Desigualdad bajo el calor del afecto "Es evidente que el país está cambiando", reflexiona, no sin un dejo de contrariedad, la señora burguesa dueña de la amplia residencia de clase media alta en el barrio acomodado de San Pablo donde reside, cuando se entera de que la hija de su criada, una pernambucana que vive con ellos hace años, ha sido niñera de sus hijos y los ha criado, y está por llegar a la ciudad con la intención de ingresar en la Facultad de Arquitectura. Algo estará cambiando si una adolescente nacida en un hogar humilde del Nordeste puede ahora proyectar un futuro que la equipara con sus propios hijos, pertenecientes a una clase de un nivel económico y sociocultural mucho más elevado. ¿Pero ha cambiado tanto como para que se haya alterado la tradicional jerarquía entre patrones y empleados? ¿O esa convivencia cordial y amistosa (para los dueños de casa, "la criada es "como de la familia" porque en el vínculo mucho tiene que ver el afecto), aunque calladamente la relación responde también a reglas que se aceptan naturalmente de una parte y otra casi en forma inconsciente, basta para que cada uno sepa ocupar su lugar, quizá como una silenciosa y atenuada prolongación del patriarcalismo? Anna Muylaert, que dice haberse inspirado en films como Cama adentro y El custodio y hasta en el cuento de Cortázar Casa tomada, ha encontrado un modo de referirse a las desigualdades sociales en su país observando situaciones de la vida cotidiana, como ésta de las relaciones entre el servicio doméstico y los patronos en las que la prolongada convivencia favorece un vínculo afectivo. Para sostener a Jessica, su única hija, Val, la protagonista, la ha dejado en Pernambuco y ha trabajado trece años en este hogar paulista, primero como niñera del mayor, Fabinho, a quien ha mimado más que su madre biológica. Y todo seguiría en esa armoniosa cordialidad hasta que Jessica, ya adolescente, decide estudiar en San Pablo y por un tiempo es acogida en la casa donde vive Val, pero no en el cuartito que ella ocupa, sino en la habitación de huéspedes a sugerencia del dueño de casa, quizá con alguna doble intención. Pero la jovencita pertenece a otra generación y se resiste a seguir el ejemplo de sumisión que le propone su madre, y esa diferencia se evidenciará en más de un choque entre ellas y en las manifestaciones de la "liberalidad" de Jessica que alimentan las mezquinas (y bastante forzadas) reacciones de la dueña de casa. Muylaert, que sugiere las diferencias de clase en apuntes un poco más sutiles en la primera parte, los hace ahora demasiado explícitos, como si necesitara asegurarse de que queda claro que bajo la estratégica cordialidad del trato hay explotación y amable abuso. De esa voluntad surge, por ejemplo, el subrayado de las mezquindades de la señora (manda limpiar la piscina después de que la chica se sumergió en ella) y la comparación entre los dos estudiantes; el ocioso hijo de ricos que fracasa en su examen y la chica de humilde origen que es pura dedicación y esfuerzo y logra ingresar en la facultad. Un toque más (como mandan los crowdpleasers) para satisfacer el ánimo del espectador, propósito para el cual ya contribuyen el dibujo de los personajes, especialmente el de Regina Case (Val) en un papel a su medida, y la no menos destacable Camila Mardila, como su hija.
