La comedia vuelve por Navidad Se acerca la Navidad, esas fechas señaladas, especialmente por las productoras y distribuidoras en su calendario de estrenos. Para estas semanas hay guardada toda una batería de productos destinados a un público fundamentalmente familiar (es decir, para los más pequeños a los que sus padres deben acompañar a la sala) y fundamentalmente en dos géneros: aventura y comedia. Y como si de una comida familiar que se repite cada año se tratara, tenemos una nueva película ambientada en la época navideña que cumple todas estas normas. Guerra de papas 2 pretende seguir el camino que marcó su primera parte y repite reparto, estilo y conflictos entre personajes. Una comedia blanca que intenta radicalizar el planteamiento originario como forma de seguir subiendo el tono, intentando asegurar nuevas risas sobre un espectador que ya ha experimentado su primer despropósito. Personajes en el extremo La premisa de esta segunda parte consiste en llevar aquellas características de sus dos protagonistas (interpretados por Will Ferrer y Mark Wahlberg) al extremo absoluto, creando de esta manera situaciones insólitas y conflictos asegurados al ser estereotipos completamente opuestos. Sin embargo, no lo hace a través de estos mismos personajes (que comienzan la película con una gran relación entre ambos) sino con sus padres, a los que dan vida John Lithgow y Mel Gibson. Éstos llevan todos los rasgos de sus respectivos hijos (pasivo, miedoso y sentimental el primero, rudo y poco empático el segundo) a niveles que provocan auténticos momentos de incredulidad e incluso fuera de lugar. Esto define fundamentalmente el conflicto a cuatro que se genera y reproduce durante toda la película, llevando a ver una evolución absolutamente predecible de la relación inicial de los protagonistas originales. Un reparto comprometido El guión es una sencilla propuesta mil veces vista y aun así poco trabajada de una estructura de tres actos: puntos de giro muy marcados, etapas de tranquilidad y de discordia, con un clímax y un final por todos sabido antes de entrar en la sala. Eso no importa, pues es lo que su público busca. Lo que salva o destruye este tipo de comedias nunca serán sus páginas mejor o peor escritas, sino sus actores. Debido a esto la película no pierde nunca su ritmo a pesar de ser una sucesión de escenas más que simples y predefinidas. Wahlberg y Ferrer (trasunto de aquel Tim Allen navideño) afianza su buena química de opuestos, mientras que Mel Gibson hace un importante esfuerzo bien recompensado por encajar dentro de todo este asunto. Esfuerzo que resulta mucho menor para Lithgow, que se mueve cómodamente en el género. Mientras que ambos binomios están muy equilibrados y se complementan, el problema fundamental viene con las esposas de los protagonistas, interpretadas por Alessandra Ambrosio y Linda Cardellini. La primera parece completamente perdida (o más bien vendida por su propio papel) con un personaje sin acciones ni objetivos más allá de llenar el hueco narrativo que era necesario como mujer de Wahlberg. Ocurre todo lo contrario con Cardellini, cuyo personaje, aún sin acciones importantes ni iniciativa propia, funciona perfectamente gracias al trabajo de la actriz por componer algo más intenso y ajustado al listón de tono alto que marca su esposo (Ferrell). En definitiva, una película con la que Paramount prepara su cuenta de ingresos para obtener ese regalo navideño que le harán todas las familias en busca de un momento divertido y desenfadado con sus hijos, los cuales quizás se sorprendan de algunos de los gags contenidos en la historia, que parecen dirigidos a sacar alguna sonrisa de sus cautivos padres.
