Una maravilla visual con un lamentable guion El último trabajo de Luc Besson para la gran pantalla se trata de una obra abrumadora que sorprende al principio pero que de manera paulatina se va convirtiendo en algo muy pesado y difícil de masticar. Nadie va a dudar de que nos hallamos ante un gran espectáculo visual que derrocha energía e imaginación en cada fotograma. Los fans de Star Wars, saga galáctica por excelencia, se lo pasarán bomba viendo la cantidad de criaturas de distintas razas y formas que nos recuerdan y de qué manera a la mítica escena de la Cantina de Mos Eisley en la seminal La Guerra de las Galaxias (algunos críticos han definido el film como una copia mala del universo Lucas). En ese aspecto la secuencia que abre la película está muy lograda, con multitud de saludos multiétnicos, sazonados con un punto de socarronería y “mala baba”. Pero a medida que avanzamos en la acción, y solo en la acción, porque detrás de piruetas, persecuciones, batallas a espacio abierto y demás acrobacias espacio-temporales tan sólo existe el vacío de una historia que no interesa absolutamente a nadie, nos topamos con el vacío más absoluto. Es como si la nave dirigida por Besson se fuera adentrando en una especie de agujero negro que absorbiera cualquier signo de vida inteligente. Y es que una narrativa visual convincente tan sólo es la mitad de la experiencia cinematográfica, necesitada de una historia comprensible y bien hilvanada. La pareja protagonista, los emergentes Dane DeHaan (Life, La cura del bienestar) y Cara Delevingne (Ciudades de papel, Escuadrón suicida) no tienen capacidad de lucimiento actoral alguno ante un guion tan tosco como desaprovechado. La química sexual que se pretende entre ambos en ningún instante alcanza apogeo alguno, resumiéndose en algún que otro escarceo de ahora te beso ahora no y en la socorrida pregunta “¿te quieres casar conmigo?” que no encontrará respuesta hasta la antesala de los créditos finales. Por cierto que quien firma tan insignificante libreto es el propio realizador del film, basándose en una serie de cómics de ciencia ficción creada por el guionista Pierre Christin, el dibujante Jean-Claude Mézières y la colorista Évelyne Tranlé. La trama nos sitúa en el siglo XXVIII, donde Valerian y Laureline son un equipo de agentes espaciales encargados de mantener el orden en todos los territorios humanos. Bajo la asignación del Ministro de Defensa, se embarcan en una misión hacia la asombrosa ciudad de Alpha, una metrópolis en constante expansión, donde especies de todo el universo han convergido durante siglos para compartir conocimientos, inteligencia y culturas. Pero hay un misterio en el centro de Alpha, una fuerza oscura amenaza la paz en la Ciudad de los Mil Planetas. Valerian y Laureline deben luchar para identificar la amenaza y salvaguardar el futuro, no sólo el de Alpha, sino el del universo. Uno de los pocos alicientes que pueden acaparar el interés del espectador radica en ir descubriendo los innumerables cameos y personajes secundarios interpretados por famosos que se van asomando por la pantalla. Citaremos algunos: un desmelenado Ethan Hawke que se pone en la piel de un proxeneta que tiene en su nómina nada más y nada menos que a Rihanna, una stripper humanoide que aquí se marca un bailecito mientras va cambiando de atuendo a velocidad del rayo que es pura contorsión digna de atención; un avejentado Clive Owen, quien todo el rato pone cara de estar aburriéndose como una ostra; un hierático Rutger Hauer que aparece apenas se alza el telón y la voz de John Goodman al intentar insuflar algo de vida a un bicho digitalizado (Igon Siruss), con un parecido más que razonable con Jabba The Hutt. El final es apoteósico. Diálogos mínimos y festival de fuegos artificiales para que uno salga del cine con la sensación de haber asistido a una experiencia “bigger than life”. Nada más lejos de la realidad. Los hallazgos visuales deslumbran, el alto presupuesto manejado se ve ampliamente justificado en un diseño de producción y una puesta en escena apabullantes. Pero el conjunto chirría ante la falta de empaque originada por la obsesión de concentrar demasiados referentes evidentes y no centrarse en la esencia del cómic en que se basa, una auténtica obra de culto que, por desgracia, aquí sólo funciona como elemento inspirador en lugar de haber sido utilizada como vademécum. Una oportunidad perdida para una producción que podría haber resultado algo especial, pero que se queda a mitad de camino.
