quizás antes que nada, una búsqueda estilística. Lo que puede desorientar (o impacientar) bastante al espectador acostumbrado a los formatos narrativos que predominan en la convención cinematográfica.