La soledad era esto Imposible no quedar seducidos por La comunidad de los corazones rotos y la ternura de sus seis personajes excepcionales. A partir de un inmueble casi ruinoso, el realizador francés Samuel Benchetrir ha conseguido construir un puñado de historias poéticas y además muy divertidas. En un suburbio francés que puede pertenecer a cualquier gran ciudad, como siempre en mitad de ninguna parte, una reunión de inquilinos debate el cambio del ascensor, definitivamente muerto, y naturalmente, la propuesta de que se pague entre todos los vecinos. Unanimidad absoluta con la excepción del señor Sternkowitz (Gustave Kervern) quien vive en el primer piso y él no lo utiliza nunca. Tras encendidas discusiones sobre la solidaridad vecinal, se decide que Sternkowitz no pagará con la condición de que nunca utilice el nuevo ascensor. De acuerdo, solo que a las pocas semanas el destino le juega una mala pasada, y el inquilino del primero se ve obligado a ir en silla de ruedas. Evidentemente, no puede subir por la escalera… A partir de este momento se entrecruzan una serie de deliciosas historias improbables. Un astronauta estadounidense (Michael Pitt) aterriza en la azotea de la casa y madame Hamida (Tassadit Mandi), argelina, le ofrece su casa hasta que vengan a recogerle, le enseña a comer couscous e incluso le presta la camiseta del Olympique de Marsella de su hijo… Una actriz que ya no está de moda (Isabelle Huppert), melancólica y al borde de la depresión, encuentra consuelo en sus charlas con el joven adolescente y quizá algo enamorado Charlie (Jules Benchetrit, hijo del realizador y de la actriz Marie Trintignant, muerta en 2003 a causa de la paliza que le dio su compañero de entonces, el músico Bertrand Cantat). Estos son algunos ejemplos de los muchos momentos tiernos y poéticos que pueblan la quinta película de Benchetrit, quien no consiguió entusiasmar al público con sus anteriores proyectos (“Gino” y “Un viaje”), y que es una adaptación parcial de sus cuentos “Cronicas del Asfalto” (de hecho, el título en francés del filme es “Asphalte”. La soledad es lo que une a todos los personajes de este drama que rebosa empatía con todos esos humildes habitantes de las viviendas sociales HLM (habitación de alquiler moderado) que se encuentran en las afueras de las grandes ciudades francesas. La soledad es el telón de fondo de esas historias cruzadas, muy vivas, tiernas, patéticas y llenas de humor que conmueven, y en las que los sentimientos oscilan desde la simple vecindad hasta la compasión. Un auténtico acierto. La Comunidad de los Corazones Rotos nos recuerda irremediablemente tanto al cine del sueco Roy Andersson (en concreto, a Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, del 2014), como al del finlandés Aki Kaurismäki, autor de Un hombre sin pasado (2002), debido a las situaciones absurdas planteadas y a los pintorescos personajes que las protagonizan, muy característico en la filmografía de ambos directores, combinado con un toque de fantasía del primero y una gran dosis humanista del segundo. Tres pequeñas historias relatadas con ingenio, ironía y mucho humanismo, donde aparecen situaciones surrealistas extraídas de la vida cotidiana, tratadas con mucha ternura y sensibilidad, cuyo tema central es la soledad y el paso imparable del tiempo.
En los límites del arte Estamos ante una tónica y generosa comedia de tono un tanto surrealista, en la que Ostlund denuncia la hipocresía de nuestras sociedades occidentales sobre el muy universal tema de la tolerancia, la solidaridad, la convivencia social, la confianza en el prójimo y los mecanismos del miedo y del a menudo cobarde comportamiento humano. Su protagonista, el excelente actor danés Claes Bang, es Christian, un hombre divorciado con dos hijas pequeñas, conservador de un gran museo de arte contemporáneo, que prepara una exposición sobre la tolerancia y la confianza mutua, con una instalación artística denominada “The square”. El proyecto de esta película nació de hecho de la exposición artística organizada por Ruben Ostlund y Kalle Borman en el Museo del diseño en la ciudad sueca de Varnamo. Se trata de un cuadrado dibujado en el suelo, de cuatro metros sobre cuatro, que es simbólicamente un santuario o espacio de libertad, altruismo y fraternidad, en el interior del cual “todos tenemos los mismos derechos y deberes”. Una invitación a mejorar la actitud de los ciudadanos con los extranjeros. Con claves de comedia satírica, Ostlund pone a prueba los nervios y las convicciones progresistas de Christian, ese intelectual al que un día le roban en la calle su teléfono móvil, su billetera y hasta los gemelos de la camisa, cuando generosamente creía ayudar a una joven perseguida por un energúmeno. La protagonista femenina es la americana Elisabeth Moss, en el papel de una joven periodista que vive con un chimpancé, y participa en dos de los mejores momentos cómicos del film: una entrevista al conservador del museo, sobre los términos tan sabios como poco comprensibles con que se anuncia la exposición, y una escena de cama anti romántica, con discusión sobre cómo deshacerse de un preservativo. Ostlund describe con ironía esa fractura social existente entre los barrios burgueses y las barriadas populares, que el protagonista se ve obligado a visitar en busca de su teléfono móvil, localizado con el ordenador. El miedo al otro, al extranjero, al que es diferente, o que forma parte de otra clase social, y la cuestión de la confianza en el prójimo está presente con humor a lo largo de la película. ¿Intervendría usted para ayudar alguien que sea agredido?, ¿se fía usted de alguien que no conoce? ¿Hasta dónde llega su generosidad y su altruismo? Todas esas preguntas que se plantea