Pasión y deber. El comienzo de Hedi (Inhebek Hedi, Mohamed Ben Attia, 2016) es algo tedioso, incluso anodino. La cámara se desenvuelve de forma intermitente entre el abatimiento de un personaje que parece un pusilánime (Hedi) y la excesiva vitalidad de su familia más cercana, su madre, su hermana y el hermano que ha emigrado a Europa y vive en París. El contexto del comienzo del film es la preparación de una boda entre Hedi y su prometida, Khedija, con todo el protocolo cultural que se manifiesta en la Turquía tradicional islámica. Hasta aquí visualizamos un relato sobre un país emergente como Turquía, con una cultura en transición hacia las formas más modernas de libertad laboral, democrática y social, pero con la sombra opresora de una política ideológica tradicional en lo religioso. No hay denuncia, sino una radiografía algo tediosa sobre las relaciones culturales y de parentesco dentro de las familias. En este primer tramo la película adopta las formas de un cine independiente y de denuncia basado en una planificación sin fuerza emocional, demasiado preocupada por el aspecto “documental” del relato. Sin embargo, la película cambia de registro cuando Hedi tiene que pasar una semana en un hotel mientras realiza visitas a las empresas del entorno, ya que se gana la vida como comercial de un concesionario europeo de coches. En su estancia en el hotel conoce la pasión y el amor en forma de libertad sexual cuando entable una relación con Rym, un personaje de gran fuerza, gracias a la exuberante y vitalista interpretación de Rym Ben Messaoud, una actriz en estado de gracia que supone el mayor acierto de la película. Son sus apariciones, filmadas con un una luminosidad mediterránea, con el calor y el erotismo de unas vacaciones en la playa, en la lujuriosa felicidad del ocio, lo que realza la película y, además, insufla emoción a los planos de Ben Attia, que a partir de este momento propone un juego interesante entre la oscuridad del domicilio familiar de Hedi y la festiva luz de su huida hacia los brazos libertarios de Rym. No obstante, la cámara sigue oscilando, aunque ahora adquiere sentido esta estética ondulante de una cámara algo nerviosa, pues nos transmite la inseguridad e indefinición de Hedi, sus miedos, alegrías, dudas y decisiones. La complejidad se instala en la película, planteando una interesante denuncia de la opresión cultural y familiar, frente a las llamadas de libertad y modernidad de Europa (Francia está presente de forma omnipresente en todo el guion). Aunque, no nos equivoquemos, estamos ante una comedia romántica, o un melodrama familiar y juvenil. En ningún momento encontramos la contundencia de un film ideológico o de un documental, más o menos de ficción, sobre una realidad opresora. Aquí de lo que se trata es de mostrarnos las incertidumbres del amor, de los primeros encuentros eróticos y de la asociación, vital por otra parte, entre la libertad sexual y las ansías de cambio y progreso. Ben Attia ha filmado una película agradable, sincera y cercana, estrechando las diferencias culturales, asociando la tradición con la modernidad (la escena del baile tradicional es magistral en este sentido), convirtiendo de nuevo el Mediterráneo en un mar de lazos culturales, para alejar el fantasma inhumano de la xenofobia contra la inmigración. Hedi es una llamada a la vitalidad, encarnada en el magnífico personaje de Rym, lo más emocionante de la película.