Un incansable cazador de nazis El título original no es caprichoso, responde estrictamente al contenido de este film que, con algunas libertades, retrata al fiscal general del estado de Hessen, el abogado alemán Fritz Bauer, y la larga incansable lucha que llevó adelante con el propósito de colocar ante la justicia a muchos de los principales responsables de la deportación y exterminio de innumerables judíos durante la negra noche del nazismo, y al mismo tiempo muestra el clima político e intelectual de la sociedad germana de la posguerra, en las décadas del 50 y el 60, cuando todavía perduraba el racismo y eran muchos los enemigos que habían logrado permanecer infiltrados en los diversos círculos del poder. Era, pues, él, buscador de justicia, versus quienes preferían el silencio, o el olvido. No lo guiaba el espíritu de venganza sino la voluntad de infundir en las generaciones más jóvenes la necesidad de asumir su identidad y confrontarse con un pasado que desconocían y que los mayores preferían olvidar a pesar de que las huellas del régimen nazi estaban extendidas por toda Alemania. Bauer (encarnado por el excelente Burghart Klaussner) fue un personaje decisivo sin cuya participación muchos de los procesos que juzgaron a criminales de guerra no habrían podido concretarse. El más famoso de todos ellos fue el que llevó al descubrimiento del paradero de Adolf Eichmann en la Argentina, su captura (o secuestro) y su posterior enjuiciamiento y ejecución en Israel, ya que en ese complejo procedimiento, a falta de la colaboración de la CIA y de los organismos de espionaje alemanes (probablemente temerosos de que los posibles enjuiciados mencionaran sus nombres y destaparan sus pasados en las SS), intervino el servicio secreto israelí. ("A veces -se justifica en el film cuando confía información confidencial al Mossad- para beneficiar a la patria hay que traicionarla". El guion, se ha dicho, toma sus libertades. Incluso incorpora un personaje -el del joven fiscal Karl Angermann (Ronald Zehrfeld), indispensable y leal colaborador del protagonista, aunque no dueño de la misma aconsejable discreción- seguramente para extrapolar a través de él la presunta condición homosexual de Bauer, según revelaban archivos policiales sobre una antigua detención registrada muchos años antes en Dinamarca. Esa imaginada secreta vulnerabilidad (la homosexualidad siguió siendo severamente penada en Alemania hasta mucho después del fin de la guerra) también fue utilizada por los que se oponían o desacreditaban las investigaciones del judío Bauer. Un añadido que puede ser útil en términos narrativos, pero no agrega demasiado a la historia, a pesar de contar con una cuidada interpretación del carismático Zehrfeld, a quien hemos visto en Ave Fénix. El sólido trabajo de Kraume no exhibe demasiada originalidad en su construcción, pero se sigue con sostenido interés hasta el final y además luce una muy cuidadosa ambientación de la época.
Los heroicos soldados de Bengasi Las trece horas a las que hace referencia el título del film no se refieren a la duración de esta nueva realización de Michael Bay -de todas maneras bastante extensa-, sino a la larga noche del 11 de septiembre de 2012 cuando se produjo el asalto al consulado norteamericano en la ciudad libia de Bengasi, que dejó como saldo, entre otras víctimas, la muerte del embajador norteamericano en aquel país del norte de África. El film procura reconstruir aquella sangrienta, interminable jornada, y sobre todo destacar el arrojo, la bravura, el coraje y la resistencia del grupo de seis soldados de elite que eran los encargados de la seguridad del lugar donde el diplomático había decidido permanecer. Como para garantizar la veracidad de los hechos que recrea -y también para explotar la fama de una obra que figuró entre los best sellers de no ficción-, tomó como base el libro del mismo título firmado por Mitchell Zuckoff y del que también participaron otros sobrevivientes. Quien haya visto otros films de Bay ya sabe que encontrará aquí sobredosis varias, una casi constante acumulación de escenas de acción, generalmente poco descifrables, tantas explosiones y catástrofes como la tecnología esté dispuesta a suministrar, y mucho más músculos y testosterona que cohesión y habilidad narrativa. La sutileza -también se sabe- no forma parte del menú de Bay. Y cuando debe resolver el montaje, siempre prefiere el vértigo, de manera que quien haya llegado a ver la película sin conocer demasiado sobre lo que pasó en Bengasi hallará en este film poco material ilustrativo en términos dramáticos que enriquezca su información. A pesar de lo cual en los primeros tramos de la película el libro -bastante plano por lo demás- se encarga de disponer en pocas escenas algunos datos que dan la pauta del estado de la situación, y que -como puede suponerse- serán útiles para entender más o menos lo que viene después. Estruendos, descargas, estallidos, fogonazos, humo, gritos, emboscadas, muerte. En las manos de un director con más equilibrio y menos mareado por el vértigo que produce la crónica de una misión en territorio desconocido e inestable que conduce a resultados horrorosos por la combinación de errores, decisiones equivocadas y simple mala suerte podía resolverse en términos tan claros y potentes como lo hizo, por ejemplo, Ridley Scott en La caída del Halcón Negro. En lugar de esa claridad, 13 Horas parece contagiarse del caos que pinta. Pero es difícil establecer si se trata de contagio o de la confusión que proviene del propio director, que apenas consigue en el primer tramo de la película y a fuerza de dos o tres pinceladas-diálogos necesarios y obviamente descriptivos deslizar algún detalle sobre el espíritu heroico de esos personajes cuya memoria quiere honrar.