el protagonista, invitan al espectador a la reflexión. La picaresca de los mendigos en la calle, la indiferencia de los ciudadanos que prefieren ignorar la miseria que les rodea, pero también la parodia de ciertas concepciones del arte contemporáneo, alimentan este guion que culmina con una secuencia mucho más corrosiva de “performance” artística totalmente surrealista, dirigida a evidenciar la cobardía y el miedo del ser humano, en una cena mundana, digna de película de Luis Buñuel, pero estilo sueco. El único punto discordante de la propuesta es que, en su voluntad de ser didáctico, en esta especie de parábola del buen samaritano, Ostlund alarga innecesariamente el desenlace en sus 2h 22 minutos de metraje. Ganador del premio del jurado en 2014, en la sección un certain regard con su película “Snow terapy”, Ruben Ostlun era la primera vez que competía en la carrera por la Palma de Oro, y se llevó el premio gordo. Pedro Almodóvar, presidente del Jurado del Festival de Cannes 2017 (en sustitución de Roman Polansky, quien tuvo que dimitir porque cada vez que intenta protagonizar algo resucitan los fantasmas de sus violaciones de menores, cometidas en Estados Unidos en los años 1970), explicó por qué “The Square” se alzaba con el máximo galardón: “Habla de la dictadura de lo políticamente correcto. Una dictadura tan terrorífica y asesina como cualquier otra. Los personajes viven un infierno porque intentan ser políticamente correctos. Es una película contemporánea, realzada por una mano maestra, tan rica, con tantos niveles de lectura que yo la volveré a ver muchas veces”.
Contra la verdad del alma “Paula” es una especie de biopic de los últimos años de vida de la pintora Paula Modersohn-Becker, una de las más importantes representantes del expresionismo alemán del siglo XX. Está dirigida por Christian Schwochow (‘Al otro lado del muro’) y protagonizada por Carla Jury (“Blade Runner 2049” ), Albrecht Abraham Schuch (“Midiendo el mundo”) y Stanley Weber (“Violette”). Paula Modersohn-Becker, prácticamente desconocida fuera de Alemania, es la primera mujer que tuvo un museo dedicado enteramente a su obra. En Bremen, donde se encuentra ubicado, celebrarán el centenario de su muerte el próximo 21 de noviembre. Una muerte muy prematura, tenía solo 31 años, a consecuencia de una embolia, a los pocos meses de dar a luz a una niña exactamente como había temido su marido. En esta reconstrucción de los últimos años de la vida de Paula, precursora del expresionismo alemán, lo más destacado son el valor y la determinación con que ella creyó en su talento, cuando nadie más lo creía, y la forma en que intentó abrirse camino, mezclándose con la bohemia de la movida de un París de principios del siglo XX, que más parece una opereta en su reconstrucción -con grupos reducidos que cantan La marsellesa por las esquinas y parisinos que “hablan con acento alemán” (NouvelObs), al menos en la versión francesa- que la “ville lumière” donde Paula buscaba el reconocimiento que no conseguía en su país, y donde en un año encontró un amante y pintó las 750 obras que dejó al morir. Lo mejor de la película es el retrato social que Schwochow hace del ambiente artístico de la época focalizado en dos ambientes radicalmente opuestos: el de la colonia artística de Worpswede y el efervescente París de principios de siglo. En 1889 un grupo de jóvenes artistas alemanes que había decidido romper con el arte academicista y desmarcarse de sus obsoletos métodos de enseñanza, fundó en Worpswede, cerca de Bremen, a la manera de la escuela de Barbizón francesa, una colonia artística en el campo, donde poder trabajar al aire libre y reflejar en su obra la pureza de la naturaleza y sus gentes. Una declaración de intenciones artísticas marcadamente rebelde y abierta que contrastaba con su rancia mentalidad sexista. El ambiente que se respiraba en la colonia, según la película, era bastante machista. Se admitía a mujeres como alumnas, porque aseguraban el mantenimiento económico de la escuela, pero no se las trataba como a colegas e incluso se las despreciaba. Mackensen, el miembro más misógino del grupo (ya apuntaba maneras: en los años treinta no dudó en afiliarse al nazismo), ve la creciente cantidad de mujeres que acuden a ella como un desprestigio: “Ya verás Worpswede se convertirá en una escuela de mujeres”, dice en cierto momento. Paula es hostigada por su maestro por negarse “a representar la realidad tal como es”, que no duda en denostarla (“Las mujeres nunca podrán producir nada creativo, excepto hijos”) cuando no consigue su propósito. A la vez es compadecida por su marido (“Debes comprenderla. Tiene que ser complicado ser inteligente y ser mujer”) que la apoya con cierta condescendencia sin creer sinceramente en ella, en parte quizás porque tampoco entiende su arte. Sin embargo, la acción más despreciable y reaccionaria del grupo es cuando, agraviados por la osadía artística de Paula empeñada en mantener su vocación, se confabulan contra ella e intentan convencer a Otto para que la ingrese en un sanatorio mental. Si nos olvidamos de la angustia existencial de la protagonista, de su atormentada búsqueda interior, de la rotunda expresividad de su obra… quizás podamos disfrutar del novelesco retrato de la protagonista que nos ofrece el director en esta historia carente de originalidad (narrativa, estética y dramática) pero emocionalmente efectiva y visualmente hermosa, que busca la recreación más que la creación. “Paula” es la historia de una mujer que luchó con todas sus fuerzas por emanciparse en una sociedad paternalista y muy conservadora; una mujer también caprichosa y egoísta, que consiguió llegar a la meta que se había marcado aunque apenas tuvo tiempo para disfrutarla.