El poder de la amistad La amistad de nuestros protagonistas se verá amenazada cuando su director, el Señor Carrasquilla, decida separarlos de clase para así acabar con sus bromas. Horrorizados con la idea, Jorge y Berto hipnotizan a su director con su anillo mágico, y deciden convertirlo en el personaje de uno de sus cómics: el Capitán Calzoncillos. Cada vez que ellos chasquean los dedos, el Señor Carrasquilla se transforma en este superhéroe ridículamente entusiasta y, para que vuelva a ser normal, sólo hay que echarle agua por encima. La separación de clases es un mundo para los niños de 3 a 6 años, la edad que parece la idónea como público de la película. Todo dependerá de la madurez del espectador. Basada en la saga literaria, escrita por Dav Pilkey, el film nos cuenta -al fin y al cabo- la historia de amistad entre Jorge y Berto, dos niños un poco más que gamberros que disfrutan pasando el tiempo haciendo trastadas y dibujando comics sobre el Capitán Calzoncillos, un superhéroe cuyo atuendo reconoce que muchos trajes de superhéroes, como el famoso Superman, son en el fondo ropa interior bien decorada. Igual que una versión poco lujosa del honorable Capitán América, la prioridad de nuestro héroe son los ciudadanos, los cuales se verán en peligro ante la gran amenaza del malvado profesor P. ¿Nuestro enemigo es malo, sencillamente por qué si? A diferencia de algunos blockbusters, podemos ver en forma de flashback el trauma que causó la chispa que incendió las estremecedoras ambiciones del profesor P., quien quiere eliminar la risa del mundo con una pistola de rayos que puede hacer las cosas gigantescas o diminutas, incluyendo cualquier cosa que se pueda encontrar en un baño. Tan aterrador como suena. Como muchas películas de superhéroes, aparte de figurantes, el único personaje femenino es el interés romántico de uno de los protagonistas. En este caso el director Carrasquilla. Además, la película básica y simple tiene algunos tópicos, como la figura del empollón pelota con gafas y pelirrojo (ésto último puede ser pura envidia de tono de pelo), para hacer su humor más sólido. Con un estilo muy colorido y estridente, tira de humor escatológico en bastantes ocasiones (o como la propia película denomina “humor guarrete”) haciendo que el cuento sea perfecto para los más pequeños de la casa. Las intenciones del film son muy claras, haciendo explícito en un momento de la película que lo que menos importa es la crítica que se haga de ella. Lo que quieren sus creadores es que los críos se rían a carcajadas y pasen un buen rato. Como propósito, también está el de convertir esta historia en una saga, pero eso el espectador lo sabe desde el inicio. Como conclusión, Las aventuras del Capitán calzoncillos es un ejemplo a tener en cuanta en esta propuesta audaz: que las críticas sobre películas infantiles sean hechas con niños, ya que su punto de vista es, en este caso, el único que importa. La visión de un adulto quizás no alcanza a entender algunos rasgos del humor infantil o quizás se ha olvidado con el paso de los años…
Retrato de una Dama en la ventana. Tras una cinta tan necesaria como actual como La Loi du Marché, Stéphane Brizé nos traslada en esta ocasión a la campiña francesa decimonónica con la segunda adaptación de la novela homónima de Guy de Maupassant después de aquella de Alexandre Astruc (desconocida para el que escribe hasta haber indagado y haberla visionado después de ver esta nueva versión) Astruc, antes que director era crítico de cine y al igual que muchos de su época, escribía en Cahiers du Cinema, dónde redactó entre otras, su teoría de la cámera-styló (cámara-lápiz) en la que diferencia y se distanciaba de esos directores que calcaban narrativamente las adaptaciones literarias en el cine sin tener en cuenta los sentimientos y se posicionaba a favor de una adaptación que, aunque traicionase argumentalmente a la obra literaria, mantuviera el espíritu de esta, en un intento de trasladar las emociones de los personajes a la pantalla. Su adaptación sigue firmemente sus postulados y lo que nos encontramos es un melodrama sobrecargado y colorista cercano a los dirigidos por Douglas Sirk, con una Maria Schnell en el papel de Jeanne a flor de piel, al igual que el resto de personajes que pueblan la cinta. Sin embargo, Brizé, sin hacer un calco palabra a palabra de la obra de Maupassant, se aleja de este sentimentalismo romántico y prefiere una puesta en escena más realista, detallando el costumbrismo de la época (estupendas escenas de siembra y recogida) e incluso recurriendo a un estilo cercano a esas películas de Super 8 dónde condensa ese tiempo sumatorio que ya aparecía en la propia novela. Su protagonista sufre, pero más por dentro que por fuera. Es una mujer abnegada frente los sinsabores que le da la vida y de hecho el director expresa esta fuerza interior del personaje en dos momentos maravillosos del filme y que tienen como protagonista fundamental el uso de la ventana. En su libro Imágenes del Silencio: Los motivos visuales en el cine, Jordi Balló hace una exhaustiva indagación y explicación entre otros, de esa imagen tan melancólica y poderosa que es el tener a una mujer en una ventana, un motivo muy repetido en la historia del arte y en el cine en particular y que pierde cierta fuerza cuando el que está junto a ella es el hombre, y entre de las muchas disquisiciones en la que divide este capítulo hay dos que retratan perfectamente las dos escenas tan intensas y eficaces de este filme: los sueños de superación y el recuerdo de la ausencia. Así, cuando al comienzo del filme, la joven Jeanne (interpretada de forma impecable por Judith Chemla en lo que puede ser el mejor papel en su filmografía), llena de vida, permanece junto a esta en una mañana de primavera mientras en off se planifica su vida con su futuro marido, la sensación que percibimos es la de ese primer amor lleno de vitalidad e ilusiones que nos trasporta a otro mundo, ya que para la joven, es también una forma de salir de esa mansión familiar, que aunque acogedora, se comporta como una cárcel, otro motivo que irá aumentando a lo largo del filme, al ser el único espacio donde se muevan los personajes, algo que su formato de 1.33:1, el primer formato usado para el cine tanto por Edison como por los Lumière, incide aún más En contraste, casi al final de la película, la misma posición junto a la ventana, esta vez sin voz en off y bajo un gélido invierno, nos genera una impresión diferente, más triste y melancólica dónde una mirada nos cuenta el pesar de la protagonista esperando la visita de su hijo, que nunca llega, y rememorando todos los obstáculos que ha tenido que sufrir a lo largo de su vida y en la que quizás haya algún resquicio al final para la esperanza.