Una bienvenida rareza Un film bello, sensible, transparente en su sencillez, que emociona sin ceder al sentimentalismo y conmueve con su delicado clima de nostalgia. Es el retrato de una joven irlandesa de la década del 50 en la época (tiene poco más de 20 años) en que decide emprender una nueva vida en otro país -los Estados Unidos, más exactamente Brooklyn, donde la ruptura no será para ella tan brusca porque ese mismo destino han elegido antes muchos otros compatriotas-, aunque deba enfrentar el previsible dolor de la nostalgia del hogar. Del otro lado del mar habrán quedado su madre, sus mejores amigas, entre ellas la hermana que ha tenido tanto que ver con la concreción de la mudanza como el sacerdote que le consiguió vivienda y empleo en el nuevo país. Lo que significa que los dos temas que dominan esta historia personal y colectiva -crecimiento y nostalgia, ya que mucho se apunta aquí sobre las ventajas y las tristezas de la inmigración- son los mismos que provienen de la novela de Colm Tóibín, de la que el adaptador, Nick Hornby (el autor de Alta fidelidad), supo sacar el mejor provecho. El viaje es también, pues, el que llevará a Eilin (que así se llama la protagonista por cuya admirable interpretación Saoirse Ronan es una comprensible candidata al Oscar) de la asombrada y recién llegada jovencita solitaria y todavía un poco desorientada a la mujer segura de sí misma a la que se le abre un porvenir cada vez más promisorio. De a poco irá también de la dependencia infantil a la mujer independiente, sobre todo a partir del momento en que nazca la relación con Tony, un gentil plomero de origen italiano tan honesto y bienintencionado como ella. Claro que no faltará el giro dramático, y como consecuencia de éste habrá un regreso a casa y otra determinación difícil que tomar. Son muchas, variadas y decisivas las opciones que se le presentan a la protagonista, y a todas responde Saoirse Ronan con admirable expresividad. No le hacen falta palabras para traducir su ánimo. Le basta con sus miradas, con las gestos más mínimos para que el espectador conozca cada estado de su espíritu. Se la ve madurar en cada escena. Asumir sus pequeñas vacilaciones, iluminar su honda felicidad con apenas un esbozo de sonrisa, la sombra de un pensamiento que la apena en la que por un instante opaca el brillo de su mirada. En Brooklyn, el espectador ve el mundo con la mirada de Eilin, y también -a veces- con los ojos igualmente diáfanos del franco Tony (Emory Cohen). Es imposible sustraerse a la seducción de ese silencioso mensaje de emociones que la cámara de John Crowley percibe y traduce con maravillosa exactitud. La misma que ha aplicado Hornby para entender la prosa de la novela y traducirla en diálogos que nunca están de más. En pocas palabras, un producto que resulta casi una bienvenida rareza en el cine de hoy.
Will Smith y los riesgos del deporte La verdad oculta es un film noble en sus propósitos que intenta combinar polémica y melodrama al partir de una historia real, una suerte de David versus Goliat representados por un lado por la más poderosa liga deportiva de los Estados Unidos, la NFL, que maneja el popularísimo y redituable negocio del fútbol americano, y por otro por el acreditado patólogo forense de origen nigeriano que descubrió la íntima conexión que hay entre la salud de los atletas que practican ese durísimo deporte y la encelopatía traumática crónica (CTE), una enfermedad degenerativa y progresiva que se manifiesta en las personas que han sufrido frecuentes y violentos golpes en la cabeza y que puede conducir incluso al suicidio o a la demencia. Hombre estudioso, religioso y honesto, Omalu asume como un servicio humanitario la necesidad de advertir sobre esos graves riesgos a quienes deciden consagrarse a esa práctica, y en especial a sus responsables, ya que su ejercicio suele iniciarse en la infancia. El film le fue inspirado al director Peter Landesman por un artículo periodístico acerca de las investigaciones y experiencias del doctor Bennet Ifeakandu Omalu, que por supuesto enfrentó todo tipo de resistencias en el mundo del football. Tal origen no suele ser el más recomendable para elaborar una construcción dramática, aunque hay que reconocer que tanto Will Smith, que mucho tuvo que ver con la realización del film, como sus compañeros de elenco, en especial Albert Brooks, se esforzaron por imponer algún espesor humano a sus criaturas, terreno en el que no siempre los acompañaron los guionistas y el realizador, más atentos a los lugares comunes que al retrato de la vida real. El protagonista se aproxima demasiado al estereotipo del clásico héroe norteamericano, valeroso y decidido, pero también bastante ingenuo, y el film, entre cuyas intenciones puede percibirse asumir el papel que El informante, de Michael Mann, desempeñó respecto de las alertas acerca del tabaco, además de unos cuantos momentos que parecen destinados a apoyar a Smith en su búsqueda de reconocimiento de sus dotes dramáticas por parte de la Academia. Aun con sus limitaciones, el melodrama no deja demasiado espacio para que el film ilustre claramente sobre las reacciones que Omalu despertó en una industria deportiva de la que se dice es ahora la dueña de los domingos como antes lo fueron los templos religiosos, y que adoptó algunas medidas para disminuir las conmociones a las que alude el título original.