El dinero es lo primero Hay películas que desde el principio se disfrutan. Con una introducción nostálgica, estilo video VHS ochentero, se muestran imágenes de archivo de la cultura americana mientras se abre paso a la aburrida rutina del piloto comercial Barry Seal. Su mundana vida le parece tan tediosa que provoca turbulencias para despertar a la tripulación a modo de distracción, pero todo eso cambia cuando recibe una proposición indecente… “¿Es legal?” Pregunta nuestro protagonista al insoldable agente de la CIA impecablemente interpretado por el versátil Domhnall Gleeson, quien responde resumiendo la doble moral del sueño americano: “No si lo estás haciendo por los buenos” pausa para sonrisa malévola “y no te pillan”. Es un gran blockbuster en el mejor de los sentidos, perfecto para el público que quiera distraerse, pero también para el que quiera reflexionar. Mostrando los entresijos más oscuros de las políticas exteriores pero sin perder el humor, solo detalles para que la narración siga fluyendo de una manera muy atractiva. Con el protagonista como narrador de su propia historia, la aventura va haciendo saltos entre los acontecimientos y algunas video-confesiones de Barry Seal, que aunque al principio puede desorientar, ayuda a entender el final de esta trama. El director Doug Liman y su fascinación por la auténtica política y los mecanismos del espionaje moderno son evidentes, como ya lo fueron en la lograda El caso Bourne (2002), pero los propios límites del film hacen que la crítica sea sutil y cínica para poner al entretenimiento como prioridad. El tándem que formaron el Doug Liman y Tom Cruise en Al filo del mañana (2014) vuelve para quedarse, mostrando sus mejores armas en este film, ya que se aprovechan el uno del otro al máximo. Tom Cruise siempre absorbe los personajes que encarna, y en este satírico film derrocha carisma. Aunque sin salir del todo de su (últimamente) zona de confort de géneros de acción, es importante pensar que pocos personajes le quedan por explorar a un actor de su talla. A excepción de Entrevista con el vampiro (1994), el mundo de los villanos se podría considerar su única asignatura pendiente. Director y actor parecen haberlo pasado en grande con el enfoque cómico y en ocasiones ridículo del protagonista mientras va construyendo la increíble red de tráfico. Fotos propias del espionaje, coca, armas… Lo único que importa es el dinero. El mordaz guión de Gary Spinelli y el dinámico montaje hacen de la entretenida película una excelente metáfora del sueño americano con una alta dosis de crítica. De una manera muy cínica se repasan algunos de los momentos más emblemáticos de los 80 en Estados Unidos. El contraste entre los discursos de Jimmy Carter sobre crisis morales y austeridad mientras la mayor preocupación de nuestro protagonista es donde guardar tanto dinero. La hipocresía de Nancy Reagan y su famoso “Just say no” con el tráfico de drogas como contrapartida. América es el lugar de oportunidades, no de culpas, como el propio protagonista dice en más de una ocasión: el sólo es el “gringo” que hace la entrega. El antihéroe tendrá la clásica rise and fall, pero con unos detalles muy interesantes, ya que en este tipo de relatos siempre se suele mostrar al protagonista como el más listo del barrio. Incluso en la promoción de este film lucen en el cartel: “La CIA. La Casa Blanca. Pablo Escobar. Un hombre los engañó a todos.” ¿O todos jugaron con él? La CIA va (por lo menos) dos pasos delante de él, incluso cuando éste hace tratos con los narcos de Medellín… Este juego no se basa en una persecución o en una rivalidad para pillar al traficante Barry Seal. Es un juego de Estado, y la Casa Blanca siempre gana.