La revolución se queda en casa El cine italiano ha sido uno de los claros exponentes del uso del género cómico como filtro de una realidad social. De hecho, la commedia all’italiana es una institución en si misma, a través de la cual se ha descrito con un humor crítico la sociedad del país, desde los tiempos de Mario Monicelli, Pietro Germi o Ettore Scola. Luego evolucionó hacia una comedia de corte político más marcado, como la de Nanni Moretti, hasta llegar a nuestro presente con la perlongada actividad de los renovadores de la década de los 80, pero también con las propuestas de nuevas voces. Apartando las miradas más distanciadas e irónicas de los directores italianos más prestigiosos del panorama, como podría ser el Matteo Garrone de Reality (2012), hay espacio para autores de vocación popular como el dúo Salvatore Ficarra y Valentino Picone, cuya prolífica irrupción en la cinematografía italiana hace diez años se ha saldado con cinco alocadas y toscas cintas cómicas. La hora del cambio es su obra más deliberadamente política, con la que ansían trascender las historias personales y exponer, con la bandera del humor por delante, la fáctica corrupción de un pueblo siciliano, extrapolable también al funcionamiento institucional estatal. Para ello, dan la vuelta a la tortilla proponiendo el reemplazo de un berlusconiano alcalde, artífice y autorizante de maniobras irregulares locales, por un honrado maestro que pretende instalar la legalidad y las buenas prácticas en el pueblo. Es inevitable pensar en alguien como Dany Boon cuando se visiona La hora del cambio, ya que comparten el mismo tipo de humor, basado en las costumbres del carácter autóctono y el trazo un tanto grueso. Aún así, mientras Boon sigue siendo fiel al estilo más recatado del cine francés, los italianos hacen gala de su habitual exceso y sucumben a un conjunto algo más explosivo, a nivel superficial. Y eso es una lástima, ya que con semejante premisa podría haber tenido lugar una película más inteligente, atrevida y, también, ácida. No sólo rebaja sus posibilidades, es que además su desarrollo se va agotando con el paso de los minutos. Termina resultando insípida, aburrida por su previsibilidad y nada emotiva, dejando para el espectador una sucesión irregular de gags a medio gas y sin la brillantez de sus antepasados cronistas sociales, anteriormente citados. Es de lamentar el poco riesgo que Ficarra y Picone han empleado en su película, pero es comprensible teniendo en cuenta que está en gran parte pagada por Medusa Film, productora integrada dentro del grupo Mediaset –propiedad de Il Cavalieri Silvio Berlusconi-. Optaron por venderse a la mano del sistema que les da de comer, en lugar de intentar combatirlo desde su arte y por medios alternativos, tal y como propone en un principio el film. Desaprovechada, con la caspa inherente a las obras cómicas de su productora, y tremendamente fallida en su ejecución contiene, sin embargo, una reflexión bastante coherente no sólo con el contexto italiano, sino con el español. Se anhela un cambio a mejor, una prosperidad en la que la transparencia y el buen hacer administrativo inunden las calles de las ciudades. No obstante, eso conlleva un esfuerzo y un sacrificio en primer término que ocasiona molestias en el ciudadano, pero que recibirá a largo plazo un beneficio que será constante en el futuro. La población no está preparada para la mejora, ya que es incapaz de renunciar a su comodidad individual para el bien común. Por lo tanto, se regresa a los modus operandi conservadores y tradicionales, decadentes, nocivos, pero ya conocidos y en los que la sociedad ha sobrevivido hasta nuestro triste presente. El pensamiento generalizado que suscita eso de “vale más malo conocido, que malo por conocer” se aplica tanto en Italia como en España, dando lugar a este inmovilismo político del que parece que no se librará nadie durante los próximos tres años, por lo menos. Así, sí que “la hora del cambio” no llegará jamás.