Un rompecabezas apasionante En un cine que suele privilegiar el vértigo y basar su atractivo en la repetida sucesión de impactos, En primera plana puede ser considerada toda una rareza. Aquí la dinámica del relato -cuya sustancia se concentra precisamente en el desarrollo de una investigación- no depende de los avances bruscos e inesperados, ni de los golpes de efecto, ni de los giros sorpresivos. Cierto es que no hay en este caso una incógnita por dilucidar -la pesquisa no se dirige a desentrañar hechos o señalar responsables-, sino a indagar en cómo se desarrolló el proceso que condujo a su desenmascaramiento por un equipo periodístico que no bajó los brazos a pesar de las barreras de todo tipo que debió superar. El tema es el de los abusos cometidos en el seno de la Iglesia Católica y lo que el film examina es precisamente la laboriosa, paciente y perseverante tarea de investigación desarrollada por un equipo del diario The Boston Globe que en 2001 decidió, impulsado por un nuevo editor, retomar hasta su esclarecimiento definitivo un asunto grave cuya pista había desistido de seguir 25 años atrás (a lo que se alude en el breve prólogo). Es decir que para los lectores del periódico (como para los espectadores de la película) el tema no era ignorado: en esas mismas páginas se había dado cuenta de casos de abusos, aunque después la cuestión no había merecido mayor ahondamiento, con lo que se había acallado cualquier escándalo potencial. La indagación que condensa el admirable guión de En primera plana apunta en esas direcciones: busca exponer detalladamente cada aspecto de la lenta, compleja y prolongada investigación que demandó un largo año de trabajo a los cuatro integrantes del equipo de prensa (tres hombres y una mujer) sin que durante todo ese tiempo se publicara una sola línea en sus páginas (la decisión sobre el momento oportuno para dar a conocer el fruto de esa tenaz búsqueda de la verdad da origen, por ejemplo, a una de las muchas escenas sustanciosas que contiene el film), al tiempo que indaga en la red de ocultamientos de la que participan, según se señala con lucidez, además de la institución afectada directamente por los hechos, muchas otras igualmente representativas de la comunidad. Esa política de silencio, como es de público conocimiento, se extendió a escala global, mucho más allá de Boston y del estado de Massachusetts y del inesperado número de casos que el trabajo de The Boston Globe, distinguido con el premio Pulitzer, contribuyó a destapar. En más de un sentido el film de McCarthy evoca Todos los hombres del presidente, de Alan J. Pakula, y descarga similar adrenalina, si bien no hay aquí un Garganta Profunda y casi no asoman las que se conocen como escenas de acción, todo se dirige a mostrar la ajetreada labor cotidiana de los periodistas. La tensión no crece a fuerza de impactos, sino apoyándose en el progreso de la investigación, no hay protagonistas excluyentes y éstos -que no son héroes, sino ciudadanos comunes movidos por la indignación y profesionales comprometidos con su tarea y están animados por un elenco perfecto- comparten casi un segundo plano, aunque bastan algunas pinceladas para definir sus caracteres. Pesan en la medida en que cada uno hace su aporte al avance del trabajo, que es constante y fluido y transcurre en oficinas y archivos sin que el nervio decaiga. En el centro está el progreso de la pesquisa, que es como el lento, paciente armado de un rompecabezas. Cada pieza importa; ninguna es la decisiva o todas lo son. McCarthy expone el trabajo de un equipo y adopta su ritmo (sostenido, perpetuo), como si todo lo que importa en el film se desarrollara en un segundo plano, en el encadenamiento de las informaciones, los testimonios que se recogen, en lo que se infiere y se deduce; en las hipótesis y teorías que van iluminando zonas oscuras y haciendo lugar a nuevas vías de investigación, en los tropiezos que levantan nuevas barreras y hacen más dificultoso el avance o exigen nuevos rodeos. Lo apasionante de la investigación -y del film entero- reside en que el "enemigo" que se enfrenta es el silencio, el disimulo, los velos que desde distintas caras del poder se imponen en el camino a la verdad y que a veces tienen que ver con los propios condicionamientos, como sucede con el personaje de Michael Keaton. Y la verdad, el único, fundamental objetivo que se busca. El elenco es, claro, puntal decisivo de este film palpitante, obra de un equipo que no admite desequilibrios en ninguno de sus rubros.