La fascinación de Sofía Sofia Coppola vuelve a poner sobre el lienzo uno de los temas candentes en su filmografía como es la exploración de la feminidad, esta vez adaptando The Beguiled (1966) de Thomas P. Cullinan, a su vez trasladada a la gran pantalla en una tosca versión a cargo de Don Siegel y con la rudeza de Clint Eastwood encabezándola. Tras la poco inspirada y casi autoparódica The Bling Ring (2013), un remake podría parecer la peor opción para desviar los pensamientos del público ante un posible signo de agotamiento de su autora, pero lo cierto es que La seducción aporta no sólo una nueva perspectiva con halo feminista a la historia de Cullinan, sino que además permite a Coppola explorar nuevos caminos en su filmografía, sin perder de vista la esencia que la lanzó al reconocimiento planetario. A diferencia del tratamiento masculinizado con el que Siegel abordó la obra de Cullinan, Coppola es fiel a sí misma y filtra el relato a través de las miradas de las integrantes de una escuela femenina en la Virginia de la Guerra Civil estadounidense. Las ópticas de la infancia, la adolescencia, la juventud y la madurez de la mujer se intercalan en este fresco acerca de la supervivencia y la fraternidad femenina en tiempos revueltos, en los que la batalla traspasa los muros de la casa y se instala entre los intereses personales de las inquilinas. Así pues, los dilemas morales internos de los personajes y los enfrentamientos interpersonales causados por la fascinación que despierta el soldado norteño interpretado convincentemente por Colin Farrell entre las mujeres sureñas de la casa funcionan como metáfora de la contienda bélica que se desarrollaba entonces en el país. Pero la paranoia en la que viven sus personajes, especialmente el de una imponente Nicole Kidman y el mismo Farrell, sirven para conectar La seducción con nuestro presente, en el que la desconfianza y la obsesión por el permanente estado de alerta hacen estallar conflictos que serían evitables con otras conductas. Pero, estas debilidades son parte de la constitución del carácter humano y, precisamente, el film indaga en las varias formas que tienen los personajes de afrontarlas o rendirse ante ellas. Coppola revela su discurso desde un distanciamiento, contención y frialdad coherentes con la rigidez y la opresión a la que son sometidos los sentimientos y pasiones de los personajes, en un giro formal en su filmografía que se aleja de ciertas tendencias pop anteriores, como puede ser el pastiche o los anacronismos de María Antonieta (2006), pero sin dar la espalda a su sello: una atmosférica banda sonora de Air, la importancia del detalle o el reclutamiento de antiguas pupilas cum laude como son Kirsten Dunst o Ellen Fanning, entre otras huellas. Una mezcla de contemporaneidad y clasicismo que, si bien peca de poco sorpresiva por momentos, es erigida de forma sólida gracias a la precisión de una cineasta que se encuentra ya de lleno en su madurez creativa. Porque, en cierto modo, La seducción podría ser el reverso señorial de esas alocadas y frescas Vírgenes suicidas (1999) que Coppola ideó en sus veintitantos. Más ambiciosa y más minuciosa que aquella, también algo más encorsetada, pero siendo las dos una celebración de la feminidad en su complejidad, en lo bueno y en lo malo.
Tengo mi vida Estamos ante el retrato de Aurora, una mujer sensible quien, en un momento de su vida donde se lo debe replantear prácticamente todo, deberá aprender a ser asertiva. Llevada en volandas por la excelente interpretación de Agnès Jaoui (consumada actriz que también destacó hace años en labores de dirección con títulos tan destacados como Como en las mejores familias (1996); Para todos los gustos (2000) o Como una imagen (2004), delicada y luminosa hasta decir basta, el argumento seduce por la sencillez de su planteamiento, con una narrativa que asume un tono agridulce que cumple con la nostalgia de una época pasada a la que se le añade de manera acertada un punto de fantasía. Sobreviviendo con trabajos precarios desde que se separó del padre de sus hijas (quien por cierto ha rehecho su vida junto una mujer más joven), Aurora se entera de que va a ser abuela. ¡Abuela! Un choque, un golpe para nada esperado por quien todavía se siente joven y preparada. Eso le lleva a sufrir un ataque de nostalgia echando cuentas de todo lo vivido hasta el momento. Es en este contexto en el que se topa por esas casualidades de la vida con un antiguo novio de la infancia, lo que le llevará a despertar sentimientos que hasta hora creía enterrados. Co-escrito con Jean-Luc Gaget, el escenario en el que transcurre el meollo de la acción es de una hermosa precisión. La búsqueda de una salida a todos los conflictos emocionales en los que se ve envuelta se sustentan en situaciones más o menos cómicas donde a bases de gags más y situaciones irrisorias más o menos afortunadas le permitirá hacer frente a temas esenciales como la (pre)menopausia, la soledad en forma de síndrome del nido vacío de una casa abandonada por los niños que en su día la animaron, el problema de encontrar trabajo (impagable la escena que tiene lugar durante el cursillo impartido en la oficina del INEM francés), o simplemente la necesidad de sentirse viva. Como se dice en un momento clave del film: “cuando una mujer llega a los cincuenta años tiente tanto pasado como futuro”, y bajo esa premisa se va construyendo todo el relato, dedicado en parte a ejercer de aparato implacable de añoranzas y melancolías varias como a insuflar