El alzamiento determinante Dentro del perezoso estado creativo en el que vive Hollywood actualmente, el reboot de la saga El planeta de los simios ha sido uno de los productos más constantes y coherentes que se han facturado. En primer lugar, porque no jugaba con un material tan intocable como en otros casos recientes, ya que se trataba de una saga desvirtuada con cada secuela producida, hecho que permitió una mayor apertura en la concepción de su historia al no verse presionados por la legión de incondicionales. Por otro lado, debido a su alejamiento del tono más fantasioso y su arraigamiento en una ciencia-ficción de corte más realista, con el que se ha ofrecido una premisa más creíble gracias, también, a todo el abanico de posibilidades que la ciencia ha ido abriendo entre los casi 50 años que separan la odisea de Charlton Heston y este punto y final que se nos presenta. Con sus más y sus menos, pero siempre manteniendo un nivel de respeto mínimo para el espectador, la nueva trilogía llega a su fin en su episodio más completo. En esta ocasión, el film encuentra un mejor equilibrio entre las acciones y el desarrollo introspectivo de los personajes, recuperando las disquisiciones de la relación del hombre con los animales de El origen del planeta de los simios (2011) y rebajando las cargantes secuencias de acción de El amanecer del planeta de los simios (2014). Y es que El planeta de los simios: la guerra sigue escribiendo imágenes acerca del contacto del hombre con la naturaleza y sus especies, para ofrecer una conclusión que, aunque ya otras veces propuesta y llevada a los extremos con los que juega la saga, parece ser de los pocos caminos posibles ante el funcionamiento mundial actual. Una regeneración a base de una cura de humildad humana y del desapego ante los comportamientos tóxicos y dañinos, motivados por todo lo que ha construido el hombre. Un colofón moral claro y un tanto obvio, sin mucho contenido trascendental más que revelar, pero que conecta con uno de los (múltiples) problemas del presente que acarrea nuestra especie. Más allá de la reflexión eco-friendly que transmite toda la saga, la película navega de pleno por géneros con los que las anteriores partes no habían coqueteado. Si bien las pasadas se volcaban más a la acción (en especial, la segunda parte), esta establece una estructura propia del cine bélico, ya anunciada en su nada enigmático título. Se retoma la trama en medio del conflicto entre los primates y los humanos y, a partir de aquí, se despliega un espectáculo que rememora el esquema habitual del héroe de guerra, también tomando alguna licencia del western como el viaje motivado por la venganza. Aunque sin sorpresas de ningún tipo, el film, empero, sabe exprimir los códigos y situaciones del género en el universo de los simios con habilidad, citando a clásicos como La gran evasión (John Sturges, 1963) o el Kubrick de Full Metal Jacket (1987), a lo largo de varios estadios propios del cine bélico. Esta apuesta, no obstante, supone un acierto al rebajar las escenas de acción sobresaturadas –una marca ya en toda producción hollywoodiense-, en pos de la medida temporal y de la construcción atmosférica de la tensión, acompañada por el desarrollo de los caracteres. Es decir, se aboga por una acción más estudiada y que apele más a la emotividad que no por la estimulación constante a base de movimiento. Y, a pesar de que no todas las escenas funcionan con precisión suiza y que se les ha ido la mano un poco con el metraje, el resultado es solvente dentro de su funcionalidad. La guerra del planeta de los simios, por lo tanto, no supone una revelación para el espectador como pudiera serlo ese final ante la Estatua de la Libertad, pero en su conciencia de espectáculo es de una eficacia que satisfará con creces a todo aquél que haya comulgado con la revolución del carismático César.