Se trata de un film español de animación, destinado -como puede inferirse- a su explotación internacional. Seguramente con el propósito de repetir el éxito de Tadeo, el explorador perdido, el film del mismo director, Enrique Gato, estrenado en 2013 entre nosotros y visto por más de 3.000.000 de espectadores en su país (y otro tanto, según se dice, fuera de él). Así las cosas, en Una familia espacial -como en su película antecesora- nada deja traslucir su origen hispano, ni en el cuento que relata, ni en los personajes, ni en los escenarios, ni en toda su concepción formal. No tiene, pues, por qué sorprender que el chico protagonista se llame Mike Goldwyng, ame el surf, circule por ambientes presumiblemente estadounidenses y sea hijo y nieto de astronautas. El film está más atento a remedar las fórmulas tradicionales de aquel origen que en encontrar un lenguaje propio. Y mezcla un juego infantil -atrapar la bandera con una historia de improvisados miniastronautas. Se comprende, pues, que cuando las circunstancias lo aconsejan el pequeño Mike se enrede, junto con sus tres amigos próximos una futura periodista, un gordito bastante torpe y un lagarto mascota-, en una especie de novedosa carrera espacial, en este caso no entre países, sino entre nuestros héroes y un lunático millonario, pretencioso y maligno, que quiere conquistar la Luna para apoderarse del helio que le daría el dominio del mundo entero, entre otras cosas. La historia no brilla por su ingenio ni por su originalidad; apenas mantiene cierto dinamismo, con módicas dosis de humor y un ritmo vivaz. Tal vez puedan percibirse en esta nueva aventura algunos progresos de Gato en el terreno de la animación, más fluida. Los más chicos podrán encontrar en el relato un aceptable pasatiempo.
Bus 657, el escape del siglo Es muy probable que el subtítulo (El escape del siglo) resulte bastante exagerado para este film que, en todo caso, aspiraría a ser una versión de Máxima velocidad en tiempo más pausado. Se trata, como dice el título original, de la historia de un golpe, y parece haber recopilado, con abundante atrevimiento y sin demasiado rigor, ideas y giros provenientes de unos cuantos títulos del mismo tenor. La falta de rigor deriva en situaciones que se hacen poco creíbles y más de una vez conducen al absurdo y hasta al ridículo. Sin embargo, el director Scott Mann, con su ritmo acelerado y sus rebuscados y sorpresivos cambios de dirección, más algunos actores que se toman las cosas bastante en serio, distraen lo suficiente como para que el espectador deje pasar sus fáciles trampas y mantenga la atención. En el elenco figura Robert De Niro, frecuente huésped de estos vehículos escogidos sin demasiada exigencia con tal de que proporcionen la base para un thriller clase B. No es el protagonista, pero sí el mafioso principal. Quien asume el papel central es Jeffrey Dean Morgan, en el papel de uno de sus ex lugartenientes, un delincuente con el corazón de oro que, apremiado por un drama personal (tiene una hija hospitalizada y con su vida en peligro), necesita que su ex jefe, dueño de un casino, le preste 300.000 dólares para sustentar el costosísimo tratamiento, del que no se dan mayores datos. Cabe imaginar que el capomafia, que se llama Pope y apodan claro Papa, no atenderá ese pedido, razón por la cual el sensible Vaughan, que así se llama el angustiado padre, decide pasar a la acción directa: el robo del dinero. Responde así a la propuesta de otro delincuente al que casi no conoce, pero tiene en cuenta que el dueño del casino, si bien temible, no podría recurrir a la policía ya que su dinero, lavado, proviene de su actividad clandestina. El golpe se planea en unos pocos minutos y se concreta casi igual de rápido, pero -como puede suponerse algo falla (la fuga, nada menos) y los ladrones deben huir en un ómnibus de línea, lo que por supuesto incluye rehenes, disparos, policías de toda especie y una persecución que ocupa una hora de film. Para mantener cierta tensión sin reparar en lo verosímil alcanza. Para tomarla en serio no.