esperanza ante lo venidero. Cuando el tono apuesta decididamente por lo bufo o lo grotesco (esos viandantes un tanto salidos que van piropeando de mala manera…) el ritmo se resiente, pero cuando la verbórrea se apacigua y se deja respirar a las escenas, el conjunto gana muchísimos enteros. Es el caso de ese momento mágico, que a algunos les puede llegar a recordar a la mítica escena del bailes de las niñas de la maravillosa Cría Cuervos de Carlos Saura, en el que madre e hijas interpretan una coreografía acompañadas de la magnética canción I´ve Got Life de la mítica Nina Simone (si no han escuchado esta prodigiosa composición ya están tardando en hacerse con ella). Hay que aplaudir las diversas maneras que tiene el cine francés de no dejar en la estacada a sus mitos cinematográficos ofreciéndole constantemente roles adecuados en los que puedan seguir demostrando su valía. Sin ir más lejos, y afín a una trama similar a la que ahora nos ocupa (aunque con un matiz más intelectualoide), hace poco pudimos disfrutar de otra diva como Isabelle Huppert en la multipremiada El Porvenir, de Mia Hansen Love, por no hablar de la Juliette Binoche de Clouds of Sils Maria o la Emmanuelle Béart de Los ojos amarillos de los cocodrilos. Por supuesto, la situación no admite comparación con nuestro cine, donde suele resultar muy raro que se otorguen papeles protagonistas a mujeres que ya han pasado de los cincuenta. En definitiva, 50 primaveras no defrauda en ningún momento porque se revela fresca y divertida, con un guion ingenioso a la vez que crítico con la falsedad que nos rodea y una caracterización inmensa y portentosa por parte de su protagonista, quien se come literalmente la pantalla, estando a la vez muy bien acompañada por unos secundarios que abarcan todo el abanico de edades posibles (desde veinteañeros hasta septuagenarios), entre los que destacan actores de la talla de Pascale Arbillot (Pequeñas mentiras sin importancia); Lou Roy-Lecollinet (Tres recuerdos de mi juventud) o Samir Guesmi (No se lo digas a nadie).
Los dos espíritus Todo en esta película es dual y, a veces, dicotómico: la relación entre dos personajes cuyo género, extracción social y ascendencia tiende a oponerse no podría ser dibujada de mejor manera. El retrato de un Japón que florece entre el respeto a sus milenarias tradiciones y la más alta tecnología no podría resultar más acertado. La todavía significativa diferencia entre campo y ciudad no podría haber sido tratada de un modo más adecuado, sin romanticismos absurdos y sin idealizaciones groseras, mostrando lo bueno de cada mundo, pero también sus asfixiantes limitaciones. Una de las características de esta pequeña obra de arte se nos presenta igualmente como paradójica: esa tendencia de la animación nipona al detallismo, la precisión en los caprichosos juegos de luz que bailan en un hiperrealismo que se torna, por ello mismo, mágico… y a la vez, esa insistencia en los ojos redondeados que no representan con exactitud fisonómica el rostro japonés pero que han quedado ya como icono de la mirada oriental, junto con la gloriosa resistencia a la animación digital que hace aún más llamativo el altísimo nivel de calidad de sus películas. Your name es, desde un punto de vista artístico, una delicia más que añadir al animé. Desde el punto de vista argumental, un digno entretenimiento que no rehúsa enternecernos y a veces sobrecogernos, encontrando siempre un equilibrio entre el humor, el amor y la maravilla. La película cuenta la historia de dos adolescentes que se “conocen” mediante la autoexploración —a veces entre impúdica y risible— de sus cuerpos, posibilitada por un inexplicable intercambio de espíritus por un lado, y la interacción discursiva, tecnología móvil mediante, de sus respectivos dueños por el otro. Esta premisa del intercambio, tantas veces tratada con desigual fortuna en la cinematografía, no sólo alcanza en manos de Makoto Shinkai altas cotas de originalidad en su tratamiento, sino que además sirve de excusa para esconder una trama mucho más sugerente que va desvelándose a lo largo de la película, de un modo tanto sosegado como abrupto —la cadente presentación de la vida y circunstancias de los personajes desemboca en un hecho inexplicable y chocante, que replantea radicalmente el tono y sentido de la película— y que constituye la verdadera enjundia de un filme que halla, precisamente en estas dualidades y dicotomías, un espacio de deleite para públicos de casi todas las edades: la vida adolescente, la naturaleza humana y la posibilidad de catástrofe deben ser reclamo suficiente para un público muy amplio que puede encontrar en cada uno de esos elementos, un motivo para el visionado de esta película. La habilidad de Shinkai con el montaje y construcción de la historia hace que ésta acabe siendo redonda, pero no esconde el insuficiente desarrollo de algunos personajes y la resolución apresurada de algunos conflictos. Es probablemente el único “pero” que puede ponerse a una película que emociona, tensiona, divierte y sorprende sin recurrir —al menos en exceso— a pasteleos o acción desenfrenada. Your name concluye dejando un muy buen sabor de boca, anticipando una exitosa —y no recién iniciada, por cierto— carrera para Makoto Shinkai, que parece haber encontrado por fin un equilibrio entre el exceso místico-imaginativo y la capacidad para contar una historia que no aburra o canse al espectador con juegos visuales. Esperemos que su fulgurante éxito se constituya en acicate y no en impedimento.