El cine a otro ritmo El cine siempre ha parecido sentir predilección por una serie de granujas sin escrúpulos pero con códigos internos, criminales inteligentes o pintorescos con grandes planes en mente: los atracadores. Convertida en un subgénero en sí mismo, las películas de atracos han ido renovando sus figuras protagonistas para tratar de seguir conectando al espectador con estas personas de dudosa ética y moralidad. Actualmente este objetivo, el de crear un personaje de bajos fondos atractivo para el público y fresco al mismo tiempo, se antoja cada vez más difícil sin caer en la repetición de lo ya conocido y el acopio de clichés que rodean al guante blanco (o no tan blanco). Ante este reto, Edgar Wright configura y dirige una historia que subordina todas las claves de dicho subgénero a su estilo personal. Y el resultado es un producto sorprendentemente fresco. Baby, el aprendiz del crimen presenta a Baby, un personaje concebido para conseguir el favor del público y la empatía de cada persona sentada frente a la gran pantalla. No quiero entrar en reflexiones sobre la trampa de guión que supone crear un protagonista lleno de luces y sin sombras (es, simplemente, un buen chico envuelto en asuntos que nada tienen que ver con su forma de ser), porque, finalmente, el personaje funciona sin llegar a plantear si hay un lado oscuro de él que no llegamos a ver. Aunque sus acciones impliquen violencia, siempre están arropadas por una justificación moralmente buena. De esta forma se consigue que el espectador sufra con Baby, se alegre cuando gana y desee que consiga sus objetivos. En última instancia, buena parte de la tensión que funciona como motor argumental de una trama sencilla está creada por este deseo de que el protagonista salga indemne de los líos en los que se va hundiendo. Además, se le da un atractivo mayor con una diferenciación especial a través de la música (auténtico hilo conductor del largometraje) y un pasado de sufrimiento que le convierten en una víctima que trata de realizarse en una vida que no le ha sonreído. ¿Trampa de guión? Puede que sí, pero al final de esto es de lo que trata el cine: empatizar con el protagonista, sufrir con y por una persona irreal. Esto es mucho más difícil de lo que parece, y Baby Driver lo consigue de forma impoluta. Al margen de su protagonista, sorprende enormemente la gran presencia de la música en la película (tanto en las canciones que conforman la banda sonora como en una parte fundamental de la trama). Así, Wright establece un código de canciones que acompañan gran parte de la acción, lo cual raya en muchos casos en forma y fondo con el videoclip. Difícil tarea en este caso mantener la atención en un videoclip de casi dos horas, donde, de hecho, los grandes bajones de ritmo se producen cuando se apaga la música. Se compensa positivamente con una planificación original y un humor ácido que proporciona la chispa que aviva los momentos más apagados. Merece además mención especial la forma en la que imagen y música se interrelacionan y complementan, así como los efectos de sonidos que se unen a la banda sonora, convirtiendo un disparo o el claxon de un coche en notas perfectamente armonizadas con los temas elegidos para la película. Más allá de su trama predecible, el film se dirige a los espectadores como una experiencia sensorial, dejando a un lado cuestionamientos de su historia y disfrutar del complicadísimo trabajo de Edgar Wright y los suyos.
El milagro de la operación Dinamo Después del desastre de la batalla de Dunkerque, la poderosa película se centra en la misión de rescate de la expedición del ejército británico. Con la colaboración heroica de la flotilla de civiles voluntarios que participaron en ella intentarán rescatar a las tropas aliadas que están rodeadas. Desde el primer momento el espectador vive en la película y permanece en tensión todo el tiempo, sin pausa, no hay tregua en la guerra. Aún y así, no es una película de guerra en el sentido estricto, con momentos sangrientos e imágenes del combate, ya que de lo que realmente trata es de sobrevivir a la guerra. La tensión en la que sumerge al espectador está precisamente causada por esta razón, ya que continuamente se pregunta si esos muchachos sobrevivirán o morirán en el siguiente momento a causa de una bomba, o si se hundirá su barco o se estrellará su avión… o se ahogarán intentando llegar al barco que ha venido para llevarlos a casa… Es un rescate, es una retirada, ¿es una derrota? no parece una victoria, pero con los 350.000 supervivientes basta. Delicada, medida, parece hecha a mano, sabe cómo conmocionar al espectador, sin enseñar el horror morboso de la guerra, o la oscuridad de los enemigos; sencillamente la desolación, la espera, y con el único paisaje de la playa apocalíptica. Los soldados están varados, a merced de los ataques aéreos del enemigo. Alineados en columnas sobre la arena, esperando, probablemente, la muerte. O un milagro. Lo más cruel de todo es la ironía de ver desde allí la costa de Inglaterra a sólo 26 millas a través del canal. La salvación estaba tan cerca, pero tan lejos. El film no juzga a estos muchachos por su desesperación, sino que aunque todos se protegen, celebra sus gestos de solidaridad. El film es magnífico a un nivel solo comparable con Das Boot: El submarino (Wolfgang Petersen, 1981), e incluso consigue mantener mucho mejor el ritmo que ésta, aunque no llegue a captar el realismo del film alemán, viendo el aspecto impecable de los soldados británicos. Esta película podría definirse como el Das Boot de los aliados, y por ello debe ser considerado el film bélico de la década. Nolan siempre sabe jugar con el tiempo, aquí también lo hace con la cronología del relato, como cuando vemos uno de los barcos que en una escena anterior ha naufragado. La estructura de la narrativa funciona con la precisión