A la cocina, en busca de redención No hace falta que la película lo recuerde a cada rato: alguna vez Adam Jones formó parte del círculo privilegiadísimo de los chefs estrella en París, hasta que él mismo se encargó de sacarse de encima tanta gloria empujado por un ego inconmensurable, por un carácter endiablado que se manifestaba a razón de un estallido de furia cada cinco minutos y, claro, también por el consumo de alcohol, drogas y otros entretenimientos similares. Ahora, después de un curioso tratamiento a que él mismo se sometió y que se ilustra en el comienzo del film, dice que está listo para volver a la cocina y preparado para hacerse acreedor, esta vez sí, a la tercera estrella Michelin, es decir el Oscar de los cocineros, y ya se sabe que los jueces en este caso son mucho más exigentes y rigurosos que los miembros de la Academia. Claro que basta verlo desempeñarse un rato en ese hervidero de nervios, vértigo y gritos al que llaman cocina y que el director John Wells describe como si se hiciera necesaria la velocidad de un thriller, es fácil sospechar que Jones puede haberse liberado de algunas adicciones y haberse calmado a fuerza de pelar ostras, pero en el fondo sigue siendo dominado por el ego y el temperamento, y que no habrá que esperar mucho para que un nuevo estallido termine con toda la vajilla hecha trizas, aunque las razones que lo conduzcan a esa ira nunca queden del todo claras. No es el único enigma que deja Una buena receta. Si se indaga un poco más se llegará a la conclusión de que no queda muy claro tampoco cuál fue el tema que el film se propuso desarrollar, aunque claro, el que vale presumir es el de la búsqueda de la redención, que ya casi se ha convertido en un género en sí mismo. Lo que sí está claro es que ni el guionista ni el director se preocuparon mucho por evitar lugares comunes y estereotipos, lo que hace más difícil todavía descifrar el porqué de tamaño elenco, que por supuesto basta echarle un vistazo, además de Cooper están Siena Miller, Daniel Bruhl, Uma Thurman, Emma Thompson, Omar Sy, Riccardo Scamarcio estaba preparado para asumir compromisos bastante más exigentes. En todo caso, lo que más llama la atención en un film de este carácter es que en los 100 minutos de proyección no asome ningún plato que resulte tentador para el espectador.
Otra vez, aliens invasores Otra aventura juvenil, sazonada con algunos elementos que remiten a la ciencia ficción, pero sin lugar a dudas un producto destinado más a los fanáticos de las primeras que a quienes se interesan seriamente por los creadores de ciencia ficción. Lo que equivale a decir que estamos aquí bastante cerca de Los juegos del hambre, Divergente y hasta de Día de la independencia o títulos similares, y que su público principal está entre los contemporáneos de los protagonistas. Que tendremos una heroína adolescente que al mismo tiempo que enfrenta a los invasores del caso relata esta historia posapocalíptica, con la ocasional ayuda de otros dos narradores, varones e igualmente jóvenes, con los cuales también comparte la acción. Y que llegado cierto punto de la fábula, tomada de la trilogía best seller de Rick Yancey convenientemente manipulada por sus tres adaptadores, cuando se esté acercando el final percibiremos que los autores empiezan a estar más preocupados por abrirles camino a los temas que se desarrollarán en la previsible secuela que por terminar de completar coherentemente su actual narrativa. Puede parecer en vano que se aspire a que a esa altura disminuya un poco la proporción de lugares comunes, y que el cuento incorpore alguna pizca de originalidad, pero debe reconocerse que la ficción, con todos sus altibajos, se las arregla para mantener el interés del novel espectador. La adolescente del caso es Chloe Grace Moretz, lo mejor del elenco salvo los dos adultos -Maria Bello y Lieb Schreiber, probablemente puestos para apuntalarlo-, y es la que debe enfrentar a los extraterrestres invasores que en los comienzos de la película han completado las primeras y terribles olas que fueron diezmando la población humana. La primera fue un apagón generalizado; la segunda, un descomunal tsunami que arrasó con todo, en especial en las zonas vecinas a las costas; la tercera, una plaga que destruyó cualquier señal de vida; la cuarta, un multitudinario ejército de asesinos encargados de terminar con los sobrevivientes. Y todavía falta la esperada quinta ola a la que se suma la pésima noticia de que los aliens pueden adoptar aspecto de humanos y mezclarse entre ellos. La chica y sus dos galanes tendrán bastante que hacer (ella seguirá tratando de recuperar a su hermanito) y aún les quedará tiempo para coqueteos amorosos. El relato no da demasiadas explicaciones ni brilla por su cohesión ni por su módica dosis de suspenso, pero no aburre. Es algo.