La explosión rubia Ante el incremento de la concientización feminista en el mundo y, especialmente, de su difusión masiva a través de los medios –marcadamente en la Marcha de las Mujeres contra las políticas de Trump-, era imposible que el cine escapara de esta perspectiva a la hora de abordar sus historias. Pero era aún más evidente que Hollywood, desde su oportunismo habitual, lo hiciera a través de un género tan restringido a la testosterona como lo es la acción. Aunque Hollywood ya había hecho esfuerzos para intentar dar voz a la mujer en este tipo de cine tan estigmatizado, especialmente desde la Lara Croft de Angelina Jolie, lo cierto es que los personajes terminaban cayendo en las tendencias del heteropatriarcado. Se notaba descaradamente el intento de maquillar como “icónicamente feminista” algo que, en realidad, no lo era tanto y que, para más INRI, era anulado mediante la cantidad ingente de obras con la mujer en funciones de accesorio. En los últimos tiempos, la mujer ha ido asomando en papeles de acción algo más complacientes para ella, en el que su rol protagonista ha estado menos sometido a las convenciones anteriormente citadas, en filmes como Indomable (Steven Soderbergh, 2012), la reciente Wonder Woman (Patty Jenkins, 2017) o Mad Max: Furia en la carretera (George Miller, 2015), en la que Charlize Theron se consagraba como icono feminista del celuloide, en una dimensión de carácter exponencial de la causa feminista. Atómica, dentro de la carrera de Theron, sigue la estela del reboot de la película australiana, aportándole a su actriz un papel de fuerte independencia, hecho para su lucimiento. Sólo por la considerable carga feminista que el film contiene –teniendo en cuenta su origen hollywoodiense-, ya merece la pena dejarse llevar por la acción de la película. En ciertos aspectos, hasta supera la hazaña de la mujer maravilla -en el interés romántico, por ejemplo, más incómodo para los puristas retrógrados americanos y, también, de más frialdad emocional-. Aunque es admirable este intento de pluralizar el género por parte del mainstream, aún hay tendencias a corregir como, por ejemplo, el inevitable recreo de la mirada de su director, David Leitch, en el cuerpo de Theron. Otro ejemplo del male gaze que baña los relatos desde tiempos cinematográficos inmemoriales. Ideológicamente, el empoderamiento femenino es lo más relevante que tiene para contar Atómica, ya que sobre la Guerra Fría no descubre nada que no se haya plasmado en su larga tradición cinematográfica. De hecho, no esperen un thriller de espionaje con el toque cerebral de John Le Carré, sino una lectura de los últimos días del Telón de Acero en clave de acción estilizada, por encima de la sustancia, como cabía de esperar del autor de John Wick (2014). Indiscutiblemente entretenida, poseedora de una notable coreografía con mayor precisión e interés que la mayoría de las secuencias rutinarias a la que nos ha (mal) acostumbrado Hollywood, es de lamentar que su guión no esté al servicio de una trama más elaborada y de unos personajes más bien definidos, que no deambulen sin unas motivaciones claras; por no mencionar un cierto desperdicio en el potencial del contexto histórico donde se desarrolla. Si, además, se tratara de un divertimento falto de pretensiones, ésto no afectaría a un conjunto que funciona en la superficie, pero al que le falta ambición para ser la referencia que podría haber llegado a devenir. Su tono afectado y serio (pero lastrado por la carencia emocional), e imbricado con los delirios de acción insertados en una historia algo vaga ocasionan que el conjunto no termine de cuajar en su plenitud, legando en la mente la sensación de ir a medias en todo lo que Atómica propone, salvo en lo que Leitch a niveles de orfebre: la acción. Es infalible en eso y en la innata capacidad de Charlize Theron para llenar una pantalla. Este evidente desaprovechamiento no impide, empero, que Atómica tenga la condición de film disfrutable para los fans del género, y también para todos aquellos poco versados en él, gracias a su correcto tempo, a su juguetón estilo pop con un soundtrack delicioso, a la decadencia de su ambientación, a su atractivo visual y, por supuesto, al (pequeño) lavado del rol de la mujer en el cine americano. Una pequeña bomba dentro de un cambio de paradigma, que deseamos que siga corrigiéndose para llegar a la consagración.