de un reloj: El rescate naval, con la heroica participación de los civiles, duró un día, si bien los soldados llevaban una semana esperando en la playa, mientras desde el cielo los spitfires británicos tenían capacidad de combustible para volar una hora. El ritmo intenso, excepcional, el trabajo artesano de la dirección de Nolan y enfatizado con el montaje de Lee Smith, hacen del film una historia épica de 100 minutos en los que el espectador está en vilo, sufriendo por y con los soldados. La fotografía de Van Hoytema, acorde con la narrativa, refleja toda la pulcritud del relato, y nos enseña detalles, como la imagen en la que se ve la espuma del mar estremeciéndose en las playas y se aprecia la belleza dentro del pavor de la espera. Los encuadres te hacen estar al lado de los protagonistas, siendo uno más de ellos en cada momento. El logro técnico es sencillamente extraordinario, rodada completamente en formato IMAX. Especial mención al diseño de sonido, ya que se funde con la siempre fantástica banda sonora de Hans Zimmer, y envuelve al espectador sin estridencias. El sonido bombardea los oídos y también se siente en el cuerpo con un dinamismo estremecedor a medida que se oyen bombardeos y disparos en el cielo, en la tierra y en el mar. El espectador se siente empujado dentro de la historia a sobrevivir y a acompañar a esas personas normales, posiblemente sintiéndose cobardes como la gente común o puede que simplemente traumatizados por la guerra, pero héroes entre la gente común. El reparto es impecable, pero la dirección no deja que se enfatice demasiado en las interpretaciones: no son actores haciendo de soldados, son soldados. Con pocos diálogos, sus acciones hablan por sí solas. Sus actos son heroicos, no sus discursos o sus palabras. Más que las palabras es la cámara la que habla, poniendo delante las actitudes, las expresiones faciales, las reacciones, tensiones y las miradas, lo dicen todo, por encima de las palabras. Con diálogos escuetos, ya que lo importante no es la historia de los personajes, si no su destino. El único discurso es la lectura del periódico con la noticia del desembarco. Si hubiera un pero en esta película, sería que al centrarse en el punto de vista británico difumina el sacrificio de los soldados franceses en Dunkerque. El espectador se verá impactado por ciertas escenas como aquella en la que los ingleses quieren embarcar solo a los suyos y no a los franceses. Es importante recordar que es un punto de vista británico, de ahí que no se pueda resistir el fervor patriótico al final. El film es ciertamente visceral. Cuando crees que has visto la última imagen del film, el director nos impacta con la última reflexión.
La gran familia. Interesante y larguísima tragicomedia rumana en forma de réquiem por un padre fallecido cuarenta días atrás. «Sieranevada», del cineasta rumano Cristi Puiu, es una historia rodada casi totalmente en un espacio cerrado, siguiendo las tres reglas teatrales de unidad de tiempo, de lugar y de acción. Con una virtuosa puesta en escena en el interior de un exiguo apartamento y en las calles nevadas de una barriada popular en Bucarest, Puiu relata la reunión familiar, según el rito religioso ortodoxo, que consiste en bendecir y conmemorar 40 días después de su muerte el alma del difunto. Un momento propicio pues para reunir a todos esos personajes y filmarlos tanto con cámara móvil como con largos planos secuencia, para dar al espectador esa impresión de filmar el tiempo real. Un planteamiento estético sin duda coherente en la intención del realizador, aunque a mi juicio algunas elipsis serian de agradecer para hacer su película accesible a un más amplio público. El inteligente guión está construido en forma de rompecabezas, es decir, sin dar al espectador al comienzo todos los elementos de comprensión sobre el objetivo de esa reunión con comilona familiar a donde acuden un médico recién llegado de Francia y su esposa. La información nos llega a través de los diálogos en forma fragmentada, en una discusión que va de lo familiar a lo político, de forma muy natural, mientras las mujeres preparan en la cocina el típico plato rumano de coles rellenas con polenta. Vamos también descubriendo poco a poco quien es quien en esa familia, la madre, las tías, los hermanos, que van a lavar nunca mejor dicho sus trapos sucios en familia, sobre todo con la irrupción del adultero y violento cuñado de la viuda. En ese microcosmos familiar que se agita en un huis clos, con puertas que se abren y se cierran de un lado a otro del apartamento, asistimos a una reflexión tanto humana, como política e histórica. Las tensiones en las parejas, o entre hijos y padres, el engaño y el adulterio, pero también sobre el pasado comunista reciente de la sociedad rumana, sus mentiras y la salvaje represión del dictador Ceaucescu, o sobre las teorías conspiracionistas que aparecieron en internet tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York, o tras los atentados en París contra Charlie Hebdo, tema que obsesiona a uno de los nietos. La sociedad rumana aparece pues reflejada en ese microcosmos familiar, compuesto de médicos, militares, estudiantes o amas de casa, pero también en las escenas de atascos y de broncas entre los vecinos del lugar que se disputan un plaza de aparcamiento, en ese frío invierno. El título «Sieranevada» que tiene acentos de western y connotación hispana significa sierra nevada y, según Cristi Puiu no hay que buscarle una explicación lógica pues le ha venido inspirado por esos bloques de edificios que son como montañas en ese paisaje urbano. Aunque siendo muy diferente y con cáustico humor rumano, la película de Puiu puede hacer pensar en la película argentina “La ciénaga” de Lucrecia Martel, por esa forma virtuosa al filmar las relaciones y tensiones familiares en su forma más íntima y cercana.
La Leyenda renace Hay algo que ni las leyendas pueden controlar, el paso del tiempo. Desde la última vez que vimos a Rayo McQueen ganado 5 Copas Piston, nuestro coche favorito ya es un auténtico veterano y no corre como antes, pero su espíritu sigue siendo joven y querrá demostrar que no necesita jubilarse. Lo difícil no es llegar a lo más alto, sino mantenerse en la cúspide. En esta gran carrera se juega algo más que su reputación, su honor de campeón está en juego, bajo la amenaza de la nueva generación de corredores más jóvenes, más potentes, pero sobretodo, más rápidos. Entre ellos destaca el veloz y arrogante Jackson Storm. La todopoderosa Pixar, igual que nuestro protagonista, sabe reinventarse. No sólo aprovecha la gran carrera como el gran enfrentamiento entre titanes, sino que además profundiza en un tema clave para cualquier deporte: un verdadero campeón se cae, y se levanta. Los más pequeños se estremecerán un poco cuando nuestro querido Rayo sufra un accidente, así que abrácenlos diciéndoles que todo (esta vez por seguro) irá bien. Tranquilos todos, nuestro bólido, así como un fénix, renacerá de sus cenizas. La presentación de la lección para los niños de que no deben rendirse ante los problemas, es admirable. Para retomar su carrera, además de sus viejos amigos, Rayo McQueen contará con la ayuda de nuevos e interesantes personajes, destacando a su nueva entrenadora Cruz Ramírez, con quien protagonizará una carrera al estilo de un cocktail entre Rollerball (1975) y Mad Max III: Más allá de la cúpula del trueno (1985), en un pueblo que parece salido de la América rural. El coche amarillo, Cruz Ramírez, tiene la energía y el talento necesarios para la competición, pero nunca ha creído en ella misma como corredora. ¡Lo único que necesita es la oportunidad de demostrarlo! Tanto a sí misma como al resto. Si la primera película de Cars era una carta de amor a Le Mans (1971), esta entrega parece inspirada en la saga Rocky, desde la vertiente más humana del protagonista y su lucha por la superación y la constancia. El campeón, ante el enfrentamiento con un joven rival, deberá encontrar un modo de reinventarse, pero sin querer renunciar a los métodos de la antigua escuela. Además de la evolución de Rocky, otro factor en común es el hecho de buscar y encontrar un nuevo entrenador. Aun así, el mentor Doc Hudson, con la voz del recordado Paul Newman, seguirá muy presente, a través de los recuerdos de McQueen. En un momento donde el deporte, tanto el del relato como el de la realidad, parece focalizado a las estadísticas, es inspirador tener en cuenta que no se pueden medir las emociones con números. Los mayores disfrutarán de detalles del deporte actual, como la relación de las glorias de cada competición y sus contratos publicitarios. Los pequeños disfrutarán de una emocionante aventura y unos personajes tiernos, llenos de emociones y cercanos a ellos. Da la sensación que el equipo de guionistas estaba allí, en las carreras, en los boxes, donde todo se cuece. De hecho, Jeff Gordon, cuatro veces campeón de la NASCAR, asesoró en el proceso de documentación explicando sus vivencias al volante. Este excelente film es perfecto para disfrutar con toda la familia ya que desde los padres a los más pequeños lo pasarán en grande. Por el mensaje didáctico de la película, Pixar nos vuelve a demostrar que el cine, además de entretener puede educar y transmitir valores.