Clases muy particulares Basada en hechos reales, La Maestra es una historia sobre el miedo, el oportunismo y la dignidad humana,- que se desarrolla en la ciudad eslovaca de Bratislava en la década de los 80. Dirigida por los checos Petr Jarchovsky, también autor del guion, y Jan Hrebejk (realizador de Divided We Fall 2000, Honeymoon, premio al mejor director en el festival de Karlovy Vary 2013, y de Beauty In Trouble, premio Especial del Jurado en 2006). Reflexión sobre algunos de los dilemas morales y las muchas ambigüedades de los regímenes comunistas en los países que conformaban la galaxia soviética europea, “La profesora” (una auténtica manipuladora de alumnos y padres), que no sólo da clases de secundaria sino que además dirige el partido comunista de la localidad, es una brillante interpretación de la actriz Zuzana Mauréry, en el papel de la “camarada” María Drazdechova, que le ha valido el premio a la mejor actriz protagonista en 2016, en el festival más importante de su país. Esta claustrofóbica y kafkiana película eslovaca nos muestra la insidiosa impunidad del envilecimiento coercitivo de una forma de soborno tan atroz como en apariencia inmune a la justicia, escudado por un ordenamiento político que favorece a los jerarcas del partido dominante (o único) frente a la libertad y autonomía de las personas. Nada nuevo, pero presentado con una rabiosa pertinencia y claridad que nos hiela la sangre y nos revela cómo ciertas personas saben utilizar y manipular los hilos de la nomenclatura en beneficio propio y en detrimento del cabal funcionamiento de las instituciones, socavando la convivencia pacífica y el desarrollo y bienestar de los ciudadanos. En 1983, en un instituto al que acuden alumnos de clase media en Bratislava, la nueva profesora María Drazdechova pide a cada alumno que se levante, diga su nombre y la profesión de sus padres. Poco a poco se hace evidente que las notas de esos chicos tienen que ver menos con sus conocimientos que con las cualidades aleatorias de su situación familiar. Tras el intento de suicidio de un estudiante, se convoca a una reunión urgente de padres en el centro, para intentar denunciar a la profesora; pero, dado que se trata de una alta funcionaria del Partido, solo se atreven a pedir un traslado. En una clase tras el telón de acero, la película nos habla del futuro de unas familias acomodadas, que van a hacer todo lo posible por mantener su situación, incluso mirando hacia otro lado cuando se producen situaciones de abuso de poder. Es una historia estremecedora que, por otra parte, se parece a muchas otras vividas en nuestro país en los años de la posguerra, cuando funcionaba la delación y muchos “rojos” vivían medio escondidos (incluso escondijos del todo, convertidos en “topos”), y sus hijos soportaban en las escuelas el castigo de haber nacido en la familia “equivocada”. El guión se basa en un incidente real que él mismo vivió cuando frecuentaba la escuela primaria y está plagado de situaciones irónicas; no me atrevo a definirlas como de humor, porque nada puede hacer sonreír menos que un niño torturado psicológicamente. Y denuncia sin ambigüedades el enorme vacío moral generado por los comunismos de la estela soviética donde, como en el peor de los capitalismos, florecían los favoritismos, la corrupción, la injusticia, el nepotismo, los regímenes del terror y la obscenidad ética. Una película recomendable, con leves altibajos es cierto pero que gracias a su narración sabe mantener el interés del espectador sobre la evolución de la historia. Estupenda y lograda la ambientación que se hace de la Checoslovaquia comunista del 80, así como la llamativa composición musical de Michal Novinski, que acompaña y quizás edulcora una compleja situación. Película con posibilidades en interpretación femenina y